Rogelio Saunders
De Crónica del decimotercero (relato inédito)
otros textos de Rogelio Saunders en fogonero emergente
Zona Cero
Una lluvia que cae sin fin durante años. Ese infinito acaecer, fino, pleno, sin enfermedad ni pathos. Esa normalidad inabarcable sólo comparable a la sonrisa viva que sólo se ve una vez porque se le mira una vez, no dos. Alumbrando la noche con su vasto sonido, en plena ocurrencia. Muchas noches y muchos días, m’hijo, suspiró. ¿Qué hijo? Si volvía, nadie lo estaría esperando. A donde, de cualquier modo, nunca había pensado volver. O podía también haberse hablado, clínicamente, de sueños colectivos. Puesto que se sabía que no se iba a ninguna parte, tampoco se esperaba llegar a ninguna parte, y eso era aún mejor que el todo. Navegación de lo inconcluso en lo inconcluso. Quería regresar a lo real. El infinito regreso a lo real: regressus ad infinitum. Ya lo sé, dijo el Filósofo, siempre creado de nuevo desde la nada, como la nada-mundo. Como el mundo: nada.
—Esto es nada —dijo el minoano, lleno de oscuridad mucilaginosa.
En efecto: era nada. Como todos los grandes espacios, dependía de algo esencial: el olvido. Finalmente (¿había un final?), todo tenía que ver con la caída libre. Definitivamente, no volveremos. Le hizo una señal. «Aún velo», murmuró, «cada vez más lejos del navío. Si no lo sabes, peor para ti, que funges quizá aquí como Adelantado. Cuanto antes lo sepas, mejor». Pedro (o piedra), cuanto antes lo sepas, mejor. Siempre la apariencia de la vía, o del camino. Si había vía (o camino). Doblando o indecidido en el camino sin fin o los muchos caminos (muchas noches y muchos días, m’hijo), a través de ciudades imaginarias, de vastos campos apenas entrevistos, de montañas cuya cima resultaba imposible de columbrar, bajo el sol, bajo la lluvia, insultado por la intemperie, temido por la fiera huidiza, convertido en un animal desapacible, hijo no reclamado por nada, irreconocible para sí mismo allí precisamente donde era en todo semejante a sí mismo, sin otro orgullo que un sol más, una noche más, otro insospechado puñado de arena. Los centinelas absortos dentro del hielo debían haber sido advertencia suficiente para la generaciones futuras, allí donde las hubo (y si las hubo, hubiera). Miró su piel oscura y escuchó el graznar violento (o quizá sólo enfático) de los cuervos. «Una noche más, “Adelantado”», oyó que decía la voz, siempre desde una insoslayable lejanía.
—Debemos caer —afirmó, rotundo.
Porque, si lo dijese, no me creerías. (¿Porque, si lo dijese, nadie me creería?).
—¿Sabía usted, mi querido Eugenio, que se mueve sobre una cuerda floja?
—No sólo lo sé, sino que lo reconozco cada vez como algo nuevo, inédito.
—¿Todo acaecer, se refiere?
—Modifica. O, si se escucha bien, inmodifica.
—He ahí el peligro oculto en toda tonadilla, ¿no oye? El organillero dice algo. Y la paloma, mirando con su ojo negro inquieto.
—Bah —alzó el vaso contra la luz. Vio el centelleo de la flecha—. Claridad. Mañana, a esta ahora. O luego, pero siempre a esta hora.
Necesitaba ser nuevo, único. Quería escribir sobre lo que veía. Pero, sencillamente, no hubo tiempo. Si se quiere, era algo equitativo. Exacto por defecto. No había nadie allí.
Más que mujeres y hombres del teatro (quizá no haya nada tan absurdo), somos figuras o sombras del teatro.
—¿No habrá pues lugar donde podamos descansar sobre la tierra?
—El problema no es que no haya lugar sobre la tierra donde podamos descansar. El problema es comprender que no hay lugar sobre la tierra donde podamos descansar.
—¿Es, pues, el teatro del fin del mundo?
—O: el fin del teatro del mundo.
—O: el fin del teatro del fin.
—O simplemente: el fin.
—Pero: infinitamente.
—Sí: el infinito «en fin».
—Ese sonreír: eso. Ja ja. Camino abajo, como grandes piedras. Rodando y saltando camino abajo como grandes piedras.
—¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
—Gran diálogo de marionetas. Gran diálogo de espejos. Gran estruendo.
