TERESA CRISTÓFANI BARRETO
La protohistoria de la frialdad
En diciembre de 1959, sale en Lunes de Revolución el artículo "Cada cosa en su lugar", de Virgilio Piñera. Se trata de la culminación de una polémica entre él y Heberto Padilla sobre Lezama Lima. Piñera, al tiempo que reconoce haber escrito en los primeros 40, al menos un poema "lezamiano de los pies a la cabeza" ("La destrucción del danzante") alega, empero, que "acababa de llegar de la provincia, y desconocía por completo a Breton, Apollinaire, Peret, etc.; Lezama era lo único que tenía a mano". Habla, luego, de su poema "La Isla en peso", publicado en 1942: "Nadie negará —dice— que es el antilezamismo en persona. Con él, yo pagaba mis culpas y pecados con el lezamismo. (…) Soy el poeta menos lezamiano de mi generación lezamiana".
Un poco más tarde, en medio de explicaciones, historiales, fechas y nombres, reconoce algo importante: "La poesía de Lezama es en definitiva un gran fantasma, ya lo había advertido yo en 1942."
O sea: en auténtica operación barroca, Virgilio Piñera, el "eterno insumiso", el "poeta menos lezamiano de su generación lezamiana", al eludir cualquier reminiscencia al poeta gongórico, artificioso, bizantino, etc., acaba por nombrarlo como su fantasma.
Así, al publicar su primer volumen de cuentos, en 1956, Piñera es incitado por su deseo de tomar distancia del barroco a rendir cuenta de sus intenciones estéticas de manera explícita:
"Como la época es de temperaturas muy altas, creo que no vendrán mal estos Cuentos fríos. El lector verá, tan pronto se enfrente con ellos, que la frialdad es aparente, que el calor es mucho, que el autor está bien metido en el horno y que, como sus semejantes, su cuerpo y su alma arden lindamente en el infierno que él mismo se ha creado.
Son fríos estos cuentos porque se limitan a exponer los puros hechos. El autor estima que la vida no premia ni castiga, no condena ni salva, o, para ser más exactos, no alcanza a discernir esas complicadas categorías. Sólo puede decir que vive; que no se le exija que califique sus actos, que les de un valor cualquiera o que espere una justificación al final de sus días. En realidad, dejamos correr la pluma entusiasmados. (…)"
Tantas cavilaciones me hicieron afirmar, en otra ocasión(1), que los cuentos de Piñera, bien mirados, son fríos no solamente porque, como quiere su autor, "se limitan a exponer los puros hechos". Son fríos porque se han enfriado, porque se rehúsan a probar nuevamente el erotismo retórico, en la acepción que Severo Sarduy da al término, porque han conquistado la denotación. Su narrador ha dejado de decir, ha silenciado, se ha hecho frígido. Piñera partió de un estilo expresamente lezamiano, cuando todavía echaba palabras a borbotones sobre el papel y su decir era caliente; cuando otorgaba a Lezama la tarea de destruir cuantos lugares comunes encontrara en sus papeles literarios(2), para finalmente alcanzar su registro absolutamente original, sus textos fríos.
El soporte de tal hipótesis de trabajo lo encontraba yo en las afirmaciones de Piñera, compiladas a partir de extenso repertorio y, claro, en su poema "lezamiano de pies a cabeza". Esa es la razón por la cual atribuyo al cuento ahora publicado por primera vez, sin título, firmado todavía Virgilio Piñera Llera, en aquel mismo año de 1940, tanta relevancia. De hecho, no se trata de un gran cuento. Pero su importancia en el establecimiento de la protohistoria de la poética antibarroca en la totalidad de la obra piñeriana es fundamental.
Pasemos, entonces, al cuento.
Antes mismo de ofrecerse a la lectura, la disposición del cuento en la página ya se configura como cosa rara, si no exclusiva: el narrador brinda un resumen, en un único párrafo, introducido por la formulación –ésta, sí, típica del autor–: "La situación era ésta:" Y viene, enseguida, el cuento. Dicho párrafo, en que pese su brevedad, indica otra peculiaridad, más importante aún, que su naturaleza misma. Se trata de la reacción física del narrador ante una acción terrible, de esas que, en otros relatos de Piñera, no producen ninguna extrañeza en su propio ámbito textual.
