Traducción de Todd Ramón Ochoa y Carlos A. Aguilera.
publicado en cacharro(s), expedientes 6-7 y medio, junio-diciembre de 2004 y tomado de Diáspora(s)
Cuando yo era un niño en Alemania no sabía casi nada de América. Era para mí un continente de pura fantasía poblado por cowboys y pieles rojas con unos cuantos mafiosos de más; aunque en lo que andaban estas figuras a quienes les hacía falta afeitarse estaba poco claro para mí.
Uno de los hechos sobresalientes de la vida en la Alemania de los nazis era que simplemente no podíamos salir. Viajar al extranjero era un privilegio desconocido para personas ordinarias. A este respecto Alemania a finales de los treinta era como la Unión Soviética: un espacio autocontenido y claustrofóbico que le ofrecía a la gente mayor que yo una sola salida: la invasión y el saqueo de sus vecinos europeos.
Me acuerdo que me preguntaba si América era real. A mí me sonaba a ficción, algo extraído de un libro para niños. A cada rato nuestros vacíos periódicos intentaban convencer a sus lectores que los Estados Unidos era dirigido por plutócratas. Los representaban con tabacos grandes metidos en sus bocas, y sombreros de copa en sus cabezas. No era fácil creer que tales personas en verdad existiesen. Se parecían a los igualmente inverosímiles judíos cuyas caricaturas aparecían sobre una pizarra en mi escuela primaria. Jamás habíamos visto a nadie que se pareciese remotamente a ellos en la vida real.
Cuando Hitler declaró la guerra contra los Estados Unidos yo estaba probablemente muy ocupado con un examen de latín para darme cuenta. A causa de la guerra mi familia se había trasladado a una aldea en Bavaria. Ir a la escuela era una molestia. Cada día a las cinco de la mañana teníamos que montar un tren que nos llevaba a un pueblo que se jactaba de un gymnasium. A finales de 1944 la vía ferroviaria fue bombardeada y todo viaje suspendido. De manera que estábamos obligados a caminar alrededor de siete millas ida y vuelta hacia la escuela, un viaje diario que al poco tiempo se hizo insoportable.
En esta carretera tuve mi primer contacto directo con América, una experiencia que sosegó cualquier duda sobre su existencia. Era un brillante día de otoño cuando de repente un cazabombardero descendió rugiendo sobre nosotros. Éramos tres niños de quince años y teníamos buenos reflejos. De inmediato buscamos refugio en una zanja al lado de la carretera. Me acuerdo claramente de las minúsculas nubes de polvo que se levantaban frente a mí cuando las balas impactaban contra tierra, y una fracción de segundos luego los martillazos de una ametralladora. Por poco nos matan. Cuando el avión pasó miramos hacia arriba y le vimos brillar en el cielo. Creo que fue un Mustang. Podíamos distinguir las estrellas en sus alas y hasta al piloto en su cabina. De todos modos el avión volteó y vino hacia nosotros, pero como no ofrecíamos un buen blanco nos pasó majestuosamente por arriba sin disparar nuevamente. Cuando se había ido nos levantamos y bailamos en la carretera. Resultaba extraña pero fue una experiencia absolutamente excitante.
Medio año después fui movilizado para defender Alemania. Me dieron un uniforme verdoso hecho de una celulosa que picaba, una pistola y una bazooka. Hace tiempo los aliados habían cruzado el Rhin. Junto a otros treinta muchachos fui estacionado en un cruce a unas veinte millas de nuestra aldea. Supuestamente debíamos salvar al Reich, que consistía en un vasto montón de escombros, con nuestros disparos contra los tanques americanos avanzando. Bajo las circunstancias no veía el sentido de jugar al héroe. Me preparé cuidadosamente, llevando un buen mapa y mucha ropa civil que escondí en unos cuantos lugares estratégicos. Era arriesgado pues habían unas cuantas gentes dispuestas a matarte: de un lado los ejércitos de los aliados avanzaban cada día más, del otro lado nuestros propios oficiales a quienes les encantaba ejecutar desertores.
Por eso, elegir el momento preciso era decisivo. Al oír el primer tanque Sherman en la distancia me agaché y me puse a correr. En un bosque cercano encontré mi pequeño escondite, me despojé de mi uniforme y nuevamente me convertí en civil.
