Claudio Magris
publicado en cacharro(s) 6-7 (y medio), junio-diciembre de 2004
traducción del escritor Atilio Caballero.
traducción del escritor Atilio Caballero.
Se cuenta que Platón, al convertirse en discípulo de Sócrates, haya quemado una tragedia que había apenas terminado de escribir. No lo hace porque esté realmente insatisfecho del valor poético de la obra, con la que incluso se había propuesto, como recuerda Diógenes Laercio, participar en uno de los más importantes certámenes literarios de Atenas. De Platón a Kafka -el cual, antes de morir, había encargado a su amigo Max Brod que destruyera sus obras inéditas, entre ellas El proceso y El castillo-, el gesto del gran escritor que destina sus propios libros al fuego no nace nunca de una valoración literaria, sino de razones más profundas. Platón destruye su tragedia -y las otras que se supone haya escrito- cuando se convierte en discípulo de Sócrates y se consagra a la filosofía, a la búsqueda de la verdad, algo que le parece incompatible con la literatura -incluso con aquella más alta y más amada por él, como Homero y los grandes trágicos, que en un famoso capítulo de La República son excluidos del Estado ideal y de la formación espiritual del ideal ciudadano de este Estado.
La sentencia platónica es inaceptable porque, si fuese llevada a efecto, llevaría al totalitarismo, al poder absoluto de un Estado que no tolera expresiones diferentes de su modelo de valores, violentando al individuo y su derecho a la diversidad. Pero para rechazar la condena platónica de la literatura -y del arte en general- es necesario ajustar cuentas a fondo con ella y con su verdad más peligrosa y torcida, que de ser ignorada hace imposible rendir justicia a la literatura, menospreciar y al mismo tiempo reconocer su seducción, apresar su tiránica y liberatoria ambigüedad y por tanto el significado que esta tiene para la vida del ser humano y para la formación de su personalidad.
Un doble estigma, según Platón, justifica esta exclusión de la literatura. Por un lado, ella muestra, sin ofrecer un explícito juicio moral, el absurdo y la injusticia de la vida, el abismo de dolor que golpea al inocente y la felicidad que sonríe al malvado, la perfidia de los mismos dioses -seductores, pero no ejemplos de bondad y justicia; más bien celosos, envidiosos, ávidos, vengativos y violentos- que inducen a los hombres a la culpa y los castigan luego de haberlos impelido a expiar aquellas culpas. Hay belleza en el arte, pero esta, nos recuerda Gadamer, no siempre es, como según Platón debería ser, la manifestación del Bien y de la Verdad.
Lejos de ofrecer modelos de vida que eduquen al hombre en la virtud, el arte puede resultar cómplice con la injusticia y la violencia que reinan en el mundo. No es sólo ficticia mímesis, copia de aquella engañosa e imperfecta realidad sensible que para Platón, a su vez, es sólo una copia de la Idea, única realidad verdadera. En el arte el individuo da voz a sus propios sentimientos, y de esta manera termina frecuentemente coqueteando con el propio egoísmo, por mimar con complacencia las miserias, las contradicciones y la banalidad de su estado de ánimo, por perdonar las propias debilidades y encerrarse en el propio narcisismo.
Todo ello convierte al arte en algo nocivo para la formación del individuo -al menos para Platón, que sin embargo ha amado como pocos su encanto, su fuerza arrasadora y transformadora, su capacidad de ver tanto los demonios como los dioses, su “divina manía”, que él mismo celebra en su diálogo Ion, dedicado a un aedo. Es posible entender esta contradicción platónica en términos teóricos, pero para comprenderla en toda su viva realidad, para entender su nacimiento y la forma en que él la vivió, es necesario el arte, la literatura. La filosofía y la religión formulan las verdades, la historia afirma los hechos, pero, como advierte Manzoni, solo la literatura -el arte en general- dice cómo y por qué los hombres viven aquellas verdades y aquellos hechos; cómo, en la vida de los individuos, los valores universales que estos profesan se mezclan con las cosas pequeñas, mínimas e ínfimas con las que está concretamente entretejida su propia existencia; como las verdades filosóficas, religiosas o políticas se entrelazan con las esperanzas y los temores de los hombres, con sus deseos, senectud y muerte. Si Dios se hace hombre, es la literatura quien puede contar esta encarnación, mostrando el absoluto en los gestos cotidianos.