El terror de la acción primera, la deposición del ojo sobre la mesa, seguida de la extracción de la dentadura del arco superior, es absolutamente corriente en la obra de Piñera. Lo que sorprende en este cuento es justamente la reacción del narrador, intensificada por el hecho de ubicarse ella en sus tripas, o sea, de ser grotescamente corpórea. Rechazada por Piñera en sus demás cuentos, dicha reacción será mencionada a lo largo del cuento reiteradas veces, en clara confrontación a una frialdad que se limitara a exponer los puros hechos. Ello hará que la función del ojo y de la boca resulten adulteradas en diferentes grados en el cuento.
Por ser las partes de la cara que, al estar totalmente dilatados expresan el espanto y el terror, ojo y boca se desvían de su función justo cuando exacerban dicha apertura y vacían sus áreas. La cuenca abierta en la región del globo extraído permite a un hombre penetrar en las entrañas del otro. Por su parte la boca, desprovista de la dentadura, adquiere más espacio para permitir el chorro de los trocitos de tráquea que se le escapan. Con eso el espanto y el terror se desplazan de la cara imposibilitada de expresarlos –inclusive porque se ha transformado en su fuente– para ubicarse en la figura del narrador, cuyos intestinos sí revelan lo espeluznante a través de ruidos siniestros.
La corrupción del cuerpo humano, como se percibe, no rememora las visiones rabelaisianas de lo grotesco en las que la risa franca, la claridad y las partes topográficamente inferiores del cuerpo juegan, livianas, gracias a su fuerza regeneradora. Al contrario, este cuento se ciñe una tradición grotesca, como la identifica Mijail Bajtín, iniciada en el Romanticismo y retomada por Alfred Jarry, por los surrealistas y por los expresionistas. Dicha filiación se patentiza al constatarse la interacción de la acción principal del cuento con la memoria del narrador y la palabra de una tía muerta, y de éstas con la materialización de la pintura de los pájaros, sus anos y las rosas, que se confunden con la propia acción en marcha. Por su parte, la pintura está referida como la que un pintor "concibiera", o sea, estriba en el modo subjuntivo, donde las acciones no necesariamente se realizan.
Así, de un modo muy diferente al que se observa en la gran mayoría de los cuentos de Piñera, éste rejunta situaciones, eventos, memorias, voces, reminiscencias, representaciones, indicativos y subjuntivos, de modo que los ojos del lector, igual que cuando está ante una obra barroca, no saben qué mirar. No se trata de la narración lineal, típicamente piñeriana, cuyo narrador toma al lector de la mano para conducirlo según su voluntad, sin darle ocasión de ninguna clase de interpretación, condenándolo a una lectura denotativa del texto. En este cuento, el narrador incita al lector a caer en su vértigo, sin ofrecerle un paracaídas.
Un vértigo al que contribuyen dos tipos de chorro, el de millares de pedacitos de tráquea resecada y el de la sangre, más vigoroso y amenazador, que el narrador intenta contener. Todo el asco producido por el "río de sangre", en el que reverberan color, olor, viscosidad y tibieza alcanza la cumbre cuando al narrador se le revela la información de su propio pasado por la tía difunta: "Cuando naciste tu madre tuvo una hemorragia horrorosa; ahora la sangre vuelve; yo siempre dije que la habían taponeado muy mal…" El narrador termina, gracias principalmente a ello, con el cuerpo recubierto de las rosas arrancadas de los anos de los pájaros, cual un difunto en procesión vigilada por los trocitos de tráquea.
