JUAN JOSÉ SAER, un relato


De Juan José Saer en fogonero emergente
dos de Saer sobre Di Benedetto
y Concepto de ficción

VERDE Y NEGRO

(Cuento publicado en Unidad de lugar, Editorial Galerna,
Buenos Aires, Argentina 1967)

a Raúl Beceyro

Palabra de honor, no la había visto en la perra vida. Eran la como la una y media de la mañana, en pleno enero, y como el Gallego cierra el café a la una en punto, sea invierno o verano, yo me iba para mi casa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, caminando despacio y silbando bajito bajo los árboles. Era sábado, y al otro día no laburaba. La mina arrimó el Falcon al cordón de la vereda y empezó a andar a la par mía, en segunda. Cómo habré ido de distraído que anduvimos así cosa de treinta metros y ella tuvo que frenar y llamarme en voz alta para que me diera vuelta. Lo primero que se me cruzó por la cabeza era que se había confundido, así que me quedé parado en medio de la vereda y ella tuvo que volverme a llamar. No sé qué cara habré puesto, pero ella se reía.

–¿A mí, señora? –le digo, arrimándome.
–Sí –dice ella–. ¿No sabe dónde se puede comprar un paquete de americanos?

Se había inclinado sobre la ventanilla, pero yo no podía verla bien debido a la sombra de los árboles. Los ojos le echaban unas chispas amarillas, como los de un gato; se reía tanto que pensé que había alguno con ella en el auto y estaban tratando de agarrarme para la farra. Me incliné.

–¿Americanos? ¿Cigarrillos americanos?
–Sí –dijo la mina. Por la voz, le di unos treinta años.

El Gallego sabe tener importados de contrabando, una o dos cajas guardadas en el dormitorio. Si uno de nosotros se quiere tirar una cana al aire, se lo dice y el Gallego le contesta en voz baja que vuelva a los quince minutos.

–De aquí a tres cuadras hay un bar –le dije–. Sabe tener de vez en cuando. Tiene que ir hasta Crespo y la Avenida. ¿Conoce?
–Más o menos –dijo.

Me preguntó si estaba muy apurado y si quería acompañarla. "Zápate, pensé; una jovata alzada que quiere cargarme en el coche para tirarse conmigo en una zanja cualquiera". El corazón me empezó a golpear fuerte dentro del pecho. Pero después pensé que si por casualidad el Gallego no había cerrado todavía y me veía aparecer con semejante mina en un bote como el que manejaba, bajándome a comprar cigarrillos americanos, todo el barrio iba a decir al otro día que yo estaba dándome a la mala vida y que estaba por dejar de laburar para hacerme cafisio. Para colmo, en verano las viejas son capaces de amanecer sentadas en la vereda.

–Ya debe de estar cerrado –le dije, y no sé en qué otra parte puede haber.
La mina me tuteó de golpe.
–¿Tenés miedo? –dijo, riéndose.
Encendió la luz de adentro del coche.
–¿No ves que estoy sola? –dijo.

Mi viejo era del sur de Italia, y los muchachos me cargan en cuestión minas, porque dicen que yo, aparte de laburar y amarrocar para casarme, no pienso en otra cosa. Dicen que los que venimos de sicilianos tenemos la sangre caliente. No sé si será verdad, y no pude ver mi propia cara, pero por la risa de ella me di cuenta de que con uno solo de los muchachos que hubiese estado presente, en lo del Gallego me habrían agarrado de punto para toda la vida.

Era rubia y tostada y llena por todas partes, que parecía una estrella de cine. "No me lo van a creer", pensé. "No me lo van a creer cuando se los cuente". Sentí calor en los brazos, en las piernas y en el estómago. Tragué saliva y me incliné más y ella me dio lugar para que me apoyara en el marco de la ventanilla. Tenía un vestido verde ajustado y alzado tan arriba de las rodillas, seguro que para manejar más cómoda, que poco más y le veo hasta el apellido. ¡Hay que ver cómo son las minas de ahora! ¡Y pensar que la hermana de uno es capaz de andar en semejante pomada, y uno ni siquiera enterarse!

–No –le dije–, qué voy a tener miedo. ¿Miedo de qué?
–Y, no sé –dijo ella–. Como no querés acompañarme...

A las minas hay que hacerlas desear; cuando uno más se hace el desentendido, a ellas más les gusta la pierna, sobre todo si se avivan de que uno es piola. Ahí no más la traté de vos.

–¿Acompañarte adónde? –le dije.
–No te hagás el gil –me dijo ella, sonriendo. Después se puso seria–. Ando buscando gente para ir a una fiesta.

Cosa curiosa: se reía con la mitad de la cara, con la boca nada más, porque los ojos amarillos no parecían ni verme cuando se topaban conmigo.

–No estoy vestido –le dije.
Ahí sí me miró fijo, a los ojos.
–Subí –me dijo.

Abrí la puerta, despacio, mirándola; ella se corrió al volante, y yo me senté sobre el tapizado rojo protegido con una funda de nailon. Pensé que ver la vida desde un bote así, siempre, es algo que debe reconciliarlo a uno con todo: con la mala sangre del laburo, los gobiernos de porquería y lo traicionera que es la mujer. Le puse la mano sobre la gamba mientras lo pensaba: tenía la carne dura, caliente, musculosa, y yo sentía los músculos contraerse cuando apretaba el acelerador. "No me lo van a creer cuando se los cuente", pensé, y como vi que la mina me daba calce me apreté contra ella y le puse la mano en el hombro.

–¿Dónde es la fiesta? –le pregunté.
–En mi casa –dijo vigilando el camino, sin mirarme.

Doblamos en la primera esquina y empezamos a correr en dirección a la Avenida. Dejamos atrás las calles oscuras y arboladas, y a las dos cuadras nos topamos con la Avenida iluminada con la luz blanca de las lámparas a gas de mercurio. Había bailes por todas partes, se ve, porque los coches corrían en todas direcciones y mucha gente bien vestida andaba en grupos por las veredas, hombres de traje azul o blanco o en mangas de camisa, y mujeres con vestidos floreados. De golpe me acordé que en Gimnasia y Esgrima estaban D'Arienzo y Varela-Varelita, y por un momento me dio bronca que se me hubiese pasado, pero cuando sentí la gamba de la mina moviéndose contra la mía para aplicar el freno, pensé: "Pobres de ellos". El Falcon entró en la Avenida y empezó a correr hacia el norte.

–Separate un poco hasta que pasemos la Avenida –me dijo la mina.

Íbamos a noventa por la Avenida por lo menos. Se ve que a la mina le gustaba correr, cosa que no me gustó ni medio, porque había mucho tráfico a esa hora, y la Avenida no es para levantar tanta velocidad. Cuando la Avenida se acabó, doblamos por una calle oscura, llena de árboles, y la mina aminoró la marcha, para cuidar los elásticos por cuestión del empedrado. Yo volví a juntarme con ella y ella se rió. Se dejó besar el cuello y me pidió un cigarrillo.

–Fumo negros –le dije.
–No importa –dijo ella.

Le puse el Particular con filtro en los labios y se lo encendí con la carucita. La llama le iluminó los ojos amarillos, que miraban fija la calle adelante, como si no la vieran. La luz de los faros hacía brillar las hojas de los paraísos. No se veía un alma por la zona. Cuando le toqué otra vez la pierna me pareció demasiado dura, como si fuera de piedra maciza, y ya no estaba caliente. No voy a decir que estaba fría, la verdad, pero le noté algo raro. A la mitad de la cuadra, en la calle oscura, aplicó los frenos y paró el coche al lado del cordón. La casa era chiquita y el frente bastante parecido al de mi casa, con una ventana a cada lado de la puerta. De una de las ventanas salían unos listones de luz a través de las persianas que apenas se alcanzaban a distinguir. La mina apagó todas las luces del auto y se echó contra el respaldar del asiento, suspirando y dándole dos o tres pitadas al cigarrillo. Después tiró el pucho a la vereda.

–Llegamos –dijo.

A mí me la iba hacer tragar, de que con semejante bote iba a vivir ahí. Era un bulín, clavado, pero no se lo dije, porque me fui al bofe enseguida, y ella me dejó hacer. Estuvimos como cinco minutos a los manotazos, y me dejó cancha libre; pero no sé, había algo que no funcionaba, me daba la impresión de que con todo, ella seguía mirando la calle por arriba de mi cabeza con sus ojos amarillos. Después me acarició y me dijo despacito:

–Vení, vamos a bajar. No hagás ruido.

Bajamos, y ella cerró la puerta sin hacer ruido. La puerta de calle del bulín estaba sin llave y el umbral estaba negro, no se veía nada. Al fondo nomás se alcanzaba a distinguir una lucecita, reflejo de la luz encendida de alguno de los cuartos, la que se veía desde la calle, seguro. Por un momento tuve miedo de que estuviera esperándome alguno para amasijarme, pero después pensé que una mina que aparecía en un Falcon no podía traer malas intenciones. Enseguida se me borraron los pensamientos, porque la cosa me agarró la mano, se apoyó en la pared y me apretó contra ella, cerrando la puerta de calle. Me empezó a pedir que le dijera cosas, y yo le dije "corazón", o "tesoro", o algo así; pero ella me dijo con una especie de furia, sacudiendo la cabeza, que no era eso lo que quería escuchar, sino algo diferente. Era feo lo que quería, la verdad; para qué vamos a decir una cosa por otra. Y cuando empecé a decírselas –uno pierde la cabeza en esos casos, queda como ciego y hace lo que le piden– me pidió que se las dijera más fuerte. Yo estaba casi gritándoselas cuando ella dejó de escucharme, me agarró de la manga de la camisa y caminando rápido, casi corriendo, me arrastró hasta el dormitorio, que era la pieza que estaba con la luz encendida.

No había más que la cama de dos plazas y una silla. Me dio la impresión de que no había un mueble más en toda la casa. Con ese coche, y un bulín tan desprovisto. Pensé que no le interesaba más que la cama y una silla cualquiera para dejar la ropa. Se desnudó rápido, y yo también. Nos metimos en la cama. Al inclinarme sobre la mina pensé que si no la hubiese encontrado en la vereda de mi barrio, en ese momento estaría durmiendo en mi cama, hecho una piedra, como muerto, porque yo nunca sueño. Quién la había hecho doblar por esa esquina, y quién me había hecho a mí ir al bar del Gallego, y quién me había hecho retirarme a la hora que me retiré para que ella me encontrara caminando despacio bajo los árboles, es algo que siempre pienso y nunca digo, para que no me tomen para la farra. Ahí nomás me le afirmé y empecé a serruchar y ella me fue respondiendo con todo, cada vez más. Las minas se ablandan a medida que el asunto empieza a avanzar; tienen varias marchas, como el Falcon: pasan de la primera a la segunda, y después a la tercera, y hasta a la cuarta, para la marcha de carretera. Uno, en cambio, se larga en primera y a toda velocidad, y a la mitad del camino queda fundido.

Algo siguió funcionando dentro de ella después que yo terminé, porque todo el cuerpo se le puso duro y áspero como un tablón de madera y cerró los ojos, y agarrándome los hombros me apretó tan fuerte que al otro día cuando desperté en mi casa todavía sentía un ardor, y mirándome en el espejo vi que tenía todo colorado. Después la mina se aflojó y se puso a llorar bajito. Lloró sin decir palabra durante un rato y después empezó a hablar. "Siempre lo mismo", pensé. "Primero te hacen hacer cualquier locura, y después que te sacaron el jugo como a una naranja, se ponen a llorar".

–¿Qué me hacés hacer? –dijo la mina, llorando bajito–. ¿Hasta cuándo vamos a seguir haciéndolo? ¿Todo esto en nombre del amor? ¿Para no separarnos? Es insoportable.

Lloraba y sacudía la cabeza contra la almohada húmeda. Insoportable. Insoportable –decía, mirando siempre fijo por encima de mi cabeza con sus ojos amarillos.

Yo no le dije nada, porque si uno se pone a discutir con una mina en esa situación, seguro que la mina termina cargándole el muerto. "Me he hecho llamar puta para vos en el umbral", dijo la mina. Ahí empezó a pegar un alarido que cortó por la mitad, como si se ahogara, y siguió llorando. No tuve tiempo de pensar nada, y no por falta de voluntad, porque en el momento en que la mina dijo eso y trató de pegar el alarido, ya había empezado a trabajarme el balero y a hacerme sentir que esa mirada amarilla que la mina no parecía fijar en ninguna parte, había estado siempre fija en algo que nadie más que ella veía; tanto me trabajó el balero que estuve a punto de pensar que yo no era más que la sombra de lo que ella veía. Pero el llanto del tipo sonó atrás mío antes de que yo empezara a carburar, y ése fue el momento en que salté de la cama, desnudo como estaba: justo cuando sonó su voz, entorpecida por el llanto.

–Dios mío. Dios mío –dijo.

