VIRGILIO PIÑERA, un cuento

Cuento de Virgilio Piñera Llera, inédito, sin título


La situación era ésta: el hombre llevó la mano a su ojo derecho y depositólo en la mesa de noche. El encargado me había colocado una frazada en los brazos y yo, desnudo y acostado llevé las manos a mi vientre que comenzaba a rechinar siniestramente.

Mi amigo mostraba una cara coloreada de ceniza; con las piernas cruzadas trazaba los primeros compases de la teoría de la condenación.

El hombre llevó la mano a su boca y extrajo una fría dentadura del arco superior, con tonalidades de leche acidulada.

– Esto conduce por lo menos, al precinto… – decía mi amigo con tal tremulación que mis tripas avivaron el ronquido iniciado, a causa del ojo en la mesa y de los dientes sobre la frazada. Pero estábamos allí, transformados ya en esa composición mural que un pintor concibiera, tomando a grandes animales, a pájaros imposibles y obligándoles a defecar violentamente sobre la lisura de aquellas cuatro paredes.

Mi amigo comenzó a penetrar por la cuenca que el ojo del hombre sobre la mesa descubría. – Es desolado buscarte en esta lobreguez que no permite ni el inocente acompañamiento de mi propia sombra; siempre pensé que te conjurabas contra la luz y a causa de ella; como posees la maldita cualidad de estar hecho de luminosa sustancia debes ir a la purificación por el infierno; es un grave caso y una quiebra del principio religioso.

Como el vientre amenazaba ruidos más imprudentes largué uno de los cordones de la faja: cuando sepultaron a mi tía virgen uno de los cabos del ataúd quebróse y por vez primera mi pobre tía mostró, dentro de su casa silenciosa, las piernas a un aire encerrado definitivamente con ella.

– ¿Qué te pasa, – dijo el hombre (y él si podía permitir a su aire que se escapase merced a la oquedad formada por su maxilar superior) – ¿Qué te pasa?

Allá lejos se escuchaba la voz de mi amigo viajando por la cuenca del ojo que estaba sobre la mesa de noche: – Yo creo que está clavado en un poste de la tercera calle; ese nefasto hombre tiene un pegamento tan seguro y Silvio está constituido por tan débiles, delgadas láminas que una hoja no autorizaría a predicar mayor concepción de ligereza…

El hombre mostraba su excitación bestial en esa mortífera línea que la tráquea ostenta y donde es declarado todo el pecado de lujuria; casi no podía tragar y cuando decía: – ¿Qué te pasa…?, parecía que levísimos trocitos de su tráquea me daban en la cara, en el vientre, en los muslos. Me imaginé el momento remoto en que la madre del hombre alumbrara a este portador de pegamentos y le dije: – Sí, ahora procure Usted fijar bien los dientes al arco superior; aquí está el ojo, sobre la mesa de noche; ¿tiene ahí ese pegamento maravilloso? Vamos a colocar el ojo en la cuenca; – pero mi amigo gritó: –¡Asesinos, estoy explorando esta mina, ¿no véis que Silvio se ha extraviado en ella…?

El hombre continuó su silencioso trabajo de proyectar sobre mi cara, sobre mis muslos, sobre mi vientre trocitos de tráquea resecada. –¿Qué te pasa?. Contestaban mis tripas con el ruido de todos los pasos sumados de mi infancia. – Vamos, decía el hombre, estoy listo, – y tomó de la frazada el arco de helada dentadura y lo puso junto al ojo que estaba en la mesa de noche – Vamos. Yo respondí con aquella suma de mis pasos infantiles; me contestaron trocitos de tráquea resecada. Entonces el hombre tapó con un dedo el otro ojo que no estaba en la mesa de noche y la oscuridad fue completa. Súbitamente algo estalló y el espacio de frazada poblóse de menudos cuerpecillos blanquecinos, más bien cerosos; era la tráquea del hombre. Pude saltar de la cama con mayor rapidez que la suya porque él perdió el equilibrio a causa de mi amigo que metido en la cuenca del ojo gravitaba con mayor peso sobre su hemisferio derecho que sobre el izquierdo. Comenzaron a caer rosas sin olor y de las paredes surgían gigantescos anos de pájaros desconocidos; entonces el pintor colocaba sobre aquellos embudos gelatinosos una rosa.

Mi amigo aseguraba que el torrente de sangre era tan caudaloso que amenazaba las altas riberas de la cuenca del ojo que estaba sobre la mesa de noche. – Estás perdido, – dijo – y se tapaba la cara con ambas manos. Lo que más le atormentaba era la ausencia de belleza y por ella transfiguraba su rostro a fin de ofrecer alguna claridad entre tinieblas.

Me puse una butaca prostituida por armadura. El hombre portaba una brocha de pegador de pasquines y me conminaba a reunirme con los grandes pájaros de las paredes. Retrocedí, pero la puerta lateral comenzó a ondular como un espinazo descoyuntado. Todo el río de sangre afluyó a mis ojos. Dos de las vértebras de aquel espinazo de madera se entreabrieron y una voz que el viento encerrado conducía gritó unas palabras que no pude clasificar. Mi amigo se arrodilló en la cuenca del ojo y comenzó a recitar las postrimerías.

La voz seguía gritando; ahora el viento la conducía más distinta: – ¿Quién está gritando…? ¿Quién está gritando…? Mi tía saltó de su ataúd y mientras bailaba sobre el cabo caído, decíame: – Cuando naciste tu madre tuvo una hemorragia horrorosa; ahora la sangre vuelve; yo siempre dije que la habían taponeado muy mal… – Comencé la búsqueda de mi madre; era necesario contener la salida de la sangre. De la cuenca fluía la voz de mi amigo desenvolviendo los motivos de las postrimerías. Su última palabra fue pronunciada cuando un golpe violentísimo arrancó las rosas que tapaban los gelatinosos anos de los pájaros gigantescos haciéndolas caer sordamente sobre mi cuerpo en una larga procesión que vigilaban millares de trocitos de tráquea resecada.

Virgilio Piñera Llera, 1940