Pedro Marqués de Armas, Virgilio Piñera: entre lúdico y agónico

Reposición. Publicado el 23 de febrero

para leer los seis textos del autor publicados en fogonero emergente

Virgilio Piñera
La isla en peso
Ediciones Unión,
La Habana, 1998, 291 pp

En el poema que dedica a Virgilio Piñera por motivo de haber cumplido éste sus 60 años, incluido en "Fragmentos a su imán", Lezama escribe: «Sabemos, qué carcajada, que lo lúdico es lo agónico». Allí los ángeles pactan con los demonios y el bien y la ausencia se dan la mano mientras bailan y ríen sobre un tablón. Sin embargo, algo permanece omitido y es precisamente la fórmula inversa, es decir, que lo agónico sea también lúdico, un monde à l’envers como corresponde a la alianza de contrastes propia del entorno carnavalesco. Y es que la alianza, el pacto en Lezama aparece siempre atravesado de filiaciones. En definitiva estamos ante un poema a la amistad recuperada. Ella sí, la escritura de Piñera se mueve como tránsito entre esas dos posibilidades, entre esos polos visibles de su imaginario: convertir la vida —agónica— en juego y la literatura —lúdica— en ejercicio de «desenmascaramiento» y rigor genérico. En cualquier caso este dialogismo es más evidente y depurado que en Lezama y el resto de los escritores cubanos del XX. En Lezama el carnaval se inscribe en una perspectiva mitopoyética (juega, pero cree tanto o más) que se infiltra en menor medida de su circunstancia.

En Piñera, por el contrario, la triple condición agónica de su existencia (ser poeta, pobre y homosexual), deviene materia de parodia mientras el género se convierte en proceso modelado por el miedo a la muerte y a una realidad que se percibe como chata y amenazadora. (Hay que distinguir en Piñera entre la angustia por la muerte de la persona y la producida por la presencia de ésta en la vida civil cubana.) Afecto por excelencia, el miedo religa vida y creación y aporta los derivados genéricos que marcarán su obra: humor negro, choteo, kitsch, grotesco, etc. Mientras Lezama desvía la razón aristotélica por medio de analogías, Piñera asume cierta racionalidad paradójica donde el absurdo y sus alegorías determinan distintos efectos de sentido alrededor de «cuestiones últimas» y umbrales de infierno» rebajados por su gracia y comicidad: «Soy tan realista —escribió— que no puedo experimentar la realidad sino distorsionándola, es decir, haciéndola más real y viva». Este pathos de lo (más) real y vivo se produce a partir de la carne (su goce más tremendo) y conforma el relato de una condena siempre deseada y sin posible corrección. Aunque menos conocida su poesía también se nutre del tránsito señalado. Ante lo que llamó «nada historia» se representa un simulacro, ciclo en el que se repite (y atasca) toda ilusión redentora. Piñera descubre zonas que otros suelen encubrir: descenso, labor de mostración (de lo sucio y enfermo) en medio de un país y una cultura antes como ahora «existencialista por defecto y absurda por exceso». Pero ese entorno es asumido como decorado: casona en ruinas donde las deformaciones se constituyen en agenciamientos literarios antes que en mero uso exclusivo a otro fin.

Piñera no escapa al encuadre de una literatura-nación, pero en él la marca de «lo cubano» y en general cualquier voluntad de representación —emerge como resto de la escritura misma, que, en calidad vivencial, abre planos azarosos y vectores que fugan del ethos y su identidad. No fue un moralista y más que hacer el diagnóstico constataba un estado de las cosas, casi la calidad física de los hechos y sus proporciones. En cualquier caso su moral fue negativa y se redujo al chillido, a un pataleo vivo y patoparódico. Es por esta razón, acaso, que su emblemático texto La isla en peso persiste todavía sin «pesar» (sin devenir arqueología), mostrándose en calidad de cartograma (no acabado, infiel) y no como calco servil de un canon poético-nacional. Al margen de su fuga antillana, criticada severamente por Baquero y Vitier (pues el tono, las imágenes y el paisaje reflejado constituían, según ellos, «extravíos de lo cubano»), Virgilio formuló su pregunta por la indefinición de un país, por el siempre malogrado proyecto de su modernidad. Y es que la condición insular de La isla… no se expresa como rostro /patria —siguiendo el significante despótico—ni se oculta como uno de esos tesoros sucios que habría que desentrañar. No hay en Virgilio secreto ni profundidades, sino intemperies bajo un «sol que lo averigua todo». Eso sí, hay superficies en que la carne, la risa, el dolor y el miedo se exponen de manera intensa, obsecante. Intensidad apofánica, de fin mundo. (No estaría de más recordarlo: Piñera proclamó su miedo en la mismísima boca del lobo, que por supuesto, se lo tragó. Era un anuncio; y lo expuesto en ese instante iba a encontrar un «sentido» en relación al «secreto» ahora como programa de control cultural y civil… Su miedo lo convierte en héroe «de cabeza», doble destronado que señala con la mano trémula el peligro de una época)… Vivió expuesto, también, al elemento nocturno, entre calles y esquinas fantasmales, ante un aire frío y pasmante. Por igual, encontró el hastío y se llenó de un asco incluso superior al de Casal, pues la sensibilidad al rechazo en Piñera era mucho mayor. Al tedio casaliano del paisaje se añade en Piñera un asco por el tiempo (del origen, de la Historia) y el espacio (rostros, lugares, instituciones, incluyendo cualquier noción de la ciudad como «sepulcro dividido en supulcros más pequeños»).

Colección contemporáneos acaba de publicar su poesía casi completa. Regalo de fin de siglo, llega sin pompas para resolverlo todo. Sin titubeos de ninguna clase escribe en el prólogo Arrufat, a quien se debe la resurrección literaria de Piñera: «De la llamada generación de Orígenes, Lezama y él constituyen las mentalidades más originales». Hecha una década atrás («La carne de Virgilio», Unión nº 10, abril-junio de 1990) esta aseveración mantiene su desenfado y asertividad si se tiene en cuenta que la exclusión y la diferencia continúan siendo raras en la literatura cubana. En mi opinión (en la de muchos, aunque esto todavía pueda sorprender a algunos) estamos ante uno de los mejores poetas de la lengua. En el tope de la experiencia moderna ocupa, sin duda, un importante lugar junto a Borges, Lezama, Paz, Deniz, Parra, Martínez Riva y otros pocos. Vemos acortarse la distancia entre el Piñera poeta, el dramaturgo y el escritor de cuentos. Vemos a un solo escritor teatral, donde cierta función arcaica liga el impulso romántico a los géneros más variados. Donde el poema es relato desmañado y juego de roles que intercambian guiños y desquician alteridades. Donde un devenir-escritura se desplaza sin resistencia (o bajo ella) desatando gestos y haciendo desfilar escenas públicas y privadas entre cómicas y trágicas. Donde el imaginario se puebla de fantasmas y motivos caseros, encuentros ridículos y sórdidos, frívolos y grandilocuentes, abyectos y repujados, y donde el texto es carroza de flujos carnales, pantomima de vivos y danza de muertos rientes. Pero lo más importante es cómo se logra: sin demasiado esfuerzo, sin demasiada literatura.

La isla en peso (mantiene el emblemático título) incluye 53 «poemas desaparecidos», algunos de los cuales habían sido publicados. En ellos se reconoce una zona-de-restos, poemas de ocasión, dispersos, preteridos… cada vez menos estilizados y urgentes, sobre todo los escritos después de 1960. Parecen desgajarse del trema de Una broma colosal y buena parte exhibe esa impronta de horror y risita enferma de textos como "Un Duque de Alba". En éstos, como en aquél, y sobre un fondo histórico igual de desértico, no llega a perderse el interjuego ludoagónico sino que se refuerza. No se sufre por nada —dice ironizando la apatía absoluta— en medio de «controles dictatoriales» que arrebatan toda subjetividad y a cambio permiten «tomar pastillas y callar». Se observa entonces un Virgilio dominado por un despropósito de estilo, que lleva el hastío a forma de escritura, y desde su desgano poético-civil advierte de constantes peligros. En "Pin, Pan, Pun", por ejemplo, lo macabro viene del Afuera (el fondo de la historia toma las plazas) y no del niño, mensajero de la muerte o disparador literal: «El niño me mató con su fusil de palo. Muerto empecé a verlo en su lento crecimiento hacia la crueldad. En estos días me gusta escuchar los disparos. Se tiñe de sangre el horizonte. Todos afirmamos que la felicidad es una bala». Otro texto interesante es "Para Olga Andreu": el quirófano —y el sueño inducido por la anestesia— sitúan la «cuestión última» en un nuevo umbral, la tecnología, cuyas máquinas no sólo cortan la carne sino también el hilo de la vida; aunque para Piñera se trata, en su perceptio alegórica, todavía medieval , de «fétidas cuadras». U otro de 1976, "Óyelo bien": el umbral es el Juicio, en que se escucha la palabra «condenado» repetida ad infinitum. Curiosamente la víctima se escurre por medio de una salida (o entrada) kitsch, escribiendo: «En tu diccionario personal no aparece la palabra salvación». Muy importante también en "Arje Kai Jo Logos"(1976): aquí lo estatológico es lava que sepulta la ciudad y a través de ella se mueve un Piñera pre-morten, suspendido entre vida y muerte, cielo y tierra. «Un ómnibus me lleva por una escalera», escribe, mientras por la ventanilla ve pasar árboles esqueléticos, ciegos y sordomudos, gente cada vez más desconectada del paisaje que habita. En medio de esta suspensión, deviniendo «pluma», entonces cruza el último de los umbrales y concluye con un lapidario «He comprendido»… Horror limpio, sin referencias roñosas; y risa negra sobre la coral del silencio.

Desde luego la poesía de Piñera merece otras observaciones. ¿Qué lugar ocupa en su imaginario el sujeto gay? ¿En qué medida da continuidad y rompe con el carnaval y la parodia civil iniciada por Zequeira, (criollo cautivo) con quien Virgilio, (cautivo de una clase en descomposición), coincide en el modo de asumir ciertos agenciamientos oníricos y macabros? Y también su influencia en las últimas promociones de poetas cubanos, aún muy alejados de su ligereza.
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En "Penúltimos Días" y en "Lanzar la flecha bien lejos"



"Me pide Rosa Ileana Boudet que comente el caso de Lailí Pérez Negrín, una ex alumna suya que salió en agosto del año pasado desde desde Santa Lucía -via la isla Dominica-, desesperada por llegar a Puerto Rico o a Islas Vírgenes. Desde entonces, no se ha sabido más nada de ella. Hay más detalles en Contacto Cuba, en este post de Lanzar la flecha... y en otro que Zoé Valdés colgó hace tiempo en su propio blog.

Le he recomendado contactar con Cubanos sin fronteras, sitio que debería recibir aunque sea una parte del financiamiento que tantas instituciones dedican a autopublicitarse. Cubanos sin fronteras es un blog medio sombrío, donde podemos leer los deprimentes pedidos de madres y familiares desesperados, como el hermano de Lailí. Lo lleva desde Miami Ángel Luis Martínez Acosta, un señor al que no conozco pero que admiro porque dedica mucho tiempo, con medios precarios, a llenar uno de los más espantosos y menos comentados vacíos informativos del exilio: el de los balseros desaparecidos. Por supuesto, nadie quiere llevar la cuenta de los muertos, es un tema tabú. Pero alguien tiene que hacerlo, e Internet tiene recursos muy útiles para ello.

Desde aquí me permito pedir a los responsables de los blogs enlazados en éste (tanto en inglés como en español) que se hagan eco de la búsqueda de Lailí a ver si entre todos podemos darle alguna noticia de la desaparecida a su familia. Esperemos que sea buena".


Y escribe Rosa Ileana Boudet en su blog:


El hermano de la bella muchacha que aparece en la fotografía, la periodista y escritora Lailí Pérez Negrín, se ha dirigido a muchos sitios para indagar sobre su paradero ya que desde el 20 de agosto del 2006 que salió desde Santa Lucía --via la isla Dominica-- en una embarcación, junto a un grupo de cubanos y dominicanos, rumbo a Puerto Rico o las islas Vírgenes, se desconoce dónde pueda estar. Lailí ( 13 de marzo de 1970) estudió en la Escuela de Periodismo de donde se graduó con una excelente tesis-investigación sobre Vicente Revuelta. Ahí nos conocimos. Fui su tutora. Después la perdí de vista, pero tuve noticias ya que cuentos suyos aparecieron en diversas antologías, incluida Caminos de Eva, voces desde la isla (Plaza Mayor, 2002). Las noticias que refieren varios blogs -- entre ellos, el de Zoé Valdés-- contienen en esencia los mismos datos. Viaja con una visa turística a Santa Lucía, tiene una entrevista en Barbados, le niegan la visa norteamericana y como tantos cubanos desesperados, se lanza al mar.

Aquí más declaraciones de su hermano:

A finales de enero me comunicaron por fuentes no oficiales, que mi hermana había estado en la prisión de Aguadillas, Puerto Rico, desde el 11 de noviembre hasta del 1ero de diciembre, que después la trasladaron, pero sabían a dónde. Estamos desesperados sin tener noticias ciertas de nuestros familiares desde el 20 de agosto del 2006.[....] A mi hermana le gustaba escribir cuentos cortos. En los últimos años ella trabajaba en el web site de Cubaliteraria. Disculpe, pero es que yo llevo casi 13 años fuera de la isla. Yo vivo en Bradenton, es un pueblo al sur de Tampa, en la Florida. Le voy a contar un poco de nosotros. Nuestro papá murió en 1979, cuando Lailí tenía 9 años, y nuestra mamá en 1987, ella sólo tenia 17 años. Usted sabe como somos la familia cubana, así que se podrá imaginar lo que Lailí representa para mí. Cuando yo salí de Cuba, soy balsero guantanamero, ella estaba supuesta a salir legal enseguida, pero no funcionó y yo no quise traerla conmigo para que no arriesgara su vida en el mar.

Me sumo a los que buscan a Lailí y sus compañeros de travesía.

También el enlace a un comentario de Ernesto Hernández Busto.
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Antonio Benítez Rojo, Estatuas sepultadas


(La Habana, 1931- Massachusetts, 2005)

Aquel verano--cómo olvidarlo--después de las lecciones de don Jorge y a petición de Honorata, íbamos a cazar mariposas por los jardines de nuestra mansión, en lo alto del Vedado. Aurelio y yo la complacíamos porque cojeaba del pie izquierdo y era la de menor edad (en marzo había cumplido los quince años); pero nos hacíamos de rogar para verla hacer pucheros y retorcerse las trenzas; aunque en el fondo nos gustaba sortear el cuerno de caza, junto al palomar desierto, vagar por entre las estatuas con las redes listas, siguiendo los senderos del parque japonés, escalonados y llenos de imprevistos bajo la hierba salvaje que se extendía hasta la casa.