Caminé la noche entera y cuando llegué temprano en la mañana a mi aldea los vi arribar: una procesión sin fin de vehículos blindados, artillería, camiones y jeeps. Los hombres parecían extraterrestres. Estaban bien alimentados, sus pantalones caqui estaban limpios y pulcros y su actitud era supremamente despreocupada. Saludando a los campesinos boquiabiertos con un movimiento casual de cabeza saltaron de sus máquinas y prendieron una fogata en la plaza de la aldea. Algunos de ellos eran gigantes negros y masticaban una sustancia desconocida en nuestra parte del mundo: sabía a menta. Una vez sentados alrededor de la fogata me asombraron totalmente cuando empezaron a leer lo que parecían libros infantiles. Vencido por mi curiosidad empecé a hablar con ellos en el inglés rudimentario de un niño de escuela. Se rieron y me regalaron mi primer comics.
Sucedió que yo era la única persona en la aldea que tenía un leve dominio del idioma y al cabo de una semana me había establecido más o menos como intérprete oficial. Fue mucho después que me di cuenta que habían actuado en contra de sus órdenes. En el primer día de ocupación habían ignorado la disciplina militar y empezaron a asociarse con el enemigo.
La pasé maravillosamente. Desde que tenía uso de razón siempre había existido alguien que me mandaba, gritando órdenes: maestros, porteros, jefes de partido y sargentos. De la noche a la mañana todas estas autoridades habían desaparecido. Fue un alivio tremendo. De hecho, existía algo que se llamaba el gobierno militar, pero esto era una abstracción, una entidad invisible en ciudades lejanas y fuera de nuestro alcance. Todo movimiento civil por carreteras o ferrocarriles hacía mucho tiempo que había cesado. Los periódicos alemanes no existían. Yo tenía suerte pues podía coger fascinantes trocitos de información del boletín de noticias del ejército, un diario que se llamaba Stars and stripes. Quedaba claro que existía un inmenso mundo afuera que para mí era desconocido y su nombre era Estados Unidos.
Con el tiempo hice dos descubrimientos más. Un día el capitán McCann, nuestro comandante local, me dio un paquete con el tamaño y forma de un ladrillo. Estaba envuelto en un papel de seda que negaba toda pista a su contenido. Cuando lo abrí encontré una multitud de objetos fascinantes apretadamente empacados: una pequeña lata que en la parte inferior tenía conectada un abridor ingenioso (adentro descubrí una extraña variedad de jamonada que se llamaba spam). Al lado, un papel de aluminio que contenía un polvo amargo y pardo que respondía a un nombre igualmente extraño, Nescafé. Alrededor cuadritos de azúcar individualmente envueltos, una bolsa de leche en polvo, aspirinas, una latica de piña dulce, fósforos, servilletas, papel sanitario y lo más interesante un condón y un tubo de crema antibiótica para curar o prevenir infecciones contagiosas.
Todas estas cosas estaban organizadas y arregladas de manera muy curiosa. El paquete entero se llamaba C-ration. Contenía todo lo que le podía hacer falta a un soldado lejos de casa, sin excluir lo que a mis ojos eran los lujos más extravagantes. Me quedó claro que una nación capaz de tal previsión era invencible.
Mi próxima sorpresa fue todavía más asombrosa. El capitán McCann había establecido sus oficinas en una casa en las afueras de la aldea. Yo me pasaba el día alrededor de su oficina y un día me di cuenta de una caja llena de libros en un rincón. Alguien al otro lado del atlántico había pensado en las necesidades intelectuales de los soldados y abasteció a las fuerzas de expedición americanas con una variedad de literatura mundial absolutamente gratis. Toma lo que quieras, me dijo el capitán McCann.
Loco por algo que leer no me pude controlar. Llegué a mi casa cargado de libros. Mi tesoro era una mezcla loca de thrillers, clásicos, policíacos y filosofía. Me bañé en Somerset Maughan y Hemingway, Louis Bromfield y Thoreau. Me acuerdo de un volumen gris y grueso compilado por un riguroso académico americano que se llamaba Louis Untermeyer. Su antología de poesía americana abrió caminos en mi mente fértil. Alguien en Washington tiene que haber decidido que las tropas estaban ansiosas por leer a Williams Carlos Williams, T. S. Eliot, Marianne Moore y Wallace Stevens, aunque Ezra Pound, creo, estaba fuera de los límites del ejército. No estoy seguro si muchos de estos soldados compartían estos intereses. Pero el envío entero era otra señal de generosidad, y otra prueba de la superioridad americana.