Es la literatura quien puede salvar estas pequeñas historias, iluminar la relación entre la verdad y la vida, entre el misterio y la cotidianeidad, entre el simple individuo y la Babel de su época. Es la “novela de formación”, que florece entre los siglos XVIII y XIX no sólo aunque sobretodo en Alemania, que cuenta, por ejemplo, si es posible y cómo que un individuo, creciendo en contacto con una sociedad cada vez más compleja y laberíntica, forme armoniosamente su propia personalidad, desarrollándola en todas sus potencialidades latentes, o por el contrario venga triturado por el férreo mecanismo del mundo o se inserte en su engranaje pero pagando un alto precio, sacrificando su múltiple riqueza interior, renunciando a sus sueños, pasiones, proyectos y encogiéndose hasta convertirse en un mero instrumento de ese mismo engranaje.
La historia habla de los sucesos, la sociología describe los procesos, la estadística proporciona los números, pero es la literatura quien nos permite tocar con la mano allí donde éstos toman cuerpo y sangre en la existencia de los hombres. Sabemos qué ha sido la Francia de la Restauración y qué cosa es la metrópoli contemporánea gracias a las tentaculares novelas de Balzac, que nos hablan de cómo los hombres han amado, deseado o mentido, y gracias también a novelas como Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin u otras obras de vanguardia, en las que la complejidad, la organización, la desconexión y el caleidoscopio de la vida metropolitana vienen a ser un montaje y collage narrativo, estilo y aliento de la narración. Es por esto que Sciacia ha podido decir que “nada de sí ni del mundo sabe la generalidad de los hombres si la literatura no se lo enseña”.
La literatura, y en particular la novela, o mejor la épica moderna, es mímesis de la realidad, de su hormigueo impuro y fugaz, de su caótica caducidad. Ella se asemeja a un periódico y por momentos a un periodicucho de la vida, en su cotidianeidad baja y disolvente; Dostoievski o Dickens -aunque también Dante y la Biblia- son cronistas de lo efímero, sobre el que proyectan una luz de lo eterno, violenta como un reflector que saja la noche o la linternita de bolsillo de un detective en un lugar tenebroso. Puede haber salvación en este descenso a los infiernos, la piedad de quien se relaciona con el lodo de la existencia para asumirlo sobre él como un mesías afligido, y también complicidad, la complacencia en la miseria antes que la esperanza de aliviarla.
En su fidelidad al fluir legamoso de los acontecimientos, la literatura es también un sismógrafo de los acontecimientos políticos, que en el caos de su inmediatez generalmente no dejan entrever sus propias lógicas y significados. Carlo Bo, rememorando los momentos más confusos y dramáticos de la reciente historia italiana, decía que estos turbulentos y convulsos sucesos parecían estar a la espera de un narrador que les diese forma y figura. En su ensayo Literatura bastarda -la relación entre narrativa, periodismo y crónica informativa-, Claudio Marabini, recordando que literatura significa sobre todo “meterse lo más posible en el pellejo de los otros”, observa como la sangrienta confusión de los últimos decenios y años de nuestra vida social -el asesinato de Aldo Moro, la muerte de Calvi, Tangentopoli y tantos otros acontecimientos ora luctuosos ora tragicómicos- sea el material de un gigantesco, laberíntico folletín que espera por su narrador. Tal vez cuando tengamos -si la tenemos- esta gran novela, podremos saber qué ha sido esta Italia, de la que ninguno -ni siquiera quien ha vivido de cerca estos sucesos, incluso en el ojo del ciclón- logra ver su verdadero rostro.