Estaba parado en la puerta del dormitorio, en pantalón y camisa. Se tapaba la cara con la mano, y no paraba de llorar. Pensé que era el macho o el marido y que nos había pescado con las manos en la masa, y me vi fiambre. Pero ni se fijó en mí. La mina estaba desnuda sobre la cama y lloraba mirándolo al punto que seguía con la cara tapada con la mano y no paraba de llorar. Si antes yo había sentido que era como una sombra, ahora sentía que ni eso era. "Dios mío. Dios mío", era todo lo que decía el tipo. Y la mina lo miraba fijamente y lloraba sin hablar. Cuando terminé de vestirme me acerqué a la cama.

–Señora –dije.

La mina ni me miró. Tenía los ojos amarillos clavados en el tipo y pareció no escucharme.

–¿Estás satisfecho? –dijo–. ¿Estás satisfecho?
–Amor mío –dijo el tipo, sin sacarse la mano de la cara.

Salí abrochándome el cinto y tuve que ponerme de costado para pasar por la puerta, porque el tipo ni se movió. Tenía una camisa blanca desabrochada hasta más abajo del pecho y se le veía la piel tostada. Se notaba a la legua que estaba quedándole poco pelo en la cabeza, porque eso que la mano dejaba ver encima de las cejas medias levantadas, era más alto que una frente. Parecía recién bañado, por el olor que le sentí. Para mí que había estado todo el día al sol, en el río, tanta fue la sensación de salud que me dio cuando pasé al lado de él.

Atravesé el umbral negro y salí a la calle. El Falcon estaba ahí, con las luces apagadas. Me paré un momento delante de las rayitas de luz que se colaban a la calle, y arrimando el oído a la persiana del dormitorio los oí llorar. Traté de espiar por las rendijas de la ventana, pero no vi una papa. Solamente escuché otra vez la voz de la mina, diciendo esta vez ella "Amor mío" y después cómo lloraban los dos, y después nada más. Me paré recién un par de cuadras más adelante, porque empezó a fallarme la carucita, y aunque no había viento me tuve que arrimar a la pared para poder encender el Particular con filtro que me temblaba apenas en los labios. Con el primer chorro de humo seguí caminando bajo los árboles oscuros, pero ni silbé nada, ni me puse las manos en los bolsillos del pantalón. Tenía la espalda pegada a la camisa, que estaba hecha sopa.

Cuando tiré el Particular con filtro y encendí el otro, sobre el pucho, la carucita no me falló, y llegué a la Avenida. Pensé en el bar del Gallego y en los muchachos, y en la cara que hubiesen puesto si se me hubiese dado por contárselo. Había menos gente en la Avenida, pero seguro que al terminar todos los bailes las calles iban a llenarse otra vez. Miré y vi que estaba lejos del barrio, y sintiendo en la cara un aire fresco que estaba empezando a correr, me apuré un poco, cosa de no perder el último colectivo.




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La ideología de Pasolini, ALBERTO MORAVIA







(traducción para Cacharro(s) por Álvaro Modigliani)








En principio estaba el pacto de la homosexualidad convenida, de igual modo que la heterosexualidad, o sea como relación con lo real, como una cristalización stendhaliana, como hilo de Ariadna en el laberinto de la vida. Pensemos sólo un momento en la importancia fundamental que el amor ha tenido siempre en la cultura occidental, cómo ha inspirado construcciones del espíritu, grandes sistemas cognoscitivos, y veremos que en la vida de Pasolini la homosexualidad asumió la misma función que tuvo la heterosexualidad en tantas otras vidas no menos intensas y creativas que la suya.

Al lado del amor, se hallaba la pobreza. Pasolini emigró del Norte a Roma y fue a vivir a un modesto alojamiento en los alrededores. Durante este tiempo descubre las capas más bajas del proletariado como sociedad alternativa y revolucionaria, análoga a la sociedad protocristiana, o sea portadora de un mensaje inconsciente de humildad y pobreza contrapuesto al hedonista y nihilista de la burguesía. Pasolini hace este descubrimiento a través de su profesión de maestro, y sobre todo a través de sus amores con los subproletarios de los suburbios pobres de Roma. Lo que equivale a decir que allí se encuentra a sí mismo, el sí mismo definitivo que conoceremos por tantos años hasta su muerte.

El descubrimiento de las capas más bajas del proletariado transforma profundamente su comunismo, ortodoxo probablemente en ese entonces. El mismo no será entonces un comunismo iluminista y, menos aún, científico. O sea, no será un comunismo marxista sino populista y romántico, animado de piedad patriótica, de nostalgia filológica y de reflexión antropológica con arraigo en la tradición más arcaica, y proyectado al mismo tiempo en la utopía más abstracta. Es superfluo agregar que semejante comunismo era fundamentalmente sentimental por ser existencial, creador e irracional. Sentimental por consciente elección cultural y crítico porque cada posición sentimental permite contradicciones que excluyen el uso de la razón.

Ahora bien, Pasolini había descubierto muy temprano que la razón no se adapta a servir, viene servida. Y que sólo las contradicciones permiten la afirmación de la personalidad. En otras palabras, razonar es anónimo; contradecirse es personal. De todos modos, el descubrimiento sociológico y erótico de los barrios bajos de Roma hace transitar a Pasolini de la "poesía privada" de los versos en dialecto friulano, a la poesía "culta" de "Las Cenizas de Gramsci" y "La religión de mi tiempo"; y lo reveló a sí mismo como narrador en sus dos novelas "Muchachos de la calle" y "Una vida violenta", y director de cine en "Accatone". Paso adelante extraordinario, digno de su vital y prepotente vocación.

A propósito de la poesía culta resaltemos que, entre los años cincuenta y sesenta, Pasolini logró crear algo absolutamente nuevo en la historia reciente de la literatura italiana: una poesía civil, al mismo tiempo decadente y de izquierda. En Italia, la poesía culta fue siempre de derecha. Desde principios del ochocientos, desde Fóscolo pasando por Carducci hasta D´Annunzio, sea por los contenidos –aun cuando éstos fuesen revolucionarios como en el temprano Carducci–, sea por los módulos formales. Los poetas italianos del siglo pasado, siempre habían interpretado la poesía civil en un sentido triunfal, elocuente, celebrativo. Pasolini, en cambio, nos dio una poesía que tenía toda la intimidad, la sutileza, la ambigüedad y el sensualismo del decadentismo y el ímpetu ideal de la utopía socialista.

En el pasado, una operación semejante fue lograda sólo por Rimbaud, poeta de la Comuna de París y de la revolución popular, y en igual medida, poeta del decadentismo. Pero toda una tradición jacobina e iluminista había apoyado a Rimbaud. En cambio, la poesía culta de Pasolini nace milagrosamente en una cultura anclada siempre en posiciones conservadoras, en una sociedad provincial y reaccionaria. Esta poesía civil refinada, manierista y estetizante que recuerda a Rimbaud y se inspira en Machado, estaba sutilmente ligada a las dos novelas de los suburbios romanos –"Muchachos de la calle" y "Una vida violenta"– por la utopía de una renovación social proveniente de las capas más bajas del subproletariado, descripto con tanta piedad y simpatía en ambas novelas, como una especie de repetición de aquella revolución verificada casi dos mil años atrás por las masas de esclavos y deshechos de la sociedad que habían abrazado el cristianismo.

Pasolini suponía que los desesperados y humildes suburbios vírgenes e intactos, habrían coexistido por mucho tiempo al lado de los llamados "barrios altos" hasta que no hubiese llegado el tiempo maduro para la destrucción de los mismos y la palingenesia general. En el fondo, una hipótesis no demasiado lejana de la profecía de Marx, según la cual al final habría quedado sólo un puño de expropiadores derribados por una multitud de expropiados. Sería injusto decir que Pasolini, para su literatura, tenía necesidad que los hechos públicos pudiesen existir en estas condiciones. Es más exacto afirmar que su visión del mundo se apoyaba en la existencia de un subproletariado urbano, fiel por humildad profunda, a la herencia de la antigua cultura campesina.

En este punto estaba la relación de Pasolini con la realidad, cuando surgió lo que los italianos llaman burlonamente, "el boom". O sea, cuando se verificó en un país como Italia, completamente improvisado y en algún modo ingenuo, la explosión del consumismo.

¿Qué ocurrió con el boom en Italia y, por repercusión, en la ideología de Pasolini? Sucedió que los humildes, los subproletarios de Accatone, de Ragazzi di vita, aquellos humildes que, El Evangelio según Mateo Pasolini había acercado a los cristianos de los orígenes, en vez de quedar estables y constituir así el presupuesto indispensable para la revolución popular portadora de una total palingenesis, de golpe cesaban de ser humildes –en el doble sentido de psicológicamente modestos y socialmente inferiores– para transformarse en otra cosa. Continuaban, naturalmente siendo miserables, pero substituían la escala de valores campesina con la consumista. O sea, se transformaban en burgueses, a nivel ideológico.

El descubrimiento del subproletariado aburguesado, de la misma manera que el primero, el de los suburbios y "los ragazzi di vita", lo realiza a través de la mediación homosexual. Esto explica, entre otras cosas, porqué esto constituyó para Pasolini un verdadero trauma político, cultural e ideológico en lugar de una tranquila y distante constatación sociológica. En efecto: si los subproletarios de los suburbios que a través de su amor desinteresado le habían dado la llave para comprender el mundo moderno, se transformaban ideológicamente en burgueses todavía antes de serlo materialmente, entonces todo se derrumbaba empezando por su comunismo popular y cristiano.

Los subproletarios eran o aspiraban –que es lo mismo– a volverse burgueses: entonces eran o aspiraban también a volverse burgueses los soviéticos que habían hecho la revolución de 1917, así como los chinos que la habían hecho en 1949, y lo mismo los pueblos del Tercer Mundo, en un tiempo considerados como la gran reserva revolucionaria del mundo. Entonces el marxismo era una cosa diferente de la que creía y decía ser; y la lucha de clases, la revolución proletaria y la dictadura del proletariado se volvían simplemente nombres revolucionarios para cubrir una inconsciente operación antirrevolucionaria. No es exagerado decir que el comunismo irracional de Pasolini no renació jamás después de este descubrimiento. Pasolini quedó, eso sí, fiel a la utopía pero comprendiéndola como algo que no tenía algún contacto con la realidad y que, en consecuencia, era una especie de sueño para admirar y contemplar pero no más para defender y tratar de imponer como proyecto alternativo e históricamente justificado e inevitable.

Desde ese momento, Pasolini no habló más en nombre de los subproletarios contra los burgueses sino en nombre de sí mismo contra el aburguesamiento general. Él sólo contra todos. De aquí viene su inclinación a privilegiar la vida pública que no podía no ser burguesa, respecto a su vida anterior todavía nostálgicamente ligada a las experiencias del pasado. También como una cierta voluntad de provocación, no al nivel de hábitos y usos sino al de la razón. Pasolini no quería escandalizar la burguesía consumista, sabía que así habría provocado también el escándalo. La provocación estaba dirigida en cambio contra los intelectuales que no podían todavía dejar de creer en la razón.

De aquí proviene una permanente intervención en la discusión pública basada en una sutil, brillante y férvida admisión, defensa y afirmación de las propias contradicciones. Otra vez más, Pasolini sostenía la propia existencialidad, la propia condición de creatura. Sólo que en un tiempo lo había hecho para sostener la utopía del subproletariado salvador del mundo y hoy lo hacía para ejercitar una crítica violenta y sincera contra la sociedad consumista y el hedonismo de masa. No podemos saber qué habría dicho y escrito Pasolini más adelante. Para él, seguramente, estaba por empezar una nueva fase, un nuevo descubrimiento del mundo.

Parece posible después del trauma y la desilusión que muestran sus últimos artículos y sobre todo su última película Saló o los ciento veinte días de Sodoma (1975), que hubiera podido superar la congelante constatación del "cambio antropológico" producido por el consumismo, por medio del único modo posible para un artista: con la representación del cambio mismo. Una representación que, necesariamente, lo habría llevado a superar positivamente el actual momento pesimista.

Su muerte, trágica y despiadada así lo demuestra. Porque aún habiendo descubierto la profundidad con que había penetrado el consumismo en la amada cultura campesina, este descubrimiento no lo alejó de los lugares y los personajes que, en un tiempo y gracias a una extraordinaria explosión poética, lo habían potentemente ayudado a crearse una propia visión del mundo. Afirmaba públicamente que la juventud vivía sumergida en un ambiente criminal de masa; pero a lo que parece, en privado, se ilusionaba con que pudieran existir excepciones a esta regla.

Su fin, de todos modos, fue al mismo tiempo semejante a su obra y diferente de él. Semejante por haber ya descripto las escuálidas y atroces modalidades en sus novelas y en sus películas; diferente porque él no era uno de sus personajes –como alguien tuvo la tentación de insinuar– sino una figura central de nuestra cultura, un poeta y un narrador que marcó una época, un director genial y un ensayista inagotable.