Al fondo del montón encontré unos cuantos libros de autores alemanes: Arco de triunfo de Erich Maria Remarque, un best-sellers hace tiempo olvidado, La montaña mágica de Thomas Mann y El proceso, escrito por alguien de quién jamás había escuchado, Franz Kafka. Entre todos hicieron que mi lectura fuera intensa incluso en inglés. Después del largo apagón cultural de la Alemania Nazi, esta literatura mundial, enviada por toneladas desde Estados Unidos y distribuida gratis, fue una fuente inolvidable de iluminación en el clima poco prometedor y deprimente de la Alemania post-guerra.
Después de unos años mi país volvió a una normalidad insegura. Montones de billetes viejos fueron cambiados por el nuevo dinero impreso en Estados Unidos. Como si fuera un milagro, de la noche a la mañana las vidrieras se llenaron con zapatos, salchichas, destornilladores, manzanas. En una locura de reconstrucción se repararon techos, se limpiaron los escombros de las calles y las vías ferroviarias fueron reparadas. Al mismo tiempo y a la misma increíble velocidad millones de Nazis desaparecieron de la vista. La mayoría se transformaron inmediatamente en demócratas solemnes, construyendo alegremente carreras en el gobierno, el comercio, la enseñanza, el derecho y la medicina. Nadie quería escuchar hablar de lo que cortésmente se llamaba “los años oscuros de Alemania”.
Al poco tiempo la parte occidental del país devino un protectorado americano. Es verdad que también habían tropas inglesas y francesas, pero todo el mundo sabía quién era el verdadero ganador de la guerra. Considerar a los Estados Unidos “una joven nación” es un cliché europeo bastante manido. De todos modos, la supuesta nación adolescente se hizo guardiana de una Alemania decrépita y gastada. Los Estados Unidos asumió la difícil tarea de resocializar nuestra parte del mundo. Esto no era, por supuesto, un gesto de pura benevolencia. El futuro de Alemania estaba determinado por el inicio de la guerra fría. Una nación derrotada jamás ha recibido condiciones más generosas, y nunca han sido tales condiciones menos merecidas.
A pesar de los pobres esfuerzos de los aliados de desnazificación hubo algo tenebroso en nuestra recuperación. Muchos alemanes almacenaban resentimientos silenciosos sobre lo que consideraban un desastre en vez de una liberación. La amnesia era una aflicción común y la antigua manera autoritaria de pensar estaba todavía muy en evidencia.
Muchos de mi generación anhelaban a Estados Unidos, un lugar donde tales resentimientos no existían. En nuestro imaginario era un paraíso de jazz, derechos civiles y moralidad relajada.
Siendo estudiante en una de nuestras anticuadas universidades un día encontré en mi buzón una carta de Washington invitándome a emprender un viaje de seis semanas a través de los Estados Unidos. Cómo fui seleccionado candidato para el programa de intercambio Fullbright no puedo decir, pero sí lo sentí como un pasaporte a la utopía. Me dieron un boleto de avión y un pequeño estipendio. El itinerario era decisión mía, pero la oficina de Washington ofreció ponerme en contacto con cualquier institución que yo quisiera visitar.
Como no podía adquirir un carro decidí comprarme un boleto de ómnibus Greyhound que me permitiera viajar por todo los Estados Unidos. Caminé por los asentamientos improvisados del delta del Mississippi, hablé con físicos y productores de películas y pasé muchísimo tiempo en tristes paradas de autobús, y moteles que parecían prostíbulos de mala muerte. Mi falta de dinero me ofreció cierto entendimiento del sistema económico de clases de Estados Unidos. El autobús Greyhound servía a una clientela de marineros sin barco, soldados desmovilizados, prostitutas y otros perdedores.
