Octavio Armand: el aliento del dragón


publicado en Tsé Tsé, (número 12), cedido por el autor y por dicha revista a cAchaRRo(s). De Octavio Armand hemos publicado varios poemas inéditos


(Guantánamo, 1946) Poeta y ensayista. Pertenece a uno de esos casos de doble exilio. La familia tuvo que salir de Cuba bajo el régimen de Batista en 1958 y luego bajo Castro en 1961. Ha publicado entre otros: Horizonte no es siempre lejanía (1970) Entre testigos (1974) Piel menos mía (1976) Cosas pasan (1977) C ómo escribir con erizo (1979) Biografía para feacios (1980) Origami (1987) Son de ausencia (1999) Reside en Caracas, Venezuela.


…abra su vientre abrasado

el infierno, el primer fruto
que del nuevo mundo saco.
Lope de Vega, La creación del mundo


Lo puro y lo podrido

La ingestión y la deyección, aseguraba Aristóteles en su tratado Sobre la respiración, nunca se hacen por un mismo canal. Esas funciones, decía apoyándose en la experiencia general, no pueden coincidir en el mismo órgano. La materia nutritiva y la materia corrompida, o sea el oxígeno y el ácido carbónico, entonces desconocidos, no pueden compartir la tráquea, los bronquios, los pulmones.

Por supuesto, Aristóteles estaba equivocado. Sin embargo, la misma lógica parece asistir a san Agustín: al refutar argumentos teleológicos acerca del cuerpo humano, cuestiona la sabiduría de colocar los órganos de reproducción entre los de la defecación y la orina. “Nor wonder how I lost my Wits –diría el atormentado Swift–; Oh! Caelia, Caelia, Caelia shits.”

La anatomía humana, para esta mirada asqueada por las vísceras, no es tan perfecta como la antigua hipótesis de Estagirita. O como el bestiario, donde esa hipótesis sobrevivió durante siglos disfrazada no en la piel del cordero sino en el aliento de la pantera. El bestiario proponía implícitamente un modelo más aceptable del cuerpo, o sea un modelo perfecto. En sus páginas nos vemos a través del comportamiento de los animales, que a su vez son manifestaciones –señales, signos, jeroglíficos— de los designios de Dios. También nos entrevemos: esos animales revelan alegóricamente un dibujo anatómico de un cuerpo idealizado. El dogma, como en una radiografía infinitamente retocada por el asco, muestra un Frankenstein aristotélico que sin duda hubiera merecido la aprobación de san Agustín. Hay un pulmón para el oxígeno y otro aparte para el ácido. El bestiario es un zoológico infinito donde caben perfectamente separados el cielo y el infierno: una jaula enorme para la pantera y otra, pequeña, recóndita, enterrada, para el dragón.

A mediados del siglo XVII, al descubrir la circulación de la sangre y su fundamento:
las partículas nitro-aéreas que un siglo después serían el oxígeno, William Harvey y John Mayow desmantelaron definitivamente esta anatomía utópica. Ya para esa fecha, aunque todavía algunos se empecinaban en describirla como paraíso y otros como infierno, América daba claros indicios de que en ella se habían encontrado y confundido la puro y lo podrido, el aliento de la pantera y el asqueroso aliento del dragón: la utopía era irrespirable.

Una sugestiva aunque minúscula versión de ese encuentro parece estar cifrada en una anécdota gastronómica del siglo XV. La iguana, una de las exquisiteces más codiciadas por el paladar de los indios, resultaba absolutamente repugnante a los primeros viajeros europeos. “comen cuantas culebras é lagartos é arañas é cuantos gusanos se hallan por el suelo –dice, por ejemplo, el doctor Chanca, que acompaña al Almirante en su segundo viaje–; ansi que me parece es mayor su bestialidad que de ninguna bestia del mundo.” Pero en la Española Bartolomé Colón fue persuadido a probar este extraño plato por Anacaona. Evidentemente eran estupendas la retórica y la receta de
la mayor señora de la isla. Lo cuenta Pedro Mártir de Anglería y asegura que cuando los viajeros al fin lograron vencer su repugnancia al olor de la iguana cocinada la consideraron una incomparable delicia.

El olor mata pero el sabor vivifica. En la receta de Anacaona se reconcilian los opuestos del bestiario de Teobaldo: la iguana huele a dragón pero sabe a pantera. El saber se reduce a sabor.



