JAMES LAUGHLIN, el placer de leer a los clásicos en traducción

traducción de Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich


Una mañana, hace unos cuarenta años, iba al centro, a la oficina, en el subte de Lexington Avenue. Frente a mí, viajaba un hombre muy atildado de mediana edad que leía un pequeño libro encuadernado en vitela. Sentí curiosidad y me acerqué a él. No es usual ver libros del período del Renacimiento en el subte. Estaba leyendo un texto aldino (1) de poemas de Calímaco, uno de los grandes poetas griegos tempranos, que nació en el 310 a.C. Ahora me gusta imaginar que le dije al caballero: “Cantaba bien, aquel hombre, y se reía bien con el vino”. A lo cual la respuesta del caballero era mi verso favorito de ese poeta: “Los muertos no descansan, viajan sobre el mar como gaviotas”.

No fue ése el diálogo que sostuvimos, pero el caballero me mostró su volumen, una edición de bolsillo de 1520, y se presentó. Era John J. McCloy, abogado y banquero, administrador del Plan Marshall en Alemania y asesor de varios presidentes. Me dijo que la mejor manera de empezar con calma un día de trabajo duro era leer un poco de griego en el subte. Llegamos a mi parada y nunca más volví a verlo.

Sentí envidia, por supuesto, de que McCloy pudiera leer griego con tanta facilidad como si fuera el Times. Todos mis mentores me dijeron que el griego era esencial para la poesía. Ezra Pound me aseguró que los sonidos de las palabras griegas eran más expresivas para la poesía que las de cualquier otra lengua. Así que cuando la oficina de New Directions se mudó del campo a Greenwich Village, me inscribí en un curso nocturno de la Universidad de Nueva York, en Washington Square. Lamentablemente, después de un día de trabajo estaba demasiado cansado para concentrarme. El venerable instructor, que tenía que cambiarse los anteojos cuando pasaba del libro al pizarrón, era un zopenco. Su interés primordial era la gramática, algo que siempre he detestado por considerarlo un impedimento para la fluidez de los bellos sonidos. Al cabo de un mes, lo único que pude escribir era : “El capitán ordena a los soldados que crucen los caballos al otro lado del río”, o “¿Quién conducía el ejército a la ciudad?” ¿Y eso qué tenía que ver con Homero o Safo, a quienes tanto anhelaba leer? Abandoné. He permanecido bastante inocente del griego hasta la fecha.

¿Pero verdaderamente importa estudiar griego? Por cierto, uno no puede escuchar el mágico sonido de las palabras griegas si no las conoce. Sin embargo, quiero argumentar que el sonido es sólo una parte del asunto, que hay en los viejos textos una sustancia, una sabiduría de la vida que puede captarse también en las traducciones, y hay muchas buenas en lenguas modernas. Y lo mismo ocurre con la literatura latina. Muchos de mis amigos les tienen miedo a los clásicos griegos y latinos. Como no estudiaron esas lenguas en la escuela. temen que haya en ellas algo irreversiblemente difícil. Para muchos de nosotros, los griegos y los romanos resultan tan ajenos como los habitantes de Marte. Tonterías. Los griegos y los romanos eran tan humanos como nosotros, tal vez más, porque sus vidas no habían sido contaminadas por los viajes espaciales y las computadoras. Estaban más próximos a las grandes verdades: el amor, la muerte, la materia de la que está hecha la existencia. Hay más verdades contundentes sobre el curioso sentido de nuestra existencia en la tierra en diez páginas de los epigramas y epitafios de la Antología Palatina que en las páginas editoriales –supuestamente convincentes– del New York Times. Tal vez el mayor placer e instrucción que he obtenido en mis años de “declinación” es leer los clásicos en traducción. El señor McCloy sabía lo que decía. En comunión con los antiguos, podemos lograr una suerte de calma, una perspectiva, un consuelo de nuestro horrible mundo.

Mi primer mentor fue el profesor de latín de Choate, H. P. (“Hup”) Arnold. Un hombre encantador pero un poco acartonado. Lo que más le interesaba era la interpretación, que entendiéramos perfectamente la sintaxis de la Eneida. Estaba convencido de que Virgilio era bueno para nuestra moral. Virgilio nos convertiría en hombres justos y correctos. Como los sermones del director. Nunca nos presentó a Catulo o Petronio ni a ninguno de los autores latinos divertidos. Por cierto, saqué provecho de Hup. Debíamos analizar e interpretar treinta líneas de la Eneida por día. Algunos de mis condiscípulos eran tipos perezosos. Estaban tan aburridos de Virgilio como yo. Pero me pagaban veinticinco centavos por explicarles de qué trataban esos treinta versos. Este soborno me produjo un cierto disgusto por Virgilio (o un sentimiento de culpa), que no me abandonó hasta 1983, cuando mi amigo más querido, Robert Fitzgerald, publicó su magnífica versión de la Eneida. Robert me convenció finalmente de que Virgilio era aceptable. Pero, ay, esos símiles de siete versos que Virgilio tanto amaba, y que resultaban tan difíciles de traducir. Mejor saltearlos. No son poesía, son pura verborrea. Sin duda, la de Fitzgerald es la traducción más grata. ¿Pero dónde zambullirse? Tal vez en el Libro IV, la historia del “asunto” que Enas tuvo con Dido, o en el Libro VI, la visita al otro mundo. Leer el poema entero requeriría enorme fortaleza. De Virgilio, mi favorita es la cuarta Egloga, que traduje en Harvard, el poema profético sobre el niño maravilloso que redimirá al mundo. Los eruditos medievales suponían que predecía el advenimiento de Cristo:

