GUILLERMO ROSALES. Boarding home

GUILLERMO ROSALES. Boarding home
GuILLerMO ROSALES. home Boarding
GUILLERMO home ROSALES. Boarding
Boarding GUILLERMO home ROSALES.

en el expediente 8-9, de enero-junio de 2005 (el último número que circuló de nuestra revista) presentamos la siguiente nota y los fragmentos de la novela de Rosales.

Guillermo Rosales (La Habana, 1946-Miami, 1993) Boarding Home (Premio Letras de Oro, Miami, 1987), y El juego de viola (1994, novela editada póstumamente con portada de Juan Abreu y edición al cuidado de Carlos Victoria) En el expediente 1, Cacharro(s) publicó, por cortesía de Rosa Berre, un relato del libro inédito, El alambique mágico. Boarding Home, fue publicada en Francia por la editorial Actes Sud, dirigida por Zoé Valdés y Alzira Martins, en traducción de la profesora Liliane Hasso, y en 2003 por Siruela, con prólogo de Ivette Leyva Martínez. Guillermo Rosales se suicidó a los 47 años. En el expediente anterior de Cacharro(s) publicamos un texto de Juan Carlos Castillón sobre Boarding Home.


Boarding home

La casa decía por fuera “boarding home", pero lo sabia que sería mi tumba. Era un de esos refugios marginales a donde va la gente deshauciada por la vida. Locos en su mayoría. Aunque, a veces, hay también viejos dejados por sus familias para que mueran de soledad y no jodan la vida de los triunfadores.

―Aquí estarás bien -dice mi tía, sentada al volante de su Chevrolet último modelo―. Comprenderás que ya nada más se puede hacer.

Entiendo. Casi estoy por agradecerle que me haya encontrado este tugurio para seguir viviendo y no tener que dormir por ahí, en bancos y parques, lleno de constras de mugre y cargado de bultos de ropa.

―Ya nada más se puede hacer.

La entiendo. He estado ingresado en más de tres salas de locos desde que estoy aquí, en la ciudad de Miami, a donde llegué hace seis meses huyendo de la cultura, la música la literatura, la televisión, los eventos deportivos, la historia y la filosofía de la isla de Cuba. No soy un exiliado político. Soy un exiliado total. A veces pienso que si hubiera nacido en Brasil, Venezuela o Escandinavia, hubiera salido huyendo también de sus calles, puertos y praderas.

―Aquí estarás bien ―dice mi tía.

La miro. Me mira duro. No hay piedad en sus ojos secos. La casa decía "borading home". Es una de esas casas que recogen la escoria de la vida. Seres de ojos vacíos, mejillas secas, bocas desdentadas, cuerpos sucios. Creo que sólo aquí, en los Estados Unidos, hay semejantes lugares. Se les conoce también con el nombre de homes, a secas. No son casas del gobierno. Son casas particulares que cualquiera puede abrir siempre que saque una licencia estatal y pase un curso paramédico.

―...un negocio como otro cualquiera -me va explicando mi tía-. Un negocio como una funeraria, una óptica, una tienda de ropa. Aquí pagarás trescientos pesos.

Abrimos la puerta. Allí estaban todos. René y Pepe, los dos retardados mentales; Hilda, la vieja decrépita que se orina continuamente en sus vestidos; Pino, un hombre gris y silencioso que sólo hace que mira al horizonte con semblante duro; Reyes, un viejo tuerto, cuyo ojo de cristal supura continuamente una agua amarilla; Ida, la gran dama venida a menos; Louie, un yanki fuerte de piel cetrina, que aúlla constantemente como un lobo enloquecido; Pedro, un indio viejo, quizás peruano, testigo silencioso de la maldad del mundo; Tato, el homosexual; Napoleón, el enano; y Castaño, un viejo de noventa años que sólo sabe gritrar:"¡Quiero morir! ¡Quiero morir! ¡Quiero morir!".