Tal vez nunca como en nuestra época la literatura ha reclamado y fomentado tanto una función cognoscitiva: en el período entre finales del XIX y los años treinta -el gran período cultural del Novecientos, hasta el momento la frontera más avanzada alcanzada por la literatura- escritores como Musil, Joyce, Kafka, Svevo, Mann, Broch, Faulkner y otros han reclamado a la narrativa este conocimiento del mundo que el enorme desarrollo de las ciencias no permitía que se le fuese confiado, porque ellas, con la extrema especialización que convertía a cada una en algo casi inaccesible a los cultores de todas las otras y más todavía al hombre medio, habían fragmentado cualquier sentido de unidad del mundo. Sólo una novela que asuma estas problemáticas científicas, mostrando el modo en que los hombres han vivido y viven estas transformaciones, podría captar el sentido de la realidad y de su disolución, consentida aunque profundizada y dominada en las mismas formas experimentales del narrar, en la disgregación y recreación de las estructuras narrativas.
Hoy la literatura tiene un nuevo reto, que nace de su diferencia respecto a la ciencia y de la distancia entre el conocimiento científico y la posibilidad de que este entre en el patrimonio cultural común. Durante siglos los descubrimientos científicos -de Galileo o de Newton, por ejemplo, tal vez incluso los de Einstein- entraban, aunque fuese de manera aproximativa e imperfecta, en la mente del hombre, incluso de aquél que carecía de una preparación especializada, e influían en su modo de ver y percibir el mundo, y por tanto -para el escritor, el artista- de representarlo. Con la mecánica cuántica -y no sólo con ella- parece haberse abierto un abismo entre la ciencia y la comprensión (y por consiguiente la fantasía, la sensibilidad), incluso superficial, por parte de los no entendidos.
La ciencia contemporánea -según algunos el proceso comenzó con Galileo- parece haber reducido la evidencia sensible, presente durante siglos en el conocimiento de la naturaleza, a favor de una inevitable y creciente abstracción que parece imposible trasladar a la fantasía, convertir en imagen y metáfora, poner en concordancia con la vida. De este modo la ciencia no parece influir sobre la percepción y la representación, mental y artística, del mundo; paradójicamente, por tanto, el saber científico -un saber fuerte que domina el mundo- no logra convertirse en cultura, salir de su especializado ámbito, incidir sobre el sentir de los hombres. El descubrimiento del DNA -capaz de alterar radicalmente la realidad y los valores- es, a grandes rasgos, aprehensible, pero la mecánica cuántica se manifiesta sobre otra realidad, donde entran en vigor otras leyes y sobre todo otras lógicas, refractarias a las categorías de nuestro razonamiento y de nuestra sensibilidad.
Esto no quiere decir que el universo deba estar organizado conforme a leyes correspondientes a las estructuras de la mente y la percepción humana; transformar en metáfora poética los conocimientos cada vez más abstractos de una naturaleza indefinible es el arduo desafío cultural que hoy enfrenta la literatura.
La literatura defiende lo particular, lo individual, las cosas, los colores, los sentidos y lo sensible contra la falsedad universal del reclutamiento y la homogeneización de los hombres y contra la abstracción que los esteriliza. A la Historia, que pretende encarnar e instituir lo universal, la literatura contrapone todo aquello que ha quedado al margen del acontecer histórico, dando voz y memoria a lo que ha sido rechazado, excluido, destruido y cancelado en la carrera del progreso. La literatura defiende lo particular y lo descartado contra la norma y los procedimientos; ella recuerda que la totalidad del mundo está quebrantada y que ninguna restauración puede simular la reconstrucción de una imagen armónica y unitaria de la realidad, que sería falsa.