Por ti, muchachito, la tierra sin labrar
hará brotar sus dones y te los dará,
primero la dedalera y la hiedra /vagabunda,
después colocasias y el alegre acanto,
sin que las llamen vendrán las cabras con /su leche
los rebaños ya no deberán temer al león
de tu cuna misma brotarán flores muy /dulces
morirá la serpiente
se marchitará la planta venenosa
en todas partes crecerán hierbas asirias. (2)

Esta traducción y una buena selección de los poemas breves de Virgilio pueden encontrarse en Latin Poetry, volumen compilado por L. R. Lind, Oxford.

Si Hup Arnold era mohoso, Dudley Fitts, la estrella del departamento de inglés de Choate, era una brisa primaveral. Mi primer encuentro con él, cuando estaba en cuarto año, fue dramático... y clásico. Fitts, ataviado con su toga negra, bajaba a toda velocidad la escalera del comedor, con algún gran pensamiento que cegaba su atención a todo obstáculo, y yo subía corriendo. Chocamos en un rellano, y los dos terminamos en el suelo. Fitts se reincorporó con dignidad y me increpó en estentóreo bostonés: “¡Estos cachorritos que ni siquiera han leído a Tucídides!”. Más tarde nos hicimos grandes amigos. Con su dominio de seis idiomas, era la eminencia intelectual de la escuela. Y decir que tenía “una mente amplia” era hacer una precisa descripción física: había unos cuantos centímetros extra entre sus ojos y el nacimiento del cabello. En un museo de Atenas vi el busto de un erudito del Atica que tenía esa clase de frente. Su curso de licenciatura, en sexto año, era extraordinario en una escuela de esa época. Empezaba con lecturas de la Poética de Aristóteles, después Edipo rey, después Chaucer, cuyo apellido se nos enseñaba a pronunciar tal como se escribe, después Coriolano (y no Macbeth). Salteábamos a todos los rancios poetas ingleses que han hecho que los estudiantes odien la poesía, y terminábamos con Dublineses, Eliot y Pound. Con la condición de que me callara la boca mientras él trabajaba, Fitts me autorizó a usar su biblioteca clásica. Me lanzaba un libro de sus anaqueles y me decía: “Mira esto”. Traducciones, por supuesto. Todos esos textos entretenidos que Hup Arnold jamás nos nombraba. Cuando llegué a Choate, Fitts estaba haciendo su notable adaptación de poemas extraídos de la Antología Palatina. Son paráfrasis más que traducciones literales. Acerca de su método, él mismo escribió: “Me resulta imposible igualar el delicado equilibrio de los pareados elegíacos, y deliberadamente elegí un sistema de cadencia irregular, asonancia y verso quebrado... Simplemente he tratado de reexpresar en mi propio idioma lo que han significado para mí los versos griegos”. El resultado es excelente poesía inglesa, griega en espíritu, pero atemperada por el ingenio contemporáneo.

La Antología Palatina es una enorme compilación de más de cuatro mil epigramas, tanto paganos como cristianos, que empieza alrededor del año 700 a.C. en Grecia, y que se extiende luego por todas partes del mundo Mediterráneo donde el griego siguió siendo un importante lenguaje literario durante diecisiete siglos. Muchos de los poemas son basura, obra de escritorzuelos o pedantes. Pero los mejores se cuentan entre las glorias de la literatura griega y de la poesía en general. Su compresión ha producido un lirismo cristalizado... y una profunda sabiduría acerca del gozo y los pesares de la condición humana.
He aquí unas pocas versiones de Fitts:

Me niegas: ¿y para qué?
No hay amantes, querida, en el otro /mundo,
ni amor más que el de aquí: sólo los vivos /conocen
la dulzura de Afrodita…
allá abajo,
allá en el Aqueronte, prudente virgen, /polvo y ceniza
seremos solamente al yacer juntos.
Asclepíades

Mi alma, cuando besé a Agatón, subió a /mis labios
como si anhelara (¡pobrecita!) pasarse a él.
Platón

Con las bocas juntas yacimos, sus pechos /desnudos
curvados bajo mis dedos, mi furia /pastando en lo profundo
de la plateada llanura de su cuello y luego, /nunca más.
Me niega su lecho. La mitad de su cuerpo /ha entregado
a Amor, la otra mitad a Prudencia.
Entre ambas muero.
Paulo Silenciario

¡Oh barba adorable, pelambree /inspiradora!
Pero si dejar crecer la barba, amigo mío, /significa ganar sabiduría,
cualquier cabra vieja podría ser Platón.
Luciano de Samosata

¿Qué edición inglesa de la Antología Palatina podría recomendarse? (3) Fitts está disponible en una edición rústica de New Directions, pero su selección no es amplia. La selección de Peter Jay, en Penguin, es buena. Probablemente la mejor sea Select Epigrams, de J. W. Mackail, un volumen de 1911, que ofrece versiones en prosa, pero sensibles y fieles al espíritu griego. Desafortunadamente, no se ha reeditado, y hay que buscarlo en las bibliotecas. Si el lector queda enganchado con el tema, puede acudir a la indispensable edición en cinco tomos de la Loeb Classical Library, publicada por la Harvard University Press.

