¡Yo quiero galleticas de plátano!
¡Yo, tasajo!
Échame a mí un tamal.
No, primero el ajiaco. ¡Silencio!
La gula de los pequeños era alegre; pero el vaho de las viandas estimulaba en los mayores más la fantasía que el apetito. De tiempo en tiempo los tenedores quedaban indecisos sobre las frituras o sobre los pedazos de boniatos, cuyas venas azules hacían pensar en un mármol jugoso. Casi todos los chicos habían nacido fuera de la patria y no habían podido conocerla aún, a causa de los obstáculos económicos. Los padres procuraban recompensarlos con libros y conversaciones; más siempre quedaban zonas oscuras imposibles de penetrar. Hacia el final de la comida, cuando la pasta de guayaba y el queso blanco bajaron del aparador al mantel, uno de los pequeños tuvo el recuerdo súbito, de una frase de sentido equívoco, leído en un periódico de la Habana, y preguntó:
¿Qué quiere decir "Ese mandó quinina", papá?
Quiere decir... igual que tantas frases, casi lo contrario de lo que expresa. Donde tú la leíste será, casi de seguro, un sarcasmo, un insulto. Y, sin embargo..., yo conozco una historia de quinina, que nunca, por pudor, he de descubrir a nadie, a pesar de haber sido muchas veces tentado a ello por la jactancia de tantos usureros de la patria. Voy a contarla a vosotros y así sabreís lo que "mandar quinina" quiere decir.
Empequeñecióse la mesa al inclinarse los bustos en un círculo de atención, y el padre habló así:
Cuando en 1895 estalló la guerra liberadora, yo vivía en Santiago de Cuba y tendría poco más de once años. Mi casa era una casa de confluencia, como hubo tantas; padre español, militar; madre cubana, nacida en Baracoa, y criada en Sagua de Tánamo, es decir, cubana reyoya. El grito de Baire resonó de modo bien distinto no sólo para los dos grandes elementos opuestos en la isla, sino en el seno de muchos hogares. En el mío fueron primero cuchicheos, sombras de preocupaciones; pero, sin duda, la argamasa de cariño era muy recia, porque nada se resquebrajó en él. Toda la famila de mi madre debía simpatizar con la causa separatista, y toda quería y respetaba a mi padre, cuyo sentido liberal de hombre de estudios y de viajes era doblemente raro en su posición de patriota y en su profesión de militar. Yo no he sabido hasta mucho después por qué, en tono bondadoso, solían llamarle don Capdevila Capdevila fue un oficial español de heroica honradez, que defendió a los estudiantes fusilados ignominiosamente en 1871: siempre que salíamos con mi padre y paseábamos por la calle de San Tadeo, cerca del Parque de Artillería, se detenía para enseñarnos la casa en donde él vivió; pero el caso es que con una deferencia rara cuando fermentan las pasiones, ni una alusión a la guerra se hacía en su presencia. Recuerdo que mi casa, una casita baja con su techa de viguetía donde anidaban pájaros, y su patio, donde un flamboyán inmenso ponía la sombra encendida de sus flores sobre una malanga de gigantescas hojas y savia picante, me parecía un oasis.
Todo rumor de la contienda me llegaba de fuera. En esa edad en que hasta los acontecimientos adversos, si vienen a romper el paso monótono de los días, parecen sucesos venturosos, susurros, noticias, esperanzas, temores, exacerbaban casi a diario la curiosidad de los niños. Y en tanto que los mayores aplicaban trabajosa prudencia al disimulo, los muchachos, en plena calle, jugábamos a españoles y mambises, haciendo con piedra y palos simulación de lo que, con fuego y con sangre, hacían en la manigua. Por nuestras bocas inocentes pasaban las noticias con temblor de pasión. “¡En Ramón de las Yaguas ha habido un cambate!” “¡Lo ganamos nosotros!”; “¡Mentira, tuvisteís que chaquetear y meteros en el cementerio!...” “Sziwikoski huyó...” “Santolices es un valiente...” “Más lo es Maceo." Y pescosones y chirlos sellaban las opiniones en aquellos desmontes del Pozo del Rey, donde las batallas conocidas por nosotros tenían minúscula copia. Al llegar a mi casa, mi hermana mayor, mayor que yo cuatro años, me arreglaba las ropas o me curaba los golpes, diciéndome: "Dí que reñiste por un libro." Yo asentía sin darme cabal cuenta de aquella complicidad delicada. Y en las amonestaciones paternales, los dos convenían en exhortarme a no reñir, y en no inquirir nunca los motivos de tan continuadas pendencias.
