El hundimiento del Titanic
Hans Magnus Enzensberger
Del libro homónimo
Hans Magnus Enzensberger
Del libro homónimo
Traducción de Heberto Padilla
Modelo para una teoría del conocimiento
Aquí tienes una caja,
una caja grande
con una etiqueta que dice
caja.
Ábrela,
y dentro encontrarás una caja,
con una etiqueta que dice
caja dentro de una caja cuya etiqueta dice
caja.
Mira adentro
(de esta caja,
no de la otra)
y encontrarás una caja
con una etiqueta que dice…
y así sucesivamente,
y si sigues así,
encontrarás
tras esfuerzos infinitos
una caja infinitesimal
con una etiqueta
tan diminuta,
que lo que dice
se disuelve ante tus ojos.
Es una caja
que sólo existe
en tu imaginación.
Una caja
Perfectamente vacía.
Canto III
Recuerdo La Habana, las paredes desconchadas,
la insistente fetidez ahogando el puerto,
mientras el pasado se marchitaba voluptuosamente,
y la escasez roía día y noche
el añorado Plan de los Diez Años,
y yo trabajaba en El hundimiento del Titanic.
No había zapatos, ni juguetes, ni bombillas,
ni un solo momento de calma jamás,
los rumores eran como moscardones.
Recuerdo que entonces todos pensábamos:
Mañana todo será mejor, y si no mañana,
entonces pasado mañana. Bueno, tal vez no mucho mejor
en realidad, pero al menos diferente. Sí, todo
será bastante diferente.
Una sensación maravillosa. ¡Cómo la recuerdo!
Escribo estas frases en Berlín, y al igual que Berlín
huelo a viejos cartuchos vacíos,
a Europa del Este,
a sulfuro, a desinfectante.
Vuelve el frío poco a poco,
y poco a poco leo las ordenanzas.
Allá lejos, detrás de innumerables cines,
se alza, inadvertido, el Muro,
y más allá, distantes y aislados, hay otros cines.
Veo a extranjeros con zapatos recién estrenados
desertando solitarios por la nieve.
Tengo frío. Recuerdo –es difícil creerlo,
apenas han transcurrido diez años-
los extrañamente esperanzados días de la euforia.
En aquel entonces nadie pensaba en el fin,
ni siquiera en Berlín, que hacía tiempo que había
sobrevivido a su propio fin. La isla de Cuba
no vacilaba bajo nuestros pies. Nos parecía
que algo estaba próximo, algo que inventaríamos.
Ignorábamos que hacía tiempo que la fiesta
había terminado, y que todo lo demás
era asunto de los directores del Banco Mundial
y de los camaradas de la Seguridad del Estado,
exactamente como en mi país y en cualquier otra parte.
Buscábamos algo, algo habíamos dejado atrás
en la isla tropical, donde la hierba crecía
hasta cubrir la chatarra de los Cadillac. Se había
agotado el ron, los plátanos se habían desvanecido,
pero buscábamos algo más –es difícil especificar
qué era realmente- y no acabábamos de encontrarlo
en este diminuto Nuevo Mundo
que discute ávidamente sobre azúcar,
sobre la liberación, y sobre un futuro abundante
en bombillas, vacas lecheras y maquinaria por estrenar.
En las calles de La Habana, las mulatas
me sonreían con sus fusiles automáticos
al hombro. Me sonreían a mí y a algún otro,
mientras yo trabajaba y trabajaba
en El hundimiento del Titanic.
No podía dormir en las noches calurosas.
No era joven – ¿qué quiere decir joven?
Vivía junto al mar –pero tenía casi diez años menos
y estaba pálido de anhelos.
Probablemente ocurrió en junio, no,
en abril, poco antes de Semana Santa;
paseábamos por la Rampa
después de medianoche, María Alexandrovna
me miró con ojos encendidos de cólera,
Heberto Padilla estaba fumando,
todavía no lo habían encarcelado.
