IPATRIA, mon amour, ORLANDO LUIS PARDO


relato publicado en Cacharro(s) 1, julio-agosto de 2003. El autor participa en el Proyecto RRizoma(s). Vive en La Habana.

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Tu n´a vu rien à Hiroshima, mon amour: rien...
HIROSHIMA, MON AMOUR.


...ptr y y bms l mlcn y ns djbms cr sbr l mr. ptr y y bms l mlcn y ns djbms cr sbr l mur. ptr y yo bmos l mlcón y nos djbmos cr sobr l muro. Iptri y yo íbmos l mlcón y nos djbmos cr sobr l muro. Iptri y yo íbmos l mlecón y nos dejbmos cer sobre el muro. Ipatria y yo íbamos al malecón y nos dejábamos caer sobre el muro. Era 1999 y aún teníamos la esperanza de sobrevivir, de no tener que matarnos. Y escribir. En 1999 Ipatria y yo aún pensábamos en escribir. A falta de una existencia real, una vida impostada por escrito. Ante la abulia de un acto, el idilio del texto. Y esa noche por fin ocurrió. 31, diciembre, 1999: fin de año, siglo y milenio –inicio del año cero, acaso del tiempo cero. Así que fuimos hasta el malecón y nos dejamos caer sobre el muro, Ipatria y yo.

Había sido un largo invierno –desde octubre tal vez– y las calles y las personas se habían tullido aún más. Ipatria parecía muy nerviosa esa noche –también lo estaba el mar– y el perfil de La Habana en apagón se hizo cargo del resto: ése y no otro era justo el escenario que desde hacía ya tanto esperábamos Ipatria y yo.

Nunca supimos en qué tramo del muro nos acostamos (en general, nunca sabíamos nada: nuestra memoria devenida aguachurre por el eterno jaleo de la falta de información). En cualquier caso, esa noche hubiera sido muy difícil ubicarse bajo el ballet aéreo de los bombarderos –y muy fácil ser ubicados por ellos, supongo. La única coordenada cierta seguía siendo su boca –de tanto en tanto en la mía– y los espumajos rabiosos del mar a nuestras espaldas, haciéndose añicos contra el concreto antes de saltar a mi boca –de tanto en tanto en la suya. Ipatria salobre, no me dejes de besar para exorcizar el tedio de esta guerra sin fin ni fin, pronuncié sin mover mis labios.

La noche comenzó de la manera más sutil –aunque parezca terrible adjetivarlo así (si bien lo más terrible resulta siempre sutil). Un anciano en un biciclo de circo, en la parrilla un latón. Humeante. «¡Maní, maní...!», anunciaba a todo galillo aquel crematorio ambulante. «¡Maní, maní...!», se lamentaba a toda aceleración.

Acaso fue un bache. O una cloaca sin fondo. O un lapsus. O una vulgar discontinuidad del lenguaje –territorio en blanco por donde acostumbran a escapar los suicidas. No sé, no supo, aún no sabemos. Igual lo vimos rodar varios metros sobre la acera –despatarrado– y su cabeza de anciano hizo crac contra el paredón. Ipatria y yo temimos que aquello fuera un paripé suficiente para la muerte y, de hecho, cuando lo vimos incorporarse –tambaleándose como un bebito junto al muro– los dos supimos que aquel ya había muerto. Y que justo él había sido el primero. Y que recién llegábamos a la fecha esperada –1999, diciembre, 31. Y a la noche.

Ipatria se tapó la cara. No por miedo –supongo– sino por anular su memoria. Participar menos, desinvolucrarse: tal era nuestro himno marcial o tal vez nana fúnebre (además de escribir, escribir, escribir –no estar, sino ser por escrito). Yo me incorporé a medias. El anciano ensillaba muy orondo su biciclo aún humeante y rompió entonces pedalear marcha atrás, alejándose por la avenida entre las luces de las ambulancias, ahora con su pregón al revés: «¡Ínam, ínam...!», anunciaba a todo galillo en su cortejo de uno. «¡Ínam, ínam!», se lamentaba a toda desaceleración.

Cuando por fin desapareció bajo el horizonte de asfalto, le pregunté por inercia –tal vez para nadie–: «¿oyes tú, mon amour, el ronco aletear de los bombarderos?»

Y a partir de este punto Ipatria no dejó de llorar, sus lágrimas filtrándose entre los dedos con que se borraba la cara. Y a partir de esa noche la pude amar: la amé como acaso alguna vez hubiera podido amarme también a mí. De tanto en tanto el odio abre grietas en blanco y es por ellas que regresamos sin habernos suicidado del todo. Ipatria amnesia, no me beses mientras quede algún resquicio de esta paz sin fin ni fin: pronuncié sin mover mis labios.

La luz volvió por un instante a los cables y bombillas de la ciudad cementada. Los parches de los edificios eran mayores que al atardecer (mayores incluso que el recuerdo de los edificios extraídos quirúrgicamente del paisaje). El llanto de Ipatria restalló con el fogonazo de luz.

También el pelo cano y las esquirlas del mar en su boca. Y sus dientes de escualo, visibles entre los dedos y labios en una mueca de horror. Rebasado el relámpago, La Habana se apagó nuevamente, y la noche fue otra vez doble sobre nuestros cuerpos tendidos con las retinas abiertas de par en par –yo sin párpados, ella sin ojos. Igual jugábamos a simular ataúdes, insomnes de remate los dos. Y confiados en que pasaría rápido aún sin saber qué pasaría rápido.

