CARLOS A. AGUILERA conversa con Claudio Magris


Política, fronteras y mundo judío.
Conversación con Claudio Magris*

Traducción del alemán: José Aníbal Campos.

claudio magris en fogonero emergente

carlos a. aguilera en fogonero emergente

Usted comenzó escribiendo libros de ensayos, libros como Lejos de dónde, El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna o El anillo de Clarisse, entre otros. ¿Cómo llega Claudio Magris a la ficción? ¿Es algo que surgió de pronto o fue más bien un desplazamiento, una necesidad del mismo ensayo de convertirse cada vez más en prosa?


Pues sí, es obvio que existe una gran diferencia. Pero en realidad a mí siempre me interesó la literatura, la narrativa. Y pienso que las reflexiones también forman parte de la narración de una vida. Si narro la vida de una persona, también cuento lo que hizo, lo que sintió y lo que pensó esa persona. Si el protagonista de un relato o una novela, por ejemplo, es un intelectual revolucionario, también escribo sobre sus ideas, sus ideales, en ese caso sobre los aspectos políticos de la revolución y sus convicciones. Los componentes ensayísticos también forman parte de nuestra vida, y también de la narración de la vida real. Ya de niño, solía contar historias, pero siempre sentí una gran predilección por la realidad. Me interesan en especial aquellas historias que han sucedido realmente, personas que han vivido en la realidad. “La vida es original”, dijo Svevo. Y es más original que lo que yo soy capaz de inventar. O Melville: “Truth is stranger than fiction” (La verdad es más extraña que la ficción). Y Melville, que es un dios para mí, sabía inventar historias: basta pensar en Moby Dick. Siendo un niño, a la edad de siete u ocho años, copié algunos artículos de enciclopedias. Por ejemplo, el artículo sobre la morsa, que copié al pie de la letra: formas de comportamiento, espacios vitales, peso, color, etc. Pero luego, entre líneas, inventaba y escribía pequeñas historias, pequeñas aventuras sobre la morsa y los cazadores de morsas. También el libro Conjeturas sobre un sable, por ejemplo, la primera novela corta (o el primer relato largo) que publiqué, surgió, mucho más tarde, de esa predilección por las historias y los personajes reales.

De niño había visto a los cosacos y luego aprendí muchas cosas sobre su destino, por lo que durante muchos años viví con la sensación de que debía escribir sobre esas gentes. Cuando conocí a Jorge Luis Borges en Venecia, quise regalarle mi historia, la trama, el argumento de los cosacos (por entonces todavía no había escrito la novela). Pero Borges me dijo: “No, esa es la historia de su vida. Escríbala.” Fue así que la literatura universal perdió una obra maestra, pero así también escribí y publiqué mi primer texto narrativo. También El Danubio es una compleja narración de la vida, en la que por supuesto también hay sitio para historias, reflexiones, descripciones; para pequeñas historias sobre gente sencilla y grandes historias de naciones y política internacional. Cuando charlábamos hoy a mediodía, usted me habló de su vida, pero también hablamos de Cuba y del gobierno de Castro. A medida que uno envejece, aumenta la sensación de que resulta imposible clasificar, ordenar o juzgar la vida, y lo que nos queda es la narración. Sin embargo, no hay ninguna contradicción. Tal como yo lo veo, es siempre el argumento el que exige e impone la propia forma en cada caso. Yo también he escrito para el teatro. Sin embargo, jamás decidí previamente escribir para el teatro. La historia de Stadelmann o de Timmel, en mi última pieza teatral, La exposición, surgió de manera muy sencilla, unida de manera inseparable a la forma teatral, como si al principio supiera muy poco sobre el destino de este o aquel personaje y sólo hubiese escuchado fragmentos de su vida, del mismo modo que uno a veces está sentado en un café y escucha los fragmentos de un diálogo que tiene lugar en la mesa de al lado. Creo que cada vivencia le impone al escritor la forma requerida.

Usted ha sido un estudioso de la macrohistoria: el mundo judío, la Weltliteratur, Dostoievski… ¿Cómo ubicarse antes esa fascinación por una literatura que ya no responde a una ideología de lo micro y, a la vez, ante algunos de sus libros, casi siempre construidos a partir de pequeños relatos, anécdotas?