La poesía de los modernos -escribe August Wilhelm Schlegel, fundador del Romanticismo- es la nostalgia de una imposible totalidad del vivir y por tanto expresa el vacío, la ausencia, lo inconcluso de la vida y de la representación que quiere serle fiel, sin ceder a la tentación de adornarla retóricamente, como si todo fuese fácil y estuviera bien. Gran parte de la literatura contemporánea es todavía romántica, en el sentido en que el romanticismo ha estado -señala Giuseppe Bevilacqua- soñando la utópica redención global de la sociedad y de la vida y -desilusionado del fracaso de la revolución, que por reacción induce a muchos románticos a afiliarse políticamente en posiciones conservadoras y retrógradas- en confiar a la poesía la tarea, por otro lado imposible, de realizar un absoluto poético-existencial (la verdadera vida, el vivir poéticamente) en una sociedad que, cuanto más perfecta se quiere, tanto más sofocante e invivible parece.
El arte moderno ha asumido sobre sí, en su misma estructura formal, la disonancia de la condición humana y ha rechazado cualquier adulación artística, sintiéndola falsa respecto a la existencia como falsa sería una bruñida estatua neoclásica de la Victoria alzada para, después de Auschwitz, celebrar la derrota del nazismo. No sólo las obras más arduas y difíciles, como las de Joyce y Beckett, sino también aquellas aparentemente más accesibles pero al mismo tiempo radicales en su representación de la nada y el desencanto, como La educación sentimental de Flaubert, han rechazado toda profesión retórica de noble y fácil humanidad. La literatura que dice la verdad más radical sobre la condición existencial e histórica es aquella del rechazo y la negación, que pone el acento sobre el malestar de la civilización y sobre la misma laceración del yo individual, ya no más Su Majestad el yo que emite actas gubernamentales, sino un yo cada vez más escindido y fragmentado, reducido a un efímero y oscilante punto de encuentro de sucesos y sensaciones, poco más que ese sedimento dejado por una tradición y una historia evaporadas.
El escribano Bartleby, el inmortal protagonista del relato homónimo de Melville, a cada pregunta, orden expresa u ofrecimiento responde: “Preferiría no hacerlo”. En este perseverante y extremo no, similar a la renuncia de los personajes kafkianos, hay un amor más profundo por la vida que cualquier fácil consenso, un amor que se expresa en la soledad, en el silencio, en una anarquía tanto más radical cuanto más tímida y renuente. La ironía también puede revelar el abismo, como la leve, demoníaca y vertiginosa ironía de Svevo, una de las miradas más inexorables dirigidas a la Medusa. Hoy más que nunca, el sentido de la literatura es el liberarse de ídolos falsos, de todo aquello que pretende falsamente reemplazar los valores auténticos. Como dicen los célebres versos de Eugenio Montale: “De eso hoy sólo podemos decirte / lo que no somos, lo que no queremos”. Para la literatura vale lo dicho en los Evangelios a propósito de la palabra de Cristo: también ella trae la espada, no la paz; ha venido a dividir al hijo del padre y al hermano del hermano, a esparcir inquietud, a poner en duda todo orden social y político. Botero, el teórico de la Razón de Estado, decía que las letras no son de utilidad para el Príncipe -o sea el Estado- porque inducen a la melancolía. Acto de comunicación y por tanto acto social por excelencia, la literatura posee también un irreductible núcleo antisocial, como bien sabía Platón: con frecuencia políticamente comprometida, la literatura es también sabotaje de todo proyecto político.
En su rechazo la literatura puede expresar un apasionado sí a la cálida vida, como la llamaba Saba. Ella también es liberatoria porque está libre del principio de no contradicción; puede expresar verdades antagónicas porque no formula juicios teoréticos, ni mucho menos proclama ideologías, más bien revela experiencias y por tanto puede manifestar la fe en Dios y al mismo tiempo su negación, porque cada individuo, en la odisea de su vida, puede tener ambas vivencias y la literatura habla de esta experiencia, sin dejarse aferrar por la formulación de un credo. En los relatos de Isaac B. Singer encontramos la epifanía de la fe junto a aquella de la nada más radical sin que sea posible saber si Singer sea o no creyente.
