Lien Carrazana Lau: minicuentos...



Lien Carrazana Lau, La Habana, 1980. Graduada de San Alejandro. Coordinadora de la publicación La Caja de la china. Vive en Cuba.


ACROBACIA DEL CEREBRO

En la televisión están cortando un cerebro en dos con un cuchillo. Explican sus componentes. Pongo el televisor en mute, me resisto a reconocer que el cerebro de alguien ha terminado sobre una mesa, tasajeado como si se tratara de una frutabomba. Mi cerebro no puede dejar de pensar que ese trozo amorfo de materia grisácea, exhibida ahora sobre el guante de un especialista, una vez generó muchas ideas, guardó recuerdos, vivió numerosas fantasías, se conmovió con los amores y desamores del cuerpo que le tocó como envoltura; un cuerpo que ahora lo ha abandonado a la fría mesa de experimentos. ¿De quién sería el cerebro televisado?

Cambio el canal.

Están poniendo al Cirque du Soleil, dos acróbatas compaginan sus cerebros para dar un salto en el vacío. Uno de los dos debe sujetar en el aire al otro que debe lanzarse justo a tiempo. ¿Existe acaso eso que llamamos armonía?



EL AMOR

–Mi familia es la revolución. Tu familia es la democracia.
–Sí, tu familia es la revolución y la mía es la democracia. ¿Y entonces?
–Las dos no pueden vivir juntas.
– ¿Aunque se amen?
–Aunque se amen.

Cortometraje “L'Amore”. Jean Luc Godard


María recoge todas las mañanas el periódico que el cartero lanza contra la puerta. Muchas veces ha increpado al jovencito señalándole esa mala educación. Pero no hay caso, sigue lanzándolo como proyectil contra la madera. Sebastián sabe de esa actitud desagradable del cartero, pero nunca le ha dicho nada con tal de no verse en la engorrosa situación de tomar él mismo el periódico y tropezar con lo inevitable.

María, luego del altercado diario con el cartero, entra en la casa llevando el periódico hasta la mesa del escritorio. Allí, tijeras en mano, amputa con mucha delicadeza todas las fotos que vengan del Presidente, cuidando no estropear demasiado el resto de la información. Concluida esta operación, María lleva el ejemplar diseccionado a Sebastián. Él lo lee como si los innumerables agujeros no existieran.

El ritual es diario y ambos hacen como si todo fuera muy natural. Pero Sebastián nunca se ha preguntado qué hace María con los recortes. Esas fotos que él no puede ni ver. Imagina que las quema, las rompe, las bota en algún sitio donde él no alcance a verlas ni por descuido. Pero no es así. Su esposa las guarda dentro de un álbum que esconde en el cajón de la ropa interior femenina. Le hacen compañía a otras fotos de cuando María era miliciana de la misma revolución que hoy dirige el Presidente.




VIAJAR POR ESOS OJOS

Ella olía a sándalo, a esencias orientales, a telas de la India, a perfumes caseros mezclados con hierbas del jardín. Tenía un nombre dulce, la mirada tímida, sencilla, apasionada. Sirvió café, prendió la grabadora y apuntó esa mirada sobre mí. Comenzaron las preguntas.

Mi boca respondía las preguntas de su boca, mientras mi mente quería entrar por el agujero de esos ojos negros y perderse en otra dimensión detrás de esa mirada. Atravesar el mundo y caer del otro lado del océano, entregar mi cuerpo, mi cabeza y la persona que yo era hasta ese instante, entregarlo todo a ella; no existir más que a través de esos ojos. Como aquella película de John Malkovich, yo quería viajar por ella, no por dentro de ella, sino a través de ella, por los lugares que esos ojos recorrían.

–Los escritores son personas que viven del secreto, ¿no crees? –me preguntó con ese extraño acento gringo.

–No sé –dije desde la distancia de mis pensamientos (¿se podrá realmente tener secretos?). Entonces recordé aquella otra película: La vida secreta de las palabras. La vida del silencio, de lo que no se dice– Creo que no, que los escritores viven justamente de la pérdida de los secretos. En todo caso viven de las revelaciones. A mí me gusta pensar que cada libro es un secreto que me cuentan, porque de todos modos, ¿para qué son los secretos sino para vivir la tentación de revelarlos?

Yo, desde esos ojos, aterrizo en medio de una calle de Manhattan. Dentro de ellos siento el gris azuloso del cielo contra los cristales, el blanco brillante de la nevada, el violeta, el naranja, el negro en las sombrillas, los abrigos y las gabardinas, el rosa pálido en las mejillas, el púrpura de aquella bufanda de mujer que ondea al aire frío de esta mañana. Ese púrpura que se vuelve un punto ínfimo en el horizonte, y la visión se empaña, se nubla. Una gota de lluvia me devuelve a mis ojos. Tenía un nombre dulce, la mirada tímida, sencilla, apasionada. Vuelvo a pensar en ella en un obstinado intento por regresarme, cuando ya no es posible. Ya me salí del todo, estoy de vuelta. Los pies sobre las calles negras de la Habana, los ocres edificios, el estridente cielo azul. Sin nada púrpura en el aire. Sin nieve.