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Haroldo de Campos, poemas


Traducción de Rolando Sánchez Mejías
publicado originalmente en Diáspora(s)

1984: AÑO I, ERA DE ORWELL

mientras los mortales
aceleran uranio
la mariposa
por un día inmortal
elabora su vuelo ciclamen

TRISTIA

minicámaras térmicas
para inactivación del virus de la
tristeza
en burbujas de
limón

MENCIO: TEOREMA DEL BLANCO

lo innato se llama naturaleza
llamarse naturaleza de lo innato
es lo mismo que llamarse blanco del blanco

el blanco de la pluma blanca
es igual al blanco de la nieve blanca?
es igual al blanco del jade blanco?

de cuántos blancos se hace el blanco?

TENZONE

un oro de provenza
(ora con eso!) una dolencia
de sol un sol quemado
por ese viento mistral (que dora y adensa)
proveedor de palabras sol-provenza
punta de diamante rima en enza
como quien mira a contra-sol
y a contraviento piensa

4

(Signantia Quasi Coelum, fragmento)
un tigre durmiendo
la locusta: sus
mandíbulas

flor
garras

un peso
pensil

sangre hueso carne músculo

así el
pincel
en la página

este
arte
o el

carácter

MINIMA MORALIA

ya hice de todo con las palabras
ahora quiero hacer de nada
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ERNESTO HERNÁNDEZ BUSTO, Epitafio para Haroldo, el traductor

este texto fue publicado por letras libres octubre 2003

Dejamos la traza a Penúltimos días, Blog de Ernesto Hernández Busto

En uno de sus numerosos ensayos sobre la traducción, Octavio Paz menciona a un monje tibetano, Marpa, maestro de Milarepa, que ostentó en vida y con orgullo el significativo sobrenombre de El Traductor. ¿Cuántos de nuestros intelectuales modernos, se pregunta Paz, soportarían que se les llamase así: Sartre el Traductor, Beckett el Traductor, Neruda el Traductor? La muerte de Haroldo de Campos el pasado 16 de agosto, tres días antes de cumplir 74 años, deja sin candidato vivo una posible respuesta a esas líneas.


No soy un conocedor de su obra, y lo más justo sería dejar lugar a viejos lectores suyos como Rodolfo Mata, Víctor Sosa, Horácio Costa o Eduardo Milán. Yo lo leí ya tarde, cuando ayudé a Hugo Gola a editar hace cuatro años un volumen titulado Galaxia Concreta, que, como suele suceder en esos casos, pasó sin pena ni gloria por las librerías defeñas. El antólogo y ferviente impulsor de aquel libro fue un amigo argentino, Gonzalo Aguilar, al que le agradezco también una caja de fotocopias con casi todas las traducciones de Haroldo y los ensayos que las escoltaban, escolios utilísimos.


Se ha dicho mil veces que para Haroldo la traducción era mucho más que un acto traslaticio, pero me temo que buena parte de su propia teoría sobre la mentada "transcreación" quedó, al final, empequeñecida por el resultado. Cuyas innegables virtudes no son, aventuro, el resultado de ninguna teoría, sino del increíble oído poético de alguien capaz de atreverse a traducir a Maiakovski con sólo tres meses de estudio de la lengua rusa y salir vencedor en la empresa. A pesar de las constantes proclamas concretas sobre las virtudes de lo "verbivoco-visual", fue el oído lo que, en definitiva, ayudó a los poetas concretos a diferenciar entre tradiciones vivas y exhaustas.


Como si no bastara con Homero, la Biblia, Dante y Goethe, Haroldo también se atrevió a traducir a dos modernos por excelencia: Joyce y Pound. Tras tanto voluntarismo no cuesta adivinar su deseo de refundar a los primeros desde los segundos, y reconstruir una tradición lastrada por anteojeras académicas. El paideuma poundiano, o lo que la crítica ha llamado "la construcción de un linaje", resultó, en su caso, uno de los esfuerzos críticos más notables que haya tenido lugar en la literatura contemporánea. Todos sus ensayos sobre literatura brasileña, desde el barroco hasta Machado de Assis, de Sousândrade a Cabral de Melo Neto, intentan demoler la socorrida idea de que una literatura es la cristalización de un espíritu nacional, una lección que todavía necesitan aprender varias literaturas latinoamericanas, incluso aquellas que, como la mexicana, consiguieron resumir en una figura como Paz el impulso vanguardista de Haroldo y la sofrosine histórica de un Antonio Cándido, por ejemplo. Lo que aquí me interesa: su trabajo de traductor en todas las lenguas, y la manera en la que llegó a ser, como en Pound, una maquinaria casi perfecta, un engranaje incansable del paideuma. Con riesgo de parecer excéntrico, creo que es justamente ese oficio de traductor ("transcreador" me sigue sonando pedante) la vertiente fundamental de su trabajo, la que no sólo resume sus mejores dotes poéticas sino también sus más interesantes actitudes críticas. Desde este punto de vista, es posible leer un ensayo fundacional como O sequestro do barroco na formação da literatura brasileira: o caso Gregório de Matos como el esfuerzo por traducir la literatura brasileña al español barroco del Siglo de Oro, librándola de la antigua obsesión filológica por "rescatar" figuras marginales u olvidadas dentro del canon.


A partir de la edición que antes comentaba, y de varias lecturas posteriores, he empezado a sospechar que fueron los concretos el momento más interesante de la vanguardia continental, porque desde su "plano piloto" se prolongaron en secreto los vericuetos del llamado "alto modernismo brasileño" y se logró corregir el impulso iconoclasta de las vanguardias llamadas "históricas". Lo cual también podría ser dicho de otra manera: los concretos en general, y Haroldo en particular, dotaron al discurso de la vanguardia de una verdadera teoría de la traducción, la obligaron a reactivar la confianza en lo universal justamente a partir de la confusión babélica.


Esta paradoja adquiere visos de koan budista (a la sombra de Marpa, supongo) cuando rastreamos el término con el cual se dio a conocer el movimiento. El título de su revista programática fue NOIgandres, un término supuestamente tomado del poeta provenzal Arnaut Daniel, que alude también a su escolio moderno: un pasaje del Canto XX en que Pound pregunta al filólogo alemán Emil Lévy por el sentido del término, sólo para que éste le responda: "Noigandres, noigrandres,/ hace seis meses ya,/ todas las noches, cuando me voy a dormir,/ que digo para mí:/ Noigandres, eh, noigandres,/ ¡qué diablos significará eso!/". La casi incontestable autoridad de Hugh Kenner (The Pound Era) considera "noigandres" una errata y llega a afirmar que "tal vez esa palabra no exista en absoluto [en el texto de A. Daniel]; los manuscritos se enzarzan en una babel inconexa: nuo gaindres, nul grandes, notz grandes". Babel y la Errata son, ya se sabe, las coordenadas definitivas de cualquier traducción. Un oficio que, como decía el difunto Haroldo, no tiene otro sentido que ahuyentar el tedio. Aunque en eso, por cierto, también coincide con la literatura. ~
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ROLANDO SÁNCHEZ MEJÍAS, poesía menos

fogonero emergente publicó a rolando sánchez mejías

este texto fue publicado por letras libres octubre 2003

El sábado 16 de agosto murió el escritor brasileño Haroldo de Campos a los 73 años de edad. En España, donde prácticamente se ha ignorado su obra, también se ha ignorado su muerte. No importa que haya sido uno de los grandes poetas contemporáneos, fundador de la poesía concreta en la década de 1950. No importa que haya sido propuesto innumerables veces para el Nobel, lo que importaría a los medios.

Conocí a Haroldo en un elevador de un hotel de Berlín. Unos meses antes yo había intentado traducir uno de sus grandes poemas, Oda (explícita) a la poesía en el día de San Lukács. La sorpresa del encuentro —entró al elevador un hombre con una oscura gorra de marinero, barbudo y bien vestido y ligeramente gordo, y con una esposa, y pensé durante tres pisos: "Qué duda cabe, éste, y sólo éste, puede ser Haroldo"— únicamente me dio tiempo a expresarle lo importante que él y su hermano Augusto habían sido para la poesía de algunos poetas cubanos de mi generación. Me dijo asombrado: "¿Sí?", y le dije: "Sí".

A diferencia de Octavio Paz y de Jorge Luis Borges, Haroldo no hizo de la vanguardia un punto de arranque para arribar a una suerte de clasicismo. Había logrado, el brasileño, prácticamente lo imposible: convertir la vanguardia en un gesto permanente de medida de la vida, o más exacto: de desmesura de la medida, de ir midiendo a trancos, con los cada vez más escasos medios de la poesía, la desmesura de la existencia en relación con las palabras. A diferencia del cubano Lezama Lima, no adoptó el barroco como regla básica de la desmesura. Pasó, Haroldo, por el barroco como poeta que lleva al diablo, empeñado en no dejarse atrapar por el sistema, y creó libros tan difíciles de leer y de ser aceptados como "buena literatura" como Galaxias, un artefacto hijo de Joyce.

Algunos poetas de mi generación leímos, en la misma línea que habíamos seguido con Lezama, Stevens, Benn, Vallejo y Celan, a los hermanos De Campos intentando reformular la vanguardia que nunca tuvimos en Cuba, y ante todo como un gesto generacional que implicaba motivos morales, por no decir políticos. Moral de la escritura, política de la literatura, en un medio "cultural" donde el Estado presionaba desde todas partes y con todos sus medios, que no eran sólo los medios del lenguaje. Fragmentos como el siguiente, de Oda (explícita) ..., supongo que sirvan para "elevar la moral" en tiempo de crisis no sólo poética: "poesía/ hembra contradictoria/ te detestan/ multiforme/ más putiforme que la mujer de/ putifar/ más Ofelia/ que himen de doncella/ en la antesala de la locura de hamlet"

Y poemas tan breves como Mencio: teorema del blanco deparan, leídos en cierto momento donde la literatura de un país se estratifica en amagos "realistas", no poca satisfacción "metafísica": "lo innato se llama naturaleza/ llamarse naturaleza de lo innato/ es lo mismo que llamarse blanco del blanco// el blanco de la pluma blanca/ es igual al blanco de la nieve blanca?/ es igual al blanco del jade blanco?/ de cuántos blancos se hace el blanco?"

¿De cuántos blancos se hace el blanco? La pregunta atraviesa la naturaleza de la mente. O más exacto, la naturaleza de la naturaleza. La atraviesa y se topa consigo misma, y la respuesta, del propio Haroldo, no se hace esperar: "Arte pobre, tiempo de pobreza, poesía menos".
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HAROLDO DE CAMPOS, prefacio al poemalibro "Servidumbre de pasaje"

del prefacio a mi poemalibro Servidão de Passagem [ Servidumbre de pasaje], junio/julio ‘61.

“Poesía Concreta: producto de una evolución crítica de las formas” —es ésta una definición-síntesis de la experiencia poética que, en Brasil, a mediados de la década de los 50, se proponía como devoración crítica de los caminos de la estética internacional: postura antropofágica, matriz generadora de un arte original, de exportación, copartícipe del resto de las producciones de la civilización técnica. Los postulados de este movimiento de poesía, que daba por cerrado el ciclo histórico del verso (= unidad rítmico-formal-lineal), venían siendo formulados desde 1950 por Haroldo, Augusto de Campos y Décio Pignatari, teóricos y principales representantes del Grupo Noigandres. La eclosión pública del movimiento ocurre en 1955 —año de publicación de más de un número de la Antologia Noigandres (que reunía los trabajos de estos y los demás poetas concretos como Ronaldo Azeredo, José Lino Grünewald, Edgar Braga, etc.) y de la oralización de tres poemas de Augusto de Campos (Poetamenos) en el Teatro de Arena (São Paulo).

El proyecto de los “concretos” era asimilar la producción poética de las vanguardias europeas y dar el “salto cualitativo” que implicaría la deconstrucción de la idea de lógica espacial o visual y la creación de un poema-objeto, referenciador de su propia estructura dinámica sobre el concepto de “metacomunicación”, expresado en la Teoría da Poesia Concreta: “la coincidencia y simultaneidad de la comunicación verbal y no verbal”. El resultado parcial de esta experiencia puede observarse en el lanzamiento de la Primera Exposición Nacional de Arte Concreto, realizada en el Museo de Arte Moderno de São Paulo, en 1956, cuando los poetas antes citados, al lado de Ferreira Gullar y Vlademir Dias-Pino, presentaron una muestra de sus poemas-carteles.

