Guillermo Rosales
EL DIABLO Y LA MONJA
Guillermo Rosales
Guillermo Rosales
(Del libro inédito: El alambique mágico)
Texto enviado para Cacharro(s) por la amiga Rosa Berre
La llamaban La Baudilia, porque era la copia femenina de su hermano, aquel célebre Baudilio Cartablanca, de larga trayectoria comunista que murió luego en Venezuela, renegado. La misma nariz de piquito, los mismos ojos botados y el mismo hablar parsimonioso y suave que escondía, o trataba de esconder, una ingenua autosuficiencia.
La conocí en casa de los Quintela, en el Reparto Apolo, y entré rápidamente en confianza con ella porque era un espíritu abierto, agresivo y una excelente narradora de historias.
Una de aquellas historias era su propia vida.
Dijo que había conocido el amor tarde, porque su hermano le espantaba los novios. Lo dijo con risa, aunque con un remoto dejo de amargura. El último de sus pretendientes había sido un muchacho de su pueblo, Consolación, que vestía muy elegante y siempre aparecía con una pucha de rosas, oliendo a perfume francés. Parecía un caballero antiguo, y su relación con ella no pasaba de un inofensivo agarrón de manos y un intercambio de canciones en voz muy baja. Este noviazgo duró tres meses, hasta el día en que Baudilio, su hermano feroz, llegó temprano de la reunión del partido y se enfrentó al muchacho con una expresión de sorna.
Era un muchacho fino. Cruzaba las piernas a la inglesa y hablaba con voz de poeta provinciano. Baudilio lo miró bien, se enteró de que era un simple poeta, le tocó los endebles músculos del brazo, y al final dijo con voz burlona:
–Así es que éste es el mariconcito que te has buscado.
Fue el final. El muchacho quiso protestar, pero no pudo. En vez de atinar a responder la insolencia con una palabra fuerte o un buen directo al mentón, salió avergonzado de la casa, con lágrimas en los ojos, y no volvió más.
–Allí decidí meterme a monja.
Lo decidió en silencio, contando con la complicidad de su madre, que era católica, apostólica y romana. Primero estuvo en un convento de la calle 23, en el corazón de La Habana, donde no se podía ver la luz del sol ni oír el canto de las golondrinas.
Hasta allí llegó su hermano Baudilio con cuatro cófrades borrachos para tratar de rescatarla e incorporarla al mundo social. No se le abrieron las puertas; no lo dejaron verla, y todo terminó en que su hermano, ahíto de ron, descargó un peine de ametralladora sobre los viejos muros del convento y se fue, echando pestes de los curas y jurando que un día volvería y la sacaría por la fuerza.
Quizás por esto la superiora del convento decidió mandar a la Baudilia a Madrid, a otro convento de la calle San Cosme y San Damián, donde se trabajaba mucho y se hablaba sólo cosas esenciales. Allí empezó su crisis de conciencia. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué entregarle su vida a Dios de aquella manera tan absurda? Vivió días muy angustiosos a causa de sus inmensas dudas. Dudó de Dios, dudó de los curas y las monjas. Dudó hasta de Santa Teresita, que era su inspiración en las noches oscuras. Una de esas noches no pudo más y fue hasta el altar del convento, decidida a todo.
El altar estaba a oscuras, sólo una pequeña vela a los pies de una Santa Teresita de yeso le daba un poco de claridad al sitio.
Allí cayó desesperada frente a Cristo crucificado y dijo:
–Señor, apiádate de mí. Si eres verdad, si existes, revélate ahora mismo y dame fuerzas para seguir este destino.
Pero Dios no se reveló, ni se escuchó su voz, ni se dejaron ver luces extrañas.
Entonces se volvió a la parte más oscura de la capilla y habló así:
–Satanás, no te tengo miedo. Si tú existes de verdad, hazte carne y hueso para que yo te vea y sea tu sierva eternamente.
Pero el diablo tampoco apareció. Nada.
Al día siguiente, hizo sus bártulos, se vistió de calle y salió directamente al aeropuerto para regresar a Cuba, a su hermano, a la revolución. Esa fue su historia.
–Nada existe –nos dijo, por último, recostada a la puerta de la calle–. Dios, el diablo, todo es mentira.
Y salió. Rosa y yo nos asomamos a la ventana para verla alejarse por la calle Mariel. Llevaba una mezclilla de hombre, una camisa de estampas caribeñas que le quedaba ancha, botas de electricista, peinado de chulo francés, y su andar era agresivo y descarado como el de los guapos del barrio de Pogolotti.