―Aquí estarás bien -dice mi tía―. Estarás entre latinos.

Avanzamos. El señor Curbelo, dueño de la Casa, nos está esperando en su buró. ¿Me dio asco desde el principio? No lo sé. Era gordo y fofo, y vestía un ridículo atuendo deportivo rematado por una juvenil gorrita de pelotero.

―¿Éste es el hombre? ―pregunta a mi tía con una sonrisa.

―Éste es -responde ella.

―Aquí estará bien -dice Curbelo―, vivirá como en familia.

Mira el libro que llevo debajo del brazo y pregunta:

―¿Te gusta leer?

Mi tía responde:

―No sólo eso. Es un escritor.

―¡Ah! ―dice Curbelo falsamente asombrado―. ¿Y qué escribes?

―Mierdas -digo suavemente.

―¿Trajo las medicinas? ―pregunta entonces Curbelo.

Mi tía las busca en su cartera.

―Sí -dice―, Melleril. Cien miligramos. Debe tomar cuatro al día.

―Bien ―dice el señor Curbelo con semblante satisfecho―. Ya lo puede dejar. Lo otro es asunto nuestro.

Mi tía vuelve a mirarme a los ojos. Creo ver, esta vez, una asomo de piedad.

―Aquí estarás bien -asegura―. Ya nada más se puede hacer.



Mi nombre es Wiliam Figueras, y a los quince años me había leído al gran Proust, a Hesse, a Joyce, a Miller, a Mann. Ellos fueron para mí como los santos para un devoto cristiano. Hace veinte años terminé una novela en Cuba que contaba la historia de un romance. Era la historia de un amor entre un comunista y una burguesa, y acababa con el suicidio de ambos. La novela nunca se publicó y mi romance nunca fue conocido por el gran público. Los especialistas literarios del gobierno dijeron que mi novela era morbosa, pornográfica, y también irreverente, pues trataba al Partido Comunista con dureza. Luego me colví loco. Empecé a ver diablos en las paredes, comencé a oír voces que me insultaban, y dejé de escribir. Lo que me salía era espuma de perro rabioso. Un día, creyendo que un cambio de país me salvaría de la locura, salí de Cuba y llegué al gran país americano. Aquí me esperaban unos parientes que nada sabían de mi vida, y que después de veinte años de separación ya ni me conocían. Creyeron que llegaría un futuro triunfador, un futuro comerciante, un futuro playboy; un futuro padre de familia que tendría un casa llena de hijos, y que iría los fines de semana a la playa y correría buenos carros y vestiría ropas de marca Jean Marc y Pierre Cardin; y lo que apareció en el aeropuerto el día de mi llegada fue un tipo enloquecido, casi sin dientes, flaco y asustado, al que hubo que ingresar ese mismo día en una sala psiquiátrica porque miraba con recelo a toda la familia y en vez de abrazarlos y besarlos los insultó. Sé que fue un gran chasco para todos. Especialmente para mi tía que esperaba una gran cosa. Y lo que llegó fui yo. Una vergüenza. Una mancha terrible en esa buena familia de pequeños burgueses cubanos, de dientes sanos y uñas pulidas, piel rozagante, vestidos a la moda, ataviados con gruesas cadenas de oro, y poseedores de margníficos autos último tipo y casas de amplios cuartos con aire acondicionado y calefacción, donde no falta nada en la despensa. Ese día (el de mi llegada), sé que se miraron todos con vergüenza, hicieron algún comentario mordaz, y salieron en sus autos del aeropuerto con la idea de no verme jamás. Y hasta el sol de hoy. La única que se mantuvo fiel a los lazos familiares fue esta tía Clotilde, que decidió hacerse cargo de mí, y me mantuvo durante tres meses en su casa. Hasta el día en que, acosejada por otros familiares y amigos, decidió meterme en el boarding home; la casa de los escombros humanos.

―Porque comprenderás que nada más se puede hacer.

La entiendo.