Lo primero que me interesa es lo macro. Me opongo a todo tipo de minimalismo indiferente. Pero los escritores encontramos lo grande en lo pequeño. Cuando los niños juegan y corren en un jardín o un patio, el patio resulta pequeño. Pero es en ese patio donde corren y encuentran la aventura y el juego de los grandes horizontes. Y yo creo que lo que me fascina es precisamente encontrar lo grande en lo pequeño. Claro que me interesa sobremanera Crimen y castigo, de Dostoievski, debido a su fuerza poética, pero no sólo por eso. El crimen y el castigo existen también en una pequeña historia cotidiana. Una Ilíada no sólo contiene las figuras de Aquiles o Héctor, sino también a la gente más humilde. Yo, sin embargo, siempre tengo lo grande en mente, a lo que se le añade, naturalmente, la ironía, la cual le otorga a esa grandeza una humildad necesaria. Recuerdo en ese sentido una parábola de Jorge Luis Borges. Un pintor paisajista que al final se da cuenta que ha hecho un boceto de su propio autorretrato, ya que su personalidad consiste precisamente en la manera en que él percibe, observa y ve a los otros seres humanos y al mundo. En mi libro Microcosmos, por ejemplo, son varias las historias que se integran a la historia del anónimo protagonista; historias que no le han ocurrido a él directamente pero se han cruzado en su vida, convirtiéndose en parte de su propia historia. En lo que atañe a textos como Las voces o La exposición, en ellos aparece el problema de las llamadas “dos maneras de escribir”: la diurna y la nocturna, como lo ha definido Ernesto Sábato, el gran escritor argentino al que estimo profundamente y al que conozco muy bien en persona. Hay libros –en este caso sobre todo ensayos, aunque también relatos– que uno escribe y que de algún modo se corresponden directamente con lo que el autor piensa y siente, sentimientos y valores como los que podría expresar yo como Claudio Magris. Libros en los que expresamos nuestro amor a la libertad, nuestro sentimiento de la pasión, nuestra lucha contra la injusticia, aún cuando lo digamos en el contexto de una historia inventada, fantástica. Pero a veces surge de nuestro interior algo que no conocemos con exactitud, algo que contradice nuestros sentimientos, nuestras ideas, nuestros valores morales. Sábato dice que en esos casos se trata de las verdades del escritor, que le han “traicionado” y “engañado”. Una voz proveniente de nuestro interior, de la noche. No se trata necesariamente de la voz del hombre que es a la vez un autor racional y consciente, sino de ese ser humano que el autor podría o querría ser, la persona que el autor teme podría ser. Cuando, por ejemplo, en La exposición, el protagonista dice que el ser es culpable y el hacer inocente, no lo digo en un sentido ideológico: sería un racismo burdo y bárbaro si pretendiera hacer de ello una ideología. Es como si dijera que los judíos o los negros son culpables en sí. Pero sucede que en momentos de desesperación la vida muestra a veces su rostro insoportable, demoníaco, inaceptable, y sólo en la distorsión de la verdad puede uno aludir a la verdad existencial y moral.

Siempre digo que La exposición es el libro más autobiográfico que he escrito. Lo digo en un sentido metafórico, claro, ya que yo a diferencia de Timmel, el protagonista de la obra, no soy pintor ni enfermo mental, ni he muerto (al menos todavía no) en un manicomio. Pero existe una cara de la vida que no corresponde a lo que hemos hecho, a lo que pensamos y sentimos realmente. Sino que en algunos matices, en terribles pesadillas, corresponde a aquello que pudiéramos ser, lo que tememos o esperamos ser. También esos “posibles” forman parte de una personalidad.

¿Pudiéramos decir que toda esa ideología de lo micro es también una reflexión —una influencia— de todo ese mundo judío que usted ha estudiado en libros como Lejos de dónde?


Yo me enamoré de esa literatura judío-oriental, y ello se debe a que de algún modo identifiqué algo en ella, lo reconocí, tal y como se reconoce algo platónico: un sentimiento de la vida cotidiana, de relaciones entre la pieta y la ironía, una tenaz resistencia contra la violencia de la gran historia. Yo amo tanto las pequeñas como las grandes historias, aunque a decir verdad, la palabra microstoria tiene para mí algo ambiguo. Por ejemplo, detesto la complacencia del pequeño terruño, el aislamiento estrecho de miras. El fenómeno actual de las llamadas “patrias chicas”, los micronacionalismos que se manifiestan en todos los rincones de Europa, es un fenómeno regresivo, mezquino, brutal. Detesto también los grandes nacionalismos, pero los pequeños son aún peor. Esa creencia de que el mundo sólo existe en ese pequeño o gran nicho, y no más allá de sus fronteras. Dante dijo que había bebido tanto tiempo las aguas del río Arno que aprendió a amar intensamente a Florencia, hasta su muerte, pero añadió que nuestra patria es el mundo, como el mar para los peces. Nosotros necesitamos ambas cosas, el río y el mar, lo local y lo universal. Y en esa literatura judía, cuya trama muchas veces tiene lugar en ese diminuto schtetlach, siempre existe lo grande; piense por ejemplo en Isaac Bashevis Singer. Claro que el paisaje es pequeño, es el paisaje del pequeño villorrio, pero uno nunca tiene la sensación del terruño, nunca ese sentimiento del colorido local, el sentimiento del pequeño mundo, sino la sensación del gran mundo, donde los rabinos insultan a Dios, donde se trata de leyes y de fidelidad e infidelidad, de lo demoníaco. Kant siempre vivió en Königsberg, pero con el sentimiento de una vida plena, de la universalidad, de la humanidad.

