El totalitarismo
Alain Touraine

Fragmentos de Pourrons-nous vivre ensamble? Égaux et différents,
y de Qu´est-ce la démocratie ?

Traducción para Cacharro(s) de Carmen Fernández

Raymond Aron distinguió cinco elementos capitales en los regímenes totalitarios: 1. el monopolio de la actividad política está reservado a un partido; 2. ese partido está animado por una ideología que se transforma en la verdad oficial del estado; 3. éste se atribuye el monopolio de los medios de fuerza y persuasión; 4. la mayor parte de las actividades económicas y profesionales se incorporan al Estado y quedan sometidas a la verdad oficial; 5. una falta económica o profesional se convierte en falta ideológica y por tanto debe ser castigada por un terror a una vez ideológico y policial (Démocratie et totalitarisme, pp. 287-288).

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Estos análisis nos orientan hacia una explicación más general; más allá del carácter arbitrario de un poder despótico o de la autoridad no controlada de una elite dirigente tecnoburocrática o una nomenklatura, el rasgo primordial del Estado autoritario es el hablar en nombre de una sociedad, un pueblo o una clase de los que tomó en préstamo voz y lenguaje. El totalitarismo merece su nombre, porque engendra un poder total en el que Estado, sistema político y actores sociales se fusionan y pierden su identidad y especificidad para no ser ya más que instrumentos de la dominación absoluta ejercida por un aparato de poder, casi siempre concentrado en torno a un jefe supremo y cuya potencia arbitraria se ejerce sobre el conjunto de la vida social. La modernidad a menudo ha sido definida por la secularización y diferenciación de los subsistemas sociales: religión, política, economía, justicia, educación, familia, etc. Lo propio de los regímenes totalitarios es destruir la secularización en nombre de una ideología que se aplica al conjunto de la vida pública y privada, y el reemplazo de la diferenciación de las actividades sociales por una jerarquía partidaria que hace del vínculo personal con el príncipe o el partido la medida del lugar que ocupa en la jerarquía social. Quienes combatieron al totalitarismo defendieron en general la independencia de una de las actividades que el régimen absorbe y cuya máscara lleva. Unos defienden al movimiento social o nacional en nombre del cual habla el poder totalitario; otros quieren salvaguardar la independencia de la religión, del derecho, de la familia, incluso del Estado.

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Un régimen autoritario puede contentarse con aplastar, con reducir al silencio a la sociedad; en cambio, el Estado totalitario debe hacerla hablar, movilizarla, excitarla; se identifica con ella exigiendo que ella se identifique con él. En estricto sentido no hay Estado o sociedad totalitaria, pues en un régimen totalitario Estado, sociedad política y sociedad civil se confunden en un partido o en un aparato de poder todopoderoso. En otros regímenes, como los nacional populares latinoamericanos, esta fusión también existe pero es parcial, lo que hace tentador y falso a la vez llamar totalitario o incluso fascista al régimen de Perón en la Argentina o al de Velasco en Perú. Empero, allí donde un régimen autoritario no moviliza a la sociedad, donde su acción política y social es represiva antes que ideológica, como fue el caso de la dictadura general de Pinochet en Chile, es falso hablar de totalitarismo.

Los regímenes totalitarios no se reducen a la imagen que dan de sí mismos (la correspondencia perfecta del jefe, el partido y el pueblo), tan importante como la proclamada unanimidad es la denuncia constante del enemigo, la vigilancia y la represión, la transformación del adversario interior en traidor, a sueldo de los enemigos externos. Comités de la revolución, policía política, tropas de choque, militantes del partido, todos son movilizados constantemente en una guerra interminable contra un adversario que penetra las conciencias del mismo modo que manipula los intereses. La guerra está en el corazón de los regímenes totalitarios, que no tienen nunca la tranquilidad de los antiguos despotismos. Puesto que los totalitarismos son a la vez los herederos de los movimientos sociales y los creadores de un orden, y no terminan de devorar a los actores sociales de los que se pretenden descendientes y cuya existencia real procuran al mismo tiempo suprimir.

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[...] El siglo XX conoció tres grandes tipos históricos de regímenes totalitarios. En primer lugar, los totalitarismos nacionalistas que oponen una esencia nacional o étnica al universalismo sin raíces del mercado, el capitalismo, el arte, incluso la ciencia, o a un imperio multicultural. Fue a partir de fines del siglo XIX cuando surgió este nacionalismo antimodernista, que reemplazó ampliamente la concepción racionalista y modernizadora de la nación impuesta por la Revolución Francesa. Los fascismos, cualesquiera sean sus especificidades, pertenecen a este tema general y su modelo atrajo a los nacionalismos autoritarios, corporativos y tradicionalistas de la Europa mediterránea o centro-oriental. El estallido del imperio soviético y la desintegración de Yugoslavia, determinan la creación de totalitarismos nacionalistas entre los que da el ejemplo más extremo, en la década de 1990, la política de purificación étnica del presidente Milošević, dirigente comunista reconvertido al nacionalismo integral.