Ese boarding home fue, originalmente, una casa de seis cuartos. Quizás viviera en ella, al inicio, una de esas típicas familias americanas que salieron huyendo de Miami cuando empezaron a llegar cubanos huidos del comunismo. Ahora el boarding home tiene doce cuartos pequeñísimos, y en cada cuarto hay dos camas. Cuenta, también, con un televisor viejísimo, que siempre está descompuesto. y una especie de salón de estar con veinte sillas duras y destartaladas. Hay tres baños, pero uno de ellos (el mejor) es del jefe, el señor Curbelo. Los otros dos tienen siempre los iniodoros tupidos, pues algunos de los huéspedes meten en ellos camisas viejas, sábanas, cortinas y otros artículos de tela que usan para limpiarse el trasero. El señor Curbelo no da papel higiénico. Aunque por ley debía darlo. Hay un comedor, afuera de la casa, que atiende una mulata cubana, llena de collares y brazaletes religiosos, que se llama Caridad. Pero ella no cocina. Si ella cocinara, el señor Curbelo tendría que pagarle treinta dólares más a la semana. Y eso es algo que el señor Curbelo nunca hará. De modo que el mismo señor Curbelo, con su carota de burgués, es el que hace el potaje todos los días. Lo cocina de manera sencilla; cogiendo con la mano un puñado de chícharos o lentejas y metiéndolos (¡plaf!) en una olla a presión. Quizás le echa un poco de ajo en polvo. Lo otro, el arroz y el plato fuerte, viene de una cantina a domicilio llamada "Sazón", cuyos dueños, como saben que se trata de una casa de locos, escogen lo peor del repertorio y lo mandan de cualquier manera en dos grandes cazuelas grasientas. Debían enviar comida par veintitrés, pero sólo mandan comida para once. El señor Curbelo considera que es bastante. Y nadie protesta. Pero el día que alguien protesta, el señor Curbelo, si mirarlo, le dice:"¿No te gusta? Pues sino te gusta ¡vete!". Pero... ¿quién se va a ir? La calle es dura. Aun para los locos que tienen los sesos en la luna. Y el señor Curbelo lo sabe y vuelve a decir:"¡Vete rápido!". Pero nadie se va. El protestón baja los ojos, retoma la cuchara y vuelve a tragar en silencio sus lentejas crudas.

Porque en el boarding home nadie tiene a nadie. La vieja Ida tiene dos hijos en Massachusettes que no quieren saber de ella. El silencioso Pino está solo y sin conocidos en este enorme país. René y Pepe, los dos retrasados mentales, no podrían jamás vivir con sus hastiados familiares. Reyes, el viejo tuerto, tiene una hija en Newport que no lo ve hace quince años. Hilda, la vieja con cistitis, no sabe ni siquiera cuál es su apellido. Yo tengo una tía... pero "nada más se puede hacer". El señor Curbelo sabe todo esto. Lo sabe bien. Por eso está tan seguro de que nadie se irá del boarding home y de que él serguirá recibiendo los cheques de trescientos dólares que el gobierno americano envía a cada uno de los locos de su hospicio. Son veintitrés locos; siete mil doscientos veintidós pesos al mes. Por eso el señor Curbelo tiene una casa en Coral Gables con todas las de la ley y una finca con caballos de raza. Y por eso se dedica los fines de semana al elegante deporte de la pesca submarina. Por eso sus hijos salen retratados el día de su cumpleaños en el periódico local, y él va a fiestas de sociedad vestido de frac y corbata de lazo. Ahora que mi tía se ha marchado, su mirada, antes cálida, me escruta con fría indiferencia.

―Ven -dice con sequedad. Y me lleva por un pasillo estrecho hasta un cuarto, el número cuatro, donde duerme otro loco cuyo ronquido recuerda el ruido de una sierra eléctrica.