Al contrario de los cuentos fríos, éste, a pesar de que dice mucho, no ilumina. La denotación pura, las palabras extraídas directamente del diccionario se revisten acá de la oscuridad que incita, de manera inapelable, a la interpretación. Crea visiones de pesadilla, en que conviven tinieblas y rápidas claridades; en donde imágenes pictóricas oníricas cobran vida y se confunden con la escena vivida; en donde la muerte no es lo último; y el cuerpo humano no necesita su integración orgánica para seguir viviendo. Conviven en él una única frase concisa, que engaña al lector al invitarlo a un falso resumen de la situación, gráficamente destacado del resto del texto, con complicaciones sintácticas que obligan a más de una lectura para una mínima comprensión, así como imágenes grotescas que revelan funciones corpóreas no siempre revelables. El clima es desagradable, principalmente por la sucesión de imágenes inconexas que hilvanan la "situación" aludida en la primera frase del cuento. Esta opción léxica exagerada, que refuerza el tono angustiante, está llamada a desaparecer de la estética de Piñera. Así, por ejemplo, términos como "nefasto", "siniestro", "lobreguez", "condenación", "conjurar", ya no se encontrarán en los Cuentos fríos publicados. Los personajes, aludidos como "el hombre", "mi amigo", "el encargado", "el pintor", acaban por sobreponerse, una vez que su efectiva identificación es imposible. Hay una única referencia a un nombre propio, Silvio, pero este personaje se pierde en el interior de otro.
Por otra parte, el cuento ostenta la única referencia directa, por lo menos en la obra conocida de Piñera, a la parte del cuerpo jamás mencionada, siquiera discreta o indirectamente: el ano. La palabra será inmediatamente proliferada a través de las imágenes del "embudo gelatinoso" y de la "rosa", que la sustituirán. Pero la rosa, sublime a punto de simbolizar el cáliz que recibe la sangre de Jesús bien como la materialización de esta sangre o aún las llagas sagradas, al cubrir el ano se transforma en su propio simulacro. Al esconderlo, lo revela: alude a él cuando debería eludirlo. Lo sublime se deja convertir en representación de lo bajo y de lo interdicto. El ano es también mencionado de refilón, repetidas veces, sea por la referencia a la defecación de los pájaros, sea por la amenaza de "ruidos más imprudentes" que rechinan en las tripas del narrador. Para intensificar tal representación, los anos mencionados de manera explícita son los de los impúdicos "pájaros". Éste es término ambiguo que, en Cuba, es corriente para nombrar a los homosexuales y que, en el contexto, puede estar señalándolos, tanto como a las mismas aves. El tema del homosexualismo será totalmente velado en la obra futura de Piñera.
Otros artificios igualmente barrocos, de la más intensa –ahora sí– filiación lezamiana, también han de desaparecer de la obra de Piñera. Para empezar, el tono religioso exacerbado, cuyas referencias a cielo e infierno, luz y exorcismo, maldición y purificación traen a colación la salvación del alma o una "teoría de la condenación", después renegadas por el narrador de Cuentos fríos. En el medio, florece la noción bíblica de la transfiguración, en la que un rostro "ofrece alguna claridad entre tinieblas", a la manera de Jesús en el Monte Tabor.
Por todas esas consideraciones, es posible percibir en el cuento de Piñera claras marcas de su filiación a una estética que le era totalmente ajena. A pesar de configurarse como un claro intento barroco, el cuento no revela la fuerza de mano del narrador al enfrentarse cara a cara con un desafío que, al fin y al cabo, no era suyo. Menos mal. El propio artículo de 1959 ya traía sus ponderaciones al respecto: "Por ese tiempo yo era joven (¡qué diablos, alguna vez se ha sido joven!) y todo cuanto hacía por el momento era lo que podría resumirse en la frase de Gautier sobre Baudelaire: 'Un joven que se preparaba lentamente en la sombra…'"
Claro está que no se trata de juzgarlo por un cuento de juventud que hasta ahora no había salido a la luz del día. Al contrario, su lectura sirve para rastrear la protohistoria del estilo del Maestro Virgilio Piñera, que resultó en algo tan personal y original que aun la crítica especializada se siente impotente para definirlo, clasificarlo o asirlo. Pero sirve, principalmente, para mostrar que su estilo es fruto de una opción deliberada y valerosa, lentamente preparada en la sombra, y que le abrió paso a la gran literatura.
(1)Cristófani Barreto, Teresa – "Los cuentos fríos de Virgilio Piñera" en Revista Hispamérica XXIV, 71, Maryland, 1995.
(2) Cf.. la cronología que acompaña a este dossier, año 1940.