Cuando más tarde Fitts se ocupó de Marcial (40-104 d.C), uno de los más grandes maestros de la sátira y del epigrama picaresco, se dejó llevar demasiado por su tendencia a bromear. Los anacronismos son divertidos, pero pueden excederse. En X, lxviii, Marcial se burla de una promiscua dama romana llamada Lelia, que trata de excitar a sus amantes hablándoles en griego en la cama. Pero cuando Fitts convierte a Lelia en Abigail, de los alrededores de Boston, y la hace hablar en francés, en mi opinión la cosa no funciona, por ingeniosa que sea.

Abigail, no vienes de La Ville
Lumière, ni de Martinica, ni siquiera de /Québec, P.
Q., sino apenas del viejo condado de Essex,
Cape Ann, créeme, desde hace más de diez
generaciones. Por lo tanto, cuando /afrancesas
tus transportes amorosos como lo haces
y me llamas mon joujou!, petit
trésor!, vie de ma vie!, empiezo
a impacientarme.
Es sólo lengua de cama, ya lo sé,
pero no es la lengua de cama, querida,
para la que fuiste destinada.
Será mejor que tú y yo
pasemos al vernáculo. Olvida el curso /acelerado. Por favor,
mujer, eres una Abigail,
no una pièce exquise.

Fitts está más próximo al tono mordaz y directo de Marcial cuando hace las cosas más simples:

Son mis poemas los que recitas, Fidentino,
pero tanto los embrollas que
los vuelves tuyos.

Alegas que las más bonitas suspiran por ti:
por ti, Fitts,
cara de payaso ahogado flotando bajo el /agua.

¡D. Fitts es
el viejo más verde que exista!
Capaz de andar con vestimenta completa
en un campo nudista.
(sobre un noble romano que andaba con la /toga puesta en las orgías)

No te acuestas con ella, la lames, /asqueroso impostor,
y andas diciendo por toda la ciudad que /eres su amante.
Gargilio, juro por Dios
que si te atrapo te ataré la lengua para /siempre.

La verdadera grandeza de Fitts como traductor sobrevivirá en sus versiones de las obras de teatro griegas. En colaboración con Robert Fitzgerald, hizo Edipo rey y Antígona de Sófocles, y el Alcestes de Eurípides. Más tarde, solo, tradujo Lisístrata, Las ranas, Las aves y la obra protofeminista La asamblea de las mujeres de Aristófanes. Diré algo acerca de los logros de Fitts-Fitzgerald cuando me ocupe de Fitzgerald.

Mi siguiente tutor en los clásicos fue Ezra Pound. Dudley Fitts se ocupó de enrolarme en la “Ezuversity”. Una época feliz. Un encantador balneario en la costa ligur, nada de clases y un maestro que, salvo por sus obsesiones con el fascismo y el antisemitismo, era invariablemente amable y siempre inspirador. Los parámetros críticos de Pound eran altos. No sentía ninguna estima por la mayoría de los textos que se les infligían a los estudiantes en las “nadademias”. Se interesaba solamente por los poetas que habían inventado algo nuevo en poesía, no por los que seguían a la academia. Nuestro programa era el canon que se da en How to Read, de Pound (El ABC de la lectura). En cuanto a los griegos: Homero, Safo y Sófocles. Los latinos: Catulo, lo mejor de Ovidio, Propercio y, a regañadientes, Horacio. La mejor manera de entender lo que Pound pensaba de Homero es leer su Canto I, que es una reescritura del Libro XI, la sección nekvia en la que Odiseo desciende al otro mundo para consultar al profeta Tiresias. Típico de Pound, el maestro mezclador, que no se contente con el relato, sino que se dedique a rediseñar el principio con los ritmos aliterativos del Seafarer anglosajón, que ya había traducido anteriormente:

Y luego abordó la nave,
puso proa a la rompiente, hacia el mar /piadoso, y
mástil y velas desplegamos en esa oscura /nave,
llevamos a bordo ovejas, y también /nuestros cuerpos,
cargados por el llanto, y vientos de popa…

También fue típico de Pound que no leyéramos Homero en una traducción moderna. Lo leímos en una versión latina de 1538, de Andreas Divus, que él había encontrado en un puesto de libros en París alrededor de 1910. A Pound le parecía que era mucho mejor que Chapman o Pope para transmitir el sentimiento homérico. Este descubrimiento nos dice algo acerca de la muy controvertida “erudición” de Pound. Había en ella mucho de casualidad. Daba con un libro por azar; si le gustaba, se convertía en un tesoro para él y no buscaba más. En un nivel más profundo, demuestra su pasión por las lenguas, su “interlingualismo”, o su convicción de que las lenguas deben entrecruzarse. En los Cantos hay alrededor de dieciséis lenguas diferentes, incluyendo el chino. Pound aconsejaba a los jóvenes aspirantes que se familiarizaran al menos con tres lenguas si es que deseaban ser poetas serios... no tanto por el contenido de la poesía extranjera sino para aprender métrica y las diferentes secuencias en que podían colocarse los sonidos de las palabras.