La hierba constituía nuestro mayor peligro. Hacía años que asaltaba la verja del suroeste, la que daba al río Almendares, el lado más húmedo y que la excitaba a proliferar; se había prendido a los terrenos a cargo de tía Esther, y pese a todos sus esfuerzos y los de la pobre Honorata, ya batía los ventanales de la biblioteca y las persianas francesas del salón de música. Como aquello afectaba la seguridad de la casa y era asunto de mamá, irreducibles y sonoras discusiones remataban las comidas: y había veces que mamá, que se ponía muy nerviosa cuando no estaba alcoholizada, se llevaba la mano a la cabeza en ademán de jaqueca y rompía a llorar de repente, amenazando, entre sollozos, con desertar de la casa, con cederle al enemigo su parte del condominio si tía Esther no arrancaba (siempre en un plazo brevísimo) la hierba que sepultaba los portales y que muy bien podía ser un arma de los de afuera.

—Si rezaras menos y trabajaras más... —decía mamá, amontonando los platos.
—Y tú soltarás la botella... —ripostaba tía Esther.

Afortunadamente don Jorge nunca tomaba partido: se retiraba en silencio con su cara larga y gris, doblando la servilleta, evitando inmiscuirse en la discordia familiar. Y no es que para nosotras don Jorge fuera un extraño, a fin de cuentas era el padre de Aurelio (se había casado con la hermana intercalada entre mamá y tía Esther, la hermana cuyo nombre ya nadie pronunciaba); pero, de una u otra forma, no era de nuestra sangre y lo tratábamos de usted, sin llamarlo tío. Con Aurelio era distinto: cuando nadie nos veía lo cogíamos de las manos, como si fuéramos novios; y justamente aquel verano debía de escoger entre nosotras dos, pues el tiempo iba pasando y ya no éramos niños. Todas queríamos a Aurelio por su porte, por sus vivos ojos negros, y sobre todo por aquel modo especial de sonreír. En la mesa las mayores porciones eran para él, y si el tufo de mamá se percibía por encima del olor de la comida, uno podía apostar que cuando Aurelio alargara el plato ella le serviría despacio, su mano izquierda aprisionando la de él contra los bordes descascarados. Tía Esther tampoco perdía prenda, y con la misma aplicación con que rezaba el rosario buscaba la pierna de Aurelio por debajo del mantel, y se quitaba el zapato. Así eran las comidas. Claro que él se dejaba querer, y si vivía con don Jorge en los cuartos de la antigua servidumbre, separado de nosotras, era porque así lo estipulaba el Código; tanto mamá como tía Esther le hubieran dado habitaciones en cualquiera de las plantas y él lo hubiera agradecido, y nosotras encantadas de tenerlo tan cerca, de sentirlo más nuestro en las noches de tormenta, con aquellos fulgores y la casa sitiada.


Al documento que delimitaba las funciones de cada cual y establecía los deberes y castigos, lo llamábamos, simplemente, el Código; y había sido suscrito, en vida del abuelo, por sus tres hijas y esposos. En él se recogían los mandatos patriarcales, y aunque había que adaptarlo a las nuevas circunstancias, era la médula de nuestra resistencia y nos guiábamos por él. Seré somera en su detalle:
A don Jorge se le reconocía como usufructuario permanente y gratuito de inmueble y miembro de Consejo de Familia. Debía ocuparse de avituallamiento, de la inteligencia militar, de administrar los recursos, de impartir la educación y promover la cultura (había sido subsecretario de Educación en tiempos de Laredo Brú), de las reparaciones eléctricas y de albañilería, y de cultivar las tierras situadas junto al muro del nordeste, que daba a la casona de los Enriquez, convertida en una politécnica desde finales del sesenta y tres. A tía Esther le tocaba el cuidado de los jardines (incluyendo el parque), la atención de los animales de cría, la agitación política, las reparaciones hidráulicas y de plomería, la organización de actos religiosos, y el lavado, planchado y zurcido de la ropa.
Se le asignaba a mamá la limpieza de los pisos y muebles, la elaboración de planes defensivos, las reparaciones de carpintería, la pintura de techos y paredes, el ejercicio de la medicina, así como la preparación de alimentos y otras labores conexas, que era en lo que invertía más tiempo.
En cuanto a nosotros, los primos, ayudábamos en los quehaceres de la mañana y escuchábamos de tarde las lecciones de don Jorge; el resto de la jornada lo dedicábamos al esparcimiento; por supuesto, al igual que a los demás, se nos prohibía franquear los límites del legado. Otra cosa era la muerte.
La muerte moral, se entiende; la muerte exterior del otro lado de la verja. Oprobioso camino que había seguido la mitad de la familia en los nueve años que ya duraba el asedio.
El caso es que aquel verano cazábamos mariposas. Venían del río volando sobre la hierba florida, deteniéndose en los pétalos, en los hombros quietos de cualquier estatua. Decía Honorata que alegraban el ambiente, que lo perfumaban—siempre tan imaginativa la pobre Honorota—; pero a mí me inquietaba que vinieran de afuera y, como mamá, opinaba que eran un arma secreta que aún no comprendíamos, quizá por eso gustaba de cazarlas. Aunque a veces me sorprendían y huía apartando la hierba, pensando que me tomarían del cabello, de la falda —como en el grabado que colgaba en el cuarto de Aurelio—, y me llevarían sobre la verja atravesando el río.
A las mariposas las cogíamos con redes de viejos mosquiteros y las metíamos en frascos de conservas que nos suministraba mamá. Luego, al anochecer, nos congregábamos en la sala de estudio para el concurso de belleza, que podía durar horas, pues cenábamos tarde. A la más bella la sacábamos del frasco, le vaciábamos el vientre y la pegábamos en el álbum que nos había dado don Jorge; a las sobrantes, de acuerdo con una sugerencia mía para prolongar el juego, les desprendíamos las alas y organizábamos carreras, apostando pellizcos y caricias que no estuvieran sancionados. Finalmente las echábamos al inodoro, y Honorata, trémula con los ojos húmedos, manipulaba la palanca que originaba el borboteo, los rumores profundos que se las llevaban en remolino.
Después de la comida, después del alegato de tía Esther contra las razones de mamá —que se iba a la cocina con el irrevocable propósito de abandonar la casa en cuanto fregara la loza—, nos reuniríamos en el salón de música para escuchar el piano de tía Esther, sus himnos religiosos en la penumbra del único candelabro. Don Jorge nos había enseñado algo en el violín, y aún se le mantenían las cuerdas; pero por la desafinación del piano no era posible concertarlo y ya preferíamos no sacarlo del estuche. Otras veces, cuando tía Esther se indisponía o mamá le reprochaba el atraso en la costura, leíamos en voz alta las sugerencias de don Jorge, y como sentía una gran admiración por la cultura alemana, las horas se nos iban musitando estanzas de Goethe, Hölderlin, Novalis, Heine.
Poco. Muy poco; sólo en las noches de lluvia en que se anegaba la casa y en alguna otra ocasión especialísima, repasábamos la colección de mariposas, el misterio de sus alas llegándonos muy hondo, las alas cargadas de signos de más allá de las lanzas, del muro enconado de botellas; y nosotros allí, bajo las velas y en silencio, unidos en una sombra que disimulaba la humedad de la pared, las pestañas esquivas y las manos sueltas, sabiendo que sentíamos lo mismo, que nos habíamos encontrado en lo profundo de un sueño, pastoso y verde como el río desde la verja; y luego aquel techo abombado y cayéndose a pedazos, empolvándonos el pelo, los más íntimos gestos. Y las coleccionábamos.
La satisfacción mayor era imaginarse que al final del verano Aurelio ya estaría conmigo. "Un párroco disfrazado os casará tras la verja", decía don Jorge, circunspecto, cuando tía Esther y Honorata andaban por otro lado. Yo no dejaba de pensar en ello; diría que hasta me confortaba en la interminable sesión de la mañana: El deterioro de mamá iba en aumento (aparte de cocinar, y siempre se le hacía tarde, apenas podía con la loza y los cubiertos) y era yo la que baldeaba el piso, la que sacudía los astrosos forros de los muebles, los maltrechos asientos.
Quizá sea una generalización peligrosa, pero de algún modo Aurelio nos sostenía a todas, su cariño nos ayudaba a resistir. Claro que en mamá y tía Esther coincidían otros matices; pero cómo explicar sus devaneos gastronómicos, los excepcionales cuidados en los catarros fugaces y rarírismos dolores de cabeza, los esfuerzos prodigiosos por verlo fuerte, acicalado, contento... Hasta don Jorge, siempre tan discreto, a veces se ponía como una gallina clueca. Y de Honorata ni hablar; tan optimista la pobre, tan fuera de la realidad, como si no fuera coja. Y es que Aurelio era nuestra esperanza, nuestro dulce bocado de ilusión; y era él quien nos hacía permanecer serenas dentro de aquellos hierros herrumbrosos, tan hostigados desde afuera.
—¡Qué mariposa más bella!— dijo Honorata en aquel crepúsculo, hace apenas un verano. Aurelio y yo marchábamos delante, de regreso a la casa, él abriéndome el paso con el asta de la red. Nos volvimos: la cara pecosa de Honorata saltaba por la hierba como si la halaran por las trenzas; más arriba, junto a la copa del flamboyán que abría el sendero de estatuas, revoloteaba una mariposa dorada. Aurelio se detuvo. Con un gesto amplio nos tendió en la hierba. Avanzó lentamente, la red en alto, el brazo izquierdo extendido a la altura del hombro, deslizándose sobre la maleza, La mariposa descendía abriendo sus enormes alas, desafiantes, hasta ponerse casi al alcance de Aurelio; pero planeando más allá del flamboyán, internándose en la galería de estatuas. Él la siguió y pronto desaparecieron.
Cuando Aurelio regresó era de noche; ya habíamos elegido a la reina y la estábamos preparando para darle la sorpresa. Pero vino serio y sudoroso diciendo que se le había escapado, que había estado a punto de cogerla, encaramándose en la verja; y pese a nuestra insistencia no quiso quedarse a los juegos.
Yo me quedé preocupada. Me parecía estarlo viendo allá arriba, casi del otro lado, la red colgando sobre el camino del río y él a un paso de saltar. Me acuerdo que le aseguré a Honorata que la mariposa era un señuelo, que había que subir la guardia.
El otro día fue memorable. Desde el amanecer los de afuera estaban muy exaltados: Expulsaban cañonazos y sus aviones grises dejaban rastros en el cielo; más abajo los helicópteros encrespaban el río y la hierba. No había duda que celebraban algo, quizá una nueva victoria; y nosotros incomunicados. No es que careciéramos de radios, pero ya hacía años que no pagábamos el fluido eléctrico y las pilas del Zenith de tía Esther se habían vuelto pegajosas y olían al remedio chino que atesoraba mamá en lo último del botiquín. Tampoco nos servía el teléfono no recibíamos periódicos, no abríamos las cartas que supuestos amigos y familiares traidores nos enviaban desde afuera. Estábamos incomunicados. Es cierto que don Jorge traficaba por la verja, de otra manera no hubiéramos subsistido, pero lo hacía de noche y no estaba permitido presenciar la compraventa, incluso hacer preguntas sobre el tema. Aunque una vez que tenía fiebre alta y Honorata lo cuidaba, dio a entender que la causa no estaba totalmente perdida, que organizaciones de fama se preocupaban por los que aún resistían.
Al atardecer, después que concluyeron los aplausos patrióticos de los de la politécnica, los cantos marciales por encima del muro de vidrios anaranjados y que enloquecían a mamá a pesar de los tapones y compresas, descolgamos el cuerno de la panoplia—don Jorge había declarado asueto—y nos fuimos en busca de mariposas. Caminábamos despacio, Aurelio con el ceño fruncido. Desde la mañana había estado recogiendo coles junto al muro y escuchado de cerca el clamor de los cantos sin la debida protección, los febriles e ininteligibles discurso del mediodía. Parecía afectado Aurelio: rechazó los resultados del sorteo arrebatándole a Honorata el derecho de distribuir los cotos y llevar el cuerno de caza. Nos separamos en silencio, sin las bromas de otras veces, pues siempre se habían respetado las reglas establecidas. Yo hacía rato que vagaba a lo largo del sendero de la verja haciendo tiempo hasta el crepúsculo, el frasco lleno de alas amarillas, cuando sentí que una cosa se me enredaba en el pelo. De momento pensé que era el tul de la red, pero al alzar la mano izquierda mis dedos rozaron algo de más cuerpo, como un pedazo de seda, que se alejó tras chocar con mi muñeca. Yo me volví de repente y la vi detenida en el aire, la mariposa dorada frente a mis ojos, sus alas abriéndose y cerrándose frente a la altura de mi cuello y yo sola y de espaldas a la verja. Al principio pude contener el pánico: empuñé el asta y descargué un golpe; pero ella lo esquivó ladeándose a la derecha. Traté de tranquilizarme, de no pensar en el grabado de Aurelio, y despacio caminé hacia atrás. Poco a poco alcé los brazos sin quitarle la vista, tomé puntería; pero la manga de tul se enganchó en un hierro y volví a fallar el golpe. Esta vez la vara se me había caído en el follaje del sendero. El corazón me sofocaba. La mariposa dibujó un círculo y me atacó a la garganta. Apenas tuve tiempo de gritar y de arrojarme a la hierba. Un escozor me llevó la mano al pecho y la retiré con sangre. Había caído sobre el aro de hojalata que sujetaba la red y me había herido el seno. Esperé unos minutos y me volví boca arriba, jadeante. Había desaparecido. La hierba se alzaba alrededor de mi cuerpo, me protegía, como a la Venus derribada de su pedestal que Honorata había descubierto en lo profundo del parque; yo tendida, inmóvil como ella, mirando el crepúsculo concienzudamente, y de pronto los ojos de Aurelio en el cielo y yo mirándolos quieta, viéndolos recorrer mi cuerpo casi sepultado y detenerse en mi seno, y luego bajar por entre los tallos venciéndome en la lucha para entornarse en el beso largo y doloroso que estremeció la hierba. Después el despertar inexplicable: Aurelio sobre mi cuerpo, aún tapándome la boca a pesar de las mordidas; su frente, señalada por mis uñas.
Regresamos. Yo sin hablar, desilusionada.
Honorata lo había visto todo desde las ramas del flamboyán.
Antes de entrar al comedor acordamos guardar el secreto. No se si sería por las miradas de mamá y tía Esther detrás del humo de la sopa o por los suspiros nocturnos de Honorata, revolviéndose en las sábanas; pero amaneció y yo me di cuenta de que ya no quería tanto a Aurelio, que no lo necesitaba, ni a él ni a la cosa asquerosa, y juré no hacerlo más hasta la noche de bodas.
La mañana se me hizo más larga que nunca y acabé extenuada.
En la mesa le pasé a Honorata mi porción de coles (nosotras siempre tan hambrientas) y a Aurelio lo miré fríamente cuando comentaba con mamá que un gato de la politécnica le había mordido la mano, le había arañado la cara y desaparecido tras el muro. Luego vino la clase de Lógica. Apenas atendí a don Jorge a pesar de las palabras: ferio, festino, barroco, y otras más.
—Estoy muy cansada... Me duel la espalda —le dije a Honorata después de la lección, cuando propuso cazar mariposas.
—Anda, no seas mala —insistía ella.
—No.
—¿No será que tienes miedo? —dijo Aurelio.
—No. No tengo miedo.
—¿Seguro?
—Seguro. Pero no voy a hacerlo más.
—¿Cazar mariposas?
—Cazar mariposas y lo otro. No voy a hacerlo más.
—Pues si no van los dos juntos le cuento todo a mamá —chilló Honorata sorpresivamente, con las mejillas encendidas.
—Yo no tengo reparos —dijo Aurelio sonriendo, agarrándome del brazo. Y volviéndose a Honorata, sin esperar mi respuesta, le dijo: “Trae las redes y los pomos. Te esperamos en el palomar”.
Yo me sentía confusa, ofendida; pero cuando vi alejarse a Honorata, cojeando que daba lástima, tuve una revelación y lo comprendí todo de golpe. Dejé que Aurelio me rodeara la cintura y salimos de la casa. Caminábamos en silencio, sumergidos en la hierba tibia, yo pensaba que a Aurelio también le tenía lástima, que yo era la más fuerte de los tres, y quizá de toda la casa. Curioso, yo tan joven, sin cumplir los diecisiete, y más fuerte que mamá con su alcoholismo progresivo, que tía Esther, colgada de su rosario. Y de pronto también que Aurelio. Aurelio el más débil de todos; aún más débil que don Jorge, que Honorata; y ahora sonreía de medio lado, groseramente, apretándome la cintura como si me hubiera vencido, sin darse cuenta, el pobre, que sólo yo podía salvarlo, a él y a toda la casa.
—¿Nos quedamos aquí? —dijo deteniéndose—. Creo que es el mismo lugar de ayer—. Y me guiñaba los ojos.
Yo asentí y me acosté en la hierba. Noté que me subía la falda, que me besaba los muslos; y yo como la diosa, fría y quieta, dejándolo hacer para tranquilizar a Honorata, para que no fuera con el chisme que levantaría la envidia, ellas tan insatisfechas y la guerra que llevábamos.
—Córranse un poco más a la derecha, no veo bien— gritó Honorata , cabalgando una rama. Aurelio no le hizo caso y me desabotonó la blusa.
Oscureció y regresamos, Honorata llevando las redes y yo los pomos vacíos. —¿Me quieres?— dijo él mientras me quitaba del pelo una hoja seca.
—Sí, pero no quiero casarme. Quizá para el otro verano.
—Y... ¿Lo seguirás haciendo?
—Bueno— dije un poco asombrada—.
—Con tal que nadie se entere...
—En ese caso me da igual. Aunque la hierba se cuela por todos lados, le da a uno picazón.
Esa noche Aurelio anunció en la mesa que no se casaría aquel año, que posponía su decisión para el próximo verano. Mamá y tía Esther suspiraron aliviadas; don Jorge apenas alzó la cabeza.
Pasaron dos semanas, él con la ilusión de que me poseía. Yo me acomodaba en la hierba con los brazos detrás de la nuca, como la estatua, y me dejaba palpar sin que me doliera la afrenta. Con los días perfeccioné un estilo rígido que avivaba sus deseos, que lo hacía depender de mí. Una tarde paseábamos por el lado del río, mientras Honorata cazaba por entre las estatuas. Habían empezado las lluvias, y las flores, mojadas en el mediodía, no se pegaban a la ropa. Hablábamos de cosas triviales: Aurelio me contaba que tía Esther lo había visitado de noche, en camisón, y en eso vimos la mariposa. Volaba enfrente de un enjambre de colores corrientes; al reconocernos hizo unos caracoleos y se posó en una lanza. Movía las alas sin despegarse del hierro, haciéndose la cansada, y Aurelio, poniéndose tenso, me soltó el talle para treparse a la reja. Pero esta vez la victoria fue mía: Me tendí sin decir palabra, la falda a la altura de las caderas, y la situación fue controlada.


