CARLOS A. AGUILERA, Historia Natural de la Violación




Carlos A. Aguilera

Historia Natural de la Violación

otros textos del autor publicados en fogonero emergente

Viaje a China y El arte del desvío (apuntes sobre literatura y nación)



En el prólogo a Una mujer en Berlín (Anónima, Editorial Anagrama, Barcelona, 2005, 323 págs.), Hans Magnus Enzensberger escribe: “Según los cálculos más fiables, más de cien mil mujeres fueron violadas en Berlín en las postrimerías de la guerra”. De resultar cierta esta estadística, qué ha hecho que hasta ahora apenas se haya hablado de eso? Miedo a enfrentar la realidad, amnesia identitaria, complejo de inferioridad colectiva, traumas de guerra, cinismo...? Quizá, de todo un poco.

Anónima, como la autora de este Diario decidió rebautizarse, a pesar de que su verdadero nombre llegó a ser conocido por algunos “iniciados”, fue redescubierta por el autor de Política y delito para su excelente colección Die andere Bibliothek en el año 2003, y finalmente vuelta a publicar cuatro décadas después de que el libro se editara por primera y única vez en alemán. En aquel entonces, bajo el visto bueno de Kurt W. Marek, autor de Dioses, tumbas y sabios, uno de los compendios “light” de arqueología más populares en su momento.

El libro, que lleva como subtítulo “anotaciones de diario escritas entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945”, abarca los primeros meses de la ocupación rusa en la capital alemana y refleja como pocos el caos, la brutalidad y el desgaste –el desastre– civil instaurado por el ejército rojo en su “avance hacia occidente”, combinado con un gran catálogo de violaciones en sótanos y escaleras. A la vez que el hambre y la miseria moral de los alemanes en momentos en que la derrota era ya un hecho.

Tal vez por esta razón el libro fue en su momento minimizado, aunque el feminismo tipo-68 intentara reivindicarlo (una de las tantas cosas que mayo del 68 intentó en vano reivindicar), y los medios de prensa casi la ignoraran. Como ha mostrado Huyssen en Después de la gran división, nadie contribuyó tanto a la “amnesia alemana” como el aparato ideo-social de posguerra. Evidentemente la izquierda y la derecha en la antigua prusia coincidieron en algo, había que “superar el pasado”, y esto no sólo significaba echarle toda la culpa al Tercer Reich (la ruina económica, el asesinato en masas de judíos, la fuga del intelecto...), sino en la medida de lo posible, no hablar del asunto, mirar hacia otro lado.

Cosa que muestra muy bien la autora de Una mujer en Berlín al apuntar: “Cuando vi gente abajo en la tienda de verduras, me puse también a hacer la cola. Me dieron remolachas y patatas deshidratadas a cuenta de nuestras cartillas. En la cola los mismos chismes (...) : todo el mundo despotrica ahora contra Adolf [Hitler], y nadie se enteró de nada. Todos fueron perseguidos, y nadie denunció.” O este otro, más irónico: “Nuestra nueva oración de mañana y tarde: “Todo esto se lo debemos al Führer.” Una frase que en los años de paz se pronunciaba miles de veces, en los discursos, en señal de alabanza y de agradecimiento, y aparecía pintada en carteles propagandísticos. Ahora, dándole la vuelta, sin cambios en la pronunciación pero sí en su contenido, se convierte en burla y escarnio. Creo que a este fenómeno se le denomina conversión dialéctica.”

Sin dudas, uno de los grandes aciertos de esta suerte de Rousseau “a la berlinesa”, es su tono muchas veces sarcástico, picaresco, que por momentos hacen recordar algunas de las escenas mejores del América de Kafka, o de La tregua de Levi. Escenas donde los rusos suben y bajan por las escaleras como cerdos dispuestos a «confiscar» todo lo que se pusiese delante: el pasaje de los soldados del ejército rojo con los relojes es inmejorable, o a perdonar/violar a la mayoría de las mujeres que por razones de guerra habían quedado en la ciudad: “El tercer ruso, bajito y con la cara picada de viruelas me acerca una lata que ha abierto con su navaja. (...) me pide con gestos que coma. En la lata hay carne. Trincho gruesos trozos y me los llevo a la boca. Estoy hambrienta. Los tres rusos me miran complacidos. La señora Wendt abre el armario de la cocina y nos muestra hileras enteras de latas de conservas (...). Se está realmente bien aquí. Y eso que las dos mujeres repelen ; la señora Wendt con su eczema purulento; y la ex ama de llaves es como un ratón achaparrado y con gafas. A cualquiera se le quitan las ganas de violar ”

De hecho, una de las denuncias más contundentes de esta «desvergonzada», como escribió uno de los pocos críticos que reseñó la obra en los cincuenta, gira alrededor del hecho de que la mayoría de los hombres, algunos ante el empuje de la fuerza aliada ya habían regresado, no hiciesen absolutamente nada mientras en el cuarto contiguo dos «tártaros del ejército estalinista» enculaban a su mujer, a su hija o a una de sus vecinas. Evidentemente, entre sobrevivir o arriesgarse, el animal-humano prefiere sobrevivir, aunque después tenga que darse dos o tres cabezazos histéricamente contra la pared...