Wyndham Lewis llamó a Pound el pantechnikon; sin duda Pound sabía perfectamente cómo hacer las cosas. No le interesaba ninguna de las traducciones existentes de Safo, así que reclutó a la joven poeta Mary Barnard para que estudiara griego y tradujera a Safo bajo su dirección. Las despojadas versiones que Barnard hizo de Safo (disponibles en un volumen de la University of California Press), son de primer orden. (En los textos originales no sobrevive ningún poema completo de Safo. Nos ha llegado en fragmentos de papiro o a través de citas en los escritos de los gramáticos. A veces Mary Barnard combina frases procedentes de distintas fuentes para dar forma a un poema más importante).

Gracias, querida

Viniste, e hiciste bien
en venir: yo te
necesitaba. Has hecho

que el amor arda
en mi pecho... ¡bendita /seas!
Te bendigo tanto

como infinitas han sido
para mí las horas
de tu ausencia.

La versión de Safo hecha por Guy Davenport es igualmente buena, y en su libro, también de California, también tenemos el plus de algo de Arquíloco y de Alkman expertamente vertido. Willis Barnstone también ha logrado buenos resultados con Safo, al igual que John Nims.

Otro poeta moderno que albergaba un profundo gusto por Safo era William Carlos Williams. Sabía poco griego, pero con la ayuda de un profesor amigo, hizo una soberbia versión del poema más famoso de Safo, el “phainetai moi kenos isos theoisin”, que incluyó en el Libro V, Parte II de Paterson:

Par de los dioses el hombre que,
frente a frente, se sienta a escuchar
tu dulce voz y tu adorable
carcajada.

Eso es lo que provoca en mi pecho
este tumulto. Con sólo verte
mi voz se quiebra, la lengua
se me anuda.

De inmediato, corre por mis miembros
un fuego delicado: ciegos
están mis ojos y algo ruge
en mis oídos.

Brota el sudor: un temblor
me hace su presa. Estoy más pálida
que la hierba seca y casi
muerta.

Este poema de Safo ha atraído a los traductores durante siglos, empezando por una versión latina hecha por Catulo. Williams también adaptó un idilio de Teócrito para su último libro, Pictures from Brueghel.

La historia de la relación de Pound con Sófocles es curiosa. En sus primeros libros críticos no dijo gran cosa sobre Sófocles, pero cuando fue confinado en el hospital St. Elizabeth durante doce años como “huésped del gobierno”, según decía, y se aburría, se dedicó, con su especial humor irónico, a hacer truncas adaptaciones de Electra y de Las Traquinias. Su teoría era que si los diálogos se vertían en jerga coloquial pero los coros se hacían en verso, las obras se podían interpretar de una manera nueva, sin perder lo “griego” ni el sentimiento trágico. He visto puestas de ambas obras, y creo que “funcionan”. La lengua coloquial hace que el público se ría pero, como toda la pompa retórica de las antiguas traducciones ha sido eliminada, los mitos se convierten en realidades relacionadas con situaciones contemporáneas. Pound dijo que la traducción es una forma de hacer crítica. Uno de los “ezraísmos” más extremos en Las Traquinias se encuentra en los dísticos que Gilbert Murray tradujo como:

Ponme freno
con labios de piedra, duros como el hierro…

Y que se convierten, en la versión de Pound, en:

Y ponte en la cara un poco de cemento,
hormigón reforzado…

En Electra sobresalta pasar de:

(Orestes a su tutor)

Muy bien, viejo,
está claro que nunca te abriste de nosotros
y que como un matungo viejo que da la /cara
siempre estuviste en la primera fila
en la pelea.
Así que ahora haremos esto:
escucha bien y no dejes de avisarme
si llego a pifiarle a algún blanco.

a la elegante elegía en verso, en metro adónico, en la que Electra se lamenta por su hermano, a quien cree muerto:

Todo lo que me quedaba
de esperanza era Orestes
como polvo vuelve a mí
nada en mis manos,
polvo es todo él,
flor que ya pasó.

El contraste sirve verdaderamente para acelerar la acción dramática.