Esperábamos al hombre porque lo había dicho don Jorge después de la lección de Historia, que vendría a la noche, a eso de las nueve. Nos había abastecido durante años y se hacía llamar el Mohicano. Como, según don Jorge, era un experimentado y valeroso combatiente —cosa inexplicable, pues le habían tomado la casa— lo aceptaríamos como huésped tras simular un debate. Ayudaría a tía Esther a exterminar la hierba, después cultivaría los terrenos del suroeste, los que daban al río.
—Creo que ahí viene —dijo Honorata, pegando la cara a los hierros del portón. No había luna y usábamos el candelabro.
Nos acercábamos a las cadenas que defendían el acceso, tía Esther rezando un apresurado rosario. El follaje se apartó y Aurelio iluminó una mano. Luego apareció una cara arrugada, inexpresiva.
—¿Santo y seña? —demandó don Jorge.
—Gillette y Adams —repuso el hombre con voz ahogada.
—Es lo convenido. Puede entrar.
—Pero... ¿Cómo?
—Súbase por los hierros, el cerrojo está oxidado.
De repente un murmullo nos sorprendió a todos. No había duda de que al otro lado del portón el hombre hablaba con alguien. Nos miramos alarmados y fue mamá la que rompió el fuego:
— ¿Con quién está hablando? — preguntó, saliendo de su sopor.
—Es que... no vengo solo.
—¿Acaso... lo han seguido? —dijo tía Esther, angustiada.
—No, no es eso.. Es que vine con... alguien.
—¡Pero en nombre de Dios...! ¿Quién?
—Una joven..., casi una niña.
—Soy su hija — interrumpió una voz excepcionalmente clara.
Deliberamos largamente: Mamá y yo nos opusimos; pero hubo tres votos a favor y una abstención de don Jorge. Finalmente bajaron a nuestro lado.
Ella dijo que se llamaba Cecilia, y caminaba muy oronda por los senderos oscuros. Era de la edad de Honorata, pero mucho más bonita y sin fallas anatómicas. Tenía los ojos azules y el pelo de un rubio dorado, muy extraño; lo llevaba lacio, partido al medio; las puntas, vueltas hacia arriba, reflejaban la luz del candelabro. Cuando llegamos a la casa dijo que tenía mucho sueño, que se acostaba temprano, y agarrando una vela entró muy decidida en el cuarto del abuelo, al final del corredor, encerrándose por dentro como si lo conociera. El hombre— porque hoy sé que no era su padre— después de dar las buenas noches con mucha fatiga y apretándose el pecho, se fue con don Jorge y Aurelio al pabellón de los criados, su tos oyéndose a cada paso. Nunca supimos cómo se llamaba realmente: Ella se negó a revelar su nombre cuando al otro día don Jorge, que siempre madrugaba, lo encontró junto a la cama, muerto y sin identificación.
Al Mohicano lo enterramos por la tarde cerca del pozo que daba la politécnica, bajo una mata de mango. Don Jorge despidió el duelo llamándolo “nuestro Soldado Desconocido”, y ella sacó desde atrás de la espalda un ramo de flores que le puso entre las manos. Después Aurelio comenzó a palear la tierra y yo lo ayudé la cruz que había fabricado don Jorge. Y todos regresamos con excepción de tía Esther, que se quedó rezando.
Por el camino noté que ella andaba de un modo raro: me recordaba a las bailarinas de ballet que había visto de niña en las funciones de Pro Arte. Parecía muy interesada en las flores y se detenía para cogerlas llevándoselas a la cara. Aurelio iba sosteniendo a mamá, que se tambaleaba de un modo lamentable, pero no le quitaba los ojos de encima a Cecilia y sonreía estupidamente cada vez que ella lo miraba.
En la comida Cecilia no probó bocado, alejó el plato como si le disgustara y luego se lo pasó a Honorata, que en retribución le celebró el peinado. Por fin me decidí a hablarle:
—Qué tinte tan lindo tienes en el pelo. ¿Cómo lo conseguiste?
—¿Tinte? No es tinte, es natural.
—Pero es imposible... Nadie tiene el pelo de ese color.
—Yo lo tengo así —dijo sonriendo—. Me alegro que te guste.
—¿Me dejas verlo de cerca? —pregunté. En realidad no le creía.
— Sí, pero no me lo toques.
Yo alcé una vela y fui hasta su silla; me apoyé en el respaldar y miré su cabeza detenidamente: el color era parejo, no parecía ser teñido; aunque había algo artificial en aquellos hilos dorados. Parecían de seda fría. De pronto se me ocurrió que podía ser una peluca y le di un tirón con ambas manos. No sé si fue su alarido lo que me tumbó al suelo o el susto de verla saltar de aquel modo; el hecho es que me quedé perpleja, a los pies de mamá, viéndola correr por todo el comedor, tropezando con los muebles, coger por el corredor y trancarse en el cuarto del abuelo agarrándose la cabeza como si fuera a caérsele; y Aurelio y tía Esther haciéndose los consternados, pegándose a la puerta para escuchar sus berridos, y mamá blandiendo una cuchara sin saber lo que pasaba, y para colmo Honorata, aplaudiendo y parada en una silla. Por suerte don Jorge callaba.
Después de los balbuceos de mamá y el prolijo responso de tía Esther me retiré dignamente y, rehusando la vela que Aurelio me alargaba, subí la escalera a tientas y con la frente alta.
Honorata entró en el cuarto y me hice la dormida para evitar discusiones. Por entre las pestañas vi cómo ponía sobre la cómoda el plato con la vela. Yo me volvía de medio lado para hacerle hueco; su sombra, resbalando por la pared, me recordaba los Juegos y Pasatiempos del Tesoro de la juventud, obra de mamá que había negociado don Jorge hacía unos cuatro años. Cojeaba desmesuradamente la sombra de Honorata; iba de un lado a otro zafándose las trenzas, buscando en la gaveta de la ropa blanca. Ahora se acercaba a la cama, aumentada de talla, inclinándose sobre mí, tocándome una mano.
—Lucila, Lucila, despiértate.
Yo simulé un bostezo y me puse boca arriba. “¿Qué quieres?”.
—¿Has visto como tienes las manos?
—No.
—¿No te las vas a mirar?
—No tengo nada en las manos— dije sin hacerle caso.
—Las tienes manchadas.
—Seguro que las tengo negras. Como le halé el pelo a ésa y le di un empujón a mamá...
—No las tienes negras, pero las tienes doradas —dijo Honorata furiosa.
Me miré las manos y era cierto: Un polvo de oro me cubría las palmas, el lado interior de los dedos. Me enjuagué en la palangana y apagué la vela. Cuando Honorata se cansó de sus vagas conjeturas pude cerrar los ojos. Me levanté tarde, atontada.
A Cecilia no la vi en el desayuno porque se había ido con tía Esther a ver qué hacían con la hierba. Mamá ya andaba borracha y Honorata se quedó conmigo para ayudarme en la limpieza; después haríamos el almuerzo.
Ya habíamos acabado abajo y estábamos limpiando el cuarto de tía Esther, yo sacudiendo y Honorata con la escoba, cuando me dio la idea de mirar por la ventana. Dejé de pasar el plumero y contemplé nuestros predios: a la izquierda y al frente, la verja, separándonos del río, las lanzas hundidas en la maleza; más cerca, a partir del flamboyán naranja, las cabezas de las estatuas, verdosas, como de ahogados, y las tablas grises del palomar japonés; a la derecha, los cultivos, el pozo, y Aurelio agachado en la tierra, recogiendo mangos junto a la cruz diminuta; más allá el muro, las tejas de la politécnica y una bandera ondeando. "Quién se lo iba a decir a los Enríquez", pensaba. Y entonces la vi a ella. Volaba muy bajo en dirección al pozo. A veces se perdía entre las flores y aparecía más adelante, reluciendo como un delfín dorado. Ahora cambiaba de rumbo: Iba hacia Aurelio, en línea recta; y de pronto era Cecilia, Cecilia que salía por entre el macizo de adelfas, corriendo sobre la tierra roja, el pelo revoloteando al aire, flotando casi sobre su cabeza. Cecilia la que ahora hablaba con Aurelio, la que lo besaba antes de llevarlo de la mano por el sendero que atravesaba el parque.
Mandé a Honorata a que hiciera el almuerzo y me tiré en la cama de tía Esther: Todo me daba vueltas y tenía palpitaciones. Al rato alguien trató de abrir la puerta, insistentemente, pero yo estaba llorando y grité que me sentía mal, que me dejaran tranquila.
Cuando desperté era de noche y enseguida supe que algo había ocurrido. Sin zapatos me tiré de la cama y bajé la escalera; me adentré en el corredor, sobresaltada, murmurando a cada paso que aún había una posibilidad, que no era demasiado tarde.
Estaban en la sala, alrededor de Honorata; don Jorge lloraba bajito, en la punta del sofá; tía Esther, arrodillada junto al candelabro, se viraba hacia mamá, que manoteba en su butaca sin poderse enderezar; y yo inadvertida, recostada al marco de la puerta, al borde de la claridad, escuchando a Honorata, mirándola escenificar en medio de la alfombra, sintiéndome cada vez más débil; y ella ofreciendo detalles, explicando cómo los había visto a la hora del crepúsculo por el camino del río, del otro lado de la verja. Y de repente el estadillo: las plegarias de tía Esther, el delirio de mamá.
Yo me tapé los oídos. Bajé la cabeza con ganas de vomitar. Entonces, por entre la piel de los dedos escuché un alarido. Después alguien cayó sobre el candelabro y se hizo la oscuridad.

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Antonio Benítez Rojo, La isla que se repite.