El silencio no vendría sólo entonces del apagón moral en el que se vio abocada la población masculina germana: la teoría del botín de guerra en este caso funcionó para todo el mundo a la perfección; sino de las propias mujeres que salvo en casos excepcionales tuvieron que mantener “la boca bien cerrada” porque de lo contrario, como apunta la autora, “no querrá tocarnos ningún hombre”. Acáso no sabíamos ya por los místicos, sobre todo los que proceden del altar teutón, que el silencio es una de las formas mayores de la pureza?

Una de las virtudes de Una mujer en Berlín es la de contrastar, incluso a nivel de escritura, con las memorias de Traudl Junge, última secretaria de Hitler antes de su suicidio junto a Eva Braun. En Hasta el último momento, el libro de Frau Junge, que fuera una de las fuentes a consultar para la película El hundimiento de Hirschbiegel, más allá de ciertas sugerencias, los alemanes son carneritos inocentes que no saben en realidad que está pasando y confían «hasta el último momento» en los discursos radiales de Goebbels y en los informes del estado mayor del Reich. En el libro que se acaba de editar recientemente en español, el sarcasmo de la escritora y muchas veces su ironía, cuando no la caricatura junto a cierto dolor, dejan en claro cómo todo el que quería saber sabía y cómo todos estaban «hacinados» en su propia individualidad, sin importarles demasiado la suerte-sobrevivencia del otro :

«Un hombre empujaba una carretilla sobre la que yacía, yerta, una mujer. Mechones grises, un delantal de cocina azul, suelto, ondeando. Sus flacas piernas, con medias grises, sobresalían por el otro extremo de la carretilla. Casi nadie miraba. Aquello parecía la recogida de basuras de otros tiempos.»

No será esto también una manera de explicar la relación polémica entre los campos de exterminio y el ciudadano de a pie alemán? Como es bien sabido, pasada la guerra muchos no aceptaron la existencia de los mismos, y aún hoy es posible escuchar que todo ha sido más propaganda que testimonio, verdad. Sin embargo, algunos de estos campos (por ejemplo, Dachau) habían sido construídos al borde de una carretera en continuo tránsito, a escasos kilómetros de una gran ciudad, y mucho antes de que comenzase la guerra oficialmente. Verdaderos monumentos de acusación para todo aquel que a posteriori no quisiese observarlos, como los dibujos de Weissová en Theresienstadt o las fotos de Francisco Boix en Mauthausen.... Cementerios parlantes contra la razón.

Tiene este mirar-hacia-el-otro-lado alguna conexión con eso que los antiguos positivistas llamaban la ontogenia esencial de algunos pueblos o formaciones culturales?

Según la “máquina de caminar” sí, como se autodenomina más de una vez la escritora de Una mujer en Berlín. Para ella, los alemanes “tienen horror a contravenir la ley” y remata: “No somos un pueblo de partisanos. Necesitamos un mando, órdenes.” O lo que es lo mismo, vivir constantemente bajo la jurisprudencia del otro, el marco... Y es que si algo realmente le da peso a este libro son sus reflexiones sobre Berlín, la tradición, los Ivanes (así llama sarcásticamente a los rusos), el mundo masculino soñado por Hitler, la vida cotidiana, las leyes. Una mirada clínica y descarnada, que no se detiene ante el hecho de la autocalificación o generalización excesiva. (Generalización casi imprescindible en un mundo donde sólo se ha hecho posible la ruina.) Una mirada “dura” para un contexto donde la única meta es comer.

Por supuesto, después de leer un libro como éste (recomendaría también Berlín. La caída: 1945 de Anthony Beevor) no queda nada de la supuesta “santidad” del gran ejército de liberación. Tampoco, de la supuesta grandeza del III Reich, tal y como actualmente el NPD, en Alemania, se encarga de enarbolar. El diario o memoria o confesión que es Una mujer en Berlín, pese a ceñirse a un corto período de tiempo bajo la invasión aliada, podrá ser considerado junto a Archipielago Gulag de Socheltnitzin y Quiero dar testimonio hasta el final de Klemperer, uno de los intentos mejor logrados de denunciar una situación y a la vez convertirla en literatura. Una literatura ríspida y cómica, que no rebaja a nada el pathos del momento, aunque por suerte mucho más breve que los dos ejemplos anteriormente citados. Una literatura en devenir.