―Ésta es tu cama ―dice, sin mirarme―. Ésta es tu toalla ―y señala una toalla raída y llena de manchas amarillas-. Este es tu closet, y éste es tu jabón -y saca la mitad de un jabón blanco del bolsillo y me lo entrega. No habla más. Mira su reloj, comprende que es tarde y sale del cuarto cerrando la puerta. Entonces pongo la maleta en el suelo, acomodo mi pequeño televisor sobre el armario, abro complemente la ventana y me siento en la cama que me han asignado con el libro de poetas ingleses entre mis manos. Lo abro al azar. Es un poema de Coleridge:

¡Ay!, de esos diablos que así te persiguen
Viejo Marino, te proteja Dios.
¿Por qué me miras así? Con mi ballesta.
Yo di muerte a Albatros...

La puerta del cuarto se abre de pronto y entra un sujeto robusto, de piel sucia como el agua de un charco. Trae una lata de cerveza en la mano y bebe de ella repetidas veces sin dejar de mirarme por el rabo del ojo.

―¿Tú eres nuevo? ―pregunta después.
―Sí.
―Yo soy Arsenio, el que cuida esto cuando Curbelo se va.
―Bien.

Mira mi maleta, mis libros, y su vista se detiene en mi pequeño televisor en blanco y negro.

―¿Funciona?
―Sí.
―¿Cuánto te costó?
―Sesenta pesos.

Bebe otra vez, sin dejar de mirar mi televisor con el rabo del ojo. Luego dice:

―¿Vas a comer?
―Sí
―Pues nada. La comida ya está.

Da la vuelta y sale del cuarto, siempre bebiendo de su lata. No tengo hambre, pero debo comer. Peso solamente quince libras, y mi cabeza suele darme vueltas de debilidad. La gente por la calle grita a veces: "¡Lombriz!". Tiro el libro de poetas ingleses sobre la cama y me abotono la camisa. El pantalón me baila en la cadera. Debo comer.

Salgo hacia el comedor.

La señora Caridad, encargada de repartir la comida de los locos, me sañala al llegar el único lugar disponible. Es un asiento al lado de Reyes, el viejo tuerto; Hilda, la anciana decrépita cuyas ropas hieden a orín y Pepe, el más viejo de los dos retrasados mentales. Se le llama a esta mesa "la mesa de los intocables", pues nadie los quiere tener al lado a la hora de comer. Reyes come con las manos, y su enorme ojo de vidrio, grande como un ojo de tiburón, supura a todas horas un humor acuoso que le cae hasta el mentón como una gran lágrima amarilla. Hilda también come con las manos y lo hace reclinada en la silla, como una marquesa que comiera manjares, de modo que la mitad de la comida cae sobre las ropas. Pepe, el retardado, come con una enorme cuchara que parece una pala de albañil; mastica lenta y ruidosamente con sus mandíbulas sin dientes, y toda su cara, hasta los ojos botados y enormes, está impregnada de chícharos y arroz. Me llevo la primera cucharada a la boca y lo mastico con lentitud. Mastico una y tres veces, y luego comprendo que no puedo tragar. Escupo todo sobre el plato, y salgo de allí. Cuando llego a mi cuarto, veo que me falta el televisor. Lo busco en mi closet y debajo de la cama, pero no está. Salgo en busca del señor Curbelo, pero el que está sentado en su buró es Arsenio, el segundo encargado. Bebe un trago de su lata de cerveza y me informa:

―Curbelo no está. ¿Qué pasó?
―Me han robado el televisor.
―Tsch, tsch, tsch―mueve la cabeza de desconsuelo―. Ése fue Louie―dice después―. Él es el ladrón.
―¿Dónde está Louie?
―En el cuarto número tres.

Voy hasta el cuarto número tres y encuentro allí al americano Louie que aúlla como un lobo cuando me ve entrar.

―¿T.V.? ―digo,
―Go to hell! ―exclama enfurecido. Aúlla de nuevo. Se abalanza sobre mí y me saca a empujones del su cuarto. Luego cierra la puerta de un tremendo tirón.

