Néstor Díaz de Villegas: cinco inéditos publicados por Cacharro(s)


El expediente 5 de cacharro(s), marzo-mayo de 2004, apareció con esta nota:

"cacharro(s) regresa después de diez meses de ausencia. Los doctores insisten en nuestra “reclusión” en un hospital siquiátrico, pero nosotros nos oponemos porque allí se estila la cura de caballos, y no estamos para jueguitos. No importa si el proyecto ya no cuenta con tantos nombres. La gente entra y sale, viene y va. De todas formas cada uno de nosotros era varios, en total ya éramos muchos. A partir del número actual, el cacharrón “verá la luz” cada tres meses".


johannes kepler frente a la hoguera donde arde

su tía, la bruja enriqueta

Yo siempre padecí del horror al vacío
–que en muchas ocasiones llenaba con palabras.
No hubo quien predijera el nacimiento mío:
las palabras predicen lo que no vale nada.

Lo que no vale el llanto de una madre que espera.
No basta con pedirlo: hace falta que muera
en fuego estrepitoso (como hojas de acanto
rendidas en el polvo, viradas para afuera.)

Un niño es siempre menos de lo que parecía,
a no ser que un veneno lo convierta en ratón.
Lo convierta en cadáver dormido en el espejo
(entonces su fantasma será inmune al dolor.)

Si recoje en las manos el hocico de un perro,
o se lleva a la boca la voz del impostor,
o se pone zapatos descosidos, de estreno,
o recibe el bocado mojado del varón,

aguzará el oído para escuchar de lejos
los astros que amenazan con su disolución.
Escupe para adentro, camina para afuera,
sin encontrar entrada, salida a los reflejos.

Su permutar en círculo lo obliga a la quimera,
a jugar con candela, a calcular en frío.
(Si no siente o padece se morderá la lengua.)
Yo siempre padecí del horror al vacío.


quema de libros

Ahora quemo los libros que me hicieron famoso
para que nadie sufra futuras tiranías
para que vivan libres, sin libros peligrosos,
urdiendo humanitarias, tristes cacofonías…
para que no padezcan… ¡Que sí, que sufran mucho!
No les ahorro nada. A la Nada encomiendo
esas almas colmadas de negros sufrimientos
revelados en fotos, en falsas biografías.

Ahora quemo los libros que me hicieron dichoso.
Clamo al tirano, alabo –¡incomprendido acaso!–
su mano de hierro puro (cerrada, luego abierta)
y la pongo en mi mano: ¡su mano en mi cabeza!

¿Qué el Tiempo en ti sería? ¡Experto trotamundos
que vagas solo, oculto en lo profundo
de unos ojos de trueno! ¡De ojeroso granito!
Si dejaras el bien a los malos, los buenos;
si hubieras renunciado a golpear infinitos
con tus puños de hierro…
¡Oh! ¿Te ríes de nosotros?
Escribiré mil libros que te canten de nuevo:
libros negros, quemados, en blanco, aparatosos…


que veremos arder

A veces cuando miro el Discovery Channel
veo a un sabio explicando la agonía nuclear
de un sol que se desgrana en negros agujeros:
la Tierra es la nodriza que le dio de mamar.

Un sol desenterrado que ve pasar su entierro,
¡oh, la negra sustancia tediosa y singular
donde ya defecaba en rayos de destierro
antes de quemar todo y dejar de brillar!

Quizás, anticipados, temblábamos de miedo
pensando qué serían carámbanos de hierro,
las horas de ceniza, las cúpulas de hielo,
cerradas las entradas del mundo sublunar.

¿Nos tocará a nosotros? ¿Por qué tenemos miedo?
Faltan muchos eones para llegar a aquello.
Nunca estaremos muertos de insolación salobre,
de falta de sabores, de rayos del invierno.

No sé por qué temblamos al concebir la parca
senectud de los astros que brillan a lo lejos:
en nada nos concierne su parsimonia fría.
Moriremos calientes, y moriremos viejos.

Pero tú, fidel astro –¡oh sol de los viñales
que llevamos adentro, pudriéndose en espejos!–
detrás de los mogotes descenderás un día
no lejano en la falsa decrepitud del Tiempo.


reniego de los nortes

¿Quién sabe de esas cosas, oscuras, apiñadas,
terminadas en punta, situaciones de estrellas
en firmamento puro de libro de cometas,
bajo la luz martiana de un foco fluorescente?

En el espaciotiempo se ve el perfil del mundo
cerrado en el sí mismo, ensimismado, duro.
Es el ceño de un dios flotando en el meado
callejón de una urbe tomada por los indios.

Aquí todo fenece, se trueca y cobra vida.
Hay dos categorías. ¿A dónde lleva el rumbo
de ese charco de orina que persigue el tolete
y que camina torpe, paciente anestesiado?

Reniego de los nortes que insinuaron los astros.
Los acentos sureños que el aire televisa
engañaron al sabio de los labios oscuros.
Morirán despeñados, como astros de fútbol.

El bien y el mal: dos soles –estrellas invertidas–
se toman las cinturas y forman una rueda
dando vueltas y vueltas por la pista de baile,
vestidos de guevaras con las caras partidas.


niño de guevara

No hay nada claro allí: sólo penumbras, actas.
El golpe seco; ir y venir de aldabas aventadas
sobre el madero de las hojas cerradas.
Colgado de la puerta, adentro y de espaldas,
el crucifijo recibe caricias –o golpes– en la espalda.
Y si habla –atorado– cuando golpean afuera
suelta palabras, como otros dan el alma.
Los de adentro, atareados, no oyen en la sala.
Afuera la policía, la turba alborotada,
aguzan los nudillos sobre acuciosas tablas.
El niño los despierta; los golpes en la Nada.
Confunden con fantasmas las sombras golpeadas.
El mismo crucifijo tiembla en la portada.
¿Quién entra de un tirón en la nave apagada,
en la sala usurpada, trasunta apuntalada?