El hospital de los podridos

En el entremés cervantino la palabra pudrición goza de una doble acepción. Referida por el título aparentemente tremebundo de la simpática pieza a hospital, la palabra aparece centrada en el ámbito calamitoso que le corresponde: la enfermedad, la corrosión extrema de lo que se precipita hasta la muerte. Pronto asoma una segunda acepción, que refleja circunstancias muy específicas de la época y que subraya lo que en el término era de particular interés para el autor del Quijote. Pudrición, de pudrirse, quiere decir consumirse y desesperarse por alguna cosa. No se trata, pues, de una enfermedad del cuerpo, como sugiere de inmediato el título, sino más bien de una manía, un desajuste de la mente, del ingenio.

Cabe recordar un hecho evidente: si bien la locura, y específicamente aquella desencadenada por la lectura de novelas caballerescas, es un tema fundamental en Cervantes, la psicología también – por consiguiente— es de decisivo interés.
Examen de ingenios, de Juan Huarte de San Juan, uno de los importantes psicólogos de la época, aparece de perfil a lo largo del Quijote. A lo largo de la obra y a partir del título mismo: al fin y al cabo se tata del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Ingenioso pero también ingenuo: la relación con el ingenioso Odiseo, por ejemplo, es más bien de opuestos. EL Caballero de la Triste Figura le debe cuanto tiene de ingenioso a su ingenium, o sea al compuesto total que permite el conocimiento y que implica la inextricable función de cuerpo y mente.

A raíz de su publicación en 1575, la obra de Huarte de San Juan despertó una gran curiosidad no sólo en España sino en toda Europa. El
examen de ingenio se hará en muchas parte y desde muy diversas aunque entonces imbricadas perspectivas. No sólo la psicología –o la psicolocogía, para jugar nosotros también con las palabras— sino la anatomía, la filosofía, la literatura. Por ejemplo, casi simultáneamente con Cervantes, lo hace Descartes. Aunque permaneció inédita hasta 1701, su Regulae ad directionem ingenii fue redactada antes de 1629. De hecho, el examen de ingenio representa una secularización del interés por la vida interior, la vida espiritual. Es cierto: se sigue practicando el examen de pecados, el examen de conciencia, reglamentado y popularizado por los Ejercicios de un san Ignacio hacia mediados del siglo XVI. Así en 1608 aparece la Introducción a la vida devota de san Francisco de Sales –traducida y publicada por Quevedo en 1634—, cuyos ejercicios para renovar el alma se apoyan en un examen de la misma: Examen del estado de nuestra alma para con Dios, Examen de nuestra alma para con nosotros mismos, Examen de nuestra alma para con nuestro prójimo... Pero los tiempos han cambiado. Descartes, que también busca el alma, lo hace para comprender la mente. ¿Acaso puede sorprender que hacia 1645 la descubriese en una pequeña glándula del cerebro, la glándula pineal? La mente sustituye al espíritu, la razón al alma, el filósofo y el loco al teólogo y al santo.

Los lectores de Cervantes se entregan a una aventura peligrosa: la lectura. La inmensa mayoría de ellos –de nosotros— se harán adoradores de un loco y uno que ha enloquecido precisamente por causa de la lectura. Leer puede ser un pecado, según el Índice; puede ser también una manía. Pero a través de ese acto que nos aparta de todas las actividades y nos sume en infinitas actuaciones surge, en apariencia de loco, el héroe moderno. La lectura enloquece al Quijote, es cierto. Pero la locura lo cura: resulta más noble que los nobles y más cuerdo, en lo profundo, que los cuerdos.

El
Quijote, y antes el Entremés famoso de los romances, modelo de algunos de los primeros capítulos de la novela, son una lectura particular y una particularísima divulgación del tema de la pudrición. Una lectura de innegable y actualizada vigencia en nuestros días, como ha demostrado Manuel Puig.