Todo escritor conoce bien, advierte físicamente la diferencia que existe entre lo que él escribe en propio, para expresar una posición o un juicio particular, y lo que él dice cuando habla a través de sus personajes o sus lugares, escuchando lo que ellos le sugieren y que tal vez hasta ese momento ignoraba poseer dentro de sí. En la literatura todo es metáfora, algo que dice algo de otra cosa; un no puede ser un sí y esta es su libertad, su ángulo de trescientosesenta grados abierto al mundo. En la literatura no cuentan las respuestas dadas por un escritor, sino más bien las preguntas que hace y que son siempre más amplias que cualquier respuesta satisfactoria o concluyente. Como en la vida, en definitiva, donde las personas que creemos fundamentales en nuestra existencia no son tanto aquellas que comparten nuestras respuestas acerca de las cosas últimas sino más bien aquellas que se hacen nuestras mismas preguntas alrededor de esas cosas.
La literatura posee una propia y férrea necesidad, pero ama el juego. La necesidad suprapersonal traspasa y supera muchas veces el deseo y la voluntad del mismo autor; a veces se quisiera decir algo que está muy cercano a uno pero que el texto rechaza, o bien tachamos algo que ese texto exige. En la fábula El claro de Marisa Madieri, la pequeña Dafne quiere escribir algunos cuentos sobre sus vivencias personales eliminando el episodio donde la serpiente se come al mirlo, que la angustia y turba su encanto por el mundo, pero se percata de que no puede hacerlo.
La literatura todavía ama el juego, la libertad de inventar la vida como el Barón de Münchhausen, de convertir incluso la tragedia en algo ligero como un globo de colores que escapa de la mano y vuela por su cuenta. Los poetas saben esconder la profundidad en la superficie, decía Hofmannsthal, disimular los abismos más inquietantes en la levedad de una sonrisa y lo aparentemente fútil, como sucede en Sterne, de tal modo que podamos sentir todavía de manera más intensa los vértigos de esa oscura vorágine. La literatura inventa el lenguaje, transgrede la gramática y la sintaxis, creando a su vez un orden nuevo; crea palabras, volviendo casi al origen de la vida, como Joao Guimarães Rosa en su Gran Sertón Vereda. Esta airosa libertad es quizás su mayor don.
Hay una irresponsabilidad que la literatura reivindica como un derecho inalienable y que protege de la insoportable seriedad de la vida, de sus deberes y sus agobios, recordando que es necesario ir a la escuela, pero también hacer novillos. La literatura enseña a reír de aquello que se respeta y a respetar aquello de lo que se ríe, como sucede con algunos profesores venerables que son objeto de las bromas, con una afectuosa ironía y autoironía que es lo contrario del áspero y supuesto escarnio. Esta resuelta soltura de la persona es una actitud clásica y el clasicismo libera, como dice un personaje de Fontane, el gran narrador prusiano del XIX, porque da sentido del espesor, de la complejidad, como también del absurdo y de la vanidad de las cosas, enseñando a aceptarlas y amarlas sin idolatría.
Entre las tantas razones que existen para estudiar la literatura y las lenguas clásicas, existe una, y no de las últimas, que constituye la gratuidad de las lenguas muertas, de esos perifrásticos, de esos conjuntivos que parecen no servir para nada y que tal vez por esto mismo ayudan a entender a los hombres con desencantada benevolencia y enseñan, sobre todo, con el orden del lenguaje, la moral adecuada. Muchas marranadas y tonterías nacen cuando se embrolla chapuceramente el lenguaje y se pone el sujeto donde corresponde un acusativo o un complemento al lugar del nominativo, mezclando las cartas y cambiando los roles entre víctimas y culpables, aboliendo distinciones y jerarquías en una fraudulenta acumulación de conceptos y sentimientos que deforma la verdad. Tal vez, si aprendemos la gratuidad de todos aquellos proparossitome y properispomene, o de ese venerable paradigma del verbo hystemi, todo lo demás nos será dado como excedente.