Usted escribe en Utopía y desencanto que Trieste “es uno de los grandes lugares del judaísmo”. ¿Pudiera abundar más sobre esto? ¿Cómo entra esta percepción en su obra?


Ni yo ni mi familia tenemos nada que ver con el judaísmo. A finales del siglo XVIII y principios del XIX llegaron a Trieste, sobre todo, inmigrantes de Europa Central, entre ellos muchos judíos de distinta procedencia. La comunidad judía de Trieste jugó siempre un papel intenso, destacado, un papel cultural, económico y también un papel político, en el sentido del irredentismo italiano. La comunidad judía era fuertemente italianófila, aunque la mayoría de los inmigrantes procedían de la región del Danubio. Más tarde, en los años antes de que el fascismo se hiciera antisemita, algunos representantes de la comunidad judía fueron también fascistas. Yo he contado muchas historias tragicómicas sobre este mundo del judaísmo triestino. Por ejemplo, la historia del viejo judío polaco ortodoxo que creía realmente haber encontrado en el Trieste fascista una patria verdadera, y nombraba a Mussolini como el mojschale. Cada vez que se encontraba en la calle con los capos fascistas, le decía a su hijo más joven (quien, por cierto, muchos años después sería mi amigo y se convertiría en presidente de la comunidad judía de Trieste): “Levanta la mano, tonto”. Hasta que, al final, tuvo que experimentar la decepción debido a las terribles leyes raciales.
Tras la gran fachada cultural y política de la comunidad judía existía esa alma inquieta que la literatura ha sabido captar, aunque también, el malestar. Italo Svevo era de origen judío; también, Umberto Saba. Ahí tenemos a dos triestinos que forman parte de la literatura universal. La literatura de los otros poetas de Trieste es muy autocrítica, aunque como en el caso de Saba se destaca por ese sentimiento épico de resistencia contra el malestar. Eso es lo que siempre me fascinó, esa increíble fuerza de permanecer fieles a sí mismos.

Usted ha dicho en una entrevista que entre la literatura de Italo Svevo y la suya hay algunos puntos de contacto. ¿Le gustaría explicar un poco más esto? ¿Cuáles son las cercanías entre el autor de La conciencia de Zeno y su obra? ¿Existe alguna manera de leer que –salvando el tiempo— sea común para entender ambas escrituras?


Esa pregunta resulta difícil de responder. Italo Svevo es tan grande y profundo que uno tendría que pasar horas hablando de su obra. Èl consiguió ocultar tan bien esa profundidad que todavía no se encuentran suficientes lectores capaces de captar esa grandeza. Afirmo que Svevo es mucho más difícil que Joyce, no en el lenguaje, sino en la profundidad de la comprensión.

Cuando Molly Bloom comete errores en esos parlamentos suyos que mueven a risa, deformando las palabras y otorgándoles connotaciones sexuales, resulta quizás difícil interpretar la palabra aislada, pero Molly dice lo que ya sabemos, lo que esperamos que diga, ya que sabemos que es una persona inculta y piensa casi sólo en el sexo. Pero cuando Svevo habla de los cigarrillos, podemos creer en un primer momento que en realidad sólo habla de cigarrillos, aunque esté aludiendo a la insondable profundidad de la vida y del inconsciente. Lo que me fascina de él es esa intuición del abismo. En su obra tenemos esa intuición formidable: mientras que en el pasado el hombre corría el riesgo de no ser feliz; ahora, para el hombre moderno el problema se agravó. Ahora corre el riesgo de no ser capaz de desear la felicidad. Es decir, ya no se trata de que no ser amado, sino de algo más trágico: no ser capaz de amar.

De ese modo se explica cierta estrategia en las novelas de Svevo, la de no alcanzar a Ada, la mujer amada, para no ser amado por ella, ya que sería terrible no estar a la altura de ese amor en común. Por eso es preferible no ser amado. En la novela se devela esa nada. La literatura hace visible la realidad negativa, pero también sirve como tapadera; en uno de sus últimos relatos, Svevo dice que alguien debería dedicarse la mitad de la vida a escribir esa vida, mientras que la otra mitad debería dedicarse a su lectura; de ese modo sólo será posible “eludir la espantosa vida real”.