Pero hoy ya nadie le recuerda, porque está perdido,
un amigo, un hombre perdido,
y algún desertor alemán estalló en una risa deforme,
y también acabó en prisión, pero eso fue después,
y ahora está aquí otra vez, de nuevo en su país,
embriagado y haciendo investigaciones de interés nacional.
Resulta raro que yo lo recuerde todavía,
sí, es poco lo que he olvidado.
Charlábamos en una jerga híbrida
de español, alemán y ruso,
acerca de la terrible zafra
azucarera de los Diez Millones
-hoy ya nadie la menciona, desde luego.
¡Maldito azúcar! ¡Vine aquí de turista!,
aulló el desertor y después citó a Horkheimer,
¡nada menos que a Horkheimer en La Habana!
También hablamos de Stalin, y de Dante,
no puedo imaginarme por qué,
ni qué relación guarda Dante con el azúcar.
Y miré hacia fuera distraído
sobre el muelle del Caribe,
y allí vi, mucho más grande
y más blanco que todas las cosas blancas,
muy lejos –yo era el único que lo veía allí
en la oscura bahía, en la noche sin nubes
y en un mar negro y liso como un espejo-
vi el iceberg, alto, frío, como una helada Fata Morgana,
deslizándose hacia mí, lento, inexorable y blanco.
Canto IX
Todos esos extranjeros que posaban ante los fotógrafos
en los cañaverales de azúcar de Oriente, sus machetes en alto,
el pelo pegajoso, y camisas de mezclilla
endurecidas por el sudor y la melaza: ¡qué gente tan superflua!
En las entrañas de La Habana la miseria ancestral
continuaba su tarea de putrefacción, la ciudad hedía a orina vieja
y vieja servidumbre, los grifos se secaban por la tarde,
la llama del gas se apagaba en el fogón, las paredes
se desmoronaban, no había leche fresca, y por la noche
“el pueblo” hacía paciente cola para comer pizza.
Pero en el Hotel Nacional, en los salones frente al mar,
donde hace mucho tiempo solían cenar los gangsters, los senadores,
con emplumadas reinas del striptease
sentadas en sus adiposos muslos y regateando una propina,
deambulaban ahora un puñado de trasnochados
trotskistas de París, que se sienten
“dulcemente subversivos”, tirándose unos a otros bolitas
de pan y citas de Engels y Freud.
Cena 14 de abril de 1969
(Año del Guerrillero Heroico)
Cóctel de langostinos
Consomé Tapioca
Lomo a la parrilla
Ensalada de berro
Helados
Más tarde emergían en cubierta, en blanco y negro,
unos cuantos jugadores vestidos de etiqueta,
y damas en largos vestidos con perlas, ante mirones
en albornoz que lanzaban trozos de hielo al descuido,
poco antes de medianoche, en una película de Hollywood.
Era cerca de medianoche, el aire estaba húmedo y cálido.
Niños semidesnudos invadían el destartalado cine
en la Calzada de San Miguel, riendo y trepándose
en las butacas sucias. La imagen era sombría y borrosa,
el sonido era rayado: una copia malísima.
En el blanco entablado de cubierta, Barbara Stanwyck
saltaba de una lado a otro con Clifton Webb, las imágenes danzaban,
y de pronto, como siempre, de la necesidad surgió el caos.
No olvides el revólver, querido, piensa en
tus esmeraldas, en los sándwiches,
en tu manuscrito. Y tú, lleva la Biblia,
y tu pequeño cerdito de hojalata que toca “Másese”
cada vez que le tuerces el rabo, tu pequeño cerdito
de hojalata de colores, ¡qué no se te olvide!
Delegaciones. Mulatas. Comandantes. En el comedor
los hambrientos poetas de Paraguay siguen discutiendo
con los trotskistas en una nube de tabaco.