Encontré a todos desde oficiales de gobierno hasta el último vagabundo increíblemente dispuestos a conversar, sinceros y serviciales. El único problema ocurrió cuando me senté en el asiento trasero de un autobús en Alabama. Fui gentilmente conducido por una viejita negra a un asiento de alante. Después me encontré en una parada sentado bajo un rótulo que decía SÓLO PARA BLANCOS.
El país inmenso que me había propuesto conocer era exótico más allá de mis más enloquecidos sueños.
A menudo me sentía perdido como una persona en un cuadro de Hopper. Los nativos parecían suficientemente amables, más que la mayoría de los europeos, y sin embargo me afligía una penetrante aura de soledad.
Otro aspecto desconcertante era la rara discrepancia entre imagen y realidad. En ese entonces Europa todavía era una región subdesarrollada en términos de propaganda comercial y relaciones públicas. En Estados Unidos las promesas hechas por anuncios y rótulos de neón me parecían estar lejos de ser cumplidas. La más pésima cafetería en la zona más mala de la ciudad proclamaba que únicamente aquí se podían degustar “las albóndigas mundialmente famosas de Arthur”. Similares afirmaciones fantásticas se hacían a favor de cremas de afeitar, moteles, clubes nocturnos y hasta estados enteros. Nadie me parecía molesto por la insuperable brecha entre promesa y realidad. Me costó muchísimo tiempo y esfuerzo aprender la gramática de representación que dominaba en esta estrafalaria civilización.
Y cuando por fin llegué a Hollywood otro shock me esperaba. Recibí gratis unas entradas a un programa de televisión en vivo. Para un estudiante alemán en 1953 era una atracción sensacional. Nunca antes había visto a un cómico en acción, y confieso que la mayoría de sus chistes los perdí. Pero lo que de verdad me desconcertó eran dos señales que a cada rato destellaban con sus mensajes para la audiencia, pidiéndonos reír o aplaudir.
Las dos instrucciones fueron fielmente cumplidas. Hoy en día aunque tal arreglo se ha hecho común en el mundo civilizado, sigue siendo un enigma de obediencia que nunca he podido resolver.
Y así, cuando volví a casa ante la envidia de todos mis amigos, tuve que confesar que mi primera aventura americana había sido un glorioso fracaso —podía admirar a esa improbable tierra de promesas, preocuparme por ella, soñar con ella, pero entenderla quedaba más allá de mis posibilidades.
Uno de los hechos sobresalientes de la vida en la Alemania de los nazis era que simplemente no podíamos salir. Viajar al extranjero era un privilegio desconocido para personas ordinarias. A este respecto Alemania a finales de los treinta era como la Unión Soviética: un espacio autocontenido y claustrofóbico que le ofrecía a la gente mayor que yo una sola salida: la invasión y el saqueo de sus vecinos europeos.
Me acuerdo que me preguntaba si América era real. A mí me sonaba a ficción, algo extraído de un libro para niños. A cada rato nuestros vacíos periódicos intentaban convencer a sus lectores que los Estados Unidos era dirigido por plutócratas. Los representaban con tabacos grandes metidos en sus bocas, y sombreros de copa en sus cabezas. No era fácil creer que tales personas en verdad existiesen. Se parecían a los igualmente inverosímiles judíos cuyas caricaturas aparecían sobre una pizarra en mi escuela primaria. Jamás habíamos visto a nadie que se pareciese remotamente a ellos en la vida real.
Cuando Hitler declaró la guerra contra los Estados Unidos yo estaba probablemente muy ocupado con un examen de latín para darme cuenta. A causa de la guerra mi familia se había trasladado a una aldea en Bavaria. Ir a la escuela era una molestia. Cada día a las cinco de la mañana teníamos que montar un tren que nos llevaba a un pueblo que se jactaba de un gymnasium. A finales de 1944 la vía ferroviaria fue bombardeada y todo viaje suspendido. De manera que estábamos obligados a caminar alrededor de siete millas ida y vuelta hacia la escuela, un viaje diario que al poco tiempo se hizo insoportable.