Tanto en El Danubio como en otros de sus libros, aparece siempre un análisis sobre el totalitarismo, la relación entre identidad-violencia o el fascismo. ¿Podríamos considerar su literatura como una reflexión sobre esos tópicos, una crítica de cómo la historia pone frente a frente estas experiencias?


Creo que sí, al menos una buena parte de ella. Es por eso que para mí, en ese sentido, la ironía juega un enorme papel. Es importante creer firmemente en algo sin fanatismos; amar algo sin hacer de ello un ídolo. Eso quiere decir que la ironía es realmente el sentimiento de relatividad, y por eso, también, una liberación de la angustia. Los totalitarismos de cualquier índole, no sólo los de carácter político, se presentan con la pretensión de lo absoluto. Y creo que no puede haber nada absoluto en la tierra. En muchos de los relatos que he contado, abordo ese tema, el tema de la ceguera de quienes transforman algo real, histórico, en algo absoluto, destruyendo de ese modo la vida y destruyéndose a sí mismos. En mi novela Otro mar, por ejemplo, se trata de un engaño individual; en Conjeturas sobre un sable, de un autoengaño colectivo y político. Esta es también una metáfora y una parábola de la ceguera de la derecha política, de la reacción.

Dos de los conceptos que usted ha utilizado con mayor frecuencia son los de utopía y desencanto. Más allá del territorio político que estas dos palabras enmarcan, ¿cree usted que podemos utilizarlas también para pensar la literatura, las estrategias que traza un escritor frente a su contemporaneidad?


Por supuesto, la utopía que se ve a sí misma como solución final es falsa, lo mismo en el terreno social que en el individual. Y el desencanto no es una razón para no querer cambiar el mundo, sino al contrario. Sancho Panza como un necesario complemento de Don Quijote, y viceversa. De ahí proviene mi rechazo a todos los que exigen que el mundo, la revolución, la revolución total, se haga realidad mañana mismo. Entonces, si la revolución no llega, son ésos mismos los que se convierten en reaccionarios y ni siquiera buscan ya mejorar un poco una pequeña escuela o algo por el estilo. En la Italia de hoy casi todos los revolucionarios extremistas del pasado son ahora adeptos de Berlusconi. Esto es válido también para la vida, para la utopía de la vida verdadera, si así lo prefiere. La pretensión de vivir, dice Ibsen, es megalomanía. Claro que Ibsen pretendía que se intentara vivir de manera auténtica, pero quería decir que sólo si se sabe cuán difícil es el camino hacia la vida verdadera, puede uno tener esperanzas de acercarse aunque sea un poco a ella.


Ahora que hablamos de lo político, ¿tuvo alguna vez Claudio Magris alguna responsabilidad política en Italia?

Siempre me ha interesado la política, pero casi en contra de mi voluntad. Me interesa más el mar que la política. Pero sé también que para que todos puedan venir al mar es preciso interesarse por la política. Es decir, para mí la política, en un sentido existencial, tiene una dimensión ética, aunque por supuesto también tengo un gran interés cultural e intelectual por la política. Y todo lo que ti ene que ver con la moral constituye para mí un mandamiento, aunque incómodo. Es decir, si ahora alguien asesinase a un niño, no estaría en condiciones de seguir hablando de mis libros, tendría que intervenir. Pero lo primero es, que espero eso no suceda nunca; y lo segundo, que me sentiría muy feliz si fuera otro el que salvara a ese niño. Mi padre estuvo en la resistencia, por lo tanto, crecí con esos ideales. Es por ello que siempre quedó en mí cierta escisión entre ese sentimiento sobre la necesidad de la política y una naturaleza personal apolítica. Por ejemplo, nunca pensé en hacer una candidatura. Pero luego… Yo estaba en Alemania en enero de 1994, con un premio Humboldt de investigación. En esa época, todos los que en Trieste se oponían a Berlusconi, todos los partidos, desde los viejos liberales conservadores hasta los de extrema izquierda, me pidieron que me presentara en las elecciones políticas. Yo no tenía deseos de hacerlo, pero tenía la sensación de que no podía negarme. Entonces dije que sí, aunque en contra de mi naturaleza, contra todo principio del deseo. Y eso, por supuesto, es algo terrible. Es como un homosexual que se casa porque cree que tiene el deber de crear una familia, de procrear. Claro que un homosexual tiene derecho a ser como es, pero no puede tomárselo a mal con las mujeres, porque ellas no son responsables de su sexualidad. En fin, que en aquel momento acepté, y fue una lucha constante contra mi naturaleza. Quizás conseguí influir en algo, pero a costa de un esfuerzo increíble. A ello se añadió que por esa época mi mujer enfermó. Yo me sentía realmente mal. En cambio, mi esposa, no. Ella tenía miedo y sentía tristeza por su muerte, pero sin transmitir ese miedo de ninguna manera. En esa época yo contagié con mi angustia todo lo que me rodeaba. Marise, sin embargo, jamás tomó siquiera una píldora para dormir. Pero bueno, eso ya es otro tema.