INTRODUCCIÓN


En las últimas décadas hemos visto detallarse de manera cada vez más clara un número de naciones americanas con experiencias coloniales distintas, que hablan lenguas distintas, pero que son agrupadas bajo una misma denominación. Me refiero a los países que solemos llamar “caribeños” o “de la cuenca del Caribe”. Esta denominación obedece tanto a razones exógenas —digamos, el deseo de las grandes potencias de recodificar continuamente el mundo con objeto de conocerlo mejor, de territorializarlo mejor— como a razones locales, de índole autorreferencial, encaminadas a encuadrar en lo posible la furtiva imagen de su Ser colectivo. En todo caso, para uno u otro fin, la urgencia por intentar la sistematización de las dinámicas políticas, económicas, sociales y culturales de la región es cosa muy reciente. Se puede asegurar que la cuenca del Caribe, a pesar de comprender las primeras tierras de América en ser conquistadas y colonizadas por Europa, es todavía, sobre todo en términos culturales, una de las regiones menos conocidas del Continente. Los principales obstáculos que ha de vencer cualquier estudio global de las sociedades insulares y continentales que integran el Caribe son, precisamente, aquéllos que por lo general enumeran los científicos para definir el área: su fragmentación, su inestabilidad, su recíproco aislamiento, su desarraigo, su complejidad cultural, su dispersa historiografía, su contingencia y su provisionalidad. Esta inesperada conjunción de obstáculos y propiedades no es, por supuesto, casual. Ocurre que el mundo contemporáneo navega el Caribe con juicios y propósitos semejantes a los de Cristóbal Colón: esto es, desembarca ideólogos, tecnólogos, espe- cialistas e inversores (los nuevos descubridores) que vienen con la intención de aplicar “acá” los métodos y dogmas de “allá” , sin tomarse la molestia de sondear la profundidad sociocultural del área. Así, se acostumbra definir el Caribe en términos de su resistencia a las distintas metodologías imaginadas para su investigación. Esto no quiere decir que las definiciones que leemos aquí y allá de la sociedad pancaribeña sean falsas y, por tanto, desechables. Yo diría, al contrario, que son tan necesarias y tan potencialmente productivas como lo es la primera lectura de un texto, en la cual, inevitablemente, como decía Barthes, el lector se lee a sí mismo. Con este libro, no obstante, pretendo abrir un espacio que permita una relectura del Caribe; esto es, alcanzar la situación en que todo texto deja de ser un espejo del lector para empezar a revelar su propia textualidad.
Esta relectura, que en modo alguno se propone como la única válida, no ha de ser fácil. El mundo caribeño está saturado de mensajes —“language games”, diría Lyotard— emitidos en cinco idiomas europeos (español, inglés, francés, holandés, portugués), sin contar los aborígenes que, junto con los diferentes dialectos locales (surinamtongo, papiamento, créole, etc.) dificultan enormemente la comunicación de un extremo al otro del ámbito. Además, el espectro de los códigos caribeños resulta de tal abigarramiento y densidad que informa la región como una espesa sopa de signos, fuera del alcance de cualquier disciplina en particular y de cualquier investigador individual. Se ha dicho muchas veces que el Caribe es la unión de lo diverso, y tal vez sea cierto. En todo caso, mis propias relecturas me han ido llevando por otros rumbos, y ya no me es posible alcanzar reducciones de tan recta abstracción. En la relectura que ofrezco a debate en este libro propongo partir de una premisa más concreta, de algo fácilmente comprobable: un hecho geográfico. Específicamente, el hecho de que las Antillas constituyen un puente de islas que conecta de “cierta manera”, es decir, de una manera asimétrica, Sudamérica con Norteamérica. Este curioso accidente geográfico le confiere a todo el área, incluso a sus focos continentales, un carácter de archipiélago, es decir, un conjunto discontinuo (¿de qué?): condensaciones inestables, turbulencias, remolinos, racimos de burbujas, algas deshilachadas, galeones hundidos, ruidos de rompientes, peces voladores, graznidos de gaviotas, aguaceros, fosforescencias nocturnas, mareas y resacas, inciertos viajes de la significación; en resumen, un campo de observación muy a tono con los objetivos de Caos. He usado mayúscula para indicar que no me refiero al caos según la definición convencional, sino a la nueva perspectiva científica, así llamada, que ya empieza a revolucionar el mundo de la investigación: esto es, caos en el sentido de que dentro del desorden que bulle junto a lo que ya sabemos de la naturaleza es posible observar estados o regularidades dinámicas que se repiten globalmente. Pienso que este nuevo interés de las disciplinas científicas, debido en mucho a la especulación matemática ya la holografía, conlleva una actitud filosófica (un nuevo modo de leerlos conceptos de azar y necesidad, de particularidad y universalidad) que poco a poco habrá de permear otros campos del conocimiento.
Muy recientemente, por ejemplo, la economía y ciertas ramas de las humanidades han comenzado a ser examinadas bajo este flamante aradigma, quizá el paso más inquisitivo y abarcador que ha dado hasta ahora el pensamiento de la posmodernidad. En realidad, teóricamente, el campo de la observación de Caos es vastísimo, puesto que incluye todos los fenómenos que dependen del curso del tiempo; Caos mira hacia todo lo que se repite, reproduce, crece, decae, despliega, fluye, gira, vibra, bulle: se interesa tanto en la evolución del sistema solar como en las caídas de la bolsa, tanto en la arritmia cardíaca como en las relaciones entre el mito y la novela. Así, Caos provee un espacio donde las ciencias puras se conectan con las ciencias sociales, y ambas con el arte y la tradición cultural. Por supuesto, tales diagramas suponen por fuerza lenguajes muy diferentes y la comunicación entre ellos no suele ser directa, pero, para el lector tipo Caos, siempre se abrirán pasadizos inesperados que permitirán el tránsito entre un punto y otro del laberinto. Aquí, en este libro, he intentado analizar ciertos aspectos del Caribe imbuido de esta nueva actitud, cuya finalidad no es hallar resultados sino procesos, dinámicas y ritmos que se manifiestan dentro de lo marginal, lo residual, la incoherente, lo heterogéneo o, si se quiere, lo impredecible que coexiste con nosotros en el mundo de cada día. La experiencia de esta exploración ha sido para mí aleccionadora a la vez que sorprendente, pues dentro de la fluidez sociocultural que presenta el archipiélago Caribe, dentro de su turbulencia historiográfica y su mido etnológico y lingüístico, dentro de su generalizada inestabilidad de vértigo y huracán, pueden percibirse los contornos de una isla que se “repite” a sí misma, desplegándose y bifurcándose hasta alcanzar todos los mares y tierras del globo, a la vez que dibuja mapas multidisciplinares de insospechados diseños. He destacado la palabra “repite” porque deseo darle el sentido un tanto paradójico con que suele aparecer en el discurso de Caos, donde toda repetición es una práctica que entraña necesariamente una diferencia y un paso hacia la nada (según el principio de entropía propuesto por la termodinámica en el siglo pasado), pero, en medio del cambio irreversible, la naturaleza puede producir una figura tan compleja e intensa como la que capta el ojo humano al mirar un estremecido colibrí bebiendo de una flor.
¿Cuál sería entonces la isla que se repite: Jamaica, Amba, Puerto Rico, Guadalupe, Miami, Haití, Recife? Ciertamente, ninguna de las que conocemos. Ese origen, esa isla-centro, es tan imposible de fi jar como aquella hipotética Antilia que reaparecía una y otra vez, siempre de manera furtiva, en los portulanos de los cosmógrafos. Esto es así porque el Caribe no es un archipiélago común, sino un meta-archipiélago (jerarquía que tuvo la Hélade y también el gran archipiélago malayo), y como tal tiene la virtud de carecer de límites y de centro. Así, el Caribe desborda con creces su propio mar, y su última Tule puede hallarse a la vez en Cádiz o en Sevilla, en un suburbio de Bombay, en las bajas y rumorosas riberas del Gambia, en una fonda cantonesa hacia 1850, en un templo de Bali, en un ennegrecido muelle de Bristol, en un molino de viento junto al Zuyder Zee, en un almacén de Burdeos en los tiempos de Colbert, en una discoteca de Manhattan y en la saudade existencial de una vieja canción portuguesa. Entonces, ¿qué es lo que se repite? Tropismos, series de tropismos, de movimientos en una dirección aproximada, digamos la imprevista relación entre un gesto danzario y la voluta barroca de una verja colonial. Pero de este tema se hablará más adelante, aunque en realidad el Caribe es eso y mucho más; es el último de los grandes meta- archipiélagos. Si alguien exigiera una explicación visual, una gráfica de lo que es el Caribe, lo remitiría al caos espiral de la Vía Láctea, el impredecible flujo de plasma transformativo que gira con parsimonia en la bóveda de nuestro globo, que dibuja sobre éste un contorno “otro” que se modifica a sí mismo cada instante, objetos que nacen a la luz mientras otros desaparecen en el seno de las sombras; cambio, tránsito, retorno, flujos de materia estelar.
No hay nada maravilloso en esto, ni siquiera envidiable; ya se verá. Hace un par de párrafos, cuando proponía una relectura del Caribe, sugerí partir del hecho de que las Antillas forman un puente de islas que conecta, de “cierta manera”, Sudat:nérica con Norteamérica; es decir, una máquina de espuma que conecta las crónicas de la búsqueda de El Dorado con el relato del hallazgo de El Dorado; o también, si se quiere, el discurso del mito con el discurso de la historia, o bien, el discurso de la resistencia con el discurso del poder. Destaqué las palabras “cierta manera” porque, si tomásemos como conexión de ambos subcontinentes el enchufe centroamericano, los resultados serían mucho menos productivos además de ajenos a este libro. En realidad, tal enchufe sólo adquiere importancia objetiva en los mapas de las geografías, de la geopolítica, de las estrategias militares y financieras del momento. Son mapas de orden terrestre y pragmático que todos conocemos, que todos llevamos dentro, y que por lo tanto podemos referir a una primera lectura del mundo. Las palabras “cierta manera” son las huellas de mi intención de significar este texto como producto de “otra” lectura. En ésta, el enchufe que cuenta es el que hace la máquina Caribe, cuyo flujo, cuyo ruido, cuya complejidad atraviesan la cronología de las grandes contingencias de la historia universal, de los cambios magistrales del discurso económico, de los mayores choques de razas y culturas que ha visto la humanidad.