Pound me inició en Catulo (87-54 a.C.), una presencia constante en mi obra:

Catulo es mi maestro y mezclo
un poco de ácido y un poco de miel
en su cuenco…

Catulo podía frotar las palabras
con tanta fuerza que la fricción causó
un calor que nos caldea

todavía a 2000 años de distancia…
La virtud esencial de Catulo es la claridad, la simplicidad y una mezcla de mirada aguda con intensidad de sentimiento. Su tono directo e inmediato lo acerca a poetas modernos como William Carlos Williams y Kenneth Rexroth. Hay un amplio registro en Catulo: los poemas de amor a Lesbia, los poemas de celos cuando ella le da malos ratos, los poemas satíricos que ridiculizan a la disoluta sociedad romana, poemas mitológicos como el de Peleo y Tetis, y el soberbio epitalamio para el matrimonio de su amigo Malio.

Pound sólo tradujo tres poemas de Catulo. En el caso del famoso “Odi et amo”, descubrió lo que muchos otros habían descubierto: que su brevedad es una frustración:

Odio y amo. ¿Por qué? Si me lo preguntas,
no lo sé. Siento que me ocurre, y duele.

En su versión del saludo a la novia de Formiano, logra captar la mordacidad de Catulo pero no el rigor de su métrica:

Salud a todos; joven dama con una nariz
para nada demasiado pequeña,
con pies nada bellos,
y con ojos que no son negros,
con dedos que no son largos, y con boca /nunca seca,
y con una lengua para nada demasiado /elegante,
eres la amiga de Formiano, el vendedor de /cosméticos,
y en la provincia dicen que eres bella
y hasta llegan a compararte con Lesbia.

¡Qué época tan desafortunada!

Pound calificó la traducción que Arthur Golding hizo de las Metamorfosis de Ovidio (1567) como “el libro más bello de la lengua”. Así que leímos a Ovidio en ese viejo texto delicioso y chispeante. El tono humorístico de Golding es perfecto para el color y el ingenio de Ovidio.

La traducción de A. E. Watts es ejemplar: es uno de los libros más entretenidos de la antigüedad y, tomado en dosis medidas antes de acostarse –las historias mitológicas son una verdadera pila– es algo que nadie debería perderse. El latín es maravilloso: Ovidio escribía mucho, pero cada uno de sus versos es una maravilla de música encantadora. El mismo dijo que la poesía fluía de su interior con voluntad propia. Sospecho que soñaba en hexámetros. Su Arte de amar fue prohibido por Augusto. Ovidio se casó tres veces y escribió algunas páginas sobre cosméticos, la Medicamina Faciei Femineæ.

Pound no fue nunca un fanático de Horacio. Tal vez echaba la culpa de la existencia del Imperio Británico a hombres que habían sido obligados a memorizar de niños, en Eton y Harrow, la “Integer Vitæ”. “Horacio”, decía, “es el perfecto ejemplo de un hombre que adquiere todo lo adquirible sin tener base”. Cuando, durante su enclaustramiento en St. Elizabeth, se entretenía compilando su antología, Confucius to Cummings (la Biblioteca del Congreso le proporcionó los libros que necesitaba), no logró encontrar una traducción de Horacio que lo complaciera; y él mismo tradujo “Exegi monumentum ære perennius”. El contenido, explicó, era muy atractivo para un poeta encerrado en un “loquero”.

Este monumento sobrevivirá al metal y yo /lo hice
más durable que el sillón del rey, más alto /que las pirámides.
¿La corrosión de viento y lluvia?
Impotente
el flujo de los años no podrá quebrarlo, y /muchos
pedazos de mí, muchos pedazos, eludirán /el funeral,
Oh Libitina-Perséfone y más tarde,
suscitarán nuevos elogios. Mientras
el Pontífice y la chica silenciosa recorran el /Capitolio
se hablará de mí donde el salvaje Aufidio
azote, y el Dauno rija sobre la campiña /seca:
el poder de lo modesto: “El primero que /llevó el canto eólico
a la moda italiana”…
¡Luce el orgullo, obra del trabajo! Oh Musa /Melpómene,
ciñe por propia voluntad el laurel.
Mis cabellos, délfico laurel.

La gloria del Homenaje a Sexto Propercio de Pound (una reescritura y no una traducción) es el lenguaje, la absoluta belleza de la melopea. El poeta inglés Basil Hunting me dijo que Yeats consideraba el Homenaje –especialmente la Sección VII, la “Nox mihi candida” de Propercio– el mejor verso libre escrito en este siglo, porque Pound podía modular de un verso a otro a la manera de una sonata en música. Para mí, este fragmento es uno de los más maravillosos poemas eróticos en cualquier lengua:

Yo, feliz, noche, noche llena de claridad:
Oh lecho vuelto feliz por mi deleite /prolongado;
cuántas palabras dichas a la luz de /muchas velas;
forcejeos cuando la luz fue retirada;
de qué modo se debatió contra mí, pechos /desnudos,
la túnica abierta con demora;

y después ella abriéndome los párpados /caídos en el sueño,
sus labios sobre ellos, y su boca /diciéndome:
¡Haragán!
Mientras nuestras suertes juntas se /entrelazan, saciemos nuestros ojos con /amor;
porque la larga noche se avecina
y un día cuando el día no retorna.