También todo tuvo su lado cómico. Yo había dicho, en primer lugar, que no podría hacer u na campaña electoral en Italia ya que había recibido el dinero de la beca de investigación y tenía que permanecer en Alemania durante la campaña, a fin de terminar mi investigación. No hice la campaña y por eso gané. Luego, sucedió otra cosa cómica. Los cinco partidos que me apoyaron no pudieron establecer una alianza, ya que sus programas, salvo en lo relativo a la oposición a Berlusconi, eran muy disímiles. Los secretariados con sede en Roma no les permitieron aliarse. Por eso desparecieron en el distrito electoral de Trieste, no presentaron ninguna lista de partido, como si en Trieste nunca hubieran existido ni el Partido Popular n i el antiguo Partido Comunista, etc.

Algunos amigos míos inventaron, aquí en el café San Marcos, un nuevo movimiento. Lo que significa, que muchos electores que en otras circunstancias habrían votado al Partido Popular, a los liberales o a los ex comunistas, me dieron su voto a mí. Pero estos amigos míos habían olvidado registrarse en el movimiento formal, en el grupo; por lo tanto, yo era el único miembro de ese partido. Ni siquiera Trotski soñó con una democracia directa de esa índole, con tal identidad entre la base y sus representantes, electores y elegidos. Y en el Parlamento, en el Senado, en el que estuve dos años, estuve en el llamado grupo mixto, para no tener que elegir entre uno u otro de los partidos que me habían apoyado. Claro que colaboré con esos partidos que estaban en contra de Berlusconi, pero también dentro del grupo mixto estaba solo, a título propio. Durante la crisis del gobierno el presidente del estado me hizo llamar dos veces porque nadie estaba autorizado formalmente para representarme. Estaba solo.

Por distintas razones, ésta fue una época muy difícil para mí, aunque también, un período muy interesante. Siempre trato de diferenciar entre los lados objetivos que debo censurar en los mecanismos de la política y mi malestar personal. Tengo derecho a sentir malestar, pero eso no es culpa de la política. Detesto a esos intelectuales que asumen un compromiso político y luego declaran que la política les ha defraudado y no ha satisfecho su alma bondadosa. Como si la política tuviese la obligación de satisfacerme o satisfacer a otros colegas, no teniendo derecho a herir mi sensibilidad. La política está relacionada con el trabajo, la libertad, el desempleo, con la guerra y la paz, con problemas colectivos, no con el alma sensible de un escritor. Un aspecto muy interesante, aunque terrible para un país democrático, es ese abismo objetivo entre la velocidad con que la sociedad se transforma y la lentitud de la política. Mientras en el Parlamento se trabaja en una nueva ley que habrá de regular nuevos problemas surgidos con alguna innovación técnica, y que, por ejemplo, significa el peligro de un monopolio, ya la situación ha cambiado de nuevo. Creo que el problema futuro en los países democráticos desarrollados será vencer ese abismo, ese “retraso” de la política, sin tener que renunciar a la democracia.

El mundo político es también un “mundo moral”, tal y como usted ha reconocido algunas veces. Para un escritor que alguna vez ha funcionado como político, ¿dónde se ubican esas fronteras? ¿Existen dentro de la literatura?

Esa es una pregunta en extremo difícil. Es preciso diferenciar muy claramente entre las distintas situaciones en las que se toma la pluma, que es, para nosotros los escritores, nuestra única arma. Claro que a veces, del compromiso moral, surge una gran literatura. Diría incluso que esto sucede con suma frecuencia. Basta pensar en Dante o en otros escritores formidables de nuestra época. Pero la literatura tiene sus propias leyes, y esas leyes no deben ser sacrificadas a la moral. Si pretendo escribir algo que corresponda a la verdad y tengo la sensación de que esa escritura tendrá consecuencias negativas para un ser humano, debería renunciar a escribirlo, pero lo que no puedo hacer es alterar la escritura, la verdad. A veces surgen grandes contradicciones. Uno desea añadir algo a un texto de ficción por razones morales o políticas, pero no funciona. Seguramente a usted también le ha sucedido. Lo mismo sucede cuando se implanta un órgano y el cuerpo no lo acepta, lo rechaza, como por ejemplo, un nuevo pulmón. En ese sentido, estimo mucho a Ernesto Sábato, que en una época se ocupó de los “desaparecidos” e hizo una labor muy concreta. Durante años renunció a su labor literaria para buscar a esas personas, para investigar cómo y dónde estaban. Pero Sábato es también el autor de Sobre héroes y tumbas, el autor que desciende a lo profundo, a los abismos, a las tinieblas del inconsciente y el mal. Y para ello estableció de manera muy honesta una diferencia entre dos mundos, dos tipos de escritura, la diurna y la nocturna. En cierta ocasión le dije que cuando estaba sumergido en esas profundidades, había descubierto que dos más dos eran cuatro, aunque también podían ser seis o diez, y que resultaba poco importante cuánto sumaban en realidad, ya que cuando se regresa a la superficie, ese “saber” no representaba una buena ventaja, había que pagar de todas maneras la cuenta en el restaurante.