DE LA MÁQUINA DE COLÓN A LA MÁQUINA AZUCARERA


Seamos realistas: el Atlántico es hoy el Atlántico (con todas sus ciudades portuarias) porque alguna vez fue producto de la cópula de Europa —ese insaciable toro solarcon las costas del Caribe; el Atlántico es hoy el Atlántico —el ombligo del capitalismo— porque Europa, en su laboratorio mercantilista, concibió el proyecto de inseminar la matriz caribeña con la sangre de Africa; el Atlántico es hoy el Atlántico —NATO, World Bank, New York Stock Exchange, Mercado Común Europeo, etc.— porque fue el parto doloroso del Caribe, su vagina distendida entre ganchos continentales, entre la encomienda de los indios y la plantación esclavista, entre la servidumbre del coolie y la discriminación del criollo, entre el monopolio comercial y la piratería, entre el palenque y el palacio del gobernador; toda Europa tirando de los ganchos para ayudar al parto del Atlántico: Colón, Cabral, Cortés, de Soto, Hawkins, Drake, Hein, Surcouf... Después del flujo de sangre y de agua salada, enseguida coser los colgajos y aplicar la tintura antiséptica de la historia, la gasa y el esparadrapo de las ideologías positivistas; entonces la espera febril por la cicatriz; supuración, siempre la supuración. Sin proponérmelo he derivado hacia la retórica inculpadora y vertical de mis primeras lecturas del Caribe. No se repetirá. En todo caso, para terminar el asunto, hay que convenir en que a.C. (antes del Caribe) el Atlántico ni siquiera tenía nombre.
No obstante, el hecho de haber parido un océano de tanto prestigio universal no es la única razón por la cual el Caribe es un mar importante. Hay otras razones de semejante peso. Por ejemplo, es posible defender con éxito la hipótesis de que sin las entregas de la matriz caribeña la Iacumulación de capital en Occidente no hubiera bastado para, en poco más de un par de siglos, pasar de la llamada Revolución Mercantil a la Revolución Industrial. En realidad, la historia del Caribe es uno de los hilos principales de la historia del capitalismo mundial, y viceversa. Se dirá que esta conclusión es polémica, y quizá lo sea. Claro, éste no es el lugar para debatirla a fondo, pero siempre hay espacio para algunos comentarios.
La máquina que Cristóbal Colón armó a martillazos en La Española era una suerte de bricolage, algo así como un vacuum cleaner medieval. El plácido flujo de la naturaleza isleña fue interrumpido por la succión de su boca de fierro para ser redistribuido por la tubería trasatlántica y depositado en España. Cuando hablo de naturaleza isleña lo hago en términos integrales: indios con sus artesanías, pepitas de oro y muestras de otros minerales, especímenes autóctonos de la flora y la fauna, y también algunas palabras como tabaco, canoa y hamaca. Todo esto llegó fmuy deslucido y escaso a la corte española (sobre todo las palabras), de modo que nadie, salvo Colón, se hacía ilusiones con respecto al Nuevo Mundo. El mismo modelo de máquina (piénsese en una herrería llena de ruidos, chispas y hombres fornidos llevando delantales de cuero), con algún crisol de más por aquí y algún fuelle nuevo por allá, fue instalada en puerto Rico, en Jamaica, en Cuba y en algunos miserables establecimientos de Tierra Firme. Al llegar los años de las grandes conquistas -la caída irrecuperable de los altiplanos aztecas, incas y chibchas- la máquina de Colón fue remodelada con premura y, trasladada a lomos de indio por cordilleras y torrentes, fue puesta a funcionar enseguida en media docenas de lugares. Es posible determinar la fecha de inauguración de esta máquina. Ocurrió en la primavera del año 1523, cuando Hernán Cortés, al control de las palancas y pedales, fundió parte del tesoo de Tenochtitlán y seleccionó un conjunto de objetoS suntuarios para ser enviado todo por la tubería trasatlántica. Pero este prototipo era tan defectuoSo que la máquina auxiliar de transporte sufrió una irreparable ruptura a unas diez leguas del Cabo San Vicente, en Portugal. Los corsarios franceses capturaron dos de las tres inadecuadas carabelas que conducían el tezoro a España, y el emperador Carlos perdió toda su parte (20% ) del negocio mexicano de aquel año. Aquello no podía volver a ocurrir. Era preciso perfeccionar la máquina.
A estas alturas pienso que debo aclarar que cuando hablo de máquin- na parto del concepto de Deleuze y Guattari; es decir, hablo de una máquina que debe verse como una cadena de máquinas acopladas -la máquina la máquina la máquina-, donde cada una de ellas interrumpe el el flujo que provee la anterior. Se dirá, con razón, que una misma máquina puede verse tanto en términos de flujo como de interrupción, y en efecto así es. Tal noción, como se verá, es indispensable para esta relectura del Caribe, pues nos permitirá pasar a otra de impottancia aún mayor.
En todo caso, en los años que siguieron al desastre de Cabo San Vicente, los españoles introdujeron cambios tecnológicos y ampliaciones sorprendentes en su máquina americana. Tanto es así que en la década de 1560 la pequeña y rudimentaria máquina de Colón había devenido en La Máquina Más Grande Del Mundo. Esto es absolutamente cierto. Lo prueban las estadísticas: en el primer siglo de la colonización española esta máquina produjo más de la tercera parte del oro producido en todo el mundo en esos años. La máquina no sólo producía oro; también producía enormes cantidades de barras de plata, esmeraldas, brillantes, topacios, perlas y cosas así. La cantidad de plata derretida que goteaba con de la descomunal armazón era tal, que en la estación alimentadora del Potosí las familias vanidosas, después de cenar, tiraban por la ventana el servicio de plata junto con las sobras de comida. Estas fabulosas entregas de metales preciosos fueron resultado, como dije, de varias innovaciones, por ejemplo: garantizar la mano de obra barata necesaria en las minas a través del sistema llamado mita, utilizar la energía del viento y de las corrientes marinas para acelerar el flujo de transporte oceánico, implantar sistemas de salvaguardia y medidas de control desde el estuario del Plata hasta el Guadalquivir, etc. Pero, sobre todo, la adopción del sistema llamado flotas. Sin el sistema de flotas los españoles no hubieran podido depositar en los muelles de Sevilla más oro y más plata que el que cabía en sus bolsillos.
Se sabe quién puso a funcionar esta extraordinaria máquina: Pedro Menéndez de Avilés, un asturiano genial y cruel. Si este hombre, u otro, no hubiera diseñado la máquina flota, el Caribe seguiría estando ahí pero tal vez no sería un meta-archipiélago.
La máquina de Menéndez de Avilés era en extremo compleja y fuera de las posibilidades de cualquier otra nación que no fuera España. Era una máquina integrada por una máquina naval, una máquina militar, una máquina burocrática, una máquina comercial, una máquina extractiva, una máquina política, una máquina legal, una máquina religiosa; en fin, todo un descomunal parque de máquinas que no vale la pena continuar identificando. Lo único que importa aquí es que era uQa máquina caribeña; una máquina instalada en el mar Caribe y acoplada al Atlántico y al Pacífico. El modelo perfeccionado de esta máquina fue puesto a funcionar en 1565, aunque fue probado en un simulacro de operaciones un poco antes. En 1562 Pedro Menéndez de Avilés, al mando de 49 velas, zarpó de España con el sueño de taponear los salideros de oro y plata por concepto de naufragios y ataques de corsarios y piratas. Su plan era el siguiente: el tráfico entre las Indias y Sevilla se haría en convoyes compuestos por transportes, barcos de guetra y embarcaciones ligeras de reconocimiento y aviso; los embarques de oro y plata sólo se tomarían en fechas fijas del año y en un reducido número de puertos del Caribe (Cartagena, Nombre de Dios, San Juan de Ulúa y otros secundarios); se construirían fortalezas y se destacarían guarniciones militares no sólo en estos puertos, sino también en aquéllos que pudieran defender los pasos al Caribe (San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo, Santiago de Cuba y, en primer término, La Habana); todos estos puertos servirían de base a escuadrones de patrulla, cuya misión sería barrer de piratas, corsarios y contrabandistas las aguas y los cayos costeros, al tiempo que prestarían servicios de salvamento a las naves de los convoyes que sufrieran percances. (El plan fue aprobado; sus lineamientos eran tan sólidos que 375 años más tarde, en la Segunda Guerra Mundial, los Aliados lo adoptaron en el Atlántico Norte para defenderse de los ataques de submarinos, cruceros y aviones alemanes.)
En general se da el nombre de flotas a los convoyes que dos veces al año entraban en el Caribe para transportar a Sevilla las grandes riquezas de América. Pero esto no es del todo exacto. El sistema de flotas era, además de los convoyes, una máquina de puertos, fondeaderos, muelles, atalayas, arsenales, astilleros, fortalezas, murallas, guarniciones, milicias, armas, almacenes, depósitos, oficinas, talleres, hospitales, hospedajes, fondas, plazas, iglesias, palacios, calles y caminos, que se conectaban a los puertos mineros del Pacífico mediante un enchufe de trenes de mulas tendido a través del Istmo de Panamá. Era una poderosa máquina articulada sabiamente a la geografía del Caribe y sus mecanismos estaban dispuestos de tal modo que pudieran usar a su favor la energía de las Corrientes del Golfo y del régimen de vientos alisios propios de la región. La máquina flota generó toda las ciudades del Caribe hispánico y las hizo ser, para bien o para mal, lo que son hoy, en particular La Habana. Era allí donde ambas flotas (la de Cartagena y la de Veracruz) se reunían anualmente para hacer un imponente convoy de más de cien barcos y emprender el camino de regreso. En 1565 Menéndez de Avilés, tras degollar con helada serenidad a cerca de medio millar de hugonotes establecidos en La Florida, completó la red de ciudades fortificadas con la fundación de San Agustín, hoy la ciudad más antigua de Estados Unidos.
Cuando se habla con asombro de la inagotable riqueza de las minas de México y el Perú, éstas deben verse sólo como máquinas acopladas a otras máquinas; esto es, en términos de producción (flujo e interrupción). Tales máquinas mineras, por sí solas, no hubieran servido de mucho a la acumulación de capital mercantil en Europa. Sin la gran máquina Caribe (desde el prototipo de Colón hasta el modelo de Ménendez de Avilés), los europeos se hubieran visto en la ridícula situación del jugador de máquinas de monedas que logra obtener el jackpot pero carece de sombrero.
Puede hablarse, sin embargo, de una máquina caribeña de tanta o más importancia que la máquina flota. Esa máquina, esa extraordinaria máquina, existe todavía; esto es, “se repite” sin cesar. Se llama: la plantación.
Sus prototipos nacieron en el Levante, después de la época de las Cruzadas, y se extendieron hacia el Occidente. En el siglo XV los portugueses instalaron su propio modelo en las islas de Cabo Verde y las Maderas, con un éxito asombroso. Hubo ciertos hombres de empresa -como el judío Cristóbal de Ponte y el Jarife de Berbería- que intentaron construir modelos de esta familia de máquinas en las Canarias y en el litoral marroquí, pero el negocio era demasiado grande para un solo hombre. En realidad hacía falta todo un reino, una monarquía mercantilista, para impulsar los engranajes, molinos y ruedas de esta pesada y compleja máquina. Quiero llegar al hecho de que, a fin de cuentas, fueron las potencias europeas las que controlaron la fabricación, el mantenimiento, la tecnología y la reproducción de las máquinas plantaciones, sobre todo en lo que toca al modelo de producir azúcar de caña. (Esta familia de máquinas también produce café, tabaco, cacao, algodón, índigo, té, piña, fibras textiles, bananas y otras mercancías cuya producción es poco rentable o imposible en las zonas de clima templado: además, suele producir Plantación, con mayúscula para indicar no sólo la existencia de plantaciones sino también del tipo de sociedad que resulta del uso y abuso de ellas.)
Pero de todo esto se ha escrito tanto que no vale la pena bosquejar siquiera la increíble y triste historia de esta máquina. No obstante, habrá que decir algo, un mínimo de cosas. Por ejemplo, lo singular de esta máquina es que produjo, también, no menos de diez millones de esclavos africanos y centenares de miles de coolies provenientes de la India, de la China, de la Malasia. Esto, sin embargo, no es todo. Las máquinas plantaciones ayudaron a producir capitalismo mercantil e industrial (ver Eric Williams, CaPitalism and Slavery), subdesarrollo africano (ver Walter Rodney, How Europe Underdeveloped Africa), población caribeña (ver Ramiro Guerra y Sánchez, Azúcar y población en las Antillas); produjeron guerras imperialistas, bloques coloniales, rebeliones, represiones, sugar islands, palenques de cimarrones, banana republics, intervenciones, bases aero- , navales, dictaduras, ocupaciones militares, revoluciones de toda suerte e, incluso, un “estado libre asociado” junto a un estado socialista no libre.
Se dirá que este catálogo es innecesario, que todo este asunto es archiconocido. (Además, el tema de la plantación será visto en algunos de los capítulos que siguen.) Pero ¿cómo dejar en claro que el Caribe no es un simple mar multiétnico o un archipiélago dividido por las categorías de Antillas Mayores y Menores y de Islas de Barlovento y Sotavento? En fin, ¿cómo dejar establecido que el Caribe es un mar histórico-económico principal y, además, un meta-archipiélago cultural sin centro y sin límites, un caos dentro del cual hay una isla que se repite incesantemente -cada copia distinta-, fundiendo y refundiendo materiales etnológicos como lo hace una nube con el vapor del agua? Si esto ha quedado claro no hay por qué seguir dependiendo de las páginas de la historia, esa astuta cocinera que siempre nos da gato por liebre. Hablemos entonces del Caribe que se puede ver, tocar, oler, oír, gustar; el Caribe de los sentidos, de los sentimientos y los presentimientos.

