inéditos publicados en cacharro(s), noviembre-diciembre de 2003.
"Para Rogelio Saunders
Una incruenta, aunque usual, ejecución
Teodoro, te doro, te adoro todo el circo, con truhanes, aunque pensándolo bien, quizá con un vulgar picadillo celeste. (?)
¿Qué es una docena de dragones, sino un mismito, respetable, cuento chino? Cuento chino más detestable en este momento: a esta detestable hora del mediodía, como que hay un reloj increíblemente viejo sobre una esquina que, ya hace años, se abolió.
"Todas las perras piezas están desnudas", dijo. Esta es una afirmación vulgar, y hasta licenciosa, lanzada como está, lanzada ahora, en el momento estúpidamente impropio.
Por lo que así con todas las tripas afuera, de la misma manera como está mi lengua, y como están mis palabras. Y lo que no deja de corresponder, por cierto, a este estar bajo una muñeca sin ojos que, hace ya mucho tiempo, no dejó de convertirse, toda entera, o encuera como efectivamente estaba, en un destartalado cilindro de un color igual al de la Luna.
Necesidad de lo práctico
Listo, dentro.
Disponer de una ratonera,
dentro de nosotros.
Para que cace –caiga–,
lo negativo que viene de afuera,
uniéndose a lo negativo que nos viene de dentro.
¿Nada más que una mata?
Una mata. Una mata rubia.
Podada.
La mata se escondió, bajo unos meses.
Nadie la vio, por supuesto.
Increíblemente, después, se escondió en mi cuarto.
A los amigos les escribí varias cartas, hablándoles de este asunto.
Entonces, parece que, por última vez, la mata apareció en la pantalla de la TV.
Por última vez pero, por supuesto, cuando la pantalla no estaba encendida.
La vida ofrece variables.
Inodora canción
Con tanta zoncera como la que hoy cruza por las nubes,
resulta que el bobo es más bobo que nunca.
Una venda luce rara, si se la pega a un pie.
Añadiéndole una canción que emanaría de un gramófono. Pero el caso es que, ¿quién diablos, a estas alturas, se podría empatar con un gramófono?
Por lo que, por mucho que lo piense, no voy a llegar a ninguna conclusión.
No, no voy a llegar.
Matraca
Una matraca. La hacía sonar, en Semana Santa, el sacristán Crescencio.
¿Podré, actualmente, ser lo suficiente ingenuo? ¿Podré, diríamos, querer convertirme en aquella vieja matraca? Francamente, no lo creo.
Seco, yo
Estoy más seco que... ¿Más seco que qué?
Una luna como una débil pupila. Pero lo inquietante es que no me canso de negarme a verla, aunque sólo sea un segundo.
Soy esa nostalgia
La película muda en la que yo debería de haber participado como actor.
¿Cuántas veces he pensado en eso?
¿Se trata de una rosa?
La ausencia de una rosa. Empecemos por ese manido tema.
Empecemos.
Después, anotaríamos los desperdicios.
¿Como cuántos desperdicios serían?
No me importaría, dentro de mi lamentable estupidez, volver hacer otro registro. ¿Qué les parece?
Virgilio Piñera –lo sé de buena tinta teosófica- se despide de nosotros,
al pasar de un cuerpo astral,
a otro cuerpo astral.
Editarme, entonces, en todos los colores.
Pues, otra vez más, yo no sé ni adonde estoy parado.
La cruz del sur
Una Comedia Sagrada (al menos, pienso que podría ser así), donde una comadrita desfondada, en el tiempo de la sala de la casa de mi abuela. ¡Ha llovido bastante! Ha llovido bastante, desde entonces, pero no hay por qué quejarse; al fin y al cabo, uno no ha acabado de morirse del todo.
Salto del sapo
Me voy escondiendo / vuelvo a aparecer. ¿Cómo un buzo? No lo creo, aunque si quieren que sea como un buzo, pues bien sí, entonces es como un buzo.
Lo que sí sé es sentirme mal. Nunca me siento bien.
O lo que veo es lo que veo: blanco. Aunque no sé por qué insisto en que lo que veo es blanco.
Un revólver quizá.
Una discoteca, ¡fíjense!: como a pedir de boca.
Pues ahorita vienen los bomberos.
Y, extraños niños picoteando, vastos termómetros.
O pudiera, quizá, decir que féretro, como para recrear la visión.
¿Lo que más me gustaría?: pues volver a ver aquel Hotel (Bristol, se llamaba), donde estuve en mi infancia.
O, con sólo ver unas hojitas, poder fingir que fuera (¿quién? yo, por supuesto) un alquimista.
Un alquimista, o hasta me conformaría con ser un simple maquinista.
Pues no soy un paraguas,
sino lo semejante a un paraguas,
probablemente mortal.
Y dicho y hecho entonces, como lo oyen.
Y así mismo. Entonces así mismo, tal como lo oyen.
Nadie sabe lo que es un silogismo
Un día, después que los ángeles nos remienden la cara, hablaremos sobre el paraíso. Mientras tanto... Había antes como un extraño, enloquecido silogismo, donde una palma, digamos, se conjuntaba con la noche (¿qué significaba eso?), pero ya todo (como si se pudiera hablar, al pasar un tren, sobre un manicomio; pero sin que, al final, se pudiera hablar sobre un manicomio) se perdió.