En el Plan Piloto para la Poesía Concreta (1958), la referencia a la antropofágica actitud oswaldiana retorna como un modo de crear —a partir del instrumental que los avances de la tecnología ofrecen— una poesía que se ajuste a las nuevas necesidades de la sociedad industrial. Sin embargo, si bien el contexto sociopolítico de Brasil, en los años 50, propiciaba la importación de tecnología que acelerase nuestro proceso de industrialización, concediendo privilegios a los capitales extranjeros e incentivando la reformulación del concepto de nacionalismo, la crítica literaria en general recibirá con desconfianza la propuesta del movimiento.

El Grupo Noigandres, muchas veces considerado formalista, defensor del desarrollismo y alienado del proceso histórico, acaba suscitando un debate en torno de la cuestión vanguardia y subdesarrollo, el cual se extenderá durante toda la década de los 60. En cierta forma —durante este período de agitación política en Brasil— la poesía concreta es convocada por la crítica para que explicite el lugar que el aspecto semántico ocupa en la proyección de sus formas, desencadenando el “salto contenidístico-semántico-participante”, anunciado por Décio Pignatari en el II Congreso de Crítica e Historia Literaria de Assis, en 1961. En su informe-tesis, “Situação Actual da Poesia no Brasil”, Décio prevé una ampliación de perspectivas para la poesía concreta, que de “experimental” pasaría a “creativa”, a medida que esta poesía, vía dialéctica del binomio formar/informar, de la crítica y radicalización del lenguaje, pasase también a la crítica de la sociedad que la produjo: pulo da onça (“salto de la onza”), poema concreto “engagé”.

El movimiento de la poesía concreta, al ser considerado por sus productores como “la primera gran totalización de la poesía contemporánea en tanto poesía proyectada” (una de las tesis de Décio Pignatari), empieza a recibir críticas no sólo de poetas que nunca estuvieron vinculados a él, sino también de aquellos que pertenecían al Centro Popular de Cultura (CPC), defensores tanto de una poética realista-socialista, así como de poetas como Ferreira Gullar y Mário Chamie, quienes inicialmente se identificaron con la propuesta del grupo, y posteriormente, a causa de la necesidad de compromiso, diversificaron sus trabajos creando respectivamente el Neoconcretismo y la Poesía-Praxis.

Discutir la situación “actual” de la poesía brasileña significa, entonces, verificar cuáles serían los niveles de participación de esta experiencia estética frente a la realidad de un Brasil subdesarrollado. El diálogo Concretismo/Tendência (revista publicada en Minas Gerais por los críticos y escritores Rui Mourão, Fábio Lucas y Affonso Avila) representa una de las vertientes de esta polémica y es en este contexto donde se inserta la publicación de “Poesía Concreta y Realidad Nacional” (Tendência Nro. 4, 1962) de Haroldo de Campos.

¿Puede un país subdesarrollado producir una literatura de exportación? ¿En qué medida una vanguardia universal puede ser también regional o nacional? ¿Se puede imaginar una vanguardia comprometida?

He aquí las tres preguntas fundamentales para la configuración de un contexto crítico donde se debe situar quienquiera que se proponga hacer hoy arte en nuestro país, y que asuma, al mismo tiempo, la plena conciencia de su métier y de su peripecia histórica. Para quienes entienden que la poesía (arte al que me limitaré en este breve estudio) es un amable ejercicio del corazón, un protocolo psicoanalítico o un repertorio de conjuros mágicos y/o místicos, nada de esto tendrá importancia: que sigan así, ensimismados pasando revista a alienaciones.

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Creo que la antropofagia de Oswald de Andrade es algo más serio que lo usualmente sospechado. La antropofagia es un modo de reducción. Es una devoración crítica. No significa eliminar la historia, y partir genialmente tras un “absoluto” vagamente sospechado, tras un “acontecimiento” dominado por el milagro o por la autosuficiencia individualista. Se trata de devorar para comprender y superar. De poner entre paréntesis lo accesorio para que lo esencial aparezca en el cuadro fenomenológico, la fórmula poundiana-pragmática del “Make it New”, de las “separaciones drásticas”, en las cuales Luciano Anceschi ve la manifestación de un “protohumanismo americano” por afirmarse, mediante agudos impulsos de improvisación instrumental, ante la vieja cultura europea (Poética americana).

Oswald pensó en una poesía de exportación del Brasil provinciano, inmerso cuarenta años atrás en el meloso limbo parnasianista, el Brasil coelhonetista y bilaquista: “los estables valores de la literatura más atrasada del mundo impedían toda renovación” (Um Homem sem Profissão) (Un hombre sin profesión). Y partió a la deglución. Del futurismo que importó de Europa, a las dicciones ingenuas de nuestros primeros cronistas, pasando por el “lenguaje surrealista” de nuestros aborígenes (buscada en los fragmentos que Couto de Magalhâes recogiera en O Selvagem) y el habla cotidiana y coloquial, Oswald trilló para reducir, movido por su apetito antropofágico, y de allí extrajo la poesia pau-brasil, que Paulo Prado calificaría como “el primer esfuerzo organizado para la liberación del verso brasileño”. ¿Dejó de ser brasileño por esto? No. Fue brasileño y crítico: “El deseo de actualizar las letras nacionales —a pesar de ser necesario para eso importar ideas nacidas en centros culturales más avanzados— no significaba una negación del sentimiento brasileño. Finalmente se aspiraba tan sólo a aplicar nuevos procesos artísticos a las inspiraciones autóctonas, y, concomitantemente, a ubicar al país, entonces bajo notable influjo del progreso, en las coordenadas estéticas ya abiertas por la nueva era” (Mário da Silva Brito, História do Modernismo Brasileiro). El ‘22 fue el primer intento de desalienar la literatura brasileña de su paraíso perdido formal y ubicarla en las coordenadas del tiempo. En lo que ya había, de por sí, un modo de participación, pues participar significa, en un nivel obvio, pertenecer entrañablemente a su época, vivir efectivamente. Y esto —nos advierte Norbert Wiener— quiere decir “vivir con la información adecuada” (The Human Use of Human Beings – Cybernetics and Society).

Desde entonces muchas cosas sucedieron, desde las cenizas de la Gran Guerra al fuego de la otra, hasta una segunda posguerra amenazada por la pesadilla atómica, donde nos hallamos encuadrados todavía por la dura condición sudamericana de país subdesarrollado y semicolonial, pero que empieza rápidamente, en un contexto entrópico, trabajado por las contradicciones internacionales y las presiones de la guerra fría, a encaminarse más o menos tumultuosamente en su proceso de industrialización. En el campo de la poesía, en esta segunda posguerra, se ensayó entre nosotros la restauración: volver atrás era la orden. Se intentaba desasimilar lo que Oswald había devorado. En el mundo atómico, las caparazones en forma de hongo de la tradición “de las bellas artes” servirían, si no de solución, por lo menos de polípero dominical para toda una generación de obesos estéticos (por decirlo con el fabulario fonético de Christian Morgenstern, Galgenlieder). Mientras, en otras latitudes, la perspectiva no era mejor: poesía contemplativa, poesía vegetativa, poesía onírica, poesía genitivo-metafórica, poesía mística, poesía mítica, poesía naïve social... Todas las derivaciones meta o parapoéticas, todas las formas de la disolución y el retroceso...

Fue entonces cuando se planteó en nuestro país —y, con toda naturalidad, se lo planteó pensándolo en términos internacionales— el problema de una nueva poesía. Se retomaba la intimación sin precedentes de Oswald: por una poesía de exportación. ¿Y en qué condiciones? En las condiciones creadas por un nuevo objetivo reductor, por un nuevo ímpetu antropofágico. Reducción estética, diré, y desde ahora me suscribo a la jerga más ilustre de la sociología. Un sociólogo entrenado, de la agudeza de Guerreiro Ramos, describe el proceso, que es aplicable a la problemática artística: se forma, en ciertas circunstancias, una “conciencia crítica” que ya no queda satisfecha con la “importación de objetos culturales terminados”, sino que se preocupa por “producir otros objetos con las formas y las funciones adecuadas a las nuevas exigencias históricas”; esta producción, no es sólo de “cosas”, sino, también, de “ideas” (A Redução Sociológica) (La reducción sociológica). De la importación se pasa a la producción y de ésta se transita naturalmente hacia la exportación. Es lo que sucedió con la arquitectura brasileña en nuestra época, con posibilidades de construir no sólo los edificios que deseara, sino toda una nueva capital, y capaz, por eso mismo, de tratar desdeñosamente a Max Bill como a un arquitecto-aficionado, cuando éste (sin el mismo bagaje de proyectos realizados) hizo reparos a la funcionalidad de ésta (estoy solamente observando un síntoma de madurez e independencia creativa, sin entrar en los fundamentos de la querella Niemeyer/Bill).

Entonces, poetas brasileños, en 1955/56, en São Paulo, lanzaron un movimiento de poesía de vanguardia para Brasil y para el mundo. La operación reductora se hizo con coordenadas variadas, desde Mallarmé (Un coup de Dés, 1897, obra que incluso en Francia todavía seguía siendo considerada por la mayoría, en palabras de Thibaudet, como un “fracaso final”), pasando por Pound y por el ideograma chino, hasta el ‘22 (la poesía-minuto de Oswald) y el salto neo-plástico del “ingeniero” João Cabral (que sólo por una coincidencia escribanicia tiene relación con la tímida grey restauradora del ‘45). Pero se hizo sobre todo con condiciones brasileñas, en convivencia con una realidad urbana (tanto nacional como rural), donde se podía reflexionar sobre la máquina, la civilización técnica, la relación hombre (obrero)-máquina, la relación hombre (obrero)-nueva arquitectura, y las respectivas contradicciones, bajo condiciones que nunca le podrían suceder, por ejemplo, a un barbudo artista de la rive gauche, en el horizonte finisecular del París de “fachadas bilaquianas”, del París que hasta hoy no se curó del automatismo psíquico surrealista y que deriva comprensible y naturalmente hacia el delirio artesanal del informalismo a lo Mathieu. Condiciones brasileñas diferentes incluso de aquellas en que trabajaba el co-lanzador europeo del movimiento, Eugen Gomringer, cuya ortogonalidad minimizada, para cualquier observador un poco atento, era perfectamente “suiza” comparada con el barroquismo visual de las producciones del grupo brasileño. Barroquismo que es una de las constantes (nadie se alarme si agrego formales) de la sensibilidad nacional, y que le valió hasta críticas al grupo concreto por parte de ciertos talmudistas de una pureza ideal que tienen una idea peyorativa del barroco; pero que, vislumbrado por Sartre en la arquitectura de Brasilia, aparecería para el autor de Situations como el punto de contacto entre la moderna arquitectura brasileña y la obra del Aleijadinho.

Y la poesía concreta, poesía con proyecto, totalización hasta la radicalidad de una línea maestra de la poética de nuestro tiempo —la realmente crítica y comprometida con la fisonomía de su época (este modo de participación se lo reconoció recientemente Cassiano Ricardo)— se exportó. Hoy se produce poesía concreta en Japón y en Islandia (no se trata de una enumeración bizantina o pour épater, sino de un hecho: los poetas existen, se llaman Kitasono Katsue o Diter Rot) y se discute sobre poesía concreta en Munich, Sttuttgart o Berlín. En Roma, un poeta concreto, Carlo Belloli, lanza su primer libro presentando una muestra de publicaciones del movimiento brasileño. Un joven pintor español, Manuel Calvo, dedica su exposición en Madrid a los concretistas brasileños (especialmente a los poetas). No por eso dejó de actuar en el ámbito nacional: configuró un contexto, situó a poetas más jóvenes o de generaciones posteriores, creó los prolegómenos para un lenguaje común, cuando todo el mundo entendía —por solipsismo, carencia de programa o información, por todo eso junto— que esto era imposible. En 1922, cuando los jóvenes artistas soviéticos exportaban a Europa central su “constructivismo”, Maiakóvski escribía desde París: “Por primera vez viene de Rusia, y no de Francia, la nueva palabra del arte, el constructivismo. Aquí uno se maravilla de que esta palabra exista en el léxico francés”. De la poesía concreta brasileña se podrá decir lo mismo: un movimiento que ya era discutido en 1955 por la prensa de São Paulo pasa a tener ahora circulación mundial y a influir sobre poetas en el ámbito internacional. Se acabó el desfasaje cultural de una o más décadas, que se observaba incluso en el ‘22, que venía con más de diez años de retraso en relación al futurismo italiano de 1909, del cual en tantos aspectos procedía.

¿Cómo se explica esto, si el mundo de la cultura no es más que una superestructura de lo económico? ¿Es una falacia idealista esta proposición, en condiciones brasileñas y con objetivos brasileños, de una estética y una producción artísticas innovadoras en el plano incluso internacional o universal? Ya Engels —y el retorno a las fuentes, escamoteadas tantas veces por los “fetichistas” del marxismo dogmático, es recomendado por una autoridad como Lefebvre (Problèmes Actuels du Marxisme)— advertía sobre la filosofía: “Pero, en tanto dominio determinado de la división del trabajo, la filosofía de cada época supone una documentación intelectual determinada, que le fue transmitida por sus predecesores, y de la cual se vale como punto de partida. He aquí por qué sucede que países económicamente retrasados puedan, sin embargo, asumir el primer violín en filosofía...”(en Sur la Litérature et l’Art (Sobre la literatura y el arte), antología de textos escogidos de Marx y Engels). Si esto es válido para la filosofía, lo será también para la estética, por inclusión, y para una creación artística que provenga de una fundación estética definida y racionalmente formulada.