DEL APOCALIPSIS AL CAOS


Puedo aislar con pasmosa exactitud -al igual que el héroe novelesco de Sartre- el momento en que arribé a la edad de la razón. Fue una hermosísima tarde de octubre, hace años, cuando parecía inminente la atomización del meta-archipiélago bajo los desolados paraguas de la catástrofe nuclear. Los niños de La Habana, al menos los de mi barrio, habían sido evacuados, y un grave silencio cayó sobre las calles y el mar. Mientras la burocracia estatal buscaba noticias de onda corta y el ejército se atrincheraba inflamado por los discursos patrióticos y los comunicados oficiales, dos negras viejas pasaron de “cierta manera” bajo mi balcón. Me es imposible describir esta “cierta manera”. Sólo diré que había un polvillo dorado y antiguo entre sus piernas nudosas, un olor de albahaca y hierbabuena en sus vestidos, una sabiduría simbólica, ritual, en sus gestos y en su chachareo. Entonces supe de golpe que no ocurriría el apocalipsis. Esto es: las espadas y los arcángeles y las trompetas y las bestias y las estrellas caídas y la ruptura del último sello no iban a ocurrir. Nada de eso iba a ocurrir por la sencilla razón de que el Caribe no es un mundo apocalíptico. La noción de apocalipsis no ocupa un espacio importante en su cultura. Las opciones de crimen y castigo, todo o nada, de patria o muerte, de a favor o en contra, de querer es poder, de honor o sangre, tienen poco que ver con la cultura del Caribe; se trata de proposiciones ideológicas articuladas en Europa que el Caribe sólo comparte en términos declamatorios, mejor, en términos de primera lectura. En Chicago un alma desgarrada dice “I can't take it anymore”, y se da a las drogas o a la violencia más desesperada. En La Habana se diría: “lo que hay que hacer es no morirse”, o bien, “aquí estoy, jodido pero contento”. La llamada Crisis de Octubre o Crisis de los Misiles no la ganó JFK ni NK ni mucho menos FC (los hombres de Estado suelen resultar abre- viados por las grandes circunstancias que ellos mismo crearon); la ganó la cultura del Caribe junto con la pérdida que implica toda ganancia. De haber sucedido en Berlín, los niños del mundo quizá estarían ahora aprendiendo el arte de hacer fuego con palitos.
La plantación de proyectiles atómicos sembrada en Cuba era una máquina rusa, una máquina esteparia, históricamente terrestre. Se trataba de una máquina que portaba la cultura del caballo y del yoghourt, del cosaco y del mujik, del abedul y el centeno, de las antiguas caravanas y del ferrocarril siberiano; una cultura donde la tierra es todo y el mar es un recuerdo olvidado. Pero la cultura del Caribe, al menos el aspecro de ella que más la diferencia, no es terrestre sino acuática; una cultura sinuosa donde el tiempo se despliega irregularmente y se resiste a ser capturado por el ciclo del reloj o el del calendario. El Caribe es el reino natural e impredecible de las corrientes marinas, de las ondas, de los pliegues y repliegues, de la fluidez y las sinuosidades. Es, a fin de cuentas, una cultura de meta-archipiélago: un caos que retorna, un detour sin propósito, un continuo fluir de paradojas; es una máquinafeed-back de procesos asimétricos, como es el mar, el viento y las nubes, la Vía Láctea, la novela uncanny, la cadena biológica, la música malaya, el teorema de Godel y la matemática fractal. Se dirá entonces que la Hélade no cumple el canon de meta-archipiélago. Pero sí, claro que lo cumple. Lo que ocurre es que el pensamiento occidental se ha venido pensando a sí mismo como la repetición histórica de una antigua polémica. Me refiero a la máquina represiva y falaz formada a partir del match Platón/ Aristóteles. El pensamiento griego ha sido escamoteado a tal extremo que, al aceptar como margen de la tolerancia la versión platónica de Sócrates, se desconoció o se censuró o se tergiversó la rutilante constelación de ideas que constituyó el cielo verdadero de la Hélade, a título de haber pertenecido éstas a los presocráticos, a los sofistas, a los gnósticos. Así, este firmamento magnífico fue reducido de la misma manera que si borráramos todas las estrellas sobre nuestras cabezas con excepción de Cástor y Pólux. Sin duda, el pensamiento griego fue muchísimo más que este match filosófico entre Platón y Aristóteles. Sólo que ciertas ideas no del todo simétricas escandalizaron a la fe medieval, al racionalismo moderno y al positivismo funcionalista de nuestro tiempo, y no es preciso seguir con este asunto porque es del Caribe de lo que aquí interesa hablar. Despidámonos de la Hélade aplaudiendo la idea de un sabio olvidado, Tales de Mileto: el agua es el principio de todas las Cosas.
Entonces, ¿cómo describir la cultura caribeña de otro modo que una máquinafeed-back de agua, nubes o materia estelar? Si hubiera que responder con una sola palabra, diría: actuación. Pero actuación no sólo en términos de representación escénica, sino también de ejecución de un ritual, es decir, esa “cierta manera” con que caminaban las dos negras viejas que conjuraron el apocalipsis. En esa “cierta manera” se expresa el légamo mítico, mágico si se quiere, de las civilizaciones que contribuyeron a la formación de la cultura caribeña. Claro, de esto también se ha escrito algo, aunque pienso que aún queda mucha tela por donde cortar. Por ejemplo, cuando se habla de génesis de la cultura del Caribe se nos da a escoger entre dos alternativas: o se nos dice que el complejo sincretismo de las expresiones culturales caribeñas -que llamaré supersincretismo para distinguirlo de formas más simples- surgió del choque de componentes europeos, africanos y asiáticos dentro de la Plantación, o bien que éste fluye de máquinas etnológicas más distantes en el espacio y más remotas en el tiempo, es decir, máquinas “de cierta manera” que habría que buscar en los subsuelos de todos los continentes. Pero, pregunto, ¿por qué no tomar ambas alternativas como válidas, y no sólo ésas sino otras más? ¿Por qué perseguir a ultranza una coherencia euclidiana que el mundo -y sobre todo el Caribedista de tener? Es evidente que para una relectura del Caribe hay que visitar las fuentes elusivas de donde manaron los variadísimos elementos que contribuyeron a la formación de su cultura. Este viaje imprevisto nos tienta porque, en cuanto logramos identificar por separado los distintos elementos de alguna manifestación supersincrética que estamos estudiando, se produce al momento el desplazamiento errático de sus significantes hacia otros puntos espacio-temporales, ya estén éstos en Europa, Africa, Asia o América, o en todos los continentes a la vez. Alcanzados sin embargo estos puntos de procedencia, en el acto ocurrirá una nueva fuga caótica de significantes, y así ad infinitum. Tomemos como ejemplo una expresión sincrética ya investigada, digamos el culto a la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Si analizáramos este culto -habría que pretender que no se ha hecho antes- llegaríamos necesariamente a una fecha ( 1605) ya un lugar (El Cobre, cerca de Santiago de Cuba); esto es, al marco espacio-temporal donde el culto empieza a articularse sobre la base de tres significantes: uno de ellos de procedencia aborigen (la deidad taína Atabey o Atabex), otro oriundo de Europa (la Virgen de Illescas) y, finalmente, otro que viene de Africa (Ochún, una orisha yoruba). Para muchos antropólogos la historia de este culto empezaría y terminaría aquí, y por supuesto darían razones de peso para explicar esta violenta reducción de la cadena de significantes. Dirían, quizá, que los pueblos que habitan hoy las Antillas son “nuevos”, y por lo tanto su situación anterior, su tradición de ser “de cierta manera”, no debe contar; dirían que, al desaparecer el aborigen antillano durante el primer siglo de la colonización, estas islas quedaron desconectadas de las máquinas indoamericanas, proveyendo así un espacio “nuevo” para que mujeres y hombres “nuevos”, procedentes de Europa, Africa y Asia, crearan una sociedad “nueva” y, con ella, una cultura “nueva” que ya no puede tomarse como prolongación de aquéllas que portaban los migradores al llegar. Se trata, evidentemente, de un enfoque estructuralista, sistémico si se quiere, puesto que lo que ha creado la población “nueva” en las Antillas es, ni más ni menos, toda una familia de “nuevos” sistemas, la cultura uno de ellos. Así, la Virgen de la Caridad del Cobre resultaría ser exclusivamente cubana, y en tanto patrona de Cuba aparecería en una suerte de panoplia junto con la bandera, el escudo, las estatuas de los próceres, el mapa de la isla, las palmas reales y el himno nacional; sería, en resumen, un atributo de la religión civil de la patria cubana y de nada más. Bien, comparto este enfoque sistémico, aunque sólo dentro de la perspectiva que ofrece una primera lectura, en la cual -ya se sabe- el lector se lee a sí mismo. Pero sucede que, después de varias lecturas a fondo de la Virgen y de su culto, es posible que un lector cubano resulte seducido por los materiales que ha estado leyendo y disminuya la dosis de nacionalismo que proyectaba sobre la Virgen. Esto sucederá sólo en el caso de que su ego abandone por un instante el deseo de sentirse únicamente cubano, sentimiento que le ofrece el espejismo de un lugar seguro a la sombra de la nacionalidad y que lo conecta a la tierra ya los padres de la patria. Si esta momentánea oscilación llegara a ocurrir, el lector dejaría de inscribirse en el espacio de lo cubano y se aventuraría por los caminos del caos sin límites que propicia toda relectura avanzada. Así las cosas, tendría que saltar fuera de la Cuba estadista y estadís. tica en pos de los errabundos significantes que informan el culto de la Virgen de la Caridad del Cobre. Por un momento, sólo por un momento, la Virgen y el lector dejarán de ser cubanos.
La primera sorpresa o perplejidad que nos depara el tríptico supersincrético que forman Atabey, Nuestra Señora y Ochún es que no es original sino originario. En efecto, Atabey, la deidad taína, es un objeto sincrético en sí mismo, uno de cuyos significantes nos remite a otro significante bastante imprevisto: Orehu, Madre de las Aguas entre los arahuacos de la Guayana. Este viaje de la significación resulta apasionante por más de una razón. En primer lugar implica la grandiosa epopeya arahuaca: la partida de la cuenca amazónica, la ascensión del Orinoco, la llegada a la Costa caribeña, el poblarniento minucioso del arco antillano hasta llegar a Cuba, el encuentro aún oscuro con los mayas de Yucatán, el juego ritual de la pelota de resina, la conexión “otra” entre ambas masas subcontinentales (tal fue la olvidada hazaña de este pueblo). En segundo lugar implica, también, la no menos grandiosa epopeya de los caribes: las islas arahuacas como objeto de deseo caribe, la construcción de las largas canoas, los aprestos bélicos, las incursiones a las islas más próximas a la Costa -Trinidad, Tobago, Margarita-, el rapto de las hembras y los festines de victoria; luego la etapa de las invasiones territorializadoras -Granada, St. Vincent, St. Lucía, Martinica, Dominica, Guadalupe-, las matanzas de arahuacos, el glorioso canibalismo ritual de hombres y palabras, caribana, caribe, carib, calib, canib, caníbal, Calibán; y finalmente el Mar de los Caribes, desde la Guayana a las Islas Vírgenes, el mar que aisló a los arahuacos (taínos) que habitaban las Grandes Antillas, que cortó su conexión física con la Costa sudamericana pero no la continuidad del flujo de la cultura, el flujo de significantes que atravesó la barrera espacio-temporal caribe para seguir uniendo a Cuba con las cuencas del Orinoco y el Amazonas; Atabey/ Orehu, progenitora del Ser Supremo de los taínos, madre de los lagos y ríos taínos, protectora de los flujos femeninos, de los grandes misterios de la sangre que experimenta la mujer, y allá, al otro lado del arco antillano, la Gran Madre de las Aguas, la inmediatez del matriarcado, los inicios de la agricultura de la yuca, la orgía ritual, el incesto, el sacrificio del doncel, la sangre y la tierra.
Hay algo enormemente viejo y poderoso en todo esto, ya lo sé; vértigo contradictorio que no hay por qué interrumpir, y así llegamos al punto en que la imagen de Nuestra Señora que se venera en el Cobre es, también, un objeto sincrético, generado por dos estampas distintas de la Virgen María que fueron a parar a las manos de los caciques de Cueiba y de Macaca para ser adoradas a la vez como Atabey y Nuestra Señora. Imagínese por un instante la perplejidad de ambos caciques cuando vieron, por primera vez, lo que ningún taíno había visto antes: la imagen a color de la Madre del Ser Supremo, la sola progenitora de Yúcahu Bagua Maórocoti, que ahora resultaba, además, la madre del dios de aquellos hombres barbudos y color de yuca, a quienes protegía de muertes, enfermedades y heridas. Ave María, aprenderían a decir estos indios cuando adoraban a su Atabey, que una vez había sido Orehu y, más atrás aún, la Gran Madre Arahuaca. Ave María, diría seguro Francisco Sánchez de Moya, un capitán español del siglo XVI, cuando recibió del rey el nombramiento y la orden de trasladarse a Cuba para hacer fundiciones de cobre. Ave María, diría de nuevo cuando envolvía entre sus camisas la imagen de Nuestra Señora de I11escas, de la cual era devoto, para que lo guardara de tempestades y naufragios en la azarosa Carrera de Indias. Ave María, repetiría el día en que la colocó en el altar de la solitaria ermita de Santiago del Prado, apenas un caserío de indios y negros que trabajaban las minas de cobre. Pero esa imagen, la de la Virgen de Illescas llevada a Cuba por el buen capitán, tenía tras de sí una larga historia y era también un objeto sincrético. La cadena de significantes nos hace viajar ahora desde el Renacimiento hasta el Medioevo. Nos conduce Bizancio, la única, la magnífica, donde entre herejías y paganismos de toda suerte se constituyó el culto a la Virgen María (culto no previsto por los Doctores de la Iglesia Romana). Allí, en Bizancio, entre el esplendor de sus iconos y mosaicos, la representación de la Virgen y el Niño sería raptada por algún caballero cruzado y voraz, o adquirida por algún mercader de reliquias, o copiada por la pupila de un piadoso peregrino. En todo caso, el sospechoso culto a la Virgen María se infiltr6 subrepticiamente en Europa. Cierto que por sí solo no hubiera llegado muy lejos, pero esto ocurrió en el siglo XII, la época legendaria de los trovadores y delfin amour, donde la mujer dejaba de ser la sucia y maldita Eva, seductora de Adán, y cómplice de la Serpiente, para lavarse, per- fumarse y vestirse suntuosamente según el rango de su nuevo aspecto, el de Señora. Entonces el culto de Nuestra Señora corrió como el fuego por: la pólvora, y un buen día llegó a I11escas, a unas millas de Toledo. Ave María, decían en alta voz los negros esclavos de las minas de cobre de Santiago del Prado, ya continuación, en un susurro, sin que ningún blanco los escuchara, dirían: “Ochún Yeyé.” Porque aquella imagen milagrosa del altar era para ellos uno de los orishas más populares del panteón yoruba: Ochún Yeyé Moró, la prostituta perfumada; Ochún Kayode, la alegre bailadora; Ochún Aña, la que ama los tambores; Ochún Akuara, la que prepara filtros de amor; Ochún Edé, la dama elegante; Ochún Fumiké, la que concede hijos a mujeres secas; Ochún Funké, la que lo sabe todo; Ochún Kolé-Kolé, la temible hechicera. Ochún, en tanto objeto sincrético, es tan vertiginososo como su baile voluptuoso de pañuelos dorados. Tradicionalmente es la Señora de los Ríos, pero algunos de sus avatares la relacionan con las bahías y las orillas del mar. Sus posesiones más preciadas son el ámbar, el coral y los metales amarillos; sus alimentos predilectos son la miel, la calabaza y los dulces que llevan huevos. A veces se muestra gentil y auxiliadora, sobre todo en asuntos de amor y de mujeres; otras veces se manifiesta como una entidad insensible, caprichosa, voluble, e incluso puede llegar a ser malvada y traicionera; en estos oscuros avatares también la vemos como una vieja hechicera que se alimenta de carroña y como la orisha de la muerte.
Este múltiple aspecto de Ochún nos hace pensar en las contradicciones de Afrodita. Tanto una diosa como la otra son, a la vez, luminosas y Oscuras; reinan en un espacio donde coinciden el placer y la muerte, el amor yel odio, la voluptuosidad y la traición. Ambas diosas son de origen acuático y moran en las espumas de los flujos marinos, fluviales y vaginales; ambas seducen a dioses ya hombres, y ambas patrocinan los afeites y la prostitución.
Las correspondencias entre el panteón griego y el panteón yoruba han sido señaladas, pero no han sido explicadas. ¿Cómo explicar -para poner otro ejemplo- el insólito paralelismo entre Hermes y Elegua? Ambos son deidades viajeras, los “mensajeros de los dioses”, los “guardianes de las puertas”, los “señores de los umbrales”; ambos son adorados en forma de piedras fálicas, y protegen los caminos, las encrucijadas y el comercio. Ambos auspician los inicios de cualquier gestión, viabilizan los trámites y son los únicos que pueden atravesar los espacios terribles que median entre el Ser Supremo y los dioses, entre los dioses y los muertos, entre los muertos y los vivos. Ambos, finalmente, se manifiestan como niños traviesos y mentirosos, como ancianos lujuriosos y tramposos, y como hombres que portan un cayado y descansan el peso del cuerpo en un solo pie; ambos son los “dadores del discurso” y rigen sobre la palabra, los misterios, las transmutaciones, los procesos y los cambios, ambos son alfa y omega de las cosas. Por eso, ciertas ceremonias yorubas se abren y cierran con el baile de Elegua.
Entre Africa y Afrodita hay más que la raíz griega que une ambos nombres; hay un flujo de espuma marina que conecta “de cierta manera”, entre la turbulencia del caos, dos civilizaciones doblemente apartads por la geografía y la historia.
El culto de la Virgen de la Caridad del Cobre puede ser leído como un culto cubano, pero también puede ser releído -una lectura no niega la otra- como un texto del meta-archipiélago, una cita o confluencia de los flujos marinos que conecta el Níger con el Mississippi, el Mar de la China con el Orinoco, el Partenón con un despacho de frituras de una callejuela de Paramaribo.
Los pueblos de mar, mejor dicho, los Pueblos del Mar, se repiten incesantemente diferenciándose entre sí, viajando juntos hacia el infinito. Ciertas dinámicas de su cultura también se repiten y navegan por los mares del tiempo sin llegar a parte alguna. Si hubiera que enumerarlas en dos palabras, éstas serían: actuación y ritmo.
Y, sin embargo, habría que agregar algo más: la noción que hemos llamado “de cierta manera”, algo remoto que se reproduce y que porta el deseo de conjurar apocalipsis y violencia; algo oscuro que viene de la performance y que uno hace suyo de una manera muy especial; concretamente, al salvar uno el espacio que separa al observador cntemplativo del participante.