En esta carretera tuve mi primer contacto directo con América, una experiencia que sosegó cualquier duda sobre su existencia. Era un brillante día de otoño cuando de repente un cazabombardero descendió rugiendo sobre nosotros. Éramos tres niños de quince años y teníamos buenos reflejos. De inmediato buscamos refugio en una zanja al lado de la carretera. Me acuerdo claramente de las minúsculas nubes de polvo que se levantaban frente a mí cuando las balas impactaban contra tierra, y una fracción de segundos luego los martillazos de una ametralladora. Por poco nos matan. Cuando el avión pasó miramos hacia arriba y le vimos brillar en el cielo. Creo que fue un Mustang. Podíamos distinguir las estrellas en sus alas y hasta al piloto en su cabina. De todos modos el avión volteó y vino hacia nosotros, pero como no ofrecíamos un buen blanco nos pasó majestuosamente por arriba sin disparar nuevamente. Cuando se había ido nos levantamos y bailamos en la carretera. Resultaba extraña pero fue una experiencia absolutamente excitante.
Medio año después fui movilizado para defender Alemania. Me dieron un uniforme verdoso hecho de una celulosa que picaba, una pistola y una bazooka. Hace tiempo los aliados habían cruzado el Rhin. Junto a otros treinta muchachos fui estacionado en un cruce a unas veinte millas de nuestra aldea. Supuestamente debíamos salvar al Reich, que consistía en un vasto montón de escombros, con nuestros disparos contra los tanques americanos avanzando. Bajo las circunstancias no veía el sentido de jugar al héroe. Me preparé cuidadosamente, llevando un buen mapa y mucha ropa civil que escondí en unos cuantos lugares estratégicos. Era arriesgado pues habían unas cuantas gentes dispuestas a matarte: de un lado los ejércitos de los aliados avanzaban cada día más, del otro lado nuestros propios oficiales a quienes les encantaba ejecutar desertores.
Por eso, elegir el momento preciso era decisivo. Al oír el primer tanque Sherman en la distancia me agaché y me puse a correr. En un bosque cercano encontré mi pequeño escondite, me despojé de mi uniforme y nuevamente me convertí en civil.
Caminé la noche entera y cuando llegué temprano en la mañana a mi aldea los vi arribar: una procesión sin fin de vehículos blindados, artillería, camiones y jeeps. Los hombres parecían extraterrestres. Estaban bien alimentados, sus pantalones caqui estaban limpios y pulcros y su actitud era supremamente despreocupada. Saludando a los campesinos boquiabiertos con un movimiento casual de cabeza saltaron de sus máquinas y prendieron una fogata en la plaza de la aldea. Algunos de ellos eran gigantes negros y masticaban una sustancia desconocida en nuestra parte del mundo: sabía a menta. Una vez sentados alrededor de la fogata me asombraron totalmente cuando empezaron a leer lo que parecían libros infantiles. Vencido por mi curiosidad empecé a hablar con ellos en el inglés rudimentario de un niño de escuela. Se rieron y me regalaron mi primer comics.
Sucedió que yo era la única persona en la aldea que tenía un leve dominio del idioma y al cabo de una semana me había establecido más o menos como intérprete oficial. Fue mucho después que me di cuenta que habían actuado en contra de sus órdenes. En el primer día de ocupación habían ignorado la disciplina militar y empezaron a asociarse con el enemigo.
La pasé maravillosamente. Desde que tenía uso de razón siempre había existido alguien que me mandaba, gritando órdenes: maestros, porteros, jefes de partido y sargentos. De la noche a la mañana todas estas autoridades habían desaparecido. Fue un alivio tremendo. De hecho, existía algo que se llamaba el gobierno militar, pero esto era una abstracción, una entidad invisible en ciudades lejanas y fuera de nuestro alcance. Todo movimiento civil por carreteras o ferrocarriles hacía mucho tiempo que había cesado. Los periódicos alemanes no existían. Yo tenía suerte pues podía coger fascinantes trocitos de información del boletín de noticias del ejército, un diario que se llamaba Stars and stripes. Quedaba claro que existía un inmenso mundo afuera que para mí era desconocido y su nombre era Estados Unidos.