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¿Qué se entiende por nacional en arte? ¿El nacionalismo ha de ser forzosamente un regionalismo temático, y éste, necesariamente, una tematización de lo rural? ¿En qué medida es nacional la arquitectura brasileña, sin duda alguna el arte que hoy mejor representa y proyecta a Brasil en el mundo?

Marx y Engels, al escribir en 1847/48, observaban: “En lugar del antiguo aislamiento de las provincias y de las naciones bastándose a sí mismas, se desarrollan relaciones universales, una interdependencia universal de las naciones. Y lo que es verdad sobre la producción material lo es también respecto de las producciones del espíritu. Las obras intelectuales de una nación se vuelven propiedad común de todas. La limitación y el exclusivismo nacionales se hacen cada día más imposibles; y de la multiplicidad de las literaturas nacionales y locales nace una literatura universal” (op. cit.). Si ésta era la cosmovisión que ya se podía establecer en la época, qué se dirá del mundo actual, que está entrando en la Segunda Revolución Industrial (la Era de la Automatización), donde las distancias se reducen de modo impresionante, las técnicas de intercomunicación se aceleran, el patrimonio mental es cada vez más planteado en términos universales, como cotidianamente se verifica en el dominio de la ciencia. Donde surgen las condiciones para un lenguaje común en arte, para una nueva sensibilidad, de la cual seremos tal vez —los que hoy militamos en estos problemas— los primitivos, como ya se dijo en otro lugar. Entiendo que, al contrario de un nacionalismo ingenuo, cerrado en una idea temática, que corre el riesgo de transformarse, incluso, en literatura exótica, en aquello que Oswald llamaba “macumba para turistas”, y que evita la confrontación con técnicas extranjeras por temor a servilismos y desconfianza hacia su capacidad operativa y de superación de aquéllas, puede hablarse de un nacionalismo crítico, que comienza con un emprendimiento reductor. Este nacionalismo sabe que nacional y universal son un correlato dialéctico, del mismo modo que forma-contenido (con tendencia al isomorfismo fondo-forma) lo son. Guerreiro Ramos da un ejemplo de lo que se llama “reducción tecnológica” (la industria automotriz brasileña de camiones), “donde se registra la comprensión y el dominio del proceso de elaboración de un objeto que permiten una utilización activa y creadora de la experiencia técnica extranjera”. Así, en el campo del arte (que me disculpen los unicornios de la sacralidad artística si se confronta aquí, una vez más, el producto poético con la máquina), es posible reelaborar críticamente, en una situación nacional, el dato técnico y la información universal para, por medio de un salto cualitativo, asentar una poesía como producto acabado de vigencia incluso para ese universal, cuya universalidad no podrá ya definirse con la consabida amplitud sin tomar en cuenta esta contribución nacional innovadora. La poesía concreta completa una línea que se remonta a Mallarmé, y la supera (no como jerarquía de valor, obviamente) como radicalización metódica. Quien quiera “pensar” la poesía conscientemente después de ella, tendrá que tomarla en cuenta, para una nueva (posible, quizás, en otras circunstancias) operación reductora. Este nacionalismo crítico podrá trabajar tanto sobre datos de la experiencia folclórica y rural: Mário de Andrade, construyendo el metafolclore panbrasílico de Macunaíma, sólidamente versado en futuristas italianos y vanguardistas alemanes; Guimarães Rosa, asimilando técnicas joyceanas y superándolas en su mundo creativo personal, según lo demostró Augusto de Campos en su estudio Um Lance de “Dês” do Grande Sertão (Un lance de “dês” del gran sertón); como sobre datos de la experiencia urbana: al João Cabral de O Engenheiro, meditando sobre el impacto de la arquitectura brasileña; la poesía concreta, tomando conciencia, en términos nacionales —y no por casualidad en el marco industrial de São Paulo— de las contradicciones hombre/máquina y argumentando con la mecánica de la creación del poema; antes también, el Oswald de Serafim Ponte Grande, reelaborando el estilo telegráfico de los futuristas e inventando su prosa-montaje para hacer, casi a la manera de un flash-back, como diría en el prefacio de 1933 (el libro está fechado de 1929 hacia atrás...) el epitafio de la bohemia burguesa de los años 20 —alienada y anárquica— para la que lo contrario del burgués era el bohemio (el maudit en arte) y no el proletario (hipóstasis que explica la errónea aristocracia de un poeta tan importante como Ezra Pound —por otra parte tan obsesivamente preocupado con la teratología de lo económico—, que prolongada en nuestros días aclara el fenómeno tardío de la beat-generation). El ejemplo-para-digma de este nacionalismo crítico es la moderna arquitectura brasileña.

En este sentido, también entiendo que se puede establecer un fecundo diálogo Concretismo/Tendência, levantada desde su primer número de agosto de 1957, contenía, en proyecto o por natural evolución de todo pensamiento dialéctico, la idea de la conquista de una nueva forma para los contenidos que ponía en el tapete. En la medida en que Tendência traiga implícita una estética en proceso y la explicite, estará señalando un encuentro con el movimiento de poesía concreta, que siempre tuvo implícita (y en algunos poemas explícita incluso ideológicamente) la noción de un nacionalismo crítico.

3

Maiakóvski escribía en 1932 (correspondencia sacada a la luz con la publicación de un volumen de inéditos del poeta por la Academia de Ciencias de Moscú, en 1958): “Sin forma revolucionaria no hay arte revolucionario”. Es evidente que el consumo de tal arte no se hace por milagro, sino que será el producto de la lucha del poeta-creador, y ha de ser organizado (problema de Sociología del Arte antes que de la estética). También Maiakóvski, en un artículo de 1928 (“Los obreros y los campesinos no los comprenden a ustedes”): “La buena recepción de las masas es el resultado de nuestra lucha y no el efecto de una camisa mágica de la cual surgirían los libros felices de ciertos genios literarios”. “Es necesario saber organizar la comprensión de un libro”, pues “cuanto mejor es el libro, más supera los acontecimientos”. Así, es preciso saber distinguir las franjas de consumo: hay libros que en un primer momento se destinan a productores, y que —según la comparación de Maiakóvski— son como una estación central distribuidora de energía hacia otras estaciones, libros que terminan fecundando todo el lenguaje poético. Por eso se justifica que tengan pequeñas tiradas iniciales, lo cual no se justificaría en el caso de obras para el mero deleite e inútiles, como las ediciones de lujo, para placer de bibliófilos, o languidecientes vates académicos.

El compromiso de una vanguardia constructiva y proyectada (distinta de la vanguardia alienada y solipsista contra la que Lukács, tan agudo en algunas formulaciones, pero tan inclinado a esquematizaciones, dirige su crítica más contundente, omitiendo por otra parte, como bien observó Adolfo Casais Monteiro, la cuestión “poesía”) empieza con el lenguaje. “Se ve cotidianamente con qué satisfacción cada ciudadano vincula la inmutabilidad de su lenguaje con la firmeza de su mundo. La desconfianza hacia los experimentos en la esfera inteligible tiene, por lo tanto, orígenes sociales. Es la desconfianza de la clase, a la que no le gusta para nada ver en peligro su jerarquía, sus características, sus emblemas. Ni siquiera en el dominio del lenguaje que se habla” (Max Bense, Rationalismus und Sensibilität, 1956). Se trata de romper el marasmo, de impedir el congelamiento y la esclerosis de la lengua. De impedir que ella, como repara Lefebvre, “decline, sea por degeneración natural, sea por academicismo y abstracción”, peligro al cual “se mezclan estrechamente las ilusiones ideológicas”, entre las cuales, desde luego, se cuenta la “de los poetas que creen que la inspiración y las musas suscitan su verbo” (Le Marxisme).

A partir de allí y de ese parti pris revolucionario en el lenguaje, la participación se produce en varios niveles en poesía (en varios niveles de concreticidad diría): desde las participaciones de existencia (implícita una “ontología directa”), pasando por la reautenticación de lo lírico (desalienada de las escondidas metafóricas y restituida a un patrón básico de lo humano), hasta el nivel ideológico propiamente dicho, participación de realidades o tesis. Cualquiera de ellas solamente se reconocerá como poesía creativa en la medida en que el parámetro información semántica sea, tanto como sea posible, coincidente con el parámetro información estética. Las discontinuidades entre ambos, su falta de coincidencia, las oscilaciones sutiles, casi sismográficas, de uno hacia otro en su dialéctica, explican el binomio poesía-poesía x poesía-prosa, levantado por Décio Pignatari en su informe-tesis Siuação da Poesia no Brasil (Situación de la poesía en Brasil), presentado en el reciente Congreso de Crítica e Historia Literaria de Assis, a partir de la ecuación sartreana palabra-objeto (poesía) x palabra-signo (prosa). La mayor falta de sintonía tolerable, dentro del umbral estético, se corresponderá con una mayor carga de información semántica o documental sobre la estética en el poema dado (cuanto más informa menos forma el poema, he aquí una manera de decirlo, si bien sólo se mantenga como producto estético mientras conserve el margen de desacuerdo admitido para que la información estética o estructural no pierda su configuración como tal). Alimentar esa dialéctica sutil es un desafío y un estímulo. Más aún, es la única manera válida de situarse en la poesía de hoy. Dialéctica entre (sin la esotérica acepción brémondiana) poesía pura y poesía para, pues —como dice un título de João Cabral—, dos son las aguas, y en ambas la poesía-onza (bicho intrigante que Pignatari soltó en su tesis para escozor de muchos) puede beber, por lo menos mientras dure la circunstancia sartreana “poesía contemporánea”, umbilicalmente ligada a la precaria sociedad de transición en la que vivimos. Poesía que se critica y radicaliza (como lenguaje) y poesía que pasa de esa autocrítica, munida de la extrema conciencia de su instrumento, hacia la crítica de la sociedad que hizo de ese lenguaje su emblema y su heráldica. “Se empieza a percibir desde hace un tiempo que Mallarmé no estuvo siempre encerrado en el salón de la Rue de Rome. Él se interrogó sobre la historia. Él se interrogó sobre las relaciones entre la acción general —fundada sobre la economía política— y la que se determina a partir de la obra (‘la acción restringida’)...” (Maurice Blanchot, Le Livre à Venir). Para este Mallarmé que se está descubriendo hoy, “la obra debe ser la conciencia del desacuerdo entre la ‘hora’ y el juego literario, y esta discordancia es parte del juego, es el propio juego” (idem). Función crítica por lo tanto (poesía-poesía), que pone en evidencia las contradicciones del proceso dialéctico poesía/tiempo (historia), y da ocasión para el tránsito hacia la acción (poesía-prosa). Y así en circuito reversible. Parecerá por lo tanto exacto, por más de una perspectiva, afiliar la técnica elocutoria espacial de Maiakóvski (como lo hizo Lila Guerrero, en el prefacio a las Obras Escogidas del poeta) con el linaje del Lance de Dados.

Puede presentarse el conflicto con palabras. Se lo puede presentificar, haciéndolo conflicto de palabras:

¿El azul es puro?
El azul es pus

Con la panza vacía

¿El verde es vivo?
El verde es virus

Con la panza vacía

¿El amarillo es bello?
El amarillo es bilis
Con la panza vacía

¿El rojo es fucsia?
El rojo es furia

Con la panza vacía

¿La poesía es pura?
La poesía es para

Con la panza vacía

O azul é puro? / o azul é pus / de barriga vazia / o verde é vivo? / o verde é virus / de barriga vazia / o amarelo é belo? / o amarelo é bile / de barriga vazia / o vermelho é fucsia? / o vermelho é furia / de barriga vazia / a poesia é pura? / a poesia é para / de barriga vazia


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Martin Amis sobre Stalin

tomado de: Koba el temible. La risa y los veinte millones. Anagrama, Barcelona, 2004
Traducción de Antonio-Prometeo Moya

CENSO

En 1937 hubo un censo nacional, el primero después del de 1926, que había dado una población de 147 millones. Extrapolando la tendencia de las cifras de los años veinte, Stalin dijo que esperaba un total de 170 millones. La Oficina del Censo dio 163 millones, una cifra que reflejaba las consecuencias de la política estalinista. Stalin mandó detener y fusilar a los de la Oficina del Censo. Las cifras reales del censo se mantuvieron ocultas, pero la oficina fue denunciada públicamente como nido de espías y saboteadores, a pesar de que había comunicado sus resultados a Stalin y no (por ejemplo) al Times de Londres.