Miro a Arsenio. Sonríe. Pero lo oculta rápidamente tapándose la cara con una lata de cerveza.

―¿Un trago? -pregunta, tendiéndome la lata.
―Gracias, no bebo. ¿Cuándo vendrá el señor Curbelo?
―Mañana.
Bien. Nada más se puede hacer. Regreso a mi cuarto y me dejo caer sobre la cama con pesadez. La almohada apesta a sudor viejo. Sudor de otros locos que han pasado por aquí y se han deshidratado entre estas cuatro paredes. La tiro lejos de mí. Mañana pediré una sábana limpia, una almohada nueva, y un pestillo para ponerlo en la puerta y que nadie entre sin pedir permiso. Miro al techo. Es un techo azul, descascarado, recorrido por minúsculas cucarachas carmelitas. Bien. Éste es mi final. El último punto a donde pude llegar. Después de este boarding home ya no hay más nada. La calle y nada más. La puertea se abre de nuevo. Es Hilda, la vieja decrépita que se orina en las ropas. Viene buscando un cigarro. Se lo doy. Me mira con ojos bondadosos. Advierto, detrás de ese rostro horripilante, una cierta belleza de ayer. Tiene una voz sumamente dulce. Con ella narra su historia. Nunca se ha casado; dice. Es virgen. Tiene, dice, dieciocho años. Está buscando un caballero formal para unirse a él. Pero ¡un caballero!, no cualquier cosa.

―Usted tiene los ojos bonitos ―me dice con dulzura.
―Gracias.
―No hay de qué.

Dormí un poco. Soñé que estaba en un pueblo de provincias, allá en Cuba, y que en todo el pueblo no había un alma. Las puertas y las ventanas estaban abiertas de par en par, y a través de ellas se veían camas de hierro cubiertas con sábanas blancas muy limpias y bien tendidas. Las calles eran largas y silenciosas, y todas las casas eran de madera. Yo recorría angustiado aquel pueblo buscando alguna persona para conversar. Pero no había nadie. Sólo casas abiertas, camas blancas y un silencio total. No había una pizca de vida.

Desperté bañado en sudor. En la cama de al lado, el loco que roncaba como una sierra está ahora despierto y se pone le pantalón.

― Voy a trabajar ―me dice―. Trabajo toda la noche en una pizzería y me pagan seis pesos. También me dan pizza y coca cola.

Se pone la camisa y se calza los zapatos.

―Yo soy un esclavo antiguo ―dice―. Soy un hombre renacido. Yo, antes de esta vida, fui un judío que vivió en tiempo de los césares.

Sale dando un portazo. Miro a la calle a través de una ventana. Serán las doce de la noche. Me levanto de la cama y me dirijo a la sala, a tomar el fresco. Al pasar frente al cuarto de Arsenio, el encargado del hospicio, escucho un forcejeo de cuerpos y luego el ruido de una bofetada. Sigo mi camino y me siento en un butacón desvencijado que hiede a sudor viejo. Prendo un cigarro y echo la cabeza hacia atrás, recordando, todavía con miedo, el sueño que acabo de tener. Aquellas camas blanca y bien tendidas, aquellas casas solitarias abiertas de par en par, y yo, el único ser vivo en todo el pueblo. Entonces veo que alguien sale dando tumbos del cuarto de Arsenio, el encargado. Es Hilda, la vieja decrépita. Está desnuda. Detrás sale Arsenio, desnudo también. No me han visto.

―Ven―le dice a Hilda con voz de borracho.
―No ―responde ésta―. Eso me duele.
―Ven; te voy a dar un cigarrito ―dice Arsenio.
―No. ¡Me duele!

Doy una chupada a mi cigarro y Arsenio me descubre entre las sombras.

―¿Quién está ahí?
―Yo.
―¿Quién es yo?
―El nuevo.