El segundo tipo de totalitarismo debe aproximarse al precedente porque descansa también sobre un ser histórico, pero no se trata ya de una nación, sino de una religión. Lo cual puede acarrear un control aún más absoluto del Estado secta sobre el conjunto de la sociedad. La revolución iraní de 1979, que era en lo esencial un movimiento de liberación social y democrática, se tornó muy rápidamente –de manera acelerada, con el comienzo de la guerra con Irak- en un totalitarismo teocrático que encuadra a la población en una densa red de agentes de vigilancia, movilización y represión, los Guardianes de la Revolución; Gilles Kepel insistió con razón en el paralelismo de los movimientos religiosos autoritarios que se desarrollaron en los mundos cristiano, judío, islámico y, más recientemente, hinduista. Pero, como no es aceptable identificar una religión, cualquiera que esta sea, con tales movimientos, es preferible definirlos como regímenes políticos totalitarios antes que como movimientos religiosos.

El tercer tipo de totalitarismo no es subjetivista como los dos primeros; no habla en nombre de una raza, una nación o una creencia; al contrario, es objetivista y se presenta como el agente del progreso, de la razón y de la modernización. Los regímenes comunistas son totalitarismos modernizadores cuya meta es ser los parteros de la Historia. No son una nueva forma de despotismo ilustrado, porque exigen una movilización social y un discurso ideológico dirigidos contra un enemigo de clase identificado (en algunos países periféricos) con una dominación imperialista y colonialista que el comunismo combate en alianza con fuerzas nacionalistas.

Estos regímenes totalitarios, cualquiera sea su tipo, pueden obtener resultados económicos o culturales positivos durante un tiempo más o menos largo [...]

[...] Pero puede plantearse desde ahora la idea que será defendida en el último capítulo, a saber, que a largo plazo desarrollo y democracia son indivisibles, y que el totalitarismo es un obstáculo insuperable para la conformación de un desarrollo endógeno, puesto que impide la formación de actores económicos y culturales independientes y por lo tanto susceptibles de innovaciones. Los regímenes totalitarios, cuando no naufragan en la guerra que desencadenaron, se asfixian en su negativa a reconocer la existencia autónoma de la sociedad civil y la sociedad política. [...] Un régimen totalitario siempre es popular, nacional y doctrinario. Somete las prácticas sociales a un poder en el cual se encarna la idea que hace del pueblo el representante y el defensor de una fe, una raza, una clase, una historia o un territorio. Así como un régimen despótico impone la decisión del príncipe al pueblo, en el régimen totalitario el príncipe se dice pueblo y, cuando habla, afirma que la que se deja oír por su intermedio es la voz de éste.

Tenemos, pues, que el régimen totalitario no está dirigido por un Estado fuerte sino por un Estado débil, sometido a un partido, un jefe supremo y una nomenklatura. Destruye a la vez a ese pueblo cuya palabra confisca y al Estado cuya administración pública remplaza por una clientela. Es cierto que el fascismo mussoliniano quiso un Estado fuerte; que el partido fascista fue un “partido de Estado”; que el militarismo japonés y el nacionalismo gran serbio exaltaron el poder estatal. Pero siempre fue alejándose del Estado de derecho liberal en nombre de lo que los alemanes llamaron el Estado de derecho nacional, que se ponía al servicio del pueblo, e incluso de la raza, como fuerza cultural -palabra que aparece a menudo en los discursos mussolinianos o las ideas de Gentile.

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Es entonces preciso ensanchar la idea que nos hacemos del totalitarismo, la cual no se reduce a una forma de régimen político definido por el partido único, el poder sin límites del jefe supremo, el adoctrinamiento ideológico y el control político generalizado. El totalitarismo es la fundación, por parte de un poder autoritario, de un modelo de sociedad y cultura que le permite, en un período de secularización y racionalización mercantil, someter a todos los actores sociales, económicos, políticos y culturales, incluidos los científicos, a su voluntad hegemónica. En tanto que el despotismo impone a la sociedad la ley del Estado, el totalitarismo identifica la sociedad con el Estado y a éste con un ser histórico superior, de modo que la sociedad debe ser purificada, homogeneizada, integrada por él. Las categorías del estado y las de la sociedad se unifican entonces por completo. En consecuencia la noción de integrismo es sinónimo de totalitarismo y designa de hecho una cierta variedad de régimen totalitario; la definida en términos culturales y religiosos más que nacionales y étnicos. En todas sus formas, el totalitarismo es la destrucción del ser humano como Sujeto, y hace a la sociedad opaca a las esperanzas y las dudas del Sujeto Humano.