Con el tiempo hice dos descubrimientos más. Un día el capitán McCann, nuestro comandante local, me dio un paquete con el tamaño y forma de un ladrillo. Estaba envuelto en un papel de seda que negaba toda pista a su contenido. Cuando lo abrí encontré una multitud de objetos fascinantes apretadamente empacados: una pequeña lata que en la parte inferior tenía conectada un abridor ingenioso (adentro descubrí una extraña variedad de jamonada que se llamaba spam). Al lado, un papel de aluminio que contenía un polvo amargo y pardo que respondía a un nombre igualmente extraño, Nescafé. Alrededor cuadritos de azúcar individualmente envueltos, una bolsa de leche en polvo, aspirinas, una latica de piña dulce, fósforos, servilletas, papel sanitario y lo más interesante un condón y un tubo de crema antibiótica para curar o prevenir infecciones contagiosas.
Todas estas cosas estaban organizadas y arregladas de manera muy curiosa. El paquete entero se llamaba C-ration. Contenía todo lo que le podía hacer falta a un soldado lejos de casa, sin excluir lo que a mis ojos eran los lujos más extravagantes. Me quedó claro que una nación capaz de tal previsión era invencible.
Mi próxima sorpresa fue todavía más asombrosa. El capitán McCann había establecido sus oficinas en una casa en las afueras de la aldea. Yo me pasaba el día alrededor de su oficina y un día me di cuenta de una caja llena de libros en un rincón. Alguien al otro lado del atlántico había pensado en las necesidades intelectuales de los soldados y abasteció a las fuerzas de expedición americanas con una variedad de literatura mundial absolutamente gratis. Toma lo que quieras, me dijo el capitán McCann.
Loco por algo que leer no me pude controlar. Llegué a mi casa cargado de libros. Mi tesoro era una mezcla loca de thrillers, clásicos, policíacos y filosofía. Me bañé en Somerset Maughan y Hemingway, Louis Bromfield y Thoreau. Me acuerdo de un volumen gris y grueso compilado por un riguroso académico americano que se llamaba Louis Untermeyer. Su antología de poesía americana abrió caminos en mi mente fértil. Alguien en Washington tiene que haber decidido que las tropas estaban ansiosas por leer a Williams Carlos Williams, T. S. Eliot, Marianne Moore y Wallace Stevens, aunque Ezra Pound, creo, estaba fuera de los límites del ejército. No estoy seguro si muchos de estos soldados compartían estos intereses. Pero el envío entero era otra señal de generosidad, y otra prueba de la superioridad americana.
Al fondo del montón encontré unos cuantos libros de autores alemanes: Arco de triunfo de Erich Maria Remarque, un best-sellers hace tiempo olvidado, La montaña mágica de Thomas Mann y El proceso, escrito por alguien de quién jamás había escuchado, Franz Kafka. Entre todos hicieron que mi lectura fuera intensa incluso en inglés. Después del largo apagón cultural de la Alemania Nazi, esta literatura mundial, enviada por toneladas desde Estados Unidos y distribuida gratis, fue una fuente inolvidable de iluminación en el clima poco prometedor y deprimente de la Alemania post-guerra.
Después de unos años mi país volvió a una normalidad insegura. Montones de billetes viejos fueron cambiados por el nuevo dinero impreso en Estados Unidos. Como si fuera un milagro, de la noche a la mañana las vidrieras se llenaron con zapatos, salchichas, destornilladores, manzanas. En una locura de reconstrucción se repararon techos, se limpiaron los escombros de las calles y las vías ferroviarias fueron reparadas. Al mismo tiempo y a la misma increíble velocidad millones de Nazis desaparecieron de la vista. La mayoría se transformaron inmediatamente en demócratas solemnes, construyendo alegremente carreras en el gobierno, el comercio, la enseñanza, el derecho y la medicina. Nadie quería escuchar hablar de lo que cortésmente se llamaba “los años oscuros de Alemania”.
Al poco tiempo la parte occidental del país devino un protectorado americano. Es verdad que también habían tropas inglesas y francesas, pero todo el mundo sabía quién era el verdadero ganador de la guerra. Considerar a los Estados Unidos “una joven nación” es un cliché europeo bastante manido. De todos modos, la supuesta nación adolescente se hizo guardiana de una Alemania decrépita y gastada. Los Estados Unidos asumió la difícil tarea de resocializar nuestra parte del mundo. Esto no era, por supuesto, un gesto de pura benevolencia. El futuro de Alemania estaba determinado por el inicio de la guerra fría. Una nación derrotada jamás ha recibido condiciones más generosas, y nunca han sido tales condiciones menos merecidas.