Hace poco hablábamos de Trieste, el judaísmo… A estos dos tópicos habría que sumarle la figura de Isaac Bashevis Singer, uno de los escritores más importantes del siglo XX. ¿Tuvo él (o su literatura) alguna “influencia” sobre usted?


Sin Singer no habría escrito Lejos de dónde. Este libro no es tanto un libro sobre Joseph Roth como sobre Singer. Pero en ese momento no tuve el valor, o más bien, tuve la sensación de no poseer los suficientes conocimientos para entender a Singer directamente. Por eso elegí a Joseph Roth, porque él también es un desarraigado y hablaba de este mundo como alguien que se mantiene ajeno a él. Es cierto que a Singer me vinculan muchas cosas. ¿Le conté cuándo le envié mi primera carta? Yo estaba en el mar, en Trieste, y le escribí lleno de entusiasmo a Nueva York, y lo hice a través de su editor Farrar Strauss, quien años después se convertiría también en el mío. Yo había leído algunos relatos de Singer, en especial esa maravillosa parábola El no visto, uno de los relatos más bellos sobre la fidelidad y la infidelidad, sobre la pasión y la ley, el matrimonio y el amor, la vida y la muerte. Le escribí en alemán, por supuesto. Y Singer me contestó enseguida. Una carta muy amable, directa, cordial, en la que al final me decía: “Muchos saludos a su familia y a sus amigos.” Fue la única ocasión en que alguien pensó también en mis amigos, y eso lo aprecié mucho. Y es que la amistad, los amigos, forman parte de la vida. Cuando un amigo muere, eso no significa menos que la muerte de un primo o un hermano. Desde entonces, desde esa carta, Singer y yo nos mantuvimos en contacto epistolar. Marisa, mi esposa, y yo les visitamos a él y a Alma en Wengen. Y con esa confianza que se tiene con otro al que uno aprecia mucho, esa libertad de decirle todo, incluso observaciones críticas, le pregunté: “¿Por qué escribe usted esas novelas aburridas, si usted podría crear grandes obras maestras?” Él no interpretó la pregunta como una crítica ni me la tomó a mal. Me respondió: “Pues escribo lo que me proporciona placer en un momento determinado.” Con esa respuesta se puso por encima de mí. Le dije: “Quizás yo soy más inteligente que usted, pero usted es un genio.” Le conté muchas cosas. Por ejemplo, yo tenía una sobrina cuyo hijo, por esa época, fue progresivamente torturado y “asesinado” por un cáncer, en una lucha que duró años, y le conté a Singer acerca de ese niño. Y él, perforando las hojas del suelo con un bastón, me respondió: “Sabe usted, la literatura sirve de muy poco.” Y de repente me preguntó, y lo hizo en un tono que no era ni curioso ni confesional, un tono que jamás olvidaré, ya que nadie como él podía hacerme una pregunta de esa índole, o hacérsela a otra persona sin ser impertinente. Me preguntó: “¿Cree usted en Dios?”. Luego continuamos hablando sobre el amor, el sexo, ¿qué significa cuando el cuerpo a veces claudica?, etc. Era realmente una persona increíble.

¿En qué año comienzan esos primeros contactos?


La primera carta, que todavía conservo, me la escribió en el año 1966. A partir de entonces mantuvimos una correspondencia frecuente. Nos encontramos en Wengen en 1981, y tres años más tarde, muy brevemente, en Nueva York. Él estaba a punto de salir de viaje y sólo tomamos un café en compañía de su mujer. Luego no le vi más. En los últimos años nos escribimos muy poco, ya que él padecía de Alzheimer, y creo también en esos últimos años estuvo poseído por una mecánica febril de la escritura, el éxito, el dinero. Fue grande mientras temió que no escribía para nadie. En una ocasión, en uno de sus relatos, Singer hace decir a un demonio judío, un dybuk, que él es “alguien que ve, pero que no puede ser visto”. Y también, que escribía en yiddish, es decir, en una “lengua muerta”; y que un escritor yiddish es como un dybuk, como un fantasma que ve pero no puede ser visto. Para él, el yiddish amenazaba con convertirse en una lengua muerta en dos sentidos: por una parte, le separaba de un público estadounidense más amplio, por otra, le impedía encontrar mayor resonancia entre los lectores de las comunidades yiddish de Estados Unidos, los cuales buscaban el colorido local y el folclore sentimental, mientras él escribía rigurosas fábulas universales sobre lo extravagante de la existencia humana.