En un Estado totalitario no existen ni actores sociales autónomos ni reivindicación social, y ni siquiera lógica mercantil o ciencia independiente, salvo en la medida en que el poder totalitario demanda algunos recursos, técnicos o científicos sobre todo, pero también financieros, que sólo puede obtener si respeta de manera limitada las normas autónomas de funcionamiento de cada sector de actividad. El régimen nazi desarrolló ciertos esferas científicas, y sobre todo tecnológicas, de la misma manera que la teocracia totalitaria iraní utilizó a los especialistas petrolíferos, formados en grandes universidades extranjeras, y que el régimen soviético pudo crear una industria espacial, manejada con independencia de los marcos administrativos y militares corrientes.

Los regímenes totalitarios no se apoyan únicamente en la represión; son populares, es decir que movilizan las conciencias, generan una adhesión entusiasta y despiertan el espíritu de sacrificio de muchos adeptos, en particular de los jóvenes. Incluso el tema del sacrificio ocupa en ellos un lugar central, porque morir por un jefe, un dios o una nación, es la prueba más acabada de que la sociedad y sus pertenencias múltiples, sus sentimientos e intereses, han sido abolidos por completo en la obra redentora y sagrada del poder totalitario.
El totalitarismo no destruye únicamente la democracia, sino también a los movimientos y actores sociales, históricos o culturales, que sólo existen si las relaciones de dominación, propiedad o poder son combatidas, pero no negadas. Los movimientos societales de toda clase están inseparablemente vinculados a la idea de historicidad, vale decir, de autotransformación de la sociedad, porque es de esta acción transformadora que nace la concentración de los recursos, las inversiones –que no son únicamente económicas- y la voluntad contraria de poner esos recursos creados y acumulados a disposición de todos. En cambio un régimen totalitario reduce la historicidad al empleo de los recursos económicos o culturales en función de servir a la construcción y la defensa de una identidad mítica, limitada prácticamente a la justificación de un poder absoluto. La idea de pueblo siempre fue el disfraz de un Estado absoluto, y no es casualidad que los regímenes totalitarios (y luego autoritarios) de los países comunistas dependientes de la URSS, se hayan denominado “democracias populares”. Esto no significa que todos los populismos lleven en su seno un proyecto totalitario: en efecto, fue frecuente el caso de movimientos populistas o regímenes nacional populares, como los que durante mucho tiempo rigieron en América Latina, que hicieron estallar dominaciones oligárquicas y se revelaron finalmente como una etapa en el camino hacia la apertura democrática. Pero cuando el populismo responde a una crisis nacional, económica o política, está animado por la defensa de un conjunto natural que sólo puede ser representado por un líder carismático y procura destruir los cuerpos intermedios o los mediadores, los partidos políticos y los intelectuales. El populismo prepara entonces el camino al totalitarismo, como ocurrió en particular en Austria después de la Primera Guerra Mundial; o conduce a un régimen autoritario y nacionalista, como en Hungría durante el mismo período. Algunos elementos populistas pueden alimentar también regímenes más contrarrevoluionarios y neotradicionalistas que totalitarios, como los de Franco, Salazar o Pétain.

La fuerza de los regímenes totalitarios es tan grande que parecen al abrigo tanto de los movimientos populares de rebelión como de los complots llevados adelante en nombre de intereses económicos o tradiciones religiosas, militares o sociales. Así como la dominación de una clase siempre suscitó la resistencia y la rebelión de los dominados, el totalitarismo, e incluso formas más débiles de identificación de los individuos con la sociedad, la nación o la comunidad, debilitan y hacen desaparecer la capacidad de oposición. La caída de los regímenes totalitarios es consecutiva a la derrota militar o a la impotencia para hacer frente a presiones militares o económicas procedentes del exterior; no se obtiene con la lucha esforzada de los levantamientos populares. Como el siglo XX estuvo dominado por regímenes totalitarios, ya no podemos creer en las teorías antiguas sobre los movimientos sociales, que los presentaban como la expresión subjetiva de la lógica objetiva del progreso, la ciencia y la modernización.

Si aquí es indispensable analizar el totalitarismo, es porque esta palabra no designa, como la del autoritarismo, un tipo de régimen político en oposición a los regímenes liberales democráticos. El totalitarismo es un régimen político que destruye todas las figuras del Sujeto, el Sujeto personal, el Sujeto político y también el sujeto religioso, porque la idea de un poder total no deja lugar alguno al principio de autonomía y recurso que es el Sujeto. No sólo tiene razón Hannah Arendt cuando no reduce el sistema autoritario a unas formas de poder y ni siquiera a unas de coacción y hace de él ante todo una ideología, sino que únicamente una condena verdaderamente moral puede permitir un análisis que dé cuenta de lo que destruye el totalitarismo: la dignidad del espíritu humano. Pierre Bouretz, en el mismo número de Esprit citado anteriormente [enero-febrero 1996] acierta al decir que los testimonios de Primo Levi, Jorge Semprún, Solzhenitsin o Vassili Grossman, nos hacen penetrar con más justeza en la verdad del totalitarismo que los análisis que lo reducen a una maraña de causas y circunstancias.
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