patria y globalización, PETER SLOTERDIJK,

revista cacharro(s)

Patria y globalización
Peter Sloterdijk
Peter Sloterdijk
Peter SloterDijK

(Traducción para Cacharro(s) por Álvaro Modigliani.)
expediente 2, sept-octubre de 2003

La palabra Heimat (patria) es parte de un núcleo lingüístico no traducible, propio de la territorialidad de la lengua germana. Aun así, aquello que denomina no debe leerse como una vía específicamente alemana hacia el ser-en-el-mundo. Toda lengua de culturas altamente desarrolladas es capaz de expresar el concepto de "patria" con sus propios medios, aun cuando el matiz sonoro de tales expresiones varíe de país en país y de lengua en lengua.
La razón de esa capacidad común puede hallarse en experiencias análogas del desarrollo cultural. Así, con conceptos como "tierra", "pueblo" y "madre patria", los pueblos (que tras la revolución neolítica comenzaron a cultivar la tierra) caracterizaban el lado positivo de su sedentarismo. En las diferentes expresiones dadas al espacio con el que se habían familiarizado, los pueblos sedentarios articulaban su simbiosis con un suelo que, a la vez que los alimentaba, era el depositario de sus muertos. En las palabras que expresan las ventajas de tener un espacio de residencia propio, esos pueblos manifiestan su patriotismo agrario. Es también por ello que la palabra alemana Heimat (patria) forma parte de una reserva de signos cuya época de validez principal evidentemente ya ha terminado: esto es, el vocabulario guía de la sociedad agraria, con su política y su metafísica.
Quien dice "patria" reclama su derecho de poder florecer, como una planta de segundo orden, por debajo de la vegetación del suelo que habita. El sujeto definido por su referencia a una patria es como un animal que ha hecho suyo el privilegio de las plantas de echar raíces. Claro está que ese animal con raíces representa una imaginaria forma híbrida que, bajo condiciones históricas disímiles, deberá pagar el precio de su imposibilidad biológica. El inicio de ese cambio histórico decisivo lo marcan las grandes doctrinas de la Edad Media asiática y europea, en las que el acento de la existencia humana pasó del arraigo nacional al desarraigo, de los usos y costumbres autóctonos a una ética mundial. Desde entonces las raíces y el lugar de residencia se encuentran bajo reserva espiritual, puesto que una ética más elevada habrá de volverse contra todo tipo de etnocentrismo, racismo y racinismo (del francés racine: raíz). En ese sentido armonizan el budismo –que enseña el ascetismo del abandono del hogar–, el estoicismo –que desea promover un exilio global del alma– y el cristianismo –que propone una ética de la peregrinación.
Resulta fácil comprender que tales elevadas enseñanzas permanecen por debajo de su nivel al ser presentadas a los arraigados. Sin embargo, el destino del sujeto definido por su relación con una patria no ha de cumplirse sino en un mundo moderno en el que, mediante la revolución anti-agraria, se conduce a la ciudadanización y a la movilización de las formas de vida. El fin de la civilización sedentaria inaugura una época de crisis permanente del concepto de patria.
Me gustaría llevar estas observaciones de carácter histórico a la cuestión de cómo ha afectado semejante transformación la conciencia del hombre actual en los países movilizados, modernos, respecto a sus condiciones de residencia. Es un hecho el que el mundo moderno ha creado una nueva política del espacio y una dinámica particular respecto a las formas de residencia. En nuestra época, toda pregunta sobre identidad social y personal es planteada desde el punto de vista de cómo, en macro-mundos llenos de movimiento y riesgos, puede ser posible establecer formas viables de residencia, o del estar-consigo-y-con-los-suyos. Mirado filosóficamente, residir significa formar parte de un sistema inmunológico espacial o, en palabras de Hermann Schmitz, es la cultura de los sentimientos en un espacio de desasosiego.
El nerviosismo globalizador actual refleja el hecho de que, además de los Estados nacionales, también las que hasta ahora eran las mejores condiciones políticas posibles de residencia –por así decirlo: la sala y el salón de conferencias de los pueblos democráticos (o quimeras populares)– se han vuelto intercambiables, y en esa sala nacional, aquí y allá, comienza a entrar una corriente harto desagradable. La proeza cultural del Estado nacional moderno fue, como puede apreciarse retrospectivamente, el haberle dado una especie de calor de hogar a la mayoría de sus habitantes. Esa suerte de estructura inmunológica, a la vez real e imaginaria que, en el sentido más favorable del término, pudo ser vivida como punto de convergencia entre el espacio y el sí-mismo, como identidad regional. Tal proeza se realizó de forma más impresionante allí donde el Estado de poder logró ser controlado de mejor manera y se transformó en un Estado benefactor. Pero justamente ese efecto de calor de hogar político-cultural es lo que se ve afectado por la globalización, con la consecuencia de que incontables habitantes de los Estados nacionales modernos no sienten estar consigo mismos siquiera en su casa, y aún estando consigo mismos tampoco se sienten en casa.
La construcción inmunológica de la identidad político-étnica ha empezado a tambalearse ostensiblemente. Sobre todo puede apreciarse de forma cada vez más clara que el vínculo entre el espacio y el sí-mismo no es tan estable cuando las condiciones cambian, como promulgó el folklore político del territorialismo, desde las culturas agrícolas arcaicas y antiguas hasta el Estado nacional moderno. Cuando la interdependencia entre espacios y sí-mismos se afloja o desaparece, pueden presentarse dos posiciones extremas en las que la estructura del campo social puede registrarse con una exactitud casi experimental, a saber: la de un sí-mismo sin espacio y la de un espacio sin sí-mismo.