En las escaleras de incendios, los jóvenes delatores
que tararean suaves rumbas y los checos
con sus relojes y sus negocios sucios.
Incluso antes que el miedo, te golpea el ruido como un puño. El oído
agredido no puede asimilarlo. Son tus pies los que te advierten:
El caso rechina, un vapor estruendoso sale de las chimeneas.
Las calderas se apagan, las mamparas caen,
los motores se detienen. Ahora todo está quieto,
súbitamente quieto. Una sensación de modorra,
como si uno hubiera despertado de una pesadilla
a las cuatro de la madrugada en la habitación del hotel,
y escuchara atento. No hay señales de vida.
Hasta el frigorífico está en silencio. Con gusto
acogeríamos ahora cualquier sonido,
un chasquido de la caldera,
un ladrón, un registro de la policía…
Nunca volverá todo a estar tan seco y quieto como ahora.
Canto XXXIII
Calado hasta los huesos, diviso gentes con baúles chorreantes.
Los veo, de pie sobre un plano inclinado, recostados al viento.
Bajo una lluvia oblicua, borrosos, al borde del abismo.
No, no es un sexto sentido. Es el tiempo,
el mal tiempo el que los empalidece. Les advierto,
les grito, por ejemplo,
señoras y señores, andáis por mal camino, estáis al
borde del abismo.
Pero sólo me otorgan una débil sonrisa y responden altivos:
Gracias, lo sabemos.
Me pregunto si se trata de unas cuantas docenas de personas,
¿o está allí todo el género humano, sobre un barco
decrépito, digno de la chatarra, dedicado tan sólo
a una causa, el naufragio?
Lo ignoro. Yo chorreo y escucho. Es difícil
decir quiénes son estas gentes asidas a un baúl,
a un talismán de color puerro, a un dinosaurio, a una corona de laurel.
Les oigo reír y les grito palabras incomprensibles.
Aquel desconocido con la cabeza envuelta en periódicos mojados
supongo que sea K, un viajante vendedor de galletas;
de aquel barbudo no tengo la más ligera idea; el hombre del
pincel se llama Salomón P, la dama que estornuda sin cesar es de seguro
(Marilyn Monroe;
pero el hombre de blanco, el que sostiene un manuscrito
envuelto en una tela negra, encerada, seguramente es Dante.
Esas gentes rebosan esperanzas, están llenas de una energía criminal.
Bajo la lluvia a cántaros, se ponen a pasear sus dinosaurios,
abren y cierran sus maletas mientras cantan a coro:
“El trece de mayo el mundo se hundirá,
todo acabará, todo acabará.”
Es difícil decir quién se ríe, quién me observa, quién no,
en esta niebla, a no sé qué distancia del abismo.
Los veo hundirse poco a poco y les grito:
Veo cómo os hundís poco a poco.
Y no hay respuesta. En lejanos barcos, leves y corajudos,
suenan las orquestas. Todo es tan lamentable; no me gusta mirar
como mueren empapados en la lluvia y la niebla. Es tan penoso.
Les podría gritar, les grito: “Pero nadie sabe
en qué año acabará el mundo; ¿no es maravilloso?”
¿Pero a dónde fueron los dinosaurios? ¿Y de dónde provienen
aquellas miles y decenas de miles de maletas empapadas,
flotando a la deriva, sobre las aguas?
Nado y gimo.
Todo, como de costumbre, gimo, todo bajo control,
todo sigue su curso, todos, sin duda, se habrán ahogado
en la lluvia sesgada, es una pena, ¿y qué? ¿por qué gemir?
Lo raro, lo difícil de explicar, es: ¿por qué sollozo
y sigo nadando?
Canto XXII
Lejos en el golfo, allí en la aterciopelada oscuridad,
vi los reflectores de un destructor escudriñando.
Nevaba en mi cabeza. La Habana Vieja
jadeaba en busca de aliento, se desangraba vergonzosamente.