En el
Entremés famoso de los romances el labrador Bartolo enloquece leyendo romances y, como don Quijote, se lanza a las mil y una aventuras acompañado de un pobre escudero. Su Sancho se llamaba Bandurrio. A Bartolo lo agarran “al pie de unos altos montes”, lo llevan a casa, lo acuestan, para que “durmiendo amanse”. Mientras duerme el labrador se celebra la boda de los amantes Dorotea y Periquillo, quienes también han sido sorprendidos in fraganti en su aventura y a quienes también, como al loco, les tienen la cama hecha. Dos cosas: la cama no es un refugio ni remanso sino reclusión. Es una cama hecha: matrimonio y manicomio no son soluciones tanto como imposiciones. Además las alturas no son peligrosas unicamente para Ícaro. A Bartolo lo prenden “al pie de unos altos montes”; a Dorotea y Periquillo, “el desnudo y ella en faldas”, los sorprenden en la azotea. El final de la obra confirma el peligro de las alturas. Despierta Bartolo y se asoma, según la acotación, “por lo alto del tablado en camisa”. Su aparición en lo alto va a confundir y de echo a enloquecer a todos:


Bartolo.
-------------Ardiéndose estaba Troya,
----------------------torres, cimientos y almenas:
----------------------que el fuego de amor a veces
----------------------abrasa también las piedras.

Todos.
--------------¡Fuego!, fuego!... ¡Fuego!, fuego!
-----------------------------(Éntranse todos.)
----------------------¡Fuego!, dan voces. ¡Fuego!, suena,
----------------------Y sólo Paris dice: abrase a Elena.

Todos, ese personaje que somos todos, quedan contaminados por la locura. Bartolo los confunde: creen que anuncia un peligro y huyen gritando fuego. Pero terminan en las llaman del Romance de Troya; terminan abrasados, ellos también, en la fascinante hoguera de Bartolo: la locura. ¿No sucede algo parecido en el caso del
Quijote? ¿No terminamos contaminados todos los lectores, personajes que página a página nos añadimos a la novela, por la locura del Quijote? ¿No quedamos hechizados por el loco? La lectura, la representación, no son exámenes de ingenios pero sí espejos de ingenios: los nuestros.

También enloquecen los personajes en
El hospital de los podridos. Todos se pudren. Una pieza simpática pero a la vez sintomática: hay algo podrido en Dinamarca, decía un contemporáneo de Cervantes, pero en España todo se pudre.

Dice el Rector al comienzo de la obra:


---------------Era tanta la pudrición que había en este lugar, que corría gran peligro de engendrarse una peste, que muriera más gente que el año de las landras; y así han acordado en la república, por vía de buen gobierno de fundar un hospital para que se curen los heridos de esta enfermedad o pestilencia, y a mí me han hecho rector.


Al final el pobre Rector, podrido, es un recluso más. ¿Cómo sorprenderse? El número de pacientes en el hospital es exactamente el mismo que el número de ciudadanos de la república.
El hospital de los podridos es una lectura tragicómica, lococuerda de La república de Platón. ¿No dije que se trataba de una pieza simpática pero a la vez sintomática? España se hunde, se pudre. Pero los síntomas atañen a América y debemos señalarlo. Hacia la mitad de la pieza, dice Leiva: “¡Los podridos que se van desmoronando! Y, si no se pone remedio, en pocos días se multiplicarán tanto, que sea menester que haya otro nuevo mundo, donde habiten.”

El Nuevo Mundo, aquí, nada tiene de utopía. Hospital, manicomio, basurero... Que haya un nuevo mundo, otro nuevo mundo, para podrirlo, para podridos. Un mercado para marcados. Nuevo pero podrido, el mundo ya descubierto –y aun otro nuevo mundo por descubrir– está asociado a la aventura y la navegación, sí, pero también a la desventura y la enfermedad. Un hecho dramático que corrobora este diagnóstico: siglos después, en 1980, Cuba exporta una cantidad de locos a Estados Unidos.

El hospital de los podridos crece constantemente y constantemente se desplaza. El éxodo del Mariel es uno de sus innumerables episodios. Todo el descubrimiento de América, así visto, no es sino un extraño recorrido más de alguna nave de locos. Una enfermedad móvil, una más.


Verdad es que no es

En 1762 el conde de Albemarle, que entonces gobernaba la isla de Cuba, se quejaba del pésimo estado del papel en que escribía. “Everything spoils in this country”, sentenció. En el trópico entrópico todo se pudre. No se trataba de hispanofobia ni de calculado desdén por parte del gobernador inglés. En las Actas Capitulares del Ayuntamiento de la Habana las notas correspondientes al cabildo del 2 de octubre de 1840 testimonian exactamente lo mismo: “Como la trasuntación de los protocolos urge sobremanera, en razón á... lo poco q. se conservan los manuscritos, y aun los mismos impresos, en este país...”