Es espantoso, entonces, cantidad de azogue o machacado granizo, de lo que casi es un manchón hueco: vacío grito intraducido.
Pero, lo mejor, por ahora, es no seguir hablando.
Lo mejor es, repito, no seguir hablando.
Pues no hay –o, por lo menos en este momento, no lo hay–, para seguir hablando, el más mínimo motivo.
Contado por un mudo
Ha sido así.
Ese cartón, solo. ¿Peculiar?
Un frasquito (¿un frasquito se puede parecer a un rasguño?) derramado cuando, precisamente, la pupila hecha, para sólo este instante.
Pues también los palitos de la tendedera, y el sol.
Y, precisamente, cuando arrecife es una palabra que, ahora, sin saber por qué, me resulta delirantemente absurda.
Y esto –nada, ¿cómo diría?– poniendo polvo sobre polvo.
¡Nada!
Entonces yo me pongo, por prescripción facultativa a caminar, al igual que lo hago todos los días.
Desde donde, entonces, he aquí que, ante uno mismo una fachada, la fachada de una casa que ya no debe existir. Una casa donde vivió una tía que ya murió, y que estaba en la calle Benjumeda.
Pero esto, ¿para qué decirlo?, mientras también el miedo vuelve ininteligible lo que, parece, que podría ver pero no veo, sobre los zonzos dados que una sombra (¿dónde está esa sombra?) finge sobre una esquina inevitablemente sucia.
Y ¿qué sentido puede tener todo esto? Y ¿qué sentido puede tener el momento contado por un mudo?
Donde estoy
Es sólo una abeja, con un ruido (¿un rabo diminuto?) casi silencioso. Me aturde, lo confieso (quizá ya no sé ni cómo reaccionar). Una tarde de domingo, ésta de que estoy tratando ahora.
Seca.
Una seca tarde de domingo, en realidad, y con débiles ramificaciones. ¡En fin!
Pero así que ahora, sin saber por qué, divago con una extraña madeja en que pudiera, mi madre, no estar muerta.
Mi madre no estaría muerta, sino muy enferma; afectada por una fiebre mortal, y llevándome a entender que debo dejarlo todo, e ir hacia ella ahora, en este mismo momento.
¡Es incomprensible! Como una mano que no fuera la mía, como una mano que pudiera ser un mapa; como unos ojos que no fueran los míos.
Una abeja hoy. Una abeja casi muda, casi invisible, casi inexistente.
Pero, además, esta pesada fábula, tan absurda, que en este momento ha caído sobre mi cabeza.
Una sirvienta, la sirvienta de una película silente, ha postergado, y postergado su sesión de trabajo.
La sirvienta pudiera ser que rodara por la escalera de lo que fue mi casa, en San Rafael 772. ¡Muchos años viví en esa casa!
La sirvienta está muy nerviosa. Yo no entiendo nada.
La abeja, y este domingo, ¡en fin!, como lo que va a quedar estancado.
¡Estancado!
Porque, quizá Nada es lo que me espera. Porque también una pregunta: ¿la luz -no es de día- dónde podrá estar?
Y también podría haber algunos, algunos que vinieran. Pero no creo que nadie venga.
Así que esto fue así, hoy domingo. Lo hago constar, aunque no sé por que tengo que hacerlo constar.
Y en verdad les digo que, durante todo el día, yo no he dejado de parecer un bicho raro.
Lo que pasó
¿Será el amarillento –aunque ya bastante desvaído– recuerdo de un andén?, ¿será, acaso, como una burbuja?
Ese recuerdo –en la película silente– como romperla con una piedra pudo un niño, y eso cuando recibía, o quizá despedía, a una multitud de antiguos conocidos.
O más bien diremos que un juego de colores, ¡una fruslería!, cuando se acercaban aquellas tropas arcaicas; aquellos oficiales, como soldaditos de plomo, de una película vieja.
¿Desde dónde lo vistes?
Marginal, fílmicamente apartado en un arcón estaba yo, niño entonces, mirando desde un lado.
La película silente que abjuraba... ¿de qué abjuraba? Quizá había demasiada gente. Quizá los rostros se acercaban con picante obstinación...
¿Estaba, como en amarillo (lo dije antes: ya bastante desvaído), rodeado por mis familiares?
Y, cuando, por aquel entonces, hasta el experimento de una sombra parecía lo suficientemente estable. ¡Había que ver!
El potaje de un sueño
Esa pausa – ¿cartouche que encierra un fracaso?– que bien ruido puede tener, o bien tener puede el silencio. Ese entreacto, en fin (y es raro que ahora, precisamente ahora, pueda yo verlo), donde se trataría (¿cómo dentro de un cinematógrafo de la década del 40?) de encontrarle su materia prima.
¡La materia prima de un entreacto!
Miro, es por la mañana, miro por la ventana para constatar que hay una extraña visión, ¿petrificado cartouche?, que en sus bordes contiene un agua oscura, agua lejanísima, pero ¿con cuál relato?
Pues quizá, también sospecho –aunque no sé por qué– lo semejante a victorianas lámparas – ¿espigadas damas, también junto a esas lámparas?–, con su toque, ectoplasmático o cremita.
Pero todo esto, a como sea, juntándose, revolviéndose, para así llegar a ser el potaje de un sueño.
¡Coño!, ¿no será que ya, viejo como estoy y en una Playa Albina, me estoy empezando a volver loco?