Las noches eran suaves. Era la época en que
yo deambulaba por los cines de los suburbios,
por las posadas repletas, por los bares de la antigua mafia
con sus mostradores vacíos. Oía el murmullo de los amantes
entre los arbustos resecos del cementerio.
En lugar de escribir sobre la zafra azucarera
y el socialismo en una isla, como lo haría un buen camarada,
pescaba en las negras aguas, imparcialmente y medio siglo
después del hecho, a los muertos y a los supervivientes,
que hacía tiempo que también habían muerto. Los miraba
a los ojos, y los reconocía a todos: Gordon Pym, Jerone
el fogonero, que nunca pronunció una palabra, Miss Taussig,
Guggenheim (cobre y estaño), Engels (textiles), Ilmari
Alhomaki, Dante –yo tenía frío y miedo, pero los reconocí
por sus uñas, secretos, sombreros, deseos–, distinguía
sus gritos de terror en la noche tropical, distinguía
bajo la luna lo que apretaban en sus puños crispados:
rosas artificiales, llaves de hierro colado, papeles
en blanco. De espaldas al futuro estudié
las estadísticas y los planos de los pisos, y todo
confirmaba lo que ya sabía: que estamos todos
en el mismo bote. Pero el pobre
será el primero en ahogarse.
| 1ª Clase | 2ª Clase | Entre puente | Tripulación | Total |
Embarcados | 325 | 285 | 1.316 | 885 | 2.201 |
Rescatados | 203 | 118 | 499 | 212 | 711 |
Desaparecidos | 122 | 167 | 817 | 673 | 1.490 |
Al principio no era más que un pequeño sonido,
un sonido rasgado bastante fácil de describir.
Pero yo no sabía adónde nos conduciría.
Imperceptiblemente, Berlín, quedaba sepultado en la nieve,
aislado. Suavemente, el mar grasiento,
contorneando el Malecón.
Razones de seguridad
Trato de quitarle la tapa,
lógicamente, la tapa
de mi caja privada.
En modo alguno es un ataúd,
es simplemente un paquete, una cabina,
en una palabra, una caja.
Sabéis a lo que me refiero
cuando digo caja, vamos,
no os hagáis el tonto,
a lo que me refiero
es a una caja como otra cualquiera,
tan oscura como la vuestra.
Desde luego que quiero salir,
y por ello golpeo
y martilleo la tapa,
grito Más luz, jadeando,
lógicamente, golpeando la escotilla. Bien.
Por razones de seguridad,
mi caja de zapatos tiene una tapa,
una tapa bastante pesada, por cierto,
por razones de seguridad
ya que se trata
de un recipiente, un Arca
de la Alianza, una caja fuerte.
No logro salir.
Para nuestra liberación haría falta,
lógicamente, una acción conjunta.
Pero por razones de seguridad
estoy solo en esta caja,
en esta caja mía.
¡A cada cual lo suyo! De ahí que
para poder escapar de mi propia caja
mediante una acción conjunta, lógicamente,
tendría que estar fuera de ella, y esto
se aplica, lógicamente, a todos nosotros.
De modo que me rompo la espalda
contra la tapa. ¡Ahora!
¡Una rendija! ¡Ay!
¡Maravilloso! Afuera, el campo cubierto
de latas, envases, o simples cajas,
contra un fondo de encrestadas olas
surcadas por magníficos baúles,
nubes a una enorme distancia,
¡y mucho, mucho aire fresco!
¡Déjenme salir!, seguí gritando,
bajito, contra el sentido común,
con la lengua pastosa, cubierto de sudor.
Persignarse: imposible.
Hablar por señas: no, no tengo manos.
Cerrar el puño: ni hablar.
Y por ello grito: Expreso
mis pesares, ay de mí,
estos pesares míos,
mientras con un golpe seco
la tapa, por razones de seguridad,
se vuelve a cerrar
sobre mi cabeza.