En 1939 hubo otro censo. Esta vez la Oficina se las arregló para dar 167 millones, que Stalin en persona redondeó en 170. Puede que el informe de la Oficina del Censo contuviera una cláusula adicional, diciendo que si a Stalin le parecía una cantidad demasiado baja, entonces tendría que reducirla un poco más, ya que habría que restar los miembros de la oficina.

Los censistas de 1937 fueron fusilados por «traidores que reducían la población de la URSS».

Ya lo tenemos: el estalinismo es la perfección negativa.

GEORGIA

Las biografías de los grandes monstruos históricos son siempre tragicómicas cuando hablan de su infancia. En vez de decir, por ejemplo, que «a X lo educaron los cocodrilos en una fosa séptica de Kuala Lumpur», nos hablan de padres, hermanos, casas y patrias. Podría decirse que la atmósfera familiar que reinaba en la casa de los Dyugashvili, en Gori, Georgia, dejaba mucho que desear. Los padres de Iósif se peleaban a bofetadas y Iósif las recibía de ambos. Pero no hay nada en sus primeros años que prefigure la desmesura de Stalin. Lo mismo le ocurrió a Hitler. También éste nació en la periferia del país que gobernaría (en la Alta Austria) y de padres campesinos (aunque la situación del padre, que pasó a ser funcionario imperial, mejoró hasta el punto de que la posición social de Hitler se parecía a la de Lenin); tanto Adolf como Iósif cantaron de niños en el coro de la iglesia; y los dos acabarían midiendo 1,62 m. El padre de Hitler se fue obsesionando por la apicultura en la vejez (en cierto modo, muy oportunamente). El padre de Stalin era un zapatero remendón medio analfabeto y empinaba el codo.

Iósif Vissariónovich era el típico muchacho que se ponía apodo. Este apodo fue «Koba». Koba era el protagonista de una novela popular de título sugestivo: El parricida; pero Koba no era el parricida del título. Lo más destacado de Koba es que era una figura a lo Robin Hood, azote de los ricos y benefactor de los pobres. Stalin tenía otro sobrenombre, «Soso» (diminutivo georgiano de Iósif), que en esta época resumía bastante bien su personalidad. Exceptuando su memoria (obligatoriamente descrita como «fabulosa»), fue un chico normal. «Stalin», como se sabe, fue otro apodo que se puso. Hombre de Acero. El de Acero.

Empezó a aprender ruso a los ocho o nueve años (sus padres eran georgianos monolingües). En 1894, a los quince años, dejó la escuela parroquial de Gori y obtuvo una especie de beca para estudiar en el seminario de teología de Tiflis. Lo expulsaron, o se marchó él, al cabo de cinco años. Desde entonces fue revolucionario a tiempo completo.

Dos detalles de la niñez. Un compañero de estudios diría más tarde que nunca había visto llorar a Iósif. Viene a la memoria la célebre frase que fue moneda corriente en los años treinta: Moscú no cree en las lágrimas. En cambio, Koba era poeta. Se cree que estos versos salieron de su pluma:

Sabed que quien cayó en tierra como la ceniza,

quien fue hecho esclavo hace mucho,

volverá a levantarse con las alas de la esperanza,

por encima de las cordilleras.

Robert Conquest sugirió en cierta ocasión que «con los poemas de Stalin, Castro, Mao y Ho Chi Minh podría prepararse un pequeño y curioso volumen, con ilustraciones de A. Hitler». A los veinte años, con sus sueños artísticos por los suelos, Hitler era un vagabundo: bancos de los parques, colas de la sopa boba. Con un poco más de talento tal vez se habría suicidado, no en el bunker, sino en un pequeño y acogedor estudio de Klagenfurt.

No sabemos qué pensaba Stalin de su infancia. Pero sabemos qué pensaba de Georgia. ¿Por qué desfogarnos con los padres cuando podemos desfogarnos con una provincia?

En 1921, con el apoyo total de Stalin, Lenin volvió a anexionarse Georgia (que había obtenido la independencia el año anterior) invadiéndola. Stalin se desplazó al sur para asistir a un pleno del nuevo gobierno: la primera visita que hacía en nueve años. Se dirigió a un grupo de trabajadores del ferrocarril, que le obligaron a guardar silencio con gritos de «renegado» y «traidor». En una reunión posterior arengó a los dirigentes bolcheviques:

¡Gallinas! ¡Hijos de asno! ¿Qué pasa aquí? ¡Hay que trabajar esta tierra georgiana con un hierro al rojo vivo! [...] Me parece que habéis olvidado el principio de la dictadura del proletariado. ¡Tenéis que romperle las alas a esta Georgia! ¡Que corra la sangre de los pequeñoburgueses hasta que depongan toda resistencia! ¡Empaladlos! ¡Descuartizadlos!

Lenin se inclinaba últimamente por una política permisiva en el tema de los nacionalismos, sobre todo en el caso georgiano. Stalin era partidario de la mano más dura posible.

Su violenta prepotencia, su alarde de «patrioterismo panruso» (expresión de Lenin) en la cuestión de Georgia, estuvo a punto de hundirle en 1922: un notable testimonio de que la fuerza de sus sentimientos lesionaba sus intereses. (El poder, según veremos, produjo en Stalin un efecto perturbador inmediato; durante la guerra civil no hizo más que insubordinarse y apretar el gatillo por cualquier cosa; le costó muchos años aprender a dominar la efervescencia glandular que le producía el poder.) La cuestión de Georgia habría acabado con Stalin si Lenin hubiera conservado la salud. Lenin empezó a sufrir ataques en mayo de 1922, un mes después de cumplir cincuenta y dos años (además, hay que recordar que en 1918 se había interpuesto en el camino de tres proyectiles rusos y que uno de ellos seguía alojado en su garganta). Estoy convencido de que tal era la intención de Lenin, no por las referencias a la «rudeza» de Stalin (vobost: ordinariez, grosería, vulgaridad), sino por la siguiente conversación que sostuvo con su hermana María. Stalin había pedido a María que intercediera por él; la presionó sentimentalmente diciéndole que no podía dormir porque Lenin lo trataba «como a un traidor». La charla de Lenin y su hermana terminó así:

—Stalin dice que te quiere. Y te manda saludos cariñosos. ¿Le doy recuerdos tuyos?

—Dáselos.

—Pero, Volodia, si es muy inteligente.

—No tiene ni un ápice de inteligencia.

Y esto lo dijo «taxativamente», pero «sin irritarse», lo que da a entender que Lenin hacía mucho que había dejado de pensar en Stalin como en un socio válido. Por lo general se admite que incluso un Lenin en malas condiciones lo habría marginado, aunque Richard Pipes, en Three «Whys» of the Russian Revolution, señala que «Stalin, tal vez ya en 1920, pero sin lugar a dudas en 1922, iba de primero en la competición por el puesto de Lenin».

En 1935 Stalin fue a ver a su madre, a la que había instalado en el palacio del virrey imperial del Cáucaso (donde ocupaba una sola habitación). Se cree que esta aireadísima visita formaba parte de una campaña pro familiar, lanzada para contrarrestar la decreciente natalidad. El hijo preguntó a la madre, entre otras cosas, por las palizas que le había dado de pequeño. La madre le respondió:

—Gracias a eso eres un hombre de provecho.

En 1936, cuando falleció la anciana Ekaterina, Stalin escandalizó a lo que quedaba de la opinión pública georgiana no asistiendo al entierro.

En 1937 llegó el Gran Terror a Transcaucasia: «En ningún sitio se trató peor a las víctimas que en Georgia», dice Robert C. Tucker. De los 644 delegados que asistieron al congreso del partido georgiano, que se celebró en mayo, 425 acabaron fusilados o en el gulag (que alcanzó su punto más mortífero en 1937-1938). A Mamia Orajelashvili, cofundador de la república, le sacaron los ojos y le perforaron los tímpanos delante de su mujer. El jefe del partido, Néstor Lakoba, ya había sido envenenado y enterrado con honores en 1936; pero lo exhumaron por ser enemigo del pueblo y su mujer fue torturada hasta la muerte delante de su hijo, que tenía catorce años (y que fue enviado al gulag con tres amigos de su edad. «Cuando, tiempo después, escribieron a Beria pidiéndole la libertad para continuar sus estudios -dice Tucker-, ordenó que los volvieran a llevar a Tiflis y los fusilaran»). Budu Mdivani, ex jefe de gobierno, fue detenido, torturado durante tres meses y fusilado. Su mujer y sus cinco hijos, cuatro varones y una chica, también fueron fusilados.

Se dice que cuando los interrogadores abordaron a Mdivani, éste protestó:

—¡Decís que Stalin ha prometido perdonar la vida a los bolcheviques de la vieja guardia! Conozco a Stalin desde hace treinta años. ¡No descansará hasta que nos haya masacrado a todos, desde el primer niño sin destetar hasta la última bisabuela cegata!

El «nos» parece referirse a «los bolcheviques de la vieja guardia», pero podría significar «todos los georgianos» (o, para el caso, todos los ciudadanos soviéticos). De todos modos, está muy clara la naturaleza del odio de Stalin. Normalmente se atribuye a su tremenda inseguridad y a la vergüenza que le daban sus orígenes. También es posible que tratara de cortar sus últimas conexiones con lo humano. En los años treinta, y en fecha posterior, Stalin mataba a todos los que habían conocido a Trotski. Pero también mataba a todos los que habían conocido a Stalin: conocido, visto o respirado el mismo aire.

DEMIAN BEDNY

Entre todos los escritores con quienes Stalin tenía trato, ninguno era menos distinguido que Demian Bedny. Poetastro de última fila, Bedny era, para colmo, el «poeta coronado» del proletariado soviético. Había estado activo desde la época de la guerra civil y sus poemas (o cantos de batalla: «¡Matad a las ratas! ¡Matadlas a todas hasta la última!») se pegaban en las paredes y se lanzaban desde los aviones. Trotski ensalzaba su vehemencia, «su odio bien fundado» y su capacidad para escribir «no sólo en las raras ocasiones en que se recibe la visita de Apolo», sino «día tras día, al pie de los acontecimientos [...] y del Comité Central». Stalin gritó «¡Qué salga el autor! ¡Qué salga el autor!» en 1926, cuando Bedny publicó un poema antitrotskista, «Todo tiene un fin», al que pertenecen estos versos:


¡Nuestro partido, durante mucho tiempo,

a sido blanco de políticos acabados!

¡Ya es hora

de poner fin a esta ignominia!

Conforme el proceso de Zinóviev y Kámenev, bolcheviques de la vieja guardia, se acercaba a su desenlace, Pravda se llenaba de manifiestos colectivos y artículos firmados que pedían la pena de muerte. El poema de Bedny de 21 de agosto de 1936 se titulaba «Sin piedad» (1).

Demian Bedny, que recibía una pensión y vivía en un apartamento de lujo en el Kremlin, tuvo varios roces con Stalin. Nadezda Mandelstam cuenta una anécdota que habla ya de una frialdad temprana. Parece que a Bedny le fastidiaba dejarle libros a Stalin porque éste se los devolvía con los márgenes manchados de grasa. Tuvo la imprudencia de confiar esta observación a su diario; un secretario del Kremlin vio la anotación y la copió. Salta a la vista, dicho sea de paso, que el poeta coronado nunca fue para Stalin más que un idiota relativamente útil. Stalin sabía muy bien que la poesía era algo más que una sirena de fábrica...

En 1930, Bedny publicó «Despega la espalda del horno», un poema que lamentaba el descenso de la producción carbonífera del Donbás (algunos mineros eran campesinos recientemente reclutados), y «Pererva», que trataba de un accidente ferroviario (por negligencia de un guardagujas de la línea Moscú-Kursk). El tema de este segundo poema era el sopor fantasioso propio de los rusos, lo que Lenin había calificado de «oblomovismo». Como esta crítica fuera a su vez criticada por el Comité Central, Bedny escribió a Stalin, alegando en su defensa que era una sátira constructiva del carácter nacional, dentro de la tradición de Gógol y Schedrin. La respuesta de Stalin fue, según Tucker, «tajantemente condenatoria». Acusó a Bedny de «calumniar» al proletariado ruso.

Bedny no se había dado cuenta de que la actitud de Stalin hacia la antigua Rusia estaba cambiando ni de que el mandatario se había empeñado en exaltar las tradiciones folclóricas y a los héroes del pasado (rehabilitaría no sólo a Pedro el Grande, sino también a Iván el Terrible, a su imagen y semejanza). En palabras de Tucker, Stalin se estaba convirtiendo en un «panruso ultraderechista». Así pues, Bedny se dejó aconsejar muy mal cuando en 1936 escribió una ópera bufa titulada Bogatiri («Grandes héroes»), en la que se burlaba descaradamente de un capítulo sagrado de la historia rusa.