Murmura algo, disgustado, y vuelve a meterse en su cuarto. Hilda viene hasta mí. Un rayo de luz, procedente de un poste eléctrico, baña su cuerpo desnudo. Es un cuerpo lleno de pellejos y huecos profundos.

―¿Tienes un cigarrito?―dice con voz dulce.
Se lo doy.

―A mí no me gusta que la metan por detrás –dice―. Y ése, ¡ese desgraciado!―y señala el cuarto de Arsenio―, nada más quiere hacerlo por ahí.

Se va.

Vuelco a recostar la cabeza en el respaldar del burtacón. Pienso en Coleridge, el autor de Kubla Kan, a quien el desencanto de la Revolución Francesa provocó la ruina y la esterilidad como poeta. Pero pronto mis pensamientos se cortan. El boarding home se estremece con un aullido largo y aterrador. Aparece en la sala Louie, el americano, con el rostro desfigurado de cólera.

―Fuck your ass! ―grita en dirección a la calle, donde no hay nadie a estas horas―. Fuck your ass! Fuck your ass!

Da un golpe con el puño sobre un espejo de pared, y este cae al duelo hecho pedazos. Arsenio, el encargado, dice con voz aburrida desde su cama:

―Louie... you cama nao. You pastilla tomorow. You no jodas más.

Y Louie desaparece entre las sombras.



Arsenio es el verdadero jefe del boarding home. El señor Curbelo, aunque viene todos los días (menos sábado y domingo), sólo está aquí tres horas y después se va. Hace el potaje, prepara las pastillas del día, escribe algo desconocido en una gruesa libreta, y luego se va. Arsenio está aquí las venticuatro horas, sin salir, sin ir siquiera a la esquina por cigarros. Cuando necesita fumar, le pide a algún loco que vaya a la bodega. Cuando tiene hanbre, manda a buscar comida a la fonda de la esquina a Pino, que es un loco mandadero. Tambien manda po cerveza, mucha cerveza, pues Arsenio se pasa todo el día completamente borracho. Sus amigos le llaman Budweiser, que es la marca de cerveza que toma. Cuando bebe, su ojos se hacen malignos, su voz se torna (¡aún!) más torpe, y sus ademanes más toscos e insolentes. Entonces le da patadas a Reyes, el tuerto; abre las gavetas de cualquiera en busca de dinero, y se pasea por el boarding home con un cuchilo, se lo da a René; el retardado, y le dice enseñándoselo a Reyes, el tuerto:"¡Méteselo!". Y explica bien: "Méteselo por el cuello que es la parte más blandita". René, el retardado, toma el cuchillo con la mano torpe y avanza sobre el viejo tuerto. Pero aunque da cuchilladas ciegas, nunca lo penetra, pues no tiene fuerzas para ello. Arsenio lo sienta entonces en la mesa; trae una lata de cerveza vacía, y hunde el cuchillo en esta lata. "¡Así se dan las puñaladas!"; le exlica a René. "¡Así, así, así!" y da de puñaladas a la lata hasta que la llena de agujeros. Entonces se vuelve a poner el cuchillo en la cintura, da una salvaje patada al trasero del viejo tuerto, y vuelve a sentarse en el buró del señor Curbelo a tomar nuevas cervezas. "¡Hilda!" -llama después-. Y viene Hilda, la vieja decrépita que apesta a orín. Arsenio le toca el sexo por encima de la ropa y le dice: "¡Lávatelo hoy!".

―¡Fuera, hombre! ―protesta Hilda indignada. Y Arsenio se echa a reír. Su boca también está llena de dientes podridos, como todas las bocas del boarding home. Y su torso, cuadrado y sudoroso, está rajado por una cicatriz que le va del pecho hasta el ombligo. Es una puñalada que le dieron en la cárcel, cinco años atrás, cuando cumplía una condena por ladrón. El señor Curbelo le paga setenta pesos semanales. Pero Arsenio está contento. No tiene familia, no tiene oficio, no tiene aspiraciones en la vida, y aquí en el boarding home, es todo un jefe. Por primera vez en su vida Arsenio, sabe que Curbelo nunca lo botará. "Yo soy todo para él", suele exclamar. "Nunca encontrará a otro como yo." Y es verdad. Por setenta pesos a la semana Curbelo no encontrá en todos los Estados Unidos otro secretrario como Arsenio. No lo encontrará.