A pesar de los pobres esfuerzos de los aliados de desnazificación hubo algo tenebroso en nuestra recuperación. Muchos alemanes almacenaban resentimientos silenciosos sobre lo que consideraban un desastre en vez de una liberación. La amnesia era una aflicción común y la antigua manera autoritaria de pensar estaba todavía muy en evidencia.
Muchos de mi generación anhelaban a Estados Unidos, un lugar donde tales resentimientos no existían. En nuestro imaginario era un paraíso de jazz, derechos civiles y moralidad relajada.
Siendo estudiante en una de nuestras anticuadas universidades un día encontré en mi buzón una carta de Washington invitándome a emprender un viaje de seis semanas a través de los Estados Unidos. Cómo fui seleccionado candidato para el programa de intercambio Fullbright no puedo decir, pero sí lo sentí como un pasaporte a la utopía. Me dieron un boleto de avión y un pequeño estipendio. El itinerario era decisión mía, pero la oficina de Washington ofreció ponerme en contacto con cualquier institución que yo quisiera visitar.
Como no podía adquirir un carro decidí comprarme un boleto de ómnibus Greyhound que me permitiera viajar por todo los Estados Unidos. Caminé por los asentamientos improvisados del delta del Mississippi, hablé con físicos y productores de películas y pasé muchísimo tiempo en tristes paradas de autobús, y moteles que parecían prostíbulos de mala muerte. Mi falta de dinero me ofreció cierto entendimiento del sistema económico de clases de Estados Unidos. El autobús Greyhound servía a una clientela de marineros sin barco, soldados desmovilizados, prostitutas y otros perdedores.
Encontré a todos desde oficiales de gobierno hasta el último vagabundo increíblemente dispuestos a conversar, sinceros y serviciales. El único problema ocurrió cuando me senté en el asiento trasero de un autobús en Alabama. Fui gentilmente conducido por una viejita negra a un asiento de alante. Después me encontré en una parada sentado bajo un rótulo que decía SÓLO PARA BLANCOS.
El país inmenso que me había propuesto conocer era exótico más allá de mis más enloquecidos sueños.
A menudo me sentía perdido como una persona en un cuadro de Hopper. Los nativos parecían suficientemente amables, más que la mayoría de los europeos, y sin embargo me afligía una penetrante aura de soledad.
Otro aspecto desconcertante era la rara discrepancia entre imagen y realidad. En ese entonces Europa todavía era una región subdesarrollada en términos de propaganda comercial y relaciones públicas. En Estados Unidos las promesas hechas por anuncios y rótulos de neón me parecían estar lejos de ser cumplidas. La más pésima cafetería en la zona más mala de la ciudad proclamaba que únicamente aquí se podían degustar “las albóndigas mundialmente famosas de Arthur”. Similares afirmaciones fantásticas se hacían a favor de cremas de afeitar, moteles, clubes nocturnos y hasta estados enteros. Nadie me parecía molesto por la insuperable brecha entre promesa y realidad. Me costó muchísimo tiempo y esfuerzo aprender la gramática de representación que dominaba en esta estrafalaria civilización.
Y cuando por fin llegué a Hollywood otro shock me esperaba. Recibí gratis unas entradas a un programa de televisión en vivo. Para un estudiante alemán en 1953 era una atracción sensacional. Nunca antes había visto a un cómico en acción, y confieso que la mayoría de sus chistes los perdí. Pero lo que de verdad me desconcertó eran dos señales que a cada rato destellaban con sus mensajes para la audiencia, pidiéndonos reír o aplaudir.
Las dos instrucciones fueron fielmente cumplidas. Hoy en día aunque tal arreglo se ha hecho común en el mundo civilizado, sigue siendo un enigma de obediencia que nunca he podido resolver.
Y así, cuando volví a casa ante la envidia de todos mis amigos, tuve que confesar que mi primera aventura americana había sido un glorioso fracaso —podía admirar a esa improbable tierra de promesas, preocuparme por ella, soñar con ella, pero entenderla quedaba más allá de mis posibilidades.