Robert Tucker:

Pintó como borrachos y cobardes a estos personajes legendarios [...]. La conversión al cristianismo del príncipe Vladimiro, que condujo a la población de Kiev al río Dniéper para celebrar un bautizo colectivo en lo más crudo del invierno, allá en el siglo X, fue transformada en una orgía de borrachos.

Mólotov estuvo presente la noche del estreno y se marchó al finalizar el primer acto («¡Es indignante!»). Bedny fue expulsado del Sindicato de Escritores. Y del apartamento del Kremlin.

Nuestro poeta siguió escribiendo y publicando... hasta 1938. Aquel año, sin tener más idea que antes de la situación general, sintió deseos de atacar el nazismo. Por lo visto no estaba al tanto del sutil coqueteo que había entre Hitler y Stalin (que no tardarían en ser aliados nominales). Titulada «Infierno», la obra de Bedny reinventaba Alemania desde el punto de vista del infierno clásico (para contrastarlo, sin duda, con el paraíso de la Unión Soviética). Y a las dos de la madrugada lo citaron en la redacción de Pravda. Mejlis, el director, le enseñó el manuscrito, que llevaba una anotación de Stalin: «Decidle a este Dante de última hora que ya puede dejar de escribir».

«He inventado un género nuevo -dijo Isaac Bábel, el gran autor de cuentos, en 1934-: el silencio». Dejaron de publicarse escritos de Bábel en 1937; lo detuvieron en 1939 y lo fusilaron en 1940.

Demian Bedny, Damián el Pobre (su verdadero nombre era Efim Pridvorov). Fue una vergüenza para la poesía; y su aspecto físico reflejaba esa vergüenza. Pero nos consuela saber que el peor castigo que padeció fue vivir en la miseria, ya que el silencio, en su caso, no lo fue ni aquí ni allí.

MANCHA GRIS, OJOS AMARILLOS

En noviembre de 1915, Lenin escribió a su colega Viacheslav Karpinski para pedirle un gran favor: averiguar (por mediación de Stepko [N. D. Kiknadze] o de Mija [M. G. Tsjákaia) el nombre de «Koba» (¿no es Iósif Dy...? Lo hemos olvidado). ¡¡¡Es importantísimo!!!

Resulta más bien cómico cuando pensamos en las revisiones históricas emprendidas posteriormente por Stalin. Películas, pinturas y libros de consulta solían traer escenas con Lenin y Stalin planeando juntos la revolución (mucho antes de 1915) y reflejar la «gran alegría», los «abrazos viriles» que presidían sus encuentros, etc. Hay algo palpablemente infantil en las falsificadas transcripciones de 1929, que en teoría eran comunicados telegráficos de Lenin de principios de 1918, cuando el nuevo régimen bregaba con el Tratado de Brest-Ltovsk. El objetivo de Stalin era validar con efectos retroactivos, y exagerar, su propio papel (y, desde luego, desacreditar el de Trotski):

1. Aquí Lenin. Acabo de recibir vuestra carta especial. Stalin no está aquí y no he podido enseñársela todavía [...] En cuanto llegue Stalin le enseñaré vuestra carta [...] 2. Antes de responderos me gustaría consultar con Stalin [...] 3. Acaba de llegar Stalin, estudiaremos el asunto y os daremos una respuesta conjunta [...] Decidle a Trotski que solicitamos un alto en las conversaciones y que vuelva [a Petrogrado]. Lenin.

«Os daremos una respuesta conjunta»: muy rápido había subido «¿Iósif Dy...?» Lenin, en 1915, hacía diez años que conocía a Stalin. En 1912 lo nombró personalmente para formar parte del Comité Central. Aquel mismo año, Stalin cruzó dos veces (ilegalmente) la frontera austriaca para visitar a Lenin en Cracovia. Lenin lo llamaba «mi fabuloso georgiano». Y, sin embargo, no se acordaba de su nombre. «¡¡¡Es importantísimo!!!», decía Lenin. Y lo era.

Cuando llegó el momento de falsear o refalsear la historia, Stalin tenía ante sí una tarea descomunal. Sus actividades prerrevolucionarias (agitación, propaganda y organización de huelgas) destacaban un poco únicamente porque lo habían encerrado a menudo. Entre 1903 y 1917 sufrió siete detenciones; unas veces lo metían en la cárcel y otras, las más numerosas, lo confinaban (en lugares de los que escapó en cinco ocasiones). Entre 1908 y 1917 había estado en libertad dieciocho meses en total. Parece que incluso su papel en las célebres «expropiaciones» fue secundario. El extraordinario atraco al banco de Tiflis (1907) con cañones, bombas, docenas de heridos y muertos inocentes (contando los caballos mutilados), no fue obra de «Koba», sino de «Kamo» (el enloquecido Ter-Petrosián). Las hazañas de Stalin anteriores a 1917 se resumen en el puñado de artículos que, por encima de toda duda, publicó en Pravda. Luego vinieron los acontecimientos de Octubre en Petrogrado.

En 1938, durante la primera oleada del Terror, Stalin dio a la imprenta un Cursillo de historia del Partido Comunista de la Unión Soviética. En parte manual de consulta, en parte autobiografía escrita por otro, se vendió decenas de millones de ejemplares y se convirtió en piedra angular de toda la cultura. Puede que no toda su popularidad se prefabricara e impusiera. A fin de cuentas, el Cursillo era el mejor manual para aprender a evitar las detenciones. Por entonces, en 1938, estaban ya muertos casi todos los que recordaban las cosas de otro modo. Fue uno de los oscuros deseos del Terror: hacer tabla rasa del pasado... Por lo que dice el Cursillo, Stalin hizo la revolución (y ganó la guerra civil) prácticamente solo, con la ayuda y el apoyo de Lenin, y las siniestras zancadillas de Trotski. Cuando lo cierto es («un hecho curioso pero indiscutible», como dice Isaac Deutscher) que Stalin no tuvo el menor papel en Octubre. (2)

Parece que entre sus contemporáneos era de rigor decir en esta etapa (durante la guerra civil descollaría ruidosamente) que Stalin era «una medianía gris e incolora», «una mancha gris» (con un «brillo de animosidad» en «sus ojos amarillos»: Trotski) o «un político de pueblo» (Liev Kámenev). Estos juicios se suelen presentar como ejemplos de falta de previsión o como homenaje a la capacidad simuladora de Stalin. Pero salta a la vista que eso es exactamente lo que era Stalin en 1917: una mancha gris de ojos amarillos (algunos observadores hablan de «ojos atigrados»). Sin embargo, ya estaba capacitado para ganarse la antipatía de sus compañeros. En marzo recibió un desaire marginador que a Conquest le parece «totalmente asombroso si recordamos que fue en descrédito de su elevada posición oficial» (fue rechazado para un ascenso menor «a causa de determinadas características personales»). Estamos pues ante una figura a la vez anónima y propensa a agredir. En cuanto se bajaba la guardia, asomaba algo salvaje. Tras la mancha gris aparecían los ojos amarillos.

Cuando Lenin, en 1912, lo designó miembro del Comité Central, no propuso su nombre según el procedimiento de costumbre, sino que lo impuso por decreto, como si admitiera que su protegido no gozaba de la simpatía general. Lenin toleraba a Stalin, entre otras cosas, por sus antecedentes, porque era el único bolchevique (exceptuando a Tomski) que tenía algo de proletario; y pensaba que la brutalidad obrera de Stalin era más «sincera», ideológicamente hablando, que la brutalidad cerebral que tenían él y Trotski, y, en menor medida, los demás miembros de la cúpula. En 1922, como hemos visto, Lenin rechazaba totalmente a Stalin, su bajo nivel cultural y su lumpeninestabilidad. Intuía que el poder («un poder inmenso») se estaba concentrando en Stalin y parece que de súbito se dio cuenta del efecto que ese poder le había producido y le estaba produciendo. La verdad es que el poder, más que corromper a Stalin, lo reinventó por simbiosis.

Cuando se anunció la composición del nuevo gobierno de 1917, Stalin figuraba en el lugar decimoquinto y último. (En 1937-1938 no estaba bien visto recordar este detalle.) Stalin era la industriosa y mestiza mascota de Lenin, su perro de lanas. Cinco años después, Lenin se dio cuenta de que el perro echaba espumarajos de rabia. Dos años antes, desde la perspectiva de Lenin, el perro ni siquiera tenía nombre.

Convendría que abordáramos ahora la desconcertante conversación telefónica que sostuvieron Stalin y Krúpskaia, la mujer de Lenin, el 22 de diciembre de 1922, en la que Stalin la llamó, entre otras cosas (según se rumoreó en el Partido), "puta sifilítica".

La fecha es importante. En esa etapa, después del altercado de Georgia, las relaciones Lenin-Stalin, estaban en el punto más bajo. Sin embargo, cuatro días antes, el Comité Central había resposabilizado a Stalin de los cuidados médicos de Lenin (3). Trece días más tarde, Lenin redactó su “Testamento” («Stalin es demasiado rudo» etc.). Pero Lenin no se enteró de la charla telefónica hasta marzo, la víspera de su último ataque.

El 22 de diciembre de 1922, Stalin supo que Krúpskaia supestamente había contravenido las indicaciones médicas que seguía Lenin. Según ella misma (en carta a Kámenev):

Stalin me bombardeó ayer con una andada de insultos terribles, por una breve nota que me dictó Lenin con permiso de los médicos. Yo no soy una novata en el Partido. En los últimos treinta años jamás he oído una palabra soez en boca de un camarada.

¿Cómo se explica este comportamiento de Stalin? La «breve nota» que Lenin dictó a Krúpskaia era para Trotski, para felicitarle por haber sido más listo que Stalin (en el asunto del monopolio del comercio extranjero). Una prueba, para Stalin, de un bloque Lenin-Trotski. Pero ¿por qué su agresividad tomó aquel rumbo? Fue a todas luces un atropello imperdonable, y perpetrado con tal saña que se dice que Krúpskaia (una mujer muy tranquila, incluso mientras cuidaba de su moribundo marido) se puso histérica (según dijo a Kámenev, tenía los nervios «a punto de estallar»). Cuando Lenin se enteró, como inevitablemente tenía que ocurrir, se movilizó en el acto y, también inevitablemente, para desprestigiar y desacreditar a Stalin. El 7 de marzo sufrió el último ataque. Vivió, sin poder hablar, otros diez meses; y Stalin sobrevivió.

Si no hay una explicación racional que dé cuenta de la conducta de Stalin, tendrá que servirnos una explicación irracional. El destacado chequista Dzeryinski, cuando le reprocharon amistosamente el salvajismo con que había llevado a cabo la purga de Georgia, admitió que la represión se le había ido completamente de las manos, y añadió: «Pero no pudimos evitarlo». Desde luego que creemos que la conquista y el ejercicio del poder tenían esa cualidad incontenible. Podemos entenderlo imaginando la fuerza coercitiva de los bolcheviques y los adjetivos asociados con ella: desnuda, cruda, brutal, despiadada, absoluta. El 25 de mayo de 1922, Stalin había experimentado una ingobernable subida de tensión, con motivo del primer ataque de Lenin (con la masiva descarga del 13 de diciembre, ataques dos y tres). Cuando habló con Krúpskaia, Stalin sentía los escalofríos y vértigos de la omnipotencia presentida. No pudo evitarlo.

Krúpskaia hablaba totalmente en serio cuando dijo que si Lenin hubiera vivido, habría acabado, junto con los demás bolcheviques de la vieja guardia, en las celdas de la muerte de Stalin. Cuando se enteró de la conversación telefónica, Lenin escribió a Stalin: «No voy a olvidar lo que se me ha hecho, y no hace falta decir que lo que se ha hecho contra mi mujer es como si se hubiera hecho contra mí». Exactamente. Por primera y única vez, y con una temeridad incontenible, Stalin había dejado ver un secreto que tenía muy escondido: su odio a Lenin. En la medida en que Stalin tenía un yo dividido o «duplicado», una mitad suya odiaba a Lenin con la furia y la determinación con que todo él odiaba a Trotski.

Obedeciendo instrucciones, Krúpskaia presentó él «Testamento» al Comité Central nada más fallecer Lenin. Stalin anunció su dimisión.

Pero había transcurrido un año, las reconfiguraciones políticas estaban ya en marcha y no se aceptó la oferta táctica de Stalin.

Su aliado desde el principio, su instrumento más fiel, fue la esclerosis cerebral. La enfermedad empezó por debilitar a Lenin, luego lo marginó parcialmente, luego lo enmudeció, y por último, tras una prórroga crucial, lo aniquiló, sirviendo siniestramente en todo momento a las necesidades de Stalin.

LA CARA DE KREMLIN

—Lázar —dijo Stalin cierto día del difícil año de 1937, para trabar conversación con su hábil subordinado Lázar Moiséievich Kaganóvich—, ¿sabías que tu [hermano] Mijaíl se relaciona con elementos derechistas? Hay pruebas sólidas contra él.