Desperté. Me quedé dormido en el butacón desvencijado y me desperté a eso de las siete. Soñé que estaba amarrado a una roca y que mis uñas eran largas y amarillas como las de un faquir. En mi sueño, aunque estaba amarrado por el castigo de los hombres, yo tenía un enorme poder sobre los animales del mundo. "¡Pulpos! -gritaba yo-, tráiganme una concha marina en cuya superficie esté grabada la Estatua de la Libertad." Y los pulpos, enormes y cartilaginosos, se afanaban con sus tentáculos en buscar esta concha entre millones y millones de conchas que hay en el mar. Luego la encontraban, la subían penosamente hacia esa roca donde yo estaba cautivo, y me la entregaban con gran respeto y humildad. Yo miraba la concha, soltaba una carcajada, y la botaba al vacío con inmenso desdén. Los pulpos lloraban gruesos lagrimones cristalinos por mi crueldad. Pero yo reía con el llanto de los pulpos, y gritaba con voz terrible: "Tráiganme otra igual".

Son las ocho de la mañana. Arsenio no se ha despertado para dar el desayuno. Los locos se apiñan hambrientos en la sala del televisor.

―¡Senio...! ―grita Pepe, el retrasado―. ¡Tayuno! ¡Tayuno! ¿Cuándo va a dar tayuno?

Pero Arsenio, aún borracho, sigue en su cuarto roncando boca arriba. Uno de los locos pone el televisor. Sale un predicador hablando de Dios. Dice que estuvo en Jerusalén. Que vio la huerta de Gertsemaní. Salen por la televisión fotos de estos lugares donde anduvo Dios. Sale el río Jordán, cuyas aguas limpias y mansas, dice el predicador que son imposibles de olvidar. "He estado allí", dice el predicador. "He respirado, dos mil años después, la presencia de Jesús." Y el predicador llora. Su voz se hace dolorida. "¡Aleluya!", dice. El loco cambia de canal. Pone, esta vez, el canal latino. Se trata ahora de un comentarista cubano que habla de la política internacional.

"Estados Unidos debe ponerse duro", dice. "El comunismo se ha infiltrado en esta sociedad. Está en las universidades, en los periódicos, en la intelectualidad. Debemos volver a los grandes años de Eisenhower."

―¡Eso! ―dice a mi lado un loco llamado Eddy―. Estado Unidos debe llenarse de cojones y arrasar. Lo primero que tiene que caer es México, que está lleno de comunistas. Después Panamá. Y luego Nicaragua. Y donde quiera que haya un comunista, hay que colgarlo de los cojones. A mí los comunistas me lo quitaron todo. ¡Todo!

―¿Qué te quitaron, Eddy? ―pregunta Ida, la gran dama venida a menos.

Eddy responde:

―Me quitaron treinta caballerías de tierra sembrada de mangos, cañas, cocos... ¡Todo!

―A mi marido le quitaron un hotel y seis casas en La Habana ―dice Ida― ¡Ah!, y tres boticas y una fábrica de medias y un restorán.

―¡Son unos hijos de puta! ―dice Eddy―. Por eso los Estados Unidos deben arrasar. Meter cinco o seis bombas atómicas. ¡Arrasar!

Eddy comienza a temblar.

―¡Arrasar! ―dice―. ¡Arrasar!

Tiembla mucho. Tiembla tanto que se cae de la silla y sigue temblando en el piso.

―¡Arrasar! ―dice, desde ahí.

Ida grita:

―¡Arsenio!, Eddy tiene un ataque.