Tanto en el gobernador inglés como en el cabildo criollo se siente todavía una antigua frustración: Cuba no era la India, fuente inagotable de especias aromáticas y drogas con que conservar la salud y sazonar la comida. El tema de la pudrición, en los siglos XVIII y XIX, está ligado a una ausencia, a una desaparición: la novedad de América hizo aun más remota a la India. Esto no era sino las Indias Occidentales. Una babélica confusión de nombres, promovida por enormes expectativas y engañosas apariencias, había colocado indios en estas orillas. Las expectativas pronto se frustraron pero dejaron como rastro nombres engañosos que han ayudado a perpetuar –a pesar de que aquí también se corrompe el lenguaje— un mundo de bambalinas y apariencias. Hay algo profundamente paródico en todo lo americano: sus fórmulas económicas, políticas, sociales, son grotescas caricaturas. Grotescas sobre todo cuando, espoleado por ideologías que pretenden afincarlo en su identidad, el americano se propone nada menos que parecerse a sí mismo. Así no sólo se impone como meta un destino rigurosamente inevitable sino que constantemente recurre, para comprobar el progreso de su empeño, a modelos disfrazados de espejo. ¡Todavía nos fascinan los espejitos que traen nuestros conquistadores!

En la época colonial el tema de la pudrición esta ligado a una ausencia. Pero existía ya desde el siglo XV. “Hay en esta tierra muy singular pescado –escribe el doctor Chanca en su carta sobre el segundo viaje de Colón—mas sano quel de España. Verdadsea que la tierra no consiente que se guarde de un día para otro porque es caliente é humida, é por ende luego las cosas introfatibles ligeramente se corrompen”. El tema de la pudrición existió siempre. Sólo que en el siglo XV aún no estaba desligado del hechizo de la India y sus especias. El propio doctor Chanca, cuyas páginas repletas de extraños sabores y perfumes resultan casi aromáticas, reúne en su prosa enumerativa la podredunbre y las especias, como si así, surrealista
avant la lettre, reconciliara los contrarios. Es testigo, como Dante, de otro mundo. Y como el florentino va a enumerar sus visiones:


------------...Hay infinitos árboles de trementina muy singular é muy fina. Hay mucho alquitira, también muy buena. Hay árboles que pienso que llevan nueces moscadas, salvo que agora estan sin fruto, é digo que lo pienso porque el sabor y olor de la corteza es como de nueces moscadas. Vi una raíz degengibre que la traía un indio colgada al cuello. Hay también linaloe, aunque no es de la manera del que fasta agora se ha visto en nuestras partes; pero no es de dudar que sea una de las especias de linaloes que los doctores ponemos. También se ha hallado una manera de canela, verdad es que no es tan fina como la que allá se ha visto, no sabemos si por ventura lo hace el defeto de saberla coger en sus tiempos como s eha coger, ó si por ventura la tierra no la lleva mejor.


“También se ha hallado mirabolanos cetrinos –añade para finalizar la enumeración, descomponiéndola literalmente–, salvo que agora no estan sino debajo del árbol, como la tierra es muy humida esta podridos, tienen el sabor mucho amargo, yo creo sea del podrimiento; pero todo lo otro, salvo el sabor que está corrompido, es de mirabolanos verdaderos.”

La detallada enumeración de estos productos americanos, algunos de los cuales, como la ipecacuana, por ejemplo, transformarían la farmacopea del Viejo Mundo, no es fortuita. Al contrario: pretende satisfacer una curiosidad y un apetito insaciables. Los mapas de mediados de siglo XV, de la época en que la caída de Constantinopla agudizaría la necesidad de otro acceso al Oriente, ponen de manifiesto la extremada importancia que el comercio de especias tenía en los proyectos de navegación y exploración. En el mapamundi del benedictino Andreas Walsperger, dibujado en Constanza en 1449, donde figura al oriente el Paraíso Terrenal –representando por un gran castillo gótico, como correspondía a un pensamiento todavía medieval—, aparece un letrero en la isla
Taperbana que reza: “el lugar de la pimienta”. En otra isla, frente a la costa arábiga, se ha escrito: “Aquí se vende la pimienta”. Hay un letrero parecido en el mapamundo de Fray Mauro, de 1459. De una isla que aparece al sureste, cerca del borde de este mapa circular que es considerado la cúspide de la cartografía medieval, se advierte: “Isola Colombo, donde hay copia de oro y muchas mercancías y produce pimienta en cantidad...” No en vano en el comienzo mismo del Memorial que envía a los Reyes Católicos en 1494, el Almirante antepone la abundancia de especias a la de oro: “...porque las cosas d’especería en solas las orillas de la mar syn aver entrado dentro en la tierra, se halla tal rastro é prinçipios d’ella, que es razón que se esperen muy mejores fines; y esto mismo en las minas del oro...”