Una tarde, junto a la confitería La Nuriola, un muchacho llamado Satién, me dijo a gritos, con un gesto confidencial:
Tu tío se ha ido al monte desde Gibara.
Ya se sabía lo que era "irse al monte". Ahora pienso que si los gobernantes españoles hubieran querido averiguar el misterio de muchas casas, mejor que dar oído a delaciones y sospechas, habrían hecho fijándose en los juegos de los muchachos. La noticia fue para mí como un secreto pesado y doloroso. Aquel tío tan delgado, tan pálido, de continuo vestido de negro, que usaba pañuelos de seda, barbita en punta y un absurdo sombrero de copa, ¡se había ido a la guerra! Siempre me había parecido el tío Álvaro un ser misterioso. Yo me lo imaginaba en la manigüa con un gran machete y siempre con su chistera inverosímil. ¿Lo sabían ya ellos? ¿Qué diría mi padre? ¿Y mi madre, que hablaba de él como de un ser débil, indefenso, por quien ella tuviera obligación de velar? Fui a casa de unos parientes y, del mismo modo que Satién, solté la nueva:
El tío Alvaro se ha ido con los mambises, tía Leonor.
Usted lo que debe hacer es callarse, muchacito, y no meterse en cosas de grandes.
El sofión casi me advirtió que la noticia era conocida de todos, y no me atreví a renovar en mi casa la prueba. No, no debían de saberlo. Aquel día precisamente, mi padre y mi madre tenían sobre sus caras cierta serenidad dulce, que casi les daba un parecido. Ahora pienso que debió ser antes, un día que me dijo con sigilo mi hermana: “Vete a la calle y no vuelvas hasta la hora de la comida”, cuando la noticia ahondase en ella las ojeras y tendiese en él, sobre el rostro blanquísimo, una sombra.
Pasaron los días, los meses. Alternativas diversas conmovieron la ciudad. En mi casa esas peripecias apenas se marcaban en silencios y en sonrisas difícilmente perceptibles. Una discreción, no de las palabras, sino de las almas, debía aliarse con el cariño para lubricar los pasos peligrosos. Tengo hoy la certeza de que mi madre estaba por completo junto a los que en el campo combatían, y que mi padre, aún comprendiendo la justicia de la causa cubana, estaba junto a sus compatriotas por ese instinto superior a nuestra razón, que nos dicta tantas acciones. Cierta noche recuerdo hasta el color del cielo, hasta el olor del aire mi madre me llamó aparte y me dijo:
Mira, ya pronto vas a ser un hombre y, como las circunstancias obligan, tengo que contar contigo para una cosa, para un secreto. Se trata de tu tío Álvaro, que está enfermo en el campo y me ha escrito... Me pide quinina y un cubierto. Hay que dejárselo en una tienda de Dos Caminos del Cobre, a nombre de un tal Miguel, que irá a recogerlo. Allí saben... Por causa que cuando seas mayor sabrás, esta es la única cosa que voy a ocultarle a tu padre en mi vida... Es un deber mío no dejar morir a mi hermano, y también es un deber no comprometer a nadie por él... Si a ti te cogieran, dirías la verdad, yo la diría también y.. Como eres un niño, y al fin y al cabo no se trata de... Pero no creo que te cojan. Tú eres listo... ¿Te atreverás?