Entonces, cuando de repente se convirtió en un escritor para todos los públicos, nos distanciamos un poco el uno del otro. Aunque quizás distanciamiento no sea la palabra exacta. Cuando murió, su esposa me escribió. Èse fue nuestro último contacto. He leído esa biografía escrita por Florence Noiville, y en ella salen a la luz algunos aspectos terribles de su persona, su codicia, su maldad para con su hermana… No sé. En lo que a mí concierne, sólo puedo estarle agradecido, pero todo ser humano tiene sus lados oscuros. El propio Singer dijo en una ocasión que sólo el texto cuenta, el texto literario, no el pobre diablo que lo escribió. El oficio más difícil será, el día del Juicio Final, el oficio del bienamado Dios.

En el año 1971 se publicó por primera vez Lejos de dónde, ese libro al que hacíamos referencia antes. Como este libro ha devenido canon para el estudio de la literatura judía, nos gustaría saber si después de treinta años su percepción de la obra de Roth y la shtetl continúa siendo la misma o ha variado en algo.


Para responder a esta pregunta como es debido y con amplitud, tendría que escribir el libro nuevamente y de otra manera. Es como si alguien escribiese un poema de amor dedicado a una persona amada y luego, al cabo de treinta años, se le preguntase –a ella o a él—si volvería a escribir ese poema otra vez de la misma forma, si esa persona continúa siendo la misma para él o ella. Claro que la vida cambia. Aun cuando, al cabo de treinta años, se continúe amando a la misma persona, incluso con mayor intensidad, no sería lo mismo, y esto es igualmente válido para un tema o un libro. El tema del exilio, tema que abordo en Lejos de dónde, ha cambiado mucho con la historia reciente de Israel; sin embargo, sigue siendo el mismo, ya que simboliza una condición humana universal. Mi amor por Shalom Alejchem, por Singer, por Roth, sigue siendo intenso, yo diría que más intenso que antes. Pero no estoy seguro –y lo mismo vale para el “mito habsbúrgico”--, si ahora tendría el valor juvenil, ese valor un tanto alocado, de escribir sobre el tema sin ser un especialista. Pero lo que puedo decir es que Lejos de dónde es un libro que jugó un papel muy importante en mi vida, es un indicio perdurable de una situación humana universal, que atañe a personas no judías, como yo. Recuento lo que me preguntó en una ocasión un rabino en un debate: “Pero ¿usted no es judío, no?” “Pues no”, le respondí. A lo que él añadió: “Bueno, era sólo una pregunta.”

En algún lugar usted ha escrito que “el mundo habsbúrgico es también el mito de la periferia”. ¿Pudiera hablar un poco más sobre esto?


Es obvio que la monarquía austrohúngara ha de ser juzgada de acuerdo a la época, a partir de un punto de vista político e histórico. Hubo épocas de una política centralizada, otras de una política federalista, otras, de una progresista y reaccionaria. La parte húngara era mucho más autoritaria que la austriaca en lo que atañe a la política de las nacionalidades. Pero yo quise decir otra cosa. Un gran escritor como Joseph Roth escribió en una ocasión que para él la patria no estaba realmente en Viena, en el centro, sino en los países de la corona, en las provincias del este, los territorios periféricos. Y creo que en ese sentido Roth tuvo, independientemente de la monarquía austrohúngara, una gran intuición del mundo moderno y contemporáneo. Actualmente, desde el punto de vista cultural, uno está obligado a sentir que el mundo entero es periferia, que no existe un centro en ninguna parte, ni siquiera en esos poderosos centros políticos y espirituales como Nueva York. El concepto de centro presupone sentir una gran cultura como unidad, tal como fue París en el pasado, o Viena, o Roma en el mundo antiguo. Pero en la actualidad ese centro ya no existe. Cualquiera, aunque viva en la Quinta Avenida, siente, al igual que Joseph Roth, que vive en la periferia de la historia, incluso de la vida. No es posible creer que se está en el centro del mundo. Un centro presupone la sensación de compartir una cultura ordenada, una jerarquización, justamente “eso” de lo que carecemos hoy. Vivimos en medio de la confusión. En lo positivo y lo negativo.

Piense por ejemplo en la tecnología, que en lugar de agrandar las diferencias de poder entre los poderosos o las grandes potencias y los pequeños grupos, tal como era hasta hace pocos años, posibilita en estos momentos que un grupo pequeño de personas que dispone de una tecnología altamente sofisticada ponga en peligro a una superpotencia como Estados Unidos.