Robert Lowell tradujo “Arethusa a Lycotas”, de Propercio, pero es rígido, no fluye, porque lo hizo en cuartetas rimadas. Ese es un problema para el traductor de los clásicos. Cuando el verso griego o latino cuantitativo se fuerza para conformar metros ingleses acentuados y rimados, algo del tono poético fracasa. Los pareados de Pope son deslumbrantes pero no suenan como Homero.

El Homenaje a Sexto Propercio de Pound puede encontrarse en el volumen Personæ. Como hace collages con el latín original y mezcla fragmentos de diferentes secciones, conviene además leer Propercio en la versión de J. P. McCulloch (California), o en la de John Warden (Bobbs-Merrill).

En su ensayo “Generations of Leaves”, Robert Fitzgerald demuestra que “la tradición clásica se observa cuando el arte está atento a la realidad en el más pleno sentido posible, incluyendo la realidad de las obras de arte anteriores”. La realidad de las obras de arte anteriores. Esa percepción, y la capacidad de recrear a los poetas antiguos en un lenguaje fresco y nuevo, era la clave de la grandeza de Fitzgerald. Pound también la tenía, pero Fitzgerald era mucho más disciplinado en la práctica. Solía trabajar un día entero, o más, en un solo verso de Homero o Virgilio, hasta lograr un ajuste perfecto.

Dudley Fitts lo había instado durante mucho tiempo a que tradujera la Odisea, pero Fitzgerald dudaba de que pudiera enfrentar una tarea tan gigantesca. Después, cuando Pound le elogió algunos fragmentos que había vertido, y Robert advirtió que casi todos los textos que se usaban en las escuelas eran en prosa –Lang, Butler, Palmer, Rouse, Rieu y T. E. Shaw (Lawrence de Arabia)– aceptó el desafío. Estaba, por supuesto, la gran versión en verso de la Ilíada de Richmond Lattimore, pero, por mucho que admirara el lenguaje de Lattimore, Fitzgerald cuestionaba la estructura, en la que en general cada verso griego correspondía a un verso inglés. Ese método es fiel pero más bien rígido. Hay enorme fluidez en Homero. Su griego es formulaico porque fue compuesto para la oralidad. Un recitador no hace pausas al final de cada verso. Para conseguir el “flujo” del original, Fitzgerald, tras mucho experimentar, decidió dejar que los versos se extendieran, colocando las palabras en los lugares en los que sonaban más naturales al habla. Su versión resulta convincente para el lector moderno, casi como si Homero los hubiera escrito en inglés. Son buenos poemas en inglés. “Debía haber en cada página”, declaró en una entrevista, “una cualidad lírica que yo creía importante, y que correspondía a la entonación que el poeta homérico tenía en su tradición”.

En cuanto a la métrica, Fitzgerald optó por un verso blanco basado en el pentámetro yámbico, pero sutilmente variado para evitar la monotonía. Como Marlowe, empleó originalidad y libertad en los acentos y el fraseo.

De todos los mortales que en la tierra
respiran y se mueven, ninguno más frágil
que el humano. ¿Qué hombre cree en la /aflicción futura
mientras le den valor los dioses, y rodillas /fuertes?

(Odiseo le habla a Anfínomo)

Mas si la dicha convierten los dioses en /desgracia
a gusto o a disgusto el hombre lo soporta.
Su mente es como los días, sombría o clara,
gobernada por el padre de los dioses y los /hombres.

La Odisea y la Ilíada de Fitzgerald están en edición de Anchor, y la Eneida en Vintage.

Allá por los años cuarenta cuando yo intentaba, con total ineptitud, regentear el Alta Ski Lodge, en Utah –si las cañerías no se congelaban se obstruían, y algunos de nuestros huéspedes más redituables eran alcohólicos o locos de atar–, era un alivio conducir hasta San Francisco para visitar a Kenneth Rexroth. Kenneth era el mejor conversador que conocí, después de Pound, pero mejor cocinero, y manejaba zonas de lectura en las que Pound jamás había incursionado, y además lo recordaba todo con una memoria fotográfica. Los libros cubrían hasta la última pared de su vieja casa victoriana en Potrero Hill.

Desempleado, Rexroth se pasaba tres horas cada tarde en la bañera con un atril de lectura, pasando dos páginas por minuto. Sus comentarios, enunciados de viva voz en dirección al living, me hacían desternillar de risa. Una vez me regañó: “Jim, sólo los niños leen novelas”. Su otra vida, tal como sabemos a partir de sus grandes poemas de la naturaleza, estaba en las montañas. Hicimos muchas excursiones a las Sierras, tanto en verano, cuando íbamos en burro, como al principio de la primavera, cuando íbamos esquiando y dormíamos en cuevas cubiertas de nieve.

Rexroth hizo una pequeña serie, vívida y hermosa, de traducciones de la Antología Palatina.

Retozando un día con la afable
Hermione, descubrí que usaba
una faja bordada con flores
y en ella, en letras de oro,
“Amame y que no te importe
si otros me tuvieron antes”.