—Quitado el espejo, W, aún gira el marco, absorto en su repentina hipótesis de bisagra. Eso quería decir: todo es hipótesis, todo es espacio. Sí desinente y negativo. Cuántas veces quieres que lo repita.
—Mueva esa pieza, Capitán. Tengo un buen presentimiento. He soñado con vastas masas de agua. Con paredes de piedra, espesas como nunca hemos visto. Seguramente es el fin del otoño. Sí sí. Ya sé que no quiere oír hablar de Velázquez.
Educadas en la veneración al falo, su pelo de cáñamo oscuro se curvaba rebelde contra las mejillas llenas de una ansiedad olivácea, en medio de un jadeo perruno. Eran bellas y jóvenes. Con cuerpos oscuros como cantos de cigarra. La boca de pez se dilataba con asombro mudo, buscando expresar u oír la angustia del dios ciego, ajeno por igual a animales y dioses. Ninguna de nosotras hubiera podido decir: eso soy yo. La solución radical hubiera sido pasar a los enanos por el filo del machete. La mano se aplastó contra la cabeza ida como una presa de torno. Puede usted ver que ninguna de estas cosas (la cabeza, la mano, el falo, el pelo, los ojos, el improbable muñecón, etc.) coinciden. Más aún: observará, sin que le quepa la menor duda, que en ello no hay el menor significado. No sé si es eso lo que usted llama la cosa pura. Porque, en cualquier caso, aquí no hay ninguna cosa.
La vulgaridad, así venida a primer plano por un fortuito allegamiento de encaladura y esquina de triángulo o vuelta de esquina, adquiere proporciones mundiales (el tamaño del mundo por fin es ése). Ah: cómo envidio a los gatos.
Como el falo de Osiris, cortado en milimétricas y sospechosas porciones. Como la boca de Osiris, atragantándose con el limo del que después emergerían pequeñas bestiolas como artefactos de partes móviles y nada divertidos. Como los pies de Osiris, levantando el polvo en la larga calle del mercado (vacía, llena de la transparencia del viento). Osiris con su máscara de hombre dormido, revelando el contrafuelle debajo del loco abejeo de sustancias y rostros y monedas, pegados como pieles de cebolla en el remolino rasador, ya siempre ahí, repentina risa. «No sé —dijo— si aún recordarás algo, deslumbrado por el azul maravilloso y excluyente. En todo caso, no podemos prescindir de las incisiones. Aunque, si por lo menos cesase el dolor de cabeza. Si al menos hubiera noche. Pero...»
—Créame, mi querido Vadim Vadímovich: el futuro es algo más que el simple paso del tiempo. Más aún: no tiene relación alguna con el presente (y, para decirle la verdad, con ninguna otra cosa). Lo propio del futuro es la falta de semejanza.
—O sea, que ni siquiera damos vueltas en círculos.
Haré, pues, de Innominado. Papel que, si bien se mira, me estaba reservado desde el principio. No lo que no puede nombrarse (conclusión más bien banal, en vista de todo lo abismalmente no sucedido), sino lo que sencillamente no tiene nombre, subrepticio, hipotente y carencial.
Sí: debería haber noche, y día, y espacio. ¿Debería? Mi ojo querría decir: no nos engañemos. Mas allá hay algo que se levanta en forma de barro presunto. ¿Tantos hombres, aún? A cada tanto la página, quizá. La lenta angustia como una vasta nube baja, cubriendo animales, naturaleza, hombres y cosas. El 27 de junio de 1679, la nao en absoluto espléndida es abandonada definitivamente, sin pensar en enterrarla con todos los honores. Espero que usted entienda lo que quiero decir debajo del espesor de la retórica. Aunque me temo que soy incapaz de comprender lo que veo y, más aún, a mí mismo viéndolo. Me siento como un cíclope que, al mismo tiempo, se moviera como un enano en un mundo de inimaginables dimensiones. En la tarde, recuerdo, el porche claro se iluminaba con el contrario exacto del alba: ese malva incomparable en el que todas las cosas se revelaban como sombras, incluida la gran cabeza de Amourouse, reclinada o lejana, muerta y viva. Y todo esto, lo sé, advino precisamente por la necesidad y el júbilo excesivo de la Explicación. No aspiro a que me crean, porque yo mismo dudo de si creerme. Ni siquiera sé qué es lo que debería ser creído. Por eso, como le digo, escribo con un ojo doble. Debería poder pensar, al menos. O detenerme. Y luego, al fin, quizá, la noche.
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