La leyenda del ave del paraíso, inventada por el naturalista español Francisco López de Gómara, obedece al mismo apetito. En septiembre de 1522 había atracado en Sevilla el
Victoria, el único barco de la flota de Magallanes que lograra sobrevivir la vuelta al mundo. Era casi un buque fantasma. La tripulación estaba consumida por el escorbuto y otros males. Pero a bordo, junto a una valiosísima carga de especias, venían algunas maravillosas pieles de aves perfectamente cubiertas de vistoso y sedoso plumaje. Al examinarlas, López de Gómara se asombró: no tenían patas ni huesos. “Somos de la opinión –concluyó— de que estas aves se alimentan con el néctar de los árboles de las especias. Pero, sea como sea, hay algo que es un hecho, y es que nunca se descomponen.”

Verdad es que no es: volvemos a la frase del doctor Chanca para subrayarla con aves del paraíso, América y barroco. Verdad es que no es: el barroco, la época del desengaño, pone de moda al cadáver y las frutas confitadas. El hechizo de la corrupción es en el fondo idéntico al de la conserva. “Sería bien mandar traer en los navíos que vinieran –pide Colón a los Reyes Católicos en 1494–, allende de las otras costas..., conservas, que son fuera de ración y para conservación de la salud...” En el teatro y la novela del Siglo de Oro, luego en la pintura del barroco, aparecen las bandejas o cajas de frutas confitadas, que aluden no sólo a los placeres de la mesa y el paladar sino al triunfo de la fe sobre la tentación y la corrupción definitiva de la muerte y el pecado. El sibaritismo y el ascetismo, en la glacial transparencia de las frutas, logran milagrosamente coexistir. En
Paradiso, esa catedral barroca y habanera, se acentúa marcadamente el valor sencial de los confitados, lo que en el salto atávico del barroco lezamiano pudiéramos llamar, con Lezama, el peso del sabor. El valor moral de los confitados resalta, por ejemplo, en Quevedo. En su traducción de La vida devota de san Francisco de Sales nos deja oblicuamente pero por lo mismo perfectamente delineada su forma de pesar el sabor:

Es la mayor y más fructuosa unión del marido y de la mujer la que se hace en la santa devoción, a la cual se debrían llevar uno a otro. Hay frutas, como el membrillo, que por la aspereza de su zumo no son muy agradables sino en conserva; hay otras, que por su ternura y delicadeza no pueden durar si no se ponen también en conserva, como son las cerezas y albaricoques. Así las mujeres deben desear que sus maridos estén confitados en el azúcar de la devoción, porque el hombre sin la devoción es un animal áspero y rudo; y los maridos deben desear que las mujeres sean devotas, porque sin la devoción la mujer es en extremo frágil y sujeta a caerse y apartarse de la virtud.

América, en la brillante y sombría España de Quevedo, ya ha perdido la promesa de paraíso. Está asociada más bien al sentido de decadencia y podredumbre que entonces lo corroe todo. Recordemos
El hospital de los podridos, donde nos sorprendieron estas líneas tremendamente elocuentes: “¡Los podridos que se van desmoronando! Y, si no se pone remedio, en pocos días se multiplicarán tanto, que sea menester que haya otro nuevo mundo donde habiten.” Esta América no es la que se pudo soñar a través de López de Gómara sino la que otro naturalista, Georges Louis Le Clerc, conde de Buffon, pintaba como un sitio infernal y espantoso.