La segunda vez no fue un anciano sino un bebito, pero mutilado. Impulsaba su cuna móvil con dos muñones al codo –casi simétricos, como naturales– y al cuello portaba un cartón: HIJOS DE LA GUERRA. Mendigaba monedas. O mendrugos. O una palabra de escarnio. Las farolas de las ambulancias no lo sacaban de su rutina pedigüeña a lo largo y estrecho del muro y, justo al pasar bajo nuestro tramo, fue la criatura misma quien me contestó: «nunca he oído el ronco aletear de los bombarderos: ¿es música horrenda, mon amour?» Y por imitación de Ipatria –supongo– él también me besó: doblado sobre mis labios y estirando la nimia cabeza entre los barrotes de su camastro.

Yo no pude evitarlo. Sentí frío en la nuca y calor en la garganta. Con una uña corté de un solo tajo su cordón umbilical –para entonces ya enredado a mi cuello, asfixiante casi– y la sangre liberada emborronó la caligrafía fetal de su cartelón, texto de pronto ilegible: huérfano hasta de sinsignificado.

Así nos fue evidente lo precario de toda escritura. Yo sentí deseos de sentir deseos de llorar mientras que Ipatria reaccionaba apenas dándose media vuelta a mi lado. La vi de espaldas y la imaginé desnuda. Y en la cuenca de sus nalgas vertí una parte del rojo que manaba sin tapujos de aquel cordón.

El bebito mendigo se recogió dando coletazos y sus muñones gemelos perdieron control de la cuna. De la acera cayó al contén con estrépito y de ahí penetró en la avenida, zigzagueando a la par que describía incomprensibles caracteres sobre el asfalto. Al cabo, una de las ambulancias no consiguió eludir a aquel carrito loco y el choque devolvió todo justo a su posición inicial. Ipatria, el mar muerto de rabia, un paredón desconchado, la ciudad cementerio, la otra noche allá arriba y yo: 31, diciembre, 1999 –el orden no importa o tal vez nunca existió, como el tiempo.

Y el resto ya es obvio. Mojar un dedo en la sangre salobre del feto y trazar ilegibles caracteres sobre la espalda de Ipatria, su columna como guía invertebrada hasta el cerebelo y de ahí al resto de su pelo de nieve: espejo retrovisor donde las ambulancias reflejaban una prisa indolente –cocuyos blanquísimos de La Habana en apagón, caracolas en fugas.

La tercera y última vez no murió nadie, tampoco hacía falta: era tan sólo un teatro del aire y ya no quedaba nadie a nuestro alrededor. Faltaban veinte, diez, cinco minutos para la medianoche cuando el primer avión estalló. Yo dibujaba una flor de cero pétalos enraizada en sus nalgas –las gotas de polen haciéndonos estornudar– mientras Ipatria me abría en tijeretas sus piernas. Entonces el arco iris del primer bombardero roto se mezcló con el arco iris del segundo bombardero roto, que se mezcló con los arco iris del tercero y del quinto y del décimo, y con toda la parafernalia descolorida de los arco iris rotos del resto del batallón, mientras Ipatria cerraba sobre mí sus piernas en tijereta.

Los siete colores fueron dos (blanco/negro) y eran ninguno, como en la televisión (negro/blanco). Yo estaba eufórico, más triste que nunca. «¡No es horrenda sino es música hermosa!», respondí por fin al desangrado camastro hecho trizas sobre el otro contén, con el bebito siendo reciclado allá adentro como alimento de larvas, moscas, gusanos, gatos, y demás escenografía de paso. Y traté de penetrarla –asirte también por dentro, mon amour–, ser tangible en tus vísceras, y entonces descubrimos que estábamos rellenos de guata: ni un sólo órgano, tampoco una imagen, ni siquiera un sentido –marionetas de televisión (Ipatria escritura en cero, no me beses ni dejes de besar mientras el tedio de esta guerra augure algún resquicio de paz, pronuncié sin mover mis labios).

Es monstruosa nuestra propensión a convertirnos en monstruos (terribles y sutiles palabras). Y esa noche lo fuimos el uno para la otra y todavía al revés. Su nerviosismo la delataba casi desde la primera línea –a mí, una sed terrosa que oculté de mí mismo casi hasta la línea final: ¿cómo distinguirlas ahora...? El paisaje urbano devino finalmente pasaje urbano: mero tránsito desbordante pero desarticulado –como los ripios de nuestro propio lenguaje. Tú me entiendes, Ipatria. Acaso yo a ti también.

Y desde esa noche –manidas marionetas monstruosas– fuimos más felices que nunca –los dos tristes de remate, Ipatria y yo. O tal vez siempre lo habíamos sido y alguna aberración óptica impidió que lo supiéramos a tiempo –harapos de tiempo. En el ano cero –y tras semejante carrusel funerario de ancianos, bebitos, ambulancias y bombarderos–, la vida será siempre desesperanza de sobrevivir, vocación de matarnos. Y no escribir. Estábamos convencidos. En medio de una existencia irreal, una muerte impostada por escrito. Ante la abulia de un texto, el idilio del acto: la acción clueca pero aún cíclica. Y desde esa noche por fin ocurre –era la fecha, lo intuíamos–, con la precisión de un mecanismo de relojería sin cuerda –a ratos inteligente y a ratos ininteligible–: Ipatria y yo vamos al malecón y nos dejamos caer sobre el muro, Iptri y yo vmos l mlecón y nos dejmos cer sobre el muro, Iptri y yo vmos l mlcón y nos djmos cr sobr l muro, ptr y yo vmos l mlcón y nos djmos cr sobr l muro, ptr y y vms l mlcn y ns djms cr sbr l mur, ptr y y vms l mlcn y ns djms cr sbr l mr...