DEL RITMO AL POLIRRITMO


La naturaleza es el flujo de una máquina feed-back incognoscible que la sociedad interrumpe constantemente con los más variados y ruidosos ritmos. Cada uno de estos ritmos es, a su vez, un flujo que es cortado por otros ritmos, y así Podemos seguir de flujos a ritmos hasta detenernos donde queramos. Bien, la cultura de los Pueblos del Mar es un flujo cortado por ritmos que intentan silenciar los ruidos con que su propia forma social interrumpe el discurso de la naturaleza. Si esta definición resultara abstrusa, podríamos simplificarla diciendo que el discurso cultural de los Pueblos del Mar intenta, a través de un sacrificio real o simbólico, neutralizar violencia y remitir al grupo social a los códigos trans-históricos de la naturaleza. Claro, como los códigos de la naturaleza no son limitados ni fijos, ni siquiera inteligibles, la cultura de los Pueblos del Mar expresa el deseo de conjurar la violencia social remitiéndose a un espacio que sólo Puede ser intuido a través de lo poético, puesto que siempre presenta una zona de caos. En este espacio paradójico, en el cual Se tiene la ilusión de experimentar una totalidad, no parece haber represiones ni contradicciones; no hay otro deseo que el de mantenerse dentro de su zona límite el mayor tiempo posible, en free orbit, más allá de la prisión y la libertad.
Toda máquina tiene su código maestro, yel eje de la máquina cultural de los Pueblos del Mar está constituido por una red de subcódigos que se conectan a las Cosmogonías, a los beStiarios míticos, a las farmacopeas olvidadas, a los oráculos, a los rituales profundos, a las hagiografías milagrosas del medioevo, a los misterios y alquimias de la antigüedad. Uno de estos subcódigos nos Puede conducir a la Torre de Babel, Otro a la versión arahuaca del Diluvio, otro a los secretos de Eleusis, Otro al jardín del unicornio, otros a los libros sagrados de la India y la China y a los cauris adivinatorios del África Occidental. Las claves de este vasto laberinto hermético nos remiten a una sabiduría “otra” que yace olvidada en los cimientos del mundo posindustrial, puesto que alguna vez fue allá la única forma del conocimiento. Claro, a estas alturas ya no me importa decir que todos los pueblos son o fueron alguna vez Pueblos del Mar. Lo que sí me importa establecer es que los Pueblos del Caribe aún lo son parcialmente, y todo parece indicar que lo seguirán siendo durante un tiempo, incluso dentro del interplay de dinámicas que portan modelos de conocimiento propios de la modernidad y la Posmodernidad. En el Caribe la transparencia epistemológica no ha desplazado a las borras y posos de los arcanos cosmogónicos, a las aspersiones de sangre propias del sacrificio -como se verá en el capítulo sobre la obra de Fernando Ortiz-, sino que, a diferencia de lo que ocurre en Occidente, el conocimiento científico y el conocimiento tradicional coexisten en estado de diferencias. Entonces, ¿qué tipo de performance se observa más allá o más acá del caos de la cultura caribeña? ¿El ritual de las creencias supersincréticas? ¿El baile? ¿La música? Así, por sí solos, ninguno en Particular. Las regulari- dades que muestra la cultura del Caribe parten de su intención de releer (reescribir) la marcha de la naturaleza en términos de ritmos “de cierta manera”. Daré un ejemplo. Supongamos que hacemos vibrar la membrana de un tambor con un solo golpe. Imaginemos que este sonido se alarga y se alarga hasta constituir algo así como un salami. Bien, aquí es donde interviene la acción interruptora de la máquina caribeña, pues ésta empieza a cortar tajadas de sonido de un modo imprevisto, impro- bable y, finalmente, imposible.
Para aquellos que se interesen en el funcionamiento de las máquinas, debo aclarar que la máquina caribeña no es un modelo Deleuze & Guattari, como el que vimos páginas atrás (la máquina la máquina la máquina). Las especificaciones de tal máquina son precisas y terminantes: hay una máquina de flujo a la cual se acopla una máquina de interrupción; a ésta se enchufa otra máquina de interrupción, y en esa particular situación la máquina anterior puede verse como una máquina de flujo. Se trata, pues, de un sistema de máquinas relativas, ya que, según se mire, la misma máquina puede ser de flujo o de interrupción. La máquina caribeña, sin embargo, es algo más: es una máquina de flujo y de interrupción a la vez; es una máquina tecnológico-poética, o, si se quiere, una meta-máquina de diferencias cuyo mecanismo poético no puede ser diagramado en las dimensiones convencionales, y cuyas instrucciones se encuentran dispersas en estado de plasma dentro del caos de su propia red de códigos y subcódigos. En resumen, es una máquina muy distinta a aquéllas de las que se ha venido hablando hasta ahora. En todo caso, volviendo al salami de sonido, la noción de polirritmo (ritmos que cortan otros ritmos), si se lleva a un punto en que el ritmo iniciales desplazado por otros ritmos de modo que éste ya no fije un ritmo dominante y trascienda a una forma de flujo, expresa bastante bien la performance propia de una máquina cultural caribeña. Se alcanzará un momento en que no quedará claro si el salami de sonido es cortado por los ritmos o si es cortado por sus tajadas o si éstas son cortadas por tajadas de ritmo. Esto para decir que el ritmo, en los códigos del Caribe, precede a la música, incluso a la misma percusión. Es algo que ya estaba ahí, en medio del ruido, algo antiquísimo y oscuro a lo cual se conecta en un momento dado la mano del tamborero y el cuero del tambor; una suerte de chivo expiatorio, ofrecido en sacrificio, que se puede entrever en el aire cuando uno se deja llevar por un conjunto de tambores batá (tambores secretos a cuyo repiques bailan los orishas, los vivos y lo muertos).
Pero sería un error pensar que el ritmo caribeño sólo se conecta con la percusión. En realidad se trata de un meta-ritmo al cual se puede llegar por cualquier sistema de signos, llámese éste música, lenguaje, arte, texto, danza, etc. Digamos que uno empieza a caminar y de repente se da cuenta de que está caminando “bien”, es decir, no sólo con los pies, sino con otras partes del cuerpo; cada músculo se mueve sin esfuerzo, a un ritmo dado y que, sin embargo, se ajusta admirablemente al ritmo de sus pasos. Es muy posible que el caminante experimente en esta circunstancia una tibia y risueña sensación de bienestar, y sin embargo no hay nada específicamente caribeño en esto, sólo se está caminando dentro de la noción convencional de polirritmo, la cual supone un ritmo central (en nuestro ejemplo, el que dan los pasos). No obstante, es posible que uno quiera caminar no sólo con los pies, y para ello imprima a los músculos del cuello, de la espalda, del abdomen, de los brazos, en fin, a todos los músculos, su ritmo propio, distinto al ritmo de los pasos, el cual ya no dominaría. Si esto llegara a ocurrir —lo cual, performance al fin y al cabo, sería siempre una experiencia transitoria—, se estaría caminando como las ancianas anti-apocalípticas. Lo que ha sucedido es que el centro del conjunto rítmico que forman los pasos ha sido des-centrado, y ahora corre de músculo a músculo, posándose aquí y allá e iluminando en sucesión intermitente, como una luciérnaga, cada foco rítmico del cuerpo.
Claro, este proceso que he descrito no pasa de ser un ejemplo didáctico, y por lo tanto mediocre. Ni siquiera he hablado de una de las dinámicas más importantes que contribuyen a des-centrar el conjunto polirrítmico. Me refiero al complejísimo fenómeno que se suele llamar improvisación, y que en el Caribe viene de muy atrás: del trance danzario; del alarido o del salto imprevisto que rompe la rigidez de la coreografía ritual para luego ser copiado por ésta. Pues bien, sin una dosis de improvisación no se podría dar con el ritmo de cada músculo; es preciso concederles a éstos la autonomía suficiente para que, por su cuenta y riesgo, lo descubran. Así, antes de conseguir caminar “de cierta manera”, todo el cuerpo ha de pasar por una etapa de improvisación.
El tema dista mucho de estar agotado, pero es preciso seguir adelante. Sé que hay dudas al respecto, y alguna habrá que aclarar. Alguien podría preguntar, por ejemplo, que para qué sirve caminar “de cierta manera” .En realidad no sirve de mucho. Ni siquiera bailar “de cierta manera” sirve de mucho si la tabla de valores que usamos se corresponde únicamente con una máquina tecnológica acoplada a una máquina industrial acoplada a una máquina comercial... El caso es que aquí estamos hablando de cultura tradicional y de su impacto en el Ser caribeño, no de conocimiento tecnológico ni de prácticas capitalistas de consumo, y en términos culturales hacer algo “de cierta manera” es siempre un asunto de importancia, puesto que intenta conjurar violencia. Más aún, al parecer seguirá siendo de importancia independientemente de las relaciones de poder de orden político, económico e incluso cultural que existen entre el Caribe y Occidente. A despecho de las opiniones basadas en la visión pesimista de Adorno, no hay razones firmes para pensar que la cultura de los Pueblos del Mar esté afectada negativamente por el “consumismo” cultural de las sociedades industriales. Cuando la cultura de un pueblo conserva antiguas dinámicas que juegan “de cierta manera”, éstas se resisten a ser desplazadas por formas territorializadoras externas y se proponen coexistir con ellas a través de procesos sincréticos. Pero ¿no son acaso tales procesos un fenómeno desnaturalizador? Falso. Son enriquecedores pues contribuyen a aumentar el juego de las diferencias. Para empezar no hay ninguna forma cultural pura, ni siquiera las religiosas. La cultura es un discurso, un lenguaje, y como tal no tiene principio ni fin y siempre está en transformación, ya que busca constantemente la manera de significar lo que no alcanza a significar. Es verdad que, al ser comparado con otros discursos de importancia —el político, el económico, el social—, el discurso cultural es el que más se resiste al cambio. Su deseo intrínseco, puede decirse, es de conservación, puesto que está ligado al deseo ancestral de los grupos humanos de diferenciarse lo más posible unos de otros. De ahí que podamos hablar de formas culturales más o menos regionales, nacionales, subcontinentales y aun continentales. Pero esto en modo alguno niega la heterogeneidad de tales formas. Un artefacto sincrético no es una síntesis, sino un significante hecho de diferencias. Lo que sucede es que, en el melting-pot de sociedades que provee el mundo, los procesos sincréticos se realizan a través de una economía en cuya modalidad de intercambio el significante de allá —el del Otro— es consumido (“leído”) conforme a códigos locales, ya preexistentes; esto es, códigos de acá. Por eso podemos convenir en la conocida frase de que China no se hizo budista sino que el budismo se hizo chino. En el caso del Caribe, es fácil ver que lo que llamamos cultura tradicional se refiere a un interplay de significantes supersincréticos cuyos “centros” principales se localizan en la Europa preindustrial, en el subsuelo aborigen, en las regiones subsaharianas de Africa y en ciertas zonas insulares ycosteras del Asia meridional. ¿Qué ocurre al llegar o al imponerse comercialmente un significante “extranjero”, digamos la música big-band de los años 40 o el rock de las últimas décadas? Pues, entre otras cosas, aparece el mambo, el chachachá, la bossa nova, el bolero defeeling, la salsa y el reggae; es decir, la música del Caribe no se hizo anglosajona sino que ésta se hizo caribeña dentro de un juego de diferencias. Sin duda hubo cambios (otros instrumentos musicales, otros timbres, otros arreglos), pero el ritmo y el modo de expresarse de “cierta manera” siguieron siendo caribeños. En realidad podría decirse que, en el Caribe, lo “extranjero” interactúa con lo “tradicional” como un rayo de luz con un prisma; esto es, se producen fenómenos de reflexión, refracción y descomposición pero la luz sigue siendo luz; además, la cámara del ojo sale ganando, puesto que se desencadenan performances ópticas espectaculares que casi siempre inducen placer, cuanto menos curiosidad.
Así, para lo único que sirve caminar, bailar, tocar un instrumento, cantar o escribir “de cierta manera” es para desplazar a los participantes hacia un territorio poético marcado por una estética de placer, o mejor, por una estética de no violencia. Este viaje “de cierta manera”, del cual siempre se regresará -como en los sueños- con la incertidumbre de no haber vivido el pasado sino un presente inmemorial, puede ser emprendido por cualquiera clase de performer; basta que éste se conecte al ritmo tradicional que flota dentro y fuera de sí, dentro y fuera de los presentes. El vehículo más fácil de tomar es la improvisación, ese hacer algo de repente, sin pensarlo, sin darle oportunidad a la razón de que se resista a ser raptada por formas más autorreflexivas de la experiencia estética, digamos la ironía. Sí, ya sé, se dirá que el viaje poético está al alcance de cualquier súbdito del mundo. Pero claro que sí, alcanzar lo poético no es privativo de ningún grupo humano; lo que sí es característico de los caribeños es que, en lo fundamental, su experiencia estética ocurre en el marco de rituales y representaciones de carácter colectivo, ahistórico e improvisatorio. Más adelante, en el capítulo dedicado a Alejo Carpentier y Wilson Harris, veremos las diferencias que puede haber en estos viajes en pos del locus furtivo de la “caribeñidad”.
En todo caso, resumiendo, podemos decir que la performance caribeña, incluso el acto cotidiano de caminar, no se vuelve sólo hacia el performer sino que también se dirige hacia un público en busca de una catarsis carnavalesca que se propone canalizar excesos de violencia y que en última instancia ya estaba ahí. Quizá por eso las formas más naturales de la expresión cultural caribeña sean el baile y la música populares; quizá por eso los caribeños se destaquen más en los deportes espectaculares (el boxeo, el base-ball, el basketball, el cricket, la gimnasia, el campo y pista, etc.) que en deportes más recogidos, más austeros, donde el espacio para el performer es menos visible (la natación) o se encuentra constreñido por la naturaleza o las reglas del deporte mismo, o bien por el silencio que exige el público presente (el tiro, la esgrima, la equitación, el salto de trampolín, el tenis, etc.). Aunque se trata de un deporte aborrecido por muchos, piénsese un momento en la capacidad de simbolizar actuación ritual que ofrece el boxeo: los contendientes bailando sobre la lona, rebotando contra las cuerdas, la elegancia del jab y del side-step, el sentido decorativo del bolo-punch y del upper-cut, el ritmo implícito en todo waving, los gestos improvisados y teatrales de los boxeadores (las muecas, los ademanes de desafío, las sonrisas desdeñosas), la opción de hacer el papel de villano en un round y de caballero en el siguiente, la actuación de los personajes secundarios (el referee zafando un clinch, los seconds con las esponjas y toallas, el médico que escudriña las heridas, el anunciador en su smoking de fantasía, la mirada atenta de los jueces, el hombre de la campana), y todo eso en un escenario elevado y perfectamente iluminado, lleno de sedas y colores, la sangre salpicando, el flash de las cámaras, los gritos y silbidos, el dramatismo del knock-down (¿se levantará o no se levantará?), el público de pie, los aplausos, el brazo en alto del vencedor. No es de extrañar que los caribeños sean buenos boxeadores y, también, por supuesto, buenos músicos, buenos cantantes, buenos bailadores y buenos escritores.