Mis ojos chispeantes debieron responder antes que mis labios. A la mañana siguiente fui a la botica de un señor italiano llamado Dotta y me entregó cuatro frasquitos amarillos llenos de tableticas blancas. De allí marché a la ferretería El Candado y compré un cubierto. Recuerdo que me dieron a escoger, y que, sin duda, por destinarse a un guerrero, elegí uno de largo cuchillo puntiagudo. Orgulloso de haber realizado la primera parte de la aventura, fui a mi casa y, entrando por el traspatio, entregué a mi madre el paquete. La carta de mi tío debía marcar día fijo para la entrega, pues mi madre me hizo esperar, y hasta pasada casi una semana, no me dió las intrucciones finales. Para preparar el paso, desde cuatro días antes, ya a pie y con otros amigos, ya en el caballo de un pariente oficial de la Gurdia civil, de apellido Alcolado, iba yo hasta cerca de Dos Caminos. Había que cruzar junto al cementerio y esto era lo único grave para mí, hasta de día. Jamás ningún soldado me detuvo ni me preguntó nada; los muertos que dormían tras la puerta de piedra, me turbaban más que todos los ejércitos del mundo. En el viaje de ida nada falló. Al llegar a la tienda el hombre me hizo pasar a un colgadizo interior y abrir el paquete.
Es para saber lo que hay y evitar luego reclamaciones --explicó.
El bulto, cuidadosamente comprimido, encerraba la quinina, sin frascos, y el cubierto, pero faltaba el cuchillo. Yo mostré mi sorpresa y el guajiro masculló: "¿Ve usté, niño?" Y salimos de la trastienda porque una mulata solicitaba un real de luz brillante. Creyendo que aún quería el hombre algo más, esperé y cuando él se dió cuenta y me dijo "puedes irte", empezaba uno de esos crepúsculos breves de nuestra zona, en que las tinieblas caen sobre el sol. Monté a caballo y al instante me acordé del cementerio. Yo no conocía otro camino; era, pues, preciso pasar junto a la puerta terrible. Un rato antes de llegar canté para enardecerme y cuando entre la mezcla azulosa de día y de noche surgieron las blancas tumbas, el caballo, tal vez contagiado de mi terror, empezó a temblar y a encabritarse. Fue un miedo loco, tan grande por lo menos como el que habrán tenido que dominar cien héroes. Agarroté los pies debajo de la cincha, me abracé al cuello del bruto soltando las riendas y, en un galope frenético en el que nuestros sudores se juntaron, cerrados los ojos, cerrada el alma, salté barrancos y crucé breñales... Los muertos no pudieron cogerme, pero llegé a mi casa ensangrentado. El susto de mi madre fue tal, que apenas prestó oído a mis explicaciones acera del cumplimiento del encargo. Dudo que ninguno de los sacrificios que, de ser hombre hubiese hecho por la independencia de mi tierra, me hubiera sido más penoso que aquel pavor.
Años después, en un viaje, mi madre, vieja ya, sacó de entre sus reliquias un envoltorio y me lo entregó.
-¿Reconoces esto? -me dijo.
Casi antes de abrirlo, sólo con el tacto, reconocí el cuchillo que en un azar misterioso se separó del paquete que yo llevé a la tiendecita de Dos Caminos del Cobre. Junto a la empuñadura un papel mostraba aún varias líneas escritas con lápiz. Era la letra primorosa y generosa de mi padre, pero con un temblor que nunca le había visto. Y esas líneas decían: “He dejado que fuera lo demás por ser para tu hermano... Pero el cuchillo, no; es casi un arma... Perdóname.” Los rasgos trémulos de la escritura nos hablaban aún de su delicadeza infinita cuando la mano que los trazó hacía mucho tiempo ya que estaba agarrotada e inmóvil sobre el pecho, bajo la tierra.