En América todo se corrompe, todo se ahoga, dice Buffon, como si acabara de recibir una carta del conde de Albemarle: “Dans cet état d’abandon, tour languit, tout se corrompt, tout s’étouffe...” Inmediatamente se refiere al aire en términos que hacen recordar ciertas observaciones del padre Joseph de Acosta acerca del viento en estas latitudes. “En diversas partes de Indias –escribe en
Historia natural y moral de las Indias— vi rejas de hierro molidas y desechas, y que apretando el hierro entre los dedos se desmenuzaba como si fuera heno o paja seca, y todo esto causado de sólo el viento, que todo lo gastaba y corrompía sin remedio...” La altura contribuye a que esto sea así. De la sierra Pariacaca del Perú asegura que “es cosa inmensa lo que se sube, que a mi parecer los puertos nevados de España y los Pirineos y Alpes de Italia, son como casas ordinarias respecto de torres altas, y así me persuado que el elemento del aire esta allí tan sutil y delicado, que no se proporciona a la respiración humana, que lo requiere más grueso y más templado, y esa creo es la causa de alterar tan fuertemente el estómago y descomponer todo el sujeto.”

Verdad es que no es: se confunden el aliento de la pantera y el aliento del dragón. La conserva y su reverso, el cadáver, son una misma cosa. Una anécdota de Jerónimo Costilla recogida por el padre Acosta resume el hechizo ejercido por esta conjunción. A Costilla, poblador del Cuzco, le faltaban varios dedos de los pies. Se le habían caído en Chile “porque penetrados de aquel airecillo, cuando los fue a mirar estaban muertos, y como se cae una manzana anublada del árbol, se cayeron ellos mismos, sin dar dolor ni pesadumbre.” Estos dedos más obedientes a la ley de Newton que al esqueleto no resultan tan asombrosos como la anécdota referida por este capitán cuyo apellido milagrosamente no se le cayó.

Refería el sobredicho capitán, que de un buen ejército que había pasado los años antes, después de descubierto aquel reino por Almagro, gran parte había quedado allí muerta, y que vio los cuerpos tendidos por allí, y sin ningún olor malo ni corrupción. Y aun añadía otra cosa extraña: que hallaron vivo un muchacho y preguntando cómo había vivido, dijo que escondiéndose en no sé qué chocilla, de donde salía a cortar con un cuchillejo de la carne de un rocín muerto... La misma relación oí a otros, y entre ellos a uno que era de La Compañía, y siendo seglar había pasado por allí. Cosa maravillosa es la cualidad de aquel frío, para matar, y juntamente para conservar los cuerpos muertos sin corrupción.

En esta paradoja se complace el Inca Garcilaso. Con ella puede defender a su tierra: “ En el Cuzco, por participar, como decimos, más de frío y seco que de calor y húmido, no se corrompe la carne; que si cuelgan un cuarto della en un aposento que tenga ventanas abiertas, se conserva ocho días, y quince, y treinta, y ciento, hasta que se seca como un tasajo.”

En sus
Comentarios reales el Inca enfoca el tema de la corrupción sólo para echárselo en cara a los europeos. Parece tener en la mente la exaltación apocalíptica de Zacarías cuando profetiza terribles plagas para todos aquellos pueblos que combatieron contra Jerusalén. “La carne de ellos –leemos en el capítulo 14 del Libro de Sacarías— se disolverá estando ellos sobre sus pies, y se consumirán sus ojos en sus cuencas, y su lengua se les pudrirá en la boca.” Los españoles sistemáticamente confunden o trastocan los nombres de nuestros frutos. “La fruta que los españoles llaman peras, por parecerse a las de España en el color verde y en el talle, llamen los indios palta...”Otra fruta llaman los indios pacay, y los españoles guabas...” En una de las numerosas ocasiones en que corrige el español de los españoles, el Inca señala cómo la babélica confusión de nombres va corrompiendo la lengua en América: “Hay otra fruta grosera que los indios llaman rucna, y los españoles lucma, por que no quede sin la corrupción que a todos los nombres les dan.” El Inca se reprocha por su mala memoria: “por la mala guarda que ha hecho y hace de muchos vocablos de nuestro lenguaje”. Verdad es que no es: ¿Cuál es nuestro lenguaje? ¿El español del Inca? ¿El quechua de los españoles? ¿O es la corrupción misma de nuestro idioma? Lo cierto es que el Tawantisuyu tiene un parecido implícito con Jerusalén: a los ejércitos que los debastaron se les pudre la lengua en la boca.