Entonces, los Quintela y yo nos miramos las manos en silencio, volvimos a mirarnos las caras en silencio, y comprendimos, en silencio, lo terrible. Lo terrible y lo fino que trabaja el diablo.
La conocí en casa de los Quintela, en el Reparto Apolo, y entré rápidamente en confianza con ella porque era un espíritu abierto, agresivo y una excelente narradora de historias.
Una de aquellas historias era su propia vida.
Dijo que había conocido el amor tarde, porque su hermano le espantaba los novios. Lo dijo con risa, aunque con un remoto dejo de amargura. El último de sus pretendientes había sido un muchacho de su pueblo, Consolación, que vestía muy elegante y siempre aparecía con una pucha de rosas, oliendo a perfume francés. Parecía un caballero antiguo, y su relación con ella no pasaba de un inofensivo agarrón de manos y un intercambio de canciones en voz muy baja. Este noviazgo duró tres meses, hasta el día en que Baudilio, su hermano feroz, llegó temprano de la reunión del partido y se enfrentó al muchacho con una expresión de sorna.
Era un muchacho fino. Cruzaba las piernas a la inglesa y hablaba con voz de poeta provinciano. Baudilio lo miró bien, se enteró de que era un simple poeta, le tocó los endebles músculos del brazo, y al final dijo con voz burlona:
–Así es que éste es el mariconcito que te has buscado.
Fue el final. El muchacho quiso protestar, pero no pudo. En vez de atinar a responder la insolencia con una palabra fuerte o un buen directo al mentón, salió avergonzado de la casa, con lágrimas en los ojos, y no volvió más.
–Allí decidí meterme a monja.
Lo decidió en silencio, contando con la complicidad de su madre, que era católica, apostólica y romana. Primero estuvo en un convento de la calle 23, en el corazón de La Habana, donde no se podía ver la luz del sol ni oír el canto de las golondrinas.
Hasta allí llegó su hermano Baudilio con cuatro cófrades borrachos para tratar de rescatarla e incorporarla al mundo social. No se le abrieron las puertas; no lo dejaron verla, y todo terminó en que su hermano, ahíto de ron, descargó un peine de ametralladora sobre los viejos muros del convento y se fue, echando pestes de los curas y jurando que un día volvería y la sacaría por la fuerza.
Quizás por esto la superiora del convento decidió mandar a la Baudilia a Madrid, a otro convento de la calle San Cosme y San Damián, donde se trabajaba mucho y se hablaba sólo cosas esenciales. Allí empezó su crisis de conciencia. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué entregarle su vida a Dios de aquella manera tan absurda? Vivió días muy angustiosos a causa de sus inmensas dudas. Dudó de Dios, dudó de los curas y las monjas. Dudó hasta de Santa Teresita, que era su inspiración en las noches oscuras. Una de esas noches no pudo más y fue hasta el altar del convento, decidida a todo.
El altar estaba a oscuras, sólo una pequeña vela a los pies de una Santa Teresita de yeso le daba un poco de claridad al sitio.
Allí cayó desesperada frente a Cristo crucificado y dijo:
–Señor, apiádate de mí. Si eres verdad, si existes, revélate ahora mismo y dame fuerzas para seguir este destino.
Pero Dios no se reveló, ni se escuchó su voz, ni se dejaron ver luces extrañas.
Entonces se volvió a la parte más oscura de la capilla y habló así:
–Satanás, no te tengo miedo. Si tú existes de verdad, hazte carne y hueso para que yo te vea y sea tu sierva eternamente.
Pero el diablo tampoco apareció. Nada.
Al día siguiente, hizo sus bártulos, se vistió de calle y salió directamente al aeropuerto para regresar a Cuba, a su hermano, a la revolución. Esa fue su historia.
–Nada existe –nos dijo, por último, recostada a la puerta de la calle–. Dios, el diablo, todo es mentira.
Y salió. Rosa y yo nos asomamos a la ventana para verla alejarse por la calle Mariel. Llevaba una mezclilla de hombre, una camisa de estampas caribeñas que le quedaba ancha, botas de electricista, peinado de chulo francés, y su andar era agresivo y descarado como el de los guapos del barrio de Pogolotti.
Entonces, los Quintela y yo nos miramos las manos en silencio, volvimos a mirarnos las caras en silencio, y comprendimos, en silencio, lo terrible. Lo terrible y lo fino que trabaja el diablo.