Pero Arsenio no responde. Entonces Pino, el loco silencioso, va hasta el lavamanos y regresa con un vaso de agua que tira sobre la cabeza de Eddy.

―Ya está bien ―dice Ida―. Ya está bien. Quiten ese televisor.

Lo quitan. Me levanto. Voy al baño a orinar. El inodoro esta tupido por una sábana que han metido dentro. Orino sobre la sábana. Luego me lavo la cara con una pastilla de jabón que encuentro sobre el lavabo. Me voy a secar al cuarto. En el cuarto, ese loco que trabaja es una pizzería por las noches está contando el dinero.

―Gané seis pesos ―dice, guardando sus ganancias en una cartera―. También me dieron una pizza y una coca cola.
―Me alegro ―digo, secándome con la toalla.

Entonces la puerta se abre bruscamente y aparece Arsernio. Se acaba de levantar. Su pelo de alambre esta erizado y sus ojos están sucios y abultados.

―Oye ―dice al loco―, dame tres pesos.
―¿Por qué?
―No te preocupes. Ya te pagaré.
―Tú nunca pagas ―protesta el loco con voz infantil―. Tú sólo coges y coges y nunca pagas.
―Dame tres pesos ―vuelve a decir Arsenio.
―No.

Arsenio va hasta él, lo coge por el cuello con una mano y con la mano libre le registra los bolsillos. Da con la cartera. Saca cuatro pesos y tira los otros dos sobre la cama. Luego se vuelve hacia a mí y me dice:

―Todo lo que ves aquí, si tú quieres, díselo a Curbelo. Que yo apuesto diez a uno a que gano yo.

Sale del cuarto sin cerrar la puerta, y grita desde el pasillo:

―¡Desayuno!

Y los locos salen en tropel detrás de él, rumbo a las mesas del comedor.

Entonces el loco que trabaja en la pizzería coge los dos pesos que le han quedado. Sonríe y exclama alegremente:

―¡Desayuno! ¡Qué bueno! Con el hambre que tengo.

Sale también. Yo termino de secarme la cara. Me miro en el espejo lleno de nubes grises que hay en el cuarto. Quince años atrás era lindo. Tenía mujeres. Paseaba mi cara con arrogancia por el mundo. Hoy..., hoy...

Cojo el libro de poetas ingleses y salgo a desayunar.

Arsernio reparte el desayuno. Es leche fría. Lo locos se quejan de que no hay corn flakes.

―Díganselo a Curbelo ―dice Arsenio con indiferencia.

Luego toma con desgano el botellón de leche y va llenando los vasos con desidia. La mitad de la leche cae al suelo. Cojo mi vaso, y allí mismo, de pie, apuro la leche de un tirón. Salgo del comedor. Entro de nuevo en la casa grande y vuelvo a sentarme en el butacón destartalado. Pero antes enciendo el televisor. Sale un cantante famoso, a quien llaman El Puma, adorado por las mujeres de Miami. El Puma mueve la cintura. Canta :"Viva, viva, viva, la liberación". Las mujeres del público deliran. Comienzan a tirarle flores. El Puma, uno de los hombres que hacen temblar a las mujeres de Miami. Esas mismas que, cuando yo paso, ni se dignan a mirarme, y si lo hacen, es para aguantar más fuerte sus caderas y apretar el paso con temor. Helo aquí: El Puma. No sabe quién es Joyce ni le interesa. Jamás leerá a Coleridge ni lo necesita. Nunca estudiará El 18 de Brumario de Carlos Marx. Jamás abrazará desesperadamente una ideología y luego se sentirá traicionado por ella. Nunca su corazón hará crack ante una idea en la que se creyó firme, desesperadamente. Ni sabrá quiénes fueron Lunacharsky, Bulganin, Trotsky, Kameneev o Zinoviev. Nunca experimentará el júbilo de ser miembro de una revolución, y luego la angustia de ser devorado por ella. Nunca sabrá lo que es La Maquinaria. Nunca lo sabrá.