Según el Inca, América sí cumple la promesa del paraíso como especiero. El árbol
mulli, el chinchi ullo y el uchu, fruto este último, que los españoles llaman axi por el nombre que tenía en las islas de Barlovento, superan con creces cuanto pudo llegar a las mesas europeas a través de Constantinopla. “Generalmente todos los españoles que de Indias vienen a España –dice del pimiento, que espanta a las “sabandijas ponzoñosas”— lo comen de ordinario, y lo quieren más que las especias de la India Orienta”.

Al transcurrir los años, y ya lograda la independencia, ese espejismo, los americanos volcarán la mirada sobre su realidad y la hallarán no sólo desabrida sino peligrosamente corrompida. Verdad es que no es. Aquí la imaginación misma se estanca, se pudre. “¿Por qué siempre rebajarlo todo y alabarlo como sentido común?... Mientras Inglaterra se esmera por curar la podredumbre de la papa –se pregunta Thoreau en
Walden–, ¿Nadie se esmerará por curar la podredumbre del cerebro, que prevalece mucho más amplia y fatalmente?” Esa pregunta se la hacia Thoreau en el norte en 1854. Lamentablemente más de un siglo después los americanos del sur tenemos que preguntarnos lo mismo.



Un cadáver exquisito


Tuvo la suerte de no dejar una imagen exacta, inequívoca, de su rostro. Porque su perfil y su nombre han sido destinados a las dos caras de la moneda. Lo más sucio es ahora lo que más lo evoca: el dinero. Lo que corrompe, lo que todos codician y muchos roban. ¿Qué tendrá que ver el Bolívar de los bolívares con aquel hombre que murió solo y lejos? En la moneda y en la estatuaria se expresa una nostalgia venezolana por lo heroico. Una nostalgia que crece y que paradójicamente disimula o encubre el saqueo sistemático a que ha sido sometido el país. Ni Bolívar robaba ni se robaban los bolívares, dice esa nostalgia. El mármol, lo monumental, lo que por su propia naturaleza y dimensión permite soslayar más que expresar la identidad, remite a una época que la añoranza dibuja sin sombra ni corrupción. Una época de figuras gigantescas y marmóreas. En ese mármol, además, se cifra una nostalgia racial y social: del blanco y del mundo criollo desaparecido.

En 1812 había dicho: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca.” Pocos años después, en 1830, la naturaleza no lo perdona. Deja entonces su último retrato. Un retrato a medio cuerpo que firma Alejandro Próspero Reverend. Se trata del protocolo de autopsia del Libertador. Destaco del mismo aquellos elementos de textura, imagen y color, que permiten enfocarlo como retrato, el único rigurosamente fidedigno por cierto.

Habitus del cuerpo: cadáver a los dos tercios del marasmo, descoloramiento universal, tumefacción en la región del sacro, músculos muy poco descoloridos y consistencia natural.

Cabeza: los vasos de la aracnoides en la mitad posterior, ligeramente inyectados, las desigualdades y circunvoluciones del cerebro recubiertas con una materia pardusca, de consistencia y trasparencia gelatinesca; un poco de serosidad semi-roja bajo la dura mater...

Pecho: ...endurecimiento en los dos tercios superiores de cada pulmón; el derecho casi desorganizado, presenta un manantial abierto, de color de las heces del vino, jaspeado de algunos tubérculos de diversos tamaños no muy blandos; el izquierdo, aunque menos desorganizado, ofrece la misma afección tuberculosa; y dividiéndolo con el escalpelo se descubre una concreción calcárea irregularmente angular, del tamaño de una pequeña avellana. Abierto el resto de los pulmones con el instrumento, derramó un moco parduzco que por la presión se hizo espumoso. El corazón no ofreció nada de particular, aunque bañado de un líquido ligeramente verdoso, contenido en el pericardio.

Abdomen: el estómago dilatado por un licor amarillento de que estaban fuertemente impregnadas sus paredes... Los intestinos delgados estaban ligeramente meteorizados... El hígado, de un volumen considerable, estaba un poco escoriado en su superficie cóncava...

Verdad es que no es. Acá todo se pudre: hasta el mármol. Cierto: a todos nos espera un capítulo final en algún manual de patología. Pero en el orden simbólico la corrupción del cadáver del Libertador es algo que prosigue, que día a día se manifiesta con mayor virulencia. Una muerte sin fin: la cotidiana y casi infinita corrupción de los bolívares no deja descansar al muerto. Lo sigue matando, pudriendo. La historia ha llenado a todos nuestros países de gigantescos mármoles agusanados.

Caracas, 18 de octubre de 1989