Nunca más vi aquellos ojos después del día de la entrevista.

Aún espero otra oportunidad de iniciar un viaje por alguna mirada persa, asiática, española. Por otros ojos extranjeros que, como un puente, traigan de vuelta esos colores inimaginables que existen en el mundo.



EL RECORDAR

Las nubes puntiagudas sobresalen detrás de los edificios. Son montañas livianas en el trasfondo de la ciudad. Sobre ellas, la Luna se insinúa, vital e interrogante. Más abajo, dos estrellas brillan juntas, sus cuerpos astrales son dos ojos que me hipnotizan y me hacen recordarte. Un segundo. Al otro, ya las montañas nebulosas se han disipado, y con ellas, tu presencia fugaz en mi vida.




VOYEUR

Ella es terriblemente sexy. Hasta verla cepillarse los dientes me excita. Un acto que por lo general a otro le sería repulsivo o desagradable, una actividad que difícilmente haga sexy a ningún humano sobre la faz de la tierra, en ella es muy estimulante, me hace babear de sólo escuchar el sonido del cepillo chocar contra esos dientes impolutos, a la derecha, a la izquierda, arriba, abajo, frotando la lengua; esa misma lengua que imagino recorriendo mi sexo con furia. El cepillo se detiene, insistente, en los dientes delanteros, los labios, gruesos y rosados, están llenos de espuma blanca, como me figuro se verá mi semen goteando de esa boca, esa caverna jugosa y roja que ella parece higienizar para mí. La espuma cae en el lavabo, ella se inclina y hace un cuenco con las manos para enjuagarse la boca donde ahora habita un delicioso olor a menta. Escupe los restos de espuma con agua, dilatándome los deseos de verla frente a mis ojos; ya casi puedo sentir sus labios latiendo sobre los míos. Pero ella es pícara y demora mi deseo. Toma un jabón y lo coloca bajo el chorro de agua. Se enjabona las manos, esas manos finas y ágiles, listas para acariciar todo mi cuerpo. Se restriega el rostro con ambas manos enjabonadas y luego retira la espuma con abundante agua. Yo de sólo escuchar el sonido de las gotas deslizarse por su piel me excito completamente. Ella estira la mano y toma la toalla, secándose despacio los labios, las mejillas y los ojos, hasta el momento cerrados. Mientras, yo sigo aquí, expectante, listo para el encuentro. Entonces ella abre los ojos y me mira. Me regala la primera sonrisa del día. Yo la imito desde el interior del espejo.




POR OTRO ANIVERSARIO CON LLUVIA


Morir por la Patria es vivir.

Perucho Figueredo. Himno Nacional de Cuba.


Llueve. Las calles parecen hormigas que deambulan en busca del hormiguero. Van de prisa y se cubren de fango. La luz tenue del atardecer se disuelve entre las gotas. En los portales hay cadenetas y banderas. Celebran otro aniversario que se repite con caldosa, ron, gente que canta: “vamos pa’ la Luna, para que tengas fortuna…”, fiesta popular donde la gente, aquí, en los portales orinados de Monserrate, baila y bebe, mal vestidos, sin camisa, agitándose alrededor de una fogata.

Casi estoy a punto de vomitar o de llorar, o ambas cosas a la vez, cuando el olor de las viandas cocidas se mezcla con el hedor de la basura en los latones aledaños. Me deslizo por los portales intentando esquivar otros calderos humeantes y otras músicas parecidas. Me he mojado un poco, pero no me importa, estoy feliz. Parece que no va a escampar. Hoy mi deseo se cumplió. Bajo por Acosta y, al llegar al arco, veo que la parte más adornada es la calle que continúa después de él: la ciudad de los muertos. Así la llamo desde que Pedro me contó sobre el hospital de beneficencia para pobres, ubicado allí antiguamente. Los moribundos venían en busca de salvación, pero casi todos morían. Pasar el arco era pasar a la otra vida, ahora la parte más adornada de la calle, nadie sospecha que la muerte está echada detrás del arco.

Llego a mi cuadra y no hay rastro de fiesta. En la cuadra anterior los vecinos hacen su caldosa bajo una caseta improvisada de zinc. Miro en dirección a la puerta del solar, los imagino ahí dentro, escondidos de la lluvia, cocinando ese brebaje de viandas y agua, bailando y tomando ron con el dinero recaudado por cada vecino. Incluso el mío. Casi puedo sentir las voces, los bailes, los chillidos de ultratumba.

Entro a mi edificio. Todavía en casa la nausea persiste. El olor – hedor está clavado en mi nariz. Abro la ventana para oxigenarme y el aire de lluvia me devuelve una caricia mojada, la noche se apodera de todo en un intenso aguacero. Ahora parece que se cae el mundo, convertido en agua, sobre todas las fogatas, los calderos humeantes, sobre este pueblo heroico que vive junto a la muerte, que vive muerto tras el arco, aunque por error yo muera con ellos, sin merecer este patriótico acto. Yo, la que no celebra, la que orina sobre todas las cruces de ceniza que hacen los valientes, la que revierte todos los rezos de: “San Isidro el labrador, quita el agua y pon el Sol”. Yo que he muerto y soy la única que lo sabe.