Irresponsabilidad, juego de la literatura. Pero el verdadero juego es algo muy serio: lo saben los niños cuando juegan a policías y ladrones, conscientes de la ficción, aunque con una seriedad y una pasión que más tarde raramente lograrán aplicar a las ficciones aparentemente reales de sus actividades de adultos. Existe incluso un juego árido y estéril, en el que con frecuencia se complacen los literatos, una enmascarada aridez de las palabras que enaltecen los sentimientos, casi una perversa autorización a no participar a la cálida vida en el momento mismo en que se le canta. Todo aquél que ame la literatura debe ajustar cuentas a fondo, como ha aclarado Thomas Mann, con el siempre inminente peligro de que el amor por la palabra se convierta en idolatría, fetichismo. En todo escritor –y no sólo en el esteta ordinario– serpentea la tentación que la tradición, tal vez injustamente, atribuye a Nerón, de preocuparse, cuando Roma arde, más de los versos que lloran el fuego y sus víctimas que de las propias víctimas y su dolor.
Muchos escritores, grandes incluso, que han sabido hablarle al corazón, han revelado tener uno demasiado pequeño y áspero, que se inflama por envidias miserables o afán de reconocimiento más que por el amor o el dolor. Los grandes escritores -dígase Tolstoi o Dostoievski- han sido, no obstante esta misma condición, los primeros a denunciar, incluso en sí mismos, esta mezquindad humana de la literatura. Escribir -un ejercicio ascético y totalizante, que absorbe la atención y la energía de la persona- puede llevar implícito un riesgo de inhumanidad. La escritura busca la vida, pero puede perderla justo porque está por completo concentrada sobre sí misma y su propia búsqueda. En una ocasión, en París, durante una conversación sobre mi libro Danubio, Maurice Nadeau me preguntó si, para mi viajero danubiano, la literatura era un medio para alcanzar el sentido de la vida o un obstáculo en este camino. Después de pensarlo mucho le dije que, si necesariamente debía responder, ella era el 50,001 salvación y 49,999 perdición y que podía ser salvación sólo si se era consciente de su potencial negativo.
Nadie ha entendido como Kafka este nudo inextricable entre el bien y el mal innato a la literatura. El dijo que habría querido ser Amshel, tal como suena su nombre en hebreo, es decir, enraizado en aquella urdimbre de valores y afectos humanos, en aquella plenitud vital y moral que para él representaba el judaísmo. La literatura fue para él la senda que guió esta búsqueda de lo humano, y ella lo enzarzó en esta búsqueda, a la que él terminó por dedicarle toda su energía y su atención, perdiendo la meta al estar totalmente atrapado por el ansia de acertar el verdadero camino. Así, escribe Giuliano Baioni, nunca pudo llegar a ser Amshel, el hombre completo, y se convirtió en Franz Kafka, gran escritor aunque hombre manco y culpable de su perfección literaria, que era, al mismo tiempo, mutilación humana. Pero sin Franz Kafka no sabríamos qué significa ser Amshel, qué significa esa vida que le ha faltado al escritor.
Desde el más grande de los libros, la Odisea, la literatura es un viaje en la vida. La literatura moderna no es un viaje por el mar, si no más bien a través del polvo y la desolación, como el de Don Quijote; a través del desierto, hacia una Tierra Prometida a la que, como Moisés, nunca llegaremos. La literatura no puede ser enrolada por ninguna religión, filosofía o política que proclame estar ya en la Tierra Prometida o de estar a punto de alcanzarla. La literatura, el arte, aún indican el camino hacia la Tierra Prometida, la justa dirección. Es comprensible entonces que los poetas sean expulsados de la República, como inmigrantes abusivos y clandestinos. Pero estos vagabundos, como los nómadas del desierto, son los guías que muestran las pistas para atravesarlo.