Kaganóvich replicó al cabo de un momento:

—Entonces debe tratársele de acuerdo con la ley.

Kaganóvich llamó puntualmente a su hermano Mijaíl (bolchevique desde 1905 y a la sazón comisario para la construcción aeronáutica), que aquel mismo día se pegó un tiro en el cuarto de baño de un colega. Lázar Kaganóvich falleció de muerte natural en 1988. (4).

Gracias a estas bajezas se podía vivir más que Stalin: había que darle un poco de sangre propia, sin titubear, aunque se dice que Poskrébishev, secretario de Stalin, cayó de rodillas con la esperanza de salvar a su mujer de la pena máxima.

La nuera de Nikita Jrushov fue encarcelada.

La mujer de Viacheslav Mólotov fue enviada al gulag.

La mujer de Mijaíl Kalinin fue golpeada por una interrogadora, que la dejó inconsciente en presencia del dirigente chequista Lavrenti Beria; luego la mandaron al gulag.

Los dos hijos de Anastas Mikoyán fueron enviados al gulag.

La mujer de Aleksandr Poskrébishev fue enviada al gulag. Tres años más tarde la fusilaron.

Estos hombres formaban el círculo íntimo de Stalin, eran el personal con «cara de Kremlin» (pálida, con manchas cárdenas) que trabajaba con él todos los días y bebía con él todas las noches. Imaginemos estos rostros alrededor de la mesa del comedor o parpadeando en el cine privado (musicales y películas de vaqueros durante los primeros años, luego propaganda exaltadora de las granjas colectivas y cosas por el estilo). Imaginemos sus rostros cuando levantan los ojos de la mesa del despacho al día siguiente. Estos hombres pálidos habían dado a Stalin parte de su sangre.

RITMOS DE PENSAMIENTO

Las dos frases más célebres de Stalin son: «La muerte soluciona todos los problemas. No hay hombre, no hay problema» y (aquí estaba aconsejando a los interrogadores sobre cómo arrancar una confesión concreta) «Golpead, golpead y golpead otra vez».

Las dos se nos han transmitido en diferentes versiones. «Donde hay un hombre hay un problema. No hay hombre, no hay problema». Ésta es menos epigramática y más catequística, más propia del estilo seminarista de Stalin (pensemos en su discurso fúnebre sobre Lenin y su vaivén litúrgico).

La variante de la número dos es: «Golpead, golpead y, una vez más, golpead». Otra clara mejora, si queremos percibir los ritmos del pensamiento de Stalin.

LA SUCESIÓN

Los años de su ascenso al poder absoluto, 1922-1929, son poco espectaculares: bloques, alineamientos, remodelaciones burocráticas y cierta cantidad de palabras dulces en relación con la Revolución Permanente (condenada luego como «contrabando trotskista») y con el «socialismo en un solo país» (la idea stalinista de que la URSS debía sobrevivir sin revoluciones comunistas en Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos): son años tan poco espectaculares que lo mejor es hacerlos a un lado para echar una ojeada a Trotski y preguntarse por qué a la postre causó tan pocos problemas a Stalin. Le causó problemas psicológicos, pero no políticos.

Se mire como se mire, el grupo de competidores que dejó Lenin al morir era notablemente pequeño. Nadie espera morirse a los cincuenta y tres años; pero la cuestión de la sucesión era una de las grandes despreocupaciones integrales del leninismo. La cadena de mando, según El estado y la revolución (escrito a toda prisa entre las dos revoluciones de 1917), se basaba en «la incuestionable obediencia a la voluntad de una sola persona, el jefe del sóviet». ¿Y qué pasaría cuando el jefe del sóviet muriera? La justificada inquietud por este tema confirma la impresión de melancolía y fracaso que producen las últimas y poscríticas meditaciones de Lenin.

Al principio parecía ir en cabeza el jefazo del Partido en Petrogrado (ya Leningrado), Grigori Zinóviev. No deja de ser chocante, porque nadie ha dicho jamás nada bueno de él. Conquest, contra su costumbre, es rotundo: «Parece que tanto la oposición como los estalinistas, tanto los comunistas como los no comunistas, lo tenían por un cero a la izquierda, vanidoso, incompetente, insolente y cobarde». Otra estrella del partido era Liev Kámenev, personaje más comedido y respetable, pero quisquilloso y un perfeccionista incorregible. Zinóviev y Kámenev solían trabajar juntos (también los eliminaron juntos); quizá superaban su común debilidad con alguna clase de coalición desvencijada. ¿Quién más había? Lenin, luciendo su vanidad y, ya enfermo, su apagada voluntad, recomendaba un gobierno de consenso mayoritario: gobernar mediante el Politburó. Pero el sistema que había construido medio por casualidad estaba hecho para que lo gobernase la personalidad más fuerte. La inevitabilidad de Stalin: Richard Pipes cree que Stalin era inevitable. Casi todos los historiadores, cuando hablan del vertiginoso ascenso de Stalin, prefieren «lógico» a «inevitable»... Kámenev, por cierto, el 21 de diciembre de 1925 pidió pública y vehementemente que se expulsara a Stalin, que aquel día cumplía cuarenta y seis años. A él y a Zinóviev les quedaban once años de vida. (5) A Bujarin trece.

Nikolái Bujarin, a quien Lenin llamaba «el niño mimado del Partido», se rebajó muchas veces. «Estoy muy contento de que los hayan matado como a perros», dijo, refiriéndose a Zinóviev y Kámenev, en 1936. Por entonces vivía amenazado por Stalin. Pero se había rebajado en fecha anterior, cuando no estaba sometido a ninguna presión, en el juicio de propaganda de 1922 contra los socialistas revolucionarios (Pipes dice que su papel allí fue «sórdido». Se comportó como una horda linchadora unipersonal.) Bujarin, según todos los testigos, era tornadizo como un borracho y lo mismo rompía a reír que a llorar. Cuando los Mandelstam le pidieron ayuda, a comienzos de los años treinta, Nadezda se quedó atónita al ver el ataque de cólera que sufrió, en favor de ellos, no en contra. Pero Bujarin era elocuente y perspicaz: entendía la realidad mejor que sus colegas. Por consiguiente, era la única eminencia no contaminada por el juicio crítico de los bolcheviques: el desprecio criminal por los campesinos. («Enriqueceos», les decía, ganándose así una reprimenda doctrinal.) Y cuando llegó la Colectivización, ésta produjo en él una reacción bastante rara en aquellos años y en aquellos hombres: la duda moral. Bujarin dijo en privado que durante la guerra civil había visto cosas que yo no querría que vieran ni mis enemigos. Pero lo de 1919 no puede ni compararse con lo que sucedió entre 1930 y 1932. En 1919 luchábamos por sobrevivir. Ejecutábamos enemigos, pero también nosotros arriesgábamos la vida en el proceso. En el segundo período, sin embargo, llevamos a cabo un exterminio masivo de hombres totalmente indefensos, acompañados de sus mujeres y niños.

Conquest añade:

(Bujarin) estaba más preocupado aún por el efecto que había producido en el Partido. Muchos comunistas se habían sentido muy afectados. Unos se habían suicidado; otros habían perdido la razón. En su opinión, las peores consecuencias del terror y el hambre no fueron los padecimientos del campesiado, por muy horribles que fuese. Fueron “los profundos cambios sicológicos de los comunistas que participaron en la campaña y que, en vez de perder la razón, pasaron a ser burócratas profesionales para quienes el terror era ya un método normal de gobierno y una elevada virtud obedecer cualquier orden emanada de arriba”. Hablaba de una “autentica deshumanización de la gente que trabajaba en el aparato soviético”.

Es en este punto y no en las secuelas del asesinato de Kírov (diciembre de 1934) donde vemos la aceleración del Gran Terror. “Koba, ¿qué necesidad tienes de matarme?”: así empezaba la cuadragésima tercera carta sin respuesta que Bujarin escribió a Stalin, en el largo período de su arresto domiciliario, su juicio y su condena. ¿Por qué Dsachtó? El mismo Bujarin lo dijo en 1936:

(Stalin) sufre porque no es capaz de convencer a nadie, ni siquiera a sí mismo, de que es más grande que los demás; y este sufrimiento podría ser su rasgo más humano, quizá el único rasgo humano que había en él. Pero lo que no es humano, sino más bien diabólico, es que a causa de este sufrimiento se sienta obligado a vengarse de la gente, de todo el mundo, pero en particular de quienes en un sentido u otro son mejores o superiores a él.

Quienes son mejores o superiores a él: numeroso ejército. Cuando eran mucho más jóvenes y más felices, Stalin y Bujarin acostumbraban a pelearse en broma en el jardín de la dacha del uno o del otro. Solzhenitsyn cuenta de pasada que Bujarin solía derribar a Stalin. Este hecho habría bastado. (6).

Con lo cual sólo nos queda Trotski. Lenin le atribuía una ambición suprema, pero había algo fundamentalmente cómico en la idea de Trotski como sucesor. A fines de 1922 tenía que solicitar instrucciones a la dacha de Lenin en Gorki... de la que Stalin era asiduo visitante. Luego cometió la elemental torpeza de no suspender sus vacaciones para asistir al entierro de Lenin. (Stalin no le engañó esta vez con las fechas.) La ausencia de Trotski se notó muchísimo, como la de Stalin en otro entierro, en 1936. El filósofo Alexander S. Tsipko identifica dos elementos en el ímpetu bolchevique: el desdén por lo trivial y el deseo de asombrar al mundo. Trotski encarnaba ambos. Stalin quería asombrar al mundo, como veremos enseguida. Pero no sentía el menor desdén por lo trivial. Los bolcheviques habían construido un mundo en el que el Estado tenía que vigilar las actividades de cualquier grupo de dos o más personas. Stalin aceptó las consecuencias de esto. Los románticos enfocan románticamente el fracaso total de Trotski en su lucha por el poder. La verdad es que sus esfuerzos fueron torpes, necios e incluso chochos (de la página en que se nos habla de sus diversas indisposiciones y recuperaciones surge como un trémolo de senectud). En las elecciones al Comité Central de 1921 quedó en décimo lugar, «muy por debajo de Stalin e incluso detrás de Mólotov», señala Pipes. En cualquier caso, no había ninguna duda sobre quién estaba más capacitado por su carácter para la tarea de mimar, animar, acariciar y cuidar en general de la gigantesca barriga de la burocracia.


(1) En la misma circunstancia, durante el proceso de Bujarin, dos años más tarde, el «poeta tradicional» D. Dyambul colaboró con un trabajo parecido que se titulaba «Aniquilad».

(2) Sólo se le menciona de pasada dos veces en Diez días que estremecieron al mundo de John Reed, motivo por el que este libro fue prohibido luego en la URSS. «Su nombre no figura en ningún documento relacionado con aquel período histórico» (Volkogónov).

(3) Podría alegarse retrospectivamente que Stalin no era, ni mucho menos, el primer candidato, en el que se habría pensado para este papel. Su verdadero papel fue mantener a Lenin del vacío de poder que el Politburó trataba de llenar ya, con muchas rivalidades y ningún miramiento.

(4) A mediados de los años ochenta, David Remnick, con la cruel insistencia que correspondía al caso, acosó a Kaganóvich para que le concediera una entrevista. Encontró lo que esperaba: un amnésico lleno de temblores que vivía de una pensión del Estado. He aquí de qué se acusaba a Mijaíl: de que Hitler lo había elegido para gobernar una Rusia fascista. Los Kaganóvich eran judíos.

(5) ¿Supieron morir? Tucker cita a un testigo de la siguiente conversación, sostenida mientras los dos hombres estaban ante sus verdugos. Zinóviev: «¡Esto es un golpe fascista!» Kámenev: «Déjalo, Grisha, cállate. Muramos con dignidad». Zinóviev: «¡No! [...] En la hora de la muerte afirmo categóricamente que lo que ha habido en nuestro país es un golpe fascista». (Tucker arguye a continuación que «golpe fascista» no era un mal análisis.) Volkogónov cuenta lo siguiente, basándose en el testimonio de un guardián de la cárcel: «Aunque los dos habían escrito muchas veces a Stalin pidiéndole clemencia, y al parecer la esperaban (a fin de cuentas se les había prometido), intuían que se trataba del fin. Kámenev avanzó por el pasillo en silencio, frotándose las manos con nerviosismo. Zinóviev se puso histérico y hubo que arrastrarlo».

(6) Bujarin murió con desafiante dignidad. A fin de cuentas, quizá merezca las frases de la conclusión literaria que pone Arthur Koestler a El cero y el infinito:

Una figura sin forma se inclinó sobre él, y él olió el cuero nuevo del cinturón del revólver; pero ¿qué insignia llevaba la figura en las bocamangas y hombreras del uniforme, y en cuyo nombre alzaba el negro cañón del arma?

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