Lo que más me interesaba era la manera en que Rexroth usaba un texto clásico como trampolín para sus propios poemas. Con frecuencia era difícil decir dónde terminaba el poeta antiguo y empezaba Rexroth, tan estrecha era la cercanía de tono. He aquí uno que usa a Marcial:

Este es tu amante, Kenneth, Marie,
que algún día será parte de la tierra
bajo tus pies, que una vez te coronó con /rosas
de canto; cuya voz no fue menos famosa
alzada contra la culpa de su generación.
Dulcemente en el Infierno contará tu /historia
a los arrobados oídos de Helena,
nuestros placeres y celos, nuestras peleas /y viajes,
que, a diferencia de los de ella, terminaban /en besos…

Y aquí hay uno de Safo. La cuarteta es la adaptación que Rexroth hizo de uno de los fragmentos sáficos:

…sobre el agua fresca
suena el viento entre el ramaje
de manzanos, y de las hojas trémulas
cae filtrado el sueño…

Aquí yacemos, en el ruinoso huerto
lleno de abejas de una deteriorada granja de Nueva Inglaterra,
el verano en nuestro pelo y el olor
del verano en nuestros cuerpos anudados,
el verano en nuestras bocas y el verano
en las palabras luminosas, fragmentarias
de esta muerta mujer griega.
Deja de leer. Recuéstate. Dame tu boca.
Su gracia es tan bella como el suelo.
Te mueves contra mí como una ola
que se mueve en sueños.
Tu cuerpo se extiende en mi cerebro
como un verano lleno de pájaros;
no como un cuerpo, no como una cosa /aparte,
sino como un nimbo que planea
sobre todas las otras cosas del mundo.
Recuéstate. Eres bella,
tan bella como el plegarse
de tus manos en el sueño…

Rexroth se identificaba con Safo. En su Classics Revisited, una compilación mínima de los clásicos de las literaturas del mundo, desde Gilgamesh hasta Huckleberry Finn, dice de Safo que “comparte con Homero y Sófocles el esplendor, la claridad y el ímpetu. Safo es... brillante, ágil y segura. Supera a todos los otros griegos en inmediatez de enunciación y en su grado de respuesta a la sensibilidad”.

Los historiadores. Entre los antiguos, Heródoto siempre ha sido mi favorito porque con frecuencia es un espléndido mentiroso. Se cruza con un viajero de alguna región remota y escribe todos los rumores y cuentos que el hombre ha escuchado como si fueran palabra santa. Heródoto se convierte en mi persona poética para transmitir algunos recuerdos bizarros:

Heródoto informa

que las chicas de Cimeria
se frotaban con aceite de oliva

el cuerpo para hacerlos resbaladizos
como peces para sus amantes y

Rexroth hizo la pintura de
los atunes con dos versos de

Anfílito & en Zurich
estaba la bella y loca Birgitte

a quien le gustaba circunvolar el Ma-
tterhorn en su avión y yacer

en su bañera en el Dolder
Grand mientras sus admiradores

ponían truchas dentro y Schubert
sonaba en el gramófono del

dormitorio y Henry tuvo que
llevar a Marcia al hospital

de Carmel para que le extrajeran
la serpiente y la lista de estas de-

liciosas prácticas podría seguir pero
recuerden que el historiador &

el poeta y yo somos famosos por
nuestros descabellados coloquios.

Pero lo que sé de historia antigua ha sido en general por buscar cosas puntuales cuando necesitaba algo. Plutarco tiene ese raro fragmento sobre los misterios de Eleusis que tanto fascinaba a Pound. Leí un poco de Dionisio de Halicarnaso buscando lo que pudiera encontrar sobre la “Oda a Afrodita” de Safo, que él preservó en su tratado “Sobre la disposición de las palabras”. La historia fue una de las glorias de la literatura grecorromana, pero es larga la lista de lo que no tuve la oportunidad de leer. No puedo decir que leí en realidad a Tucídides, Jenofonte, Josefo, Polibio, César (salvo lo que me infligieron en la escuela), Salustio, Tito Livio o a Suetonio cuando chismorreaba sobre los Césares entre los romanos. Pound nos dijo que trató de modelar un estilo inglés a partir de Tácito, pero no funcionó.

Cuando se trata de los poetas, soy deficiente en Hesíodo, Alceo y el poeta-dramaturgo Menandro. Lo mismo puede decirse de la Farsalia de Lucano (esa tediosa riña épica entre César y Pompeyo), Séneca, el almidonado Cicerón, y los dramaturgos Plauto (todas esas identidades confundidas) y Terencio, que adaptó todo lo de Menandro.
Las sátiras de Persio (36-42 d.C.) tienen una atractiva calidad coloquial que el poeta W. S. Merwin captó agudamente. Persio va desde las homilías de tono moral al humor, pasando por algunos fragmentos muy “francos” sobre la vida de Roma. A veces su estilo es enrevesado y oscuro. Mi favorita es la “Primera Sátira”, en la que ridiculiza a los poetastros de su época.