Actualmente, cuando leo el periódico o veo la televisión, tengo la sensación de contemplar el mundo como alguien que viene del campo y ve una ciudad por primera vez, los rascacielos, la televisión. Claro que he visto los rascacielos y la televisión. Pero actualmente tengo esa sensación, algo que no me sucedía treinta años atrás.


Sus novelas (y El Danubio o Microcosmos pueden entenderse como novelas), forman parte de un imaginario al que ya no le interesa tanto construir personajes, a la manera de la literatura clásica, sino ir integrando una serie de historias, datos, experiencias que poco a poco irán construyendo un cosmos. ¿De qué manera lee Claudio Magris sus propias ficciones? ¿Es este “juego” a la vez que género un poner en jaque al género mismo, una reflexión?


Sí, la reflexión sobre una historia y sobre el género al que pertenece la historia, produce, al menos de manera potencial, una nueva historia integradora. El mundo es infinito, e infinita también es la narración del mundo. En ese sentido, creo que la formidable literatura de un Musil, en especial El hombre sin atributos, así como las obras de Broch, Canetti, etc., forman parte de una literatura que vincula de manera inseparable narración y reflexión, poesía y ciencia, y pueden ser consideradas la mejor literatura para representar al mundo contemporáneo.

Ahora que menciona El hombre sin atributos, recuerdo que una de las cosas que satiriza Musil en su novela son las fronteras de Kakania, esos límites que le hacían ser muchas en una (o una en muchas…) Como este asunto ha tenido una presencia muy fuerte en sus ensayos, pudiéramos terminar hablando de esto. ¿Qué es exactamente ese concepto para usted? ¿Sigue creyendo que un escritor es, ante todo, un “hombre de frontera”?


Existen fronteras en todas partes, no sólo fronteras nacionales. Este es un aspecto que siempre tuvo la mayor importancia para mí. Hemos hablado del libro Verde agua, de mi esposa Marisa Madieri. A través de la historia de su éxodo y exilio (en su niñez, fue desterrada por los yugoslavos, al igual que le sucedió a muchos italianos de Istria y Rijeka), ella descubre las raíces eslavas de su familia, antes olvidadas en las profundidades del subconsciente. Reconoce que ella también está “al otro lado de la frontera”. A través de su odisea como refugiada gana una sensación de pertenencia al mundo eslavo.

Cuando yo todavía era un adolescente, casi un niño, para mí la frontera era una experiencia decisiva y concreta. Al finalizar la II Guerra Mundial (nací en 1939), Trieste era una tierra de nadie, uno de los llamados territorios libres, gobernado provisionalmente por los ingleses y los estadounidenses, una región que Tito se quería anexar. La frontera constituía también una frontera incierta del futuro; no se sabía bien si se pertenecía a Italia o a Yugoslavia, lo cual significaba al mismo tiempo pertenecer al bloque occidental y al oriental, un bloque oriental que todavía estaba dominado por Stalin. Trieste es una pequeña ciudad, y la frontera estaba menos distante de mi piso en el centro de la ciudad de lo que está un barrio de París de otro. No sólo se trataba de una frontera normal, sino de la Cortina de Hierro. Una frontera que, al menos hasta la ruptura entre Tito y Stalin, y hasta la normalización de las relaciones entre Italia y Yugoslavia, era infranqueable. Detrás de esa frontera se hallaba el bloque oriental, el desconocido, amenazante y despreciado bloque oriental. Detrás de esa frontera que yo veía cada vez que salía a pasear con mis amigos se hallaba un territorio que era a la vez conocido y ajeno. Ajeno, porque era inaccesible, porque pertenecía al amenazante imperio de Stalin. Conocido, porque se trataba del territorio que hasta el final de la II Guerra Mundial había sido italiano y Yugoslavia había ocupado al final de la guerra; un territorio en el que yo había estado muchas veces. Y creo que esa identidad de lo desconocido, lo inusual, lo familiar, fue decisiva para mi apuesta por la literatura, la cual es a menudo un viaje de lo conocido a lo desconocido, y a la inversa. Sin embargo, también comprendí que para hacerme de una cultura, para madurar, tenía que ser capaz de franquear esa frontera no sólo físicamente, con un pasaporte o visado, sino también espiritualmente.

Creo que se puede, se debe y se tiene que amar la frontera, necesitamos fronteras de toda índole, morales y culturales. Pero entendiendo la frontera como puente, no como barrera o barricada. Queda el reto de traspasar las fronteras y desplazarlas. Si se las ve como algo rígido, sólido, como un ídolo, entonces las fronteras también piden sangre. Uno puede amar las fronteras cuando se sabe que son perecederas, de lo contrario, esas mismas fronteras se vuelven letales.