DE LA LITERATURA AL CARNAVAL


Se podría pensar que la literatura es un arte solitario tan privado y silencioso como una plegaria. Erróneo. La literatura es una de las expresiones más exhibicionistas del mundo. Esto es así porque es un flujo de textos, y pocas cosas hay que sean tan exhibicionistas como un texto. Habría que recordar que lo que escribe un performer —la palabra “autor” ha caído justamente en desuso— no es un texto, sino algo previo y cualitativamente distinto: un pre-texto. Para que un pretexto se convierta en texto deben mediar ciertas etapas, ciertos requisitos, cuya enumeración obviaré por razones temáticas y de espacio. Me basta decir que un texto nace cuando es leído por el Otro: el lector. A partir de ese momento el texto y el lector se conectan como una máquina de seducciones recíprocas. En cada lectura el lector seduce al texto, lo transforma, lo hace casi suyo; en cada lectura el texto seduce al lector, lo transforma, lo hace casi suyo. Si esta doble seducción alcanza a ser “de cierta manera”, tanto el texto como el lector trascenderán sus límites estadísticos y flotarán hacia el centro des-centrados de lo paradójico. Esta posibilidad de lo imposible, como se sabe, ha sido estudiada minuciosamente por el discurso posestructuralista. Pero el discurso posestructuralista se corresponde con el discurso posindustrial: ambos son discursos propios de la llamada posmodernidad. El discurso caribeño, en cambio, tiene mucho de premoderno; además, para colmo, se trata de un discurso contrapuntístico que visto a la caribeña parecería una rumba, y visto a la europea el flujo perpetuo de una fuga del Barroco, donde las voces se encuentran sin encontrarse jamás. Quiero decir con esto que el espacio “de cierta manera” es explicado por el pensamiento posestructuralista en tanto episteme —por ejemplo, la noción de Derrida de diflérence— mientras que el discurso caribeño, además de ser capaz de ocuparlo en términos teóricos, lo inunda sobre todo de un flujo poético y vital navegado por Eros y Dionisio, por Ochún y Elegua, por la Gran Madre Arahuaca y la Virgen de la Caridad del Cobre, todos ellos canalizando violencia, violencia esencial y ciega con que chocan las dinámicas sociales caribeñas.
Así, el texto caribeño es excesivo, denso, uncanny, asimétrico, entrópico, hermético, pues, a la manera de un zoológico o bestiario, abre sus puertas a dos grandes órdenes de lectura: una de orden secundario, epistemológica, profana, diurna y referida a Occidente —al mundo de afuera—, donde el texto se desenrosca y se agita como un animal fabuloso para ser objeto de conocimiento y de deseo; otra de orden principal, teleológica, ritual, nocturna y revertida al propio Caribe, donde el texto despliega su monstruosidad bisexual de esfinge hacia el vacío de su imposible origen, y sueña que lo incorpora y que es incorporado por éste. Una pregunta pertinente sería: ¿Cómo se puede empezar a hablar de literatura caribeña cuando su misma existencia es cuestionable? La pre- gunta, por supuesto, aludiría más que nada al polilingüismo que parece dividir irreparablemente las letras del Caribe. Pero a esta pregunta yo respondería con otra: ¿Es más prudente acaso considerar Cien años de soledad como una muestra representativa de la novela española, o la obra de Césaire como un logro de la poesía francesa, o bien a Machado de Assis como un escritor portugués ya Wilson Harris como un escritor inglés que ha dejado su patria para vivir exiliado en Inglaterra? Ciertamente, no. Claro, también se podría argumentar que lo que he dicho no prueba la existencia de una literatura caribeña; que lo que existe en realidad son literaturas locales, escritas desde los distintos bloques lingüísticos del Caribe. Estoy de acuerdo con esa proposición, aunque sólo en términos de una primera lectura. Por debajo de la turbulencia árbol/arbre/tree, etc., hay una isla que se repite hasta transformarse en meta-archipiélago y alcanzar las fronteras transhistóricas más apartadas del globo. No hay centro ni bordes, pero hay dinámicas comunes que se expresan de modo más o menos regular dentro del caos y luego, gradualmente, van asimilándose a contextos africanos, europeos, indoamericanos y asiáticos, hasta el punto en que se esfuman. ¿Cuál sería un buen ejemplo de este viaje a la semilla? El campo literario siempre es conflictivo (nacionalismos estrechos, resentimientos, rivalidades); el ejemplo no se referirá a un performer literario sino a un performer político: Martin Luther King. Este hombre llegó a ser caribeño sin dejar de ser norteamericano, y viceversa. Su ancestro africano, los matices de su humanismo, la antigua sabiduría que encierran sus pronunciamientos y sus estrategias, su vocación de improvisador, su capacidad de seducir y ser seducido y, sobre todo, su vehemente condición de soñador (I have a dream...) y de auténtico performer , constituyen el costado caribeño de su incuestionable idiosincrasia norteamericana. Martin Luther King ocupa y llena el espacio donde lo caribeño se conecta a lo norteamericano, espacio que también puede ser significado por el jazz.
Perservar en el intento de remitir la cultura del Caribe a la geografía -como no sea la del meta-archipiélago- es un proyecto extenuante y apenas productivo. Hay performers que nacieron en el Caribe, y no son caribeños por su performance; hay otros que nacieron más acá o más allá, y sin embargo lo son. Esto no excluye, como dije, que haya tropismos comunes, y éstos se dejan ver con mayor frecuencia dentro del flujo marino que va de la desembocadura del Amazonas hasta el delta del Mississippi, el cual baña la Costa norte de Sudamérica y Centroamérica, el viejo puente de islas arahuaco-caribe, y partes no del todo integradas a la médula tecnológica de Estados Unidos, como son la Florida y la Louisiana; además, habría quizá que contar a Nueva York, ciudad donde la densidad de la población caribeña es cosa notable. Pero, como dije, estas especulaciones geográficas dejan bastante que desear. Los antillanos, por ejemplo, suelen deambular por todo el mundo en busca de cen- tros de “caribeñidad”, constituyendo uno de loS flujos migratorios más notables de nuestro siglo. La insularidad de los antillanos no los impele al aislamiento, sino al contrario, al viaje, a la exploración, a la búsqueda de rutas fluviales y marinas. No hay que olvidar que fueron hombres de las Antillas quienes construyeron el Canal de Panamá.
Bien, es preciso mencionar al menos algunas de las regularidades comunes que, en estado de fuga, presenta la literatura multilingüística del Caribe. A este respecto pienso que el movimiento más perceptible que ejecuta el texto caribeño es, paradójicamente, el que más tiende a proyectarlo fuera de su ámbito genérico: un desplazamiento metonímico hacia las formas escénicas, rituales y mitológicas; esto es, hacia máquinas especializadas en producir bifurcaciones y paradojas. Este intento de evadir las redes de la intertextualidad estrictamente literaria siempre resulta, naturalmente, en un rotundo fracaso. A fin de cuentas un texto es y será un texto ad infinitum, por mucho que se proponga disfrazarse de otra cosa. No obstante, este proyecto fallido deja su marca en la superficie del texto, y la deja no en tanto trazo de un acto frustrado sino de voluntad de perseverar en la huida. Se puede decir que los textos caribeños son fugitivos por naturaleza, constituyendo un catálogo marginal que involucra el deseo de no violencia. Así tenemos que el Bildungs'.oman caribeño no suele concluir con la despedida de la etapa de aprendizaje en términos de borrón y cuenta nueva; tampoco la estructura dramática del texto caribeño acostumbra a concluir con el orgasmo fálico del clímax, sino con una suerte de coda que, por ejemplo, en el teatro popular cubano era interpretada por un fina/e de rumba con toda la compañía. Si tomamos las novelas más representativas del Caribe vemos que en ellas el discurso de la narración es interferido constantemente, ya veces casi anulado, por formas heteróclitas, fractales, barrocas o arbóreas, que se proponen como vehículos para conducir al lector y al texto al territorio marginal e iniciático de la ausencia de la violencia.
Todo esto se refiere, sin embargo, a una primera lectura del texto caribeño. Una relectura supondría detenernos en los ritmos propios de la literatura del Caribe. Aquí pronto se constatará la presencia de varias fuentes rítmicas; Indoamérica, Africa, Asia y Europa. Ahora bien, como se sabe, el juego polirrítmico que constituyen los ritmos cobrizos, negros, amarillo y blancos (una manera convencional de diferenciarlos) que provienen de estas fuentes, ha sido descrito y analizado de los modos más diversos ya través de las más variadas disciplinas. Claro, nada de eso se hará aquí. En este libro sólo se hablará de algunas regularidades que se desgajan del interplay de estos ritmos. Por ejemplo, los ritmos blancos, en lo básico, se articulan binariamente; es el ritmo de los pasos en la marcha o en la carrera, de la territorialización; es la narrativa de la conquista y la colonización, de la producción en serie, del conocimiento tecnológico, de las computadoras y de las ideologías positivistas; por lo general son ritmos indiferentes a su impacto social; ritmos narcisistas, obsesionados por su propia legitimación, que portan culpa, alienación y signos de muerte, lo cual ocultan proponiéndose como los mejores ritmos habidos y por haber. Los ritmos cobrizos, negros y amarillos, si bien diferentes entre sí, tienen algo en común; pertenecen a Pueblos del Mar. Estos ritmos, al ser comparados con los anteriores, aparecen como turbulentos y erráticos, o, si se quiere, como erupciones de gases y de lava que vienen de un estrato elemental, todavía en formación; por lo tanto son ritmos sin pasado, o mejor, ritmos cuyo pasado está en el presente y que se legitiman por ellos mismos. (El tema volverá a tocarse en el capítulo 4). Podría pensarse que hay una contradicción irremediable entre ambas clases de ritmos, y en efecto así es, pero sólo dentro de los márgenes de una primera lectura. La dialéctica de tal contradicción nos llevaría al momento de la síntesis; el ritmo mestizo, el ritmo mulato. Pero una relectura pondría en evidencia que el mestizaje no es una síntesis, sino más bien lo contrario. No puede serIo porque nada que sea ostensiblemente sincrético constituye un punto estable. El elogio del mestizaje, la solución del mestizaje, no es originaria de Africa ni de Indoamérica ni de ningún Pueblo del Mar. Se trata de un argumento positivista y logocéntrico, un argumento que ve en el blanqueamiento biológico, económico y cultural de la sociedad caribeña una serie de pasos sucesivos hacia el “progreso”, y por lo tanto se refiere a la conquista, la esclavitud, la neocolonización y la dependencia. Dentro de las realidades de la relectura, el mestizaje no es más que una concentración de diferencias, un ovillo de dinámicas obtenido por vía de una mayor densidad del objeto caribeño, como se vio en el caso de la Virgen del Cobre, que dicho sea de paso es conocida como “la Virgen Mulata“. Entonces, en un ins- tante dado de la relectura, las oposiciones binarias Europa/Indoamérica, Europa/África y Europa/Asia no se resuelven en la síntesis del mestizaje, sino que se disuelven en ecuaciones diferenciales sin solución, las cuales repiten sus incógnitas a lo largo de las edades del meta-archipiélago. La literatura del Caribe puede leerse como un texto mestizo, pero también como un flujo de textos en fuga en intensa diferenciación consigo mismos y dentro de cuya compleja coexistencia hay vagas regularidades, por lo general paradójicas. El poema y la novela del Caribe no son sólo proyectos para ironizar un conjunto de valores tenidos por universales; son, también, proyectos que comunican su propia turbulencia, su propio choque y vacío, el arremolinado black hole de violencia social producido por la encomienda, la plantación, la servidumbre del coolie y del hindú; esto es, su propia Otredad, su asimetría periférica con respecto a Occidente. Así, la literatura caribeña no puede desprenderse del todo de la sociedad multiétnica sobre la cual flota, y nos habla de su fragmentación e inestabilidad: la del negro que estudió en Londres o en París, la del blanco que cree en el vudú, la del negro que quiere encontrar su identidad en África, la del mulato que quiere ser blanco, la del blanco que ama a una negra y viceversa, la del negro rico y el blanco pobre, la de la mulata que pasa por blanca y tiene un hijo negro, la del mulato que dice que las razas no existen... Añádanse a estas diferencias las que resultaron -y aún resultan en ciertas regiones- del choque del indoamericano con el europeo y de éste con el asiático. Finalmente, agréguese el inesta- ble régimen de relaciones que, entre alianzas y combates sin cuartel, acercan y separan la etnología del aborigen y del africano, del asiático y del aborigen, del afr¿cano y del asiático. En fin, para qué seguir. ¿Qué modelo de las ciencias del hombre puede predecir lo que va a suceder en el Caribe el año próximo, el mes próximo, la semana próxima? Se trata, como se ve, de una sociedad imprevisible originada en las corrientes y resacas más violentas de la historia moderna, donde las diferencias de sexo y de clase son sobrenadadas por las de índole etnológica. (El tema continúa en el capítulo 6.) y sin embargo, reducir el Caribe a la sola cifra de su inestabilidad sería también un error; el Caribe es eso y mucho más, incluso mucho más de lo que se hablará en este libro. En todo caso, la imposibilidad de poder asumir una identidad estable, ni siquiera el color que se lleva en la piel, sólo puede ser reconstruida por la posibilidad de ser ”de cierta manera“ en medio del ruido y la furia del caos. Para esto la ruta más viable a tomar, claro está, es la del meta-archipiélago mismo; sobre todo los ramales que conducen a la hagiografía semipagana del medioevo ya las creencias africanas. Es en este espacio donde se articula la mayoría de los cultos del Caribe, cultos que por su naturaleza desencadenan múltiples expresiones populares: mito, música, danza, can- to, teatro. De ahí que el texto caribeño, para trascender su propio claustro, tenga que acudir a estos modelos en busca de rutas que conduzcan, al menos simbólicamente, a un punto extratextual de ausencia de violencia sociológica y de reconstitución síquica del Ser. Estas rutas, irisadas y transitorias como un arco iris, atraviesan aquí y allá la red de dinámicas binarias tendida por Occidente. El resultado es un texto que habla de una coexistencia crítica de ritmos, un conjunto polirrítmico cuyo ritmo binario central es des-centrado cuando el performer (escritor/lector) y el texto intentan escapar ”de cierta manera“.
Se dirá que esta coexistencia es falsa, que al fin y al cabo se viene a parar en un sistema formado por la oposición Pueblo del Mar/Europa y sus derivadas históricas. Una relectura de este punto, sin embargo, tendría consecuencias más imaginativas. Las relaciones entre los Pueblos del Mar y Occidente, como toda relación de poder, no es sólo antagónica. Por ejemplo, en el fondo, todo Pueblo del Mar quiere ocupar el sitio que ocupa en la geografía, pero también quisiera ocupar el sitio de Occidente, y viceversa. Dicho de otro modo: todo Pueblo del Mar, sin dejar de serIo, quisiera en el fondo tener una máquina industrial, de flujo e interrupción; quisiera estar en el mundo de la teoría, de la ciencia y la tecnología. Paralelamente, el mundo que hizo la Revolución Industrial, sin dejar de serIo, quisiera a veces estar en el lugar de los Pueblos del Mar, donde estuvo alguna vez; quisiera vivir inmerso en la naturaleza y en lo poético, es decir, quisiera volver a poseer una máquina de flujo y de interrupción a la vez. Las señales de la existencia de esta doble paradoja del deseo están por dondequiera -el New Age Movement y el régimen de vida natural en Estados Unidos y Europa; los planes de industrialización y el gusto por lo artificial del Tercer Mundo-, ya este contradictorio tema volveré en el último capítulo. Así las cosas, las oposiciones máquina teorética/máquina poética, máquina epistemológica/máquina teológica, máquina de poder/máquina de resistencia, y otras semejantes, distarían mucho de ser polos coherentes y fijos que siempre se enfrentan como enemigos. En realidad la supuesta unidad de estos polos estaría minada por la presencia de toda una gama de relaciones no necesariamente antagónicas, lo cual abre una compleja e inestable forma de estar que apunta al vacío, a la falta de algo, a la insuficiencia repetitiva y rítmica que es a fin de cuentas el determinismo más visible que se dibuja en el Caribe. Por último, quisiera dejar claro que el hecho de emprender una relectura del Caribe no da licencia para caer en idealizaciones. En primer lugar, como viera Freud, la tradición popular es también, en última instancia, una máquina no exenta de represión. Cierto que no es una má- quina tecnológico-positivista indiferente a la conservación de ciertos vínculos sociales, pero en su ahistoricidad perpetúa mitos y fábulas que pretenden legitimar la ley patriarcal y ocultan la violencia inherente a todo origen sociológico. Más aún -siguiendo el razonamiento de René Girard-, podemos convenir en que el sacrificio ritual de las sociedades simbólicas implicaba un deseo de conjurar violencia pública, pero tal deseo era emitido desde la esfera de poder y perseguía objetivos de control social.
En segundo término, la coexistencia crítica de que se ha hablado suele desencadenar las formas culturales más impredecibles y diversas. Una isla puede, en un momento dado, acercar o alejar componentes culturales de diversa procedencia con el peor de los resultados posibles —lo cual, por suerte, no es la regla— mientras en la isla contigua el bullente y constante interplay de espumas transcontinentales genera un producto afortunado. Esta circunstancia azarosa hace, por ejemplo, que el grado de africanización de cada cultura local varíe de isla a isla, y que el impacto aculturador de la Plantación se manifieste asimétricamente.
Por lo demás, el texto caribeño muestra los rasgos de la cultura supersincrética de donde emerge. Es, sin duda, un consumado performer que acude a las más aventuradas improvisaciones para no dejarse atrapar por su propia textualidad. (Remito al lector al capítulo 7.) En su más espontánea expresión puede referirse al carnaval, la gran fiesta del Caribe que se dispersa a través de los más variados sistemas de signos: música, canto, baile, mito, lenguaje, comida, vestimenta, expresión corporal. Hay algo poderosamente femenino en esta extraordinaria fiesta: su condición de flujo, su difusa sensualidad, su fuerza generativa, su capacidad de nutrir y de conservar (jugos, primavera, polen, lluvia, simiente, espiga, sacrificio ritual, son palabras que vienen a instalarse). Piénsese en el despliegue de los bailadores, los ritmos de la conga o de la samba, las máscaras, los encapuchados, los hombres vestidos y pintados como mujeres, las botellas de ron, los dulces, el confeti y las serpentinas de colores, el barullo, la bachata, los pitos, los tambores, la corneta y el trombón, el piropo, los celos, la trompetilla y la mueca, el escupitajo, la navaja que corta la sangre, la muerte, la vida, la realidad al derecho y al revés, el caudal de gente que inunda las calles, que ilumina la noche como un vasto sueño, una escolopendra que se hace y se deshace, que se enrosca y se estira bajo el ritmo del ritual, que huye del ritmo sin poder escapar de éste, aplazando su derrota, hurtando el cuerpo y escondiéndose, incrustándose al fin en el ritmo, siempre en el ritmo, latido del caos insular.

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