Cuando se trata de la ficción latina, hay dos fenómenos que están a la altura de los productos modernos: el Satiricón de Petronio (siglo I d.C.), en el que Felllini basó su película, y El asno de oro de Lucio Apuleyo (siglo II d.C.). Existen buenas traducciones de ambas obras: en el caso del Satiricón, la de William Arrowsmith y, para El asno de oro, la de Robert Graves y la de Jack Lindsay.

Petronio era un refinado voluptuoso. Se lo conocía como elegantiæ arbiter, el árbitro de la elegancia, y fue quien organizó las mejores fiestas de Nerón. Debe haber sido un estoico tanto como un epicúreo. Cuando se enteró de que Nerón lo había puesto en la lista negra, organizó una fiesta de despedida. Después de la cena, se cortó las muñecas pero se dejó desangrar lentamente, mientras escribía una lista de las malas conductas sexuales de Nerón y sus compañeros, charlaba con sus amigos y entonaba con ellos canciones frívolas. Petronio –y también Fellini– extrajo los detalles de la fiesta mortal casi textualmente del relato que hace Tácito en sus Historias. Sólo disponemos de fragmentos del Satiricón, pero bastan para reconstruir la obra. Están escritos alternadamente en prosa y verso, el tono es básicamente cómico, pero es una comedia a mitad de camino entre el humor negro y las viscerales carcajadas de Henry Miller. Trimalción es como un personaje de Miller, un Falstaff, gargantuesco y patético. El Satiricón es picaresco y eposódico, con una mezcla de estilos que oscilan entre el realismo y lo fantástico. Es una novela muy posmoderna.

Apuleyo, que vivió en Cartago, estaba fascinado por la magia. Sus relatos están colmados de acontecimientos mágicos. El título original de su libro era Metamorfosis. La transformación importante se produce cuando una seductora hechicera hace uso de un ungüento que convierte a Lucio, el cándido y joven héroe, en un burro. El autor tiene así la ventaja de proporcionarle al narrador dos puntos de vista que le permiten satirizar las flaquezas humanas. Al final, la diosa Isis vuelve a convertir a Lucio en hombre, y éste se inicia en los antiguos misterios egipcios.

Tanto el griego como el latín subsistieron como lenguas literarias tras la decadencia del imperio romano, pero el griego se desplazó en dirección de los estudios humanísticos, mientras que el latín siguió vivo como vehículo de la poesía. El texto de mayor autoridad con respecto a este período es History of Christian-Latin Poetry, de F. J. E. Raby; desafortunadamente, no ofrece traducción de las citas.

He dejado para el final el poema latino más importante para mí por razones románticas, el Pervigilium Veneris (“La vigilia de Venus”), un canto en honor del festival de primavera de la diosa, en alabanza del amor y del renacimiento del amor. Fue escrito probablemente en el siglo IV, por un poeta desconocido. Hay muchas traducciones del Pervigilium, pero la que más respeto es la de Allen Tate. He aquí tres de las veintidós estrofas. El poema completo puede encontrarse en la antología Latin Poetry, de L. R. Lind (Oxford):

Que mañana el sin amor y el amante /hagan el amor:
¡Oh primavera, canto de la primavera, que /al mundo renueva!
En primavera consienten los amantes y las /aves se casan
cuando el rocío nupcial sobre el pelo cae de /la arboleda.

Que mañana el sin amor y el amante /hagan el amor.
................................................
La sangre de Venus se mezcla con la suya, /el beso de Amor
ha vuelto a la virgen somnolienta un poco /más atrevida;
mañana la novia sacará sin vergüenza
la vela ardiente de su oculta guarida.

Que mañana el sin amor y el amante /hagan el amor.
............................................
En la primavera el padre cielo rehace el /mundo:
la lluvia masculina moja a la doncella ,
el cuerpo de la tierra; luego al cielo, mar y /tierra cubre
para tocar a la novia en lo más profundo /de ella.

Que mañana el sin amor y el amante /hagan el amor.

El estribillo ha permanecido en mi memoria durante años (es un octámetro trocaico acataléctico):

Cras amet qui nunquam /amavit, quique amavit cras /amet.

En su prefacio a la Sylvæ Dryden escribió: “Me parece que vengo como malefactor, para discursear desde el patíbulo y advertir a todos los poetas, por medio de mi triste ejemplo, del sacrilegio de traducir a Virgilio”. Sólo puedo responder que eternamente rezaré por los traductores que se arriesgaron a la condenación para darme a mí tanto placer.

Notas de los traductores:

1. Un texto griego impreso en la elegante tipografía diseñada por Aldus Manutius en Italia en el siglo xv.

2. A partir del 1 de enero de 2004, en www.diariodepoesia.com se podrán leer las versiones inglesas en verso citadas por Laughlin en el curso de este ensayo.

3. Tener en cuenta que en el mundo de habla inglesa la Antología Palatina suele editarse como Greek Anthology, agrupando bajo ese nombre los quince libros de la Biblioteca Palatina de Heidelberg más un decimosexto compilado hacia el siglo xiii por Maximus Planudeus. En castellano, sólo los primeros cuatro de esos libros se han editado, en un tomo, en Gredos.