Por supuesto, todas las sociedades realmente existentes debieron buscar hasta ahora su modus vivendi entre esos dos polos –de forma ideal, lo más lejos posible de ambos extremos. Y es fácil comprender que, también en el futuro, toda comunidad política real tendrá que dar una respuesta al doble imperativo de la determinación por el espacio y la determinación por el sí-mismo.
Lo que más se acerca al primer extremo, el de la desvinculación del sí-mismo del espacio, es seguramente la diáspora judía de los últimos dos mil años. No sin razón se ha dicho que el pueblo judío es un pueblo sin "fundamento". Heinrich Heine llevó ese estado de cosas al terreno humorístico cuando dijo que el hogar de los judíos no estaba en ningún país sino en un libro –en aquella Torá que llevaban consigo como una "patria portátil". Esa elegante y aguda observación pone al descubierto un hecho de validez general rara vez notado, a saber, que los grupos "de vida nómada" o "desterritorializados" no construyen su inmunidad simbólica ni su coherencia étnica, o que lo hacen sólo de modo secundario, en relación a un suelo sustentador, sino que su intercomunicación funge directamente como un "recipiente autógeno" (1) en el que los participantes se contienen a sí mismos y se mantienen "en forma" mientras el grupo se desplaza a través de paisajes externos.
En recipientes autógenos, como en las comunidades fuertes, se experimenta de forma directa la prioridad que tiene la autorreferencia sobre la territorialidad. Un pueblo sin tierra no puede ser víctima del sofisma que ha engañado a todo pueblo sedentario a lo largo de la historia, esto es: que la tierra es el recipiente del pueblo, y que el propio suelo es el principio del que deriva el sentido de su vida y su identidad.
Esa "territorial fallacy" (la falsa conexión entre territorio y propietario) es hasta hoy uno de los legados más efectivos y problemáticos de la era sedentaria, pues en ella se afirma el reflejo básico de todo uso aparentemente legítimo de la violencia, la así llamada "defensa de la patria". Esta falacia reposa sobre la obsesiva equiparación entre el espacio y el sí-mismo, la falacia originaria de la razón territorializada. Ese error fatal se ha puesto cada vez más al descubierto desde que una onda de movilidad transnacional, sin precedente en la historia, ha relativizado la ligazón entre pueblo y territorio. La tendencia hacia el sí-mismo multilocal es una característica de la modernidad avanzada del mismo modo que la tendencia hacia el espacio poliétnico o "desnacional".
Cuando el discurso de la modernidad habla de "patria" se refiere a un punto de partida del movimiento hacia el espacio terráqueo abierto y no hacia el claustro regional ineluctable de antes. El antropólogo cultural indo-americano Arjun Appadurai llamó hace poco la atención sobre estas cosas al crear el concepto de "etnoescape", que permite comprender procesos como la "desespacialización" progresiva (desterritorialización) con rasgos étnicos, la constitución de "comunidades imaginarias" fuera de toda referencia a lo nacional, y la participación imaginaria de innumerables individuos en las imágenes de otras formas de vida propias de otras culturas nacionales. De ese modo puede describirse de qué manera formas de residencia modernas vinculan desarraigo y contacto con el suelo. En lo que concierne al judaísmo durante su periodo de exilio, resulta claro que su provocación consistió en restregar a los pueblos del hemisferio occidental la paradoja aparente –en realidad, un verdadero escándalo– de un sí-mismo sin espacio existente de facto.
El otro polo, que adquiere cada vez contornos más claros ante los ojos contemporáneos, lo constituye el fenómeno de un espacio sin sí-mismo. Las regiones de la Tierra deshabitadas son el primer ejemplo de esto: los desiertos blancos (mundo polar), grises (altas montañas), verdes (selvas), amarillos (arena) y azules (océanos). Pero en este contexto, los desiertos externos tienen menos importancia que esos espacios "cuasisociales" en los que las personas se reúnen sin por ello querer (o poder) establecer vínculo alguno entre su identidad y la localidad. Eso puede aplicarse a todas las zonas de paso, en un estricto y amplio sentido del término: ya sean localidades destinadas al tránsito, como estaciones, puertos, aeropuertos, calles, plazas y centros comerciales, o se trate de instalaciones diseñadas para una estancia limitada, como los centros vacacionales o las ciudades turísticas, plantas fabriles o asilos nocturnos.
Tales espacios pueden poseer su propia atmósfera. Sin embargo, su existencia no depende de una población regular o un sí-mismo colectivo arraigado a ellos. Lo propio de ellos es no detener a sus visitantes o paseantes. Son tierra de nadie: a veces repleta, a veces vacía. Desiertos de paso que pululan en los centros sin núcleo y en las periferias híbridas de las sociedades contemporáneas.
En dichas sociedades puede reconocerse, sin mayor esfuerzo analítico, que lo que hasta ahora constituía su normalidad –la vida en condiciones de hacinamiento masivo, sea regional o nacional, incluidos los fantasmas y los narcisismos etnocéntricos– ya ha sido alterada de manera decisiva por las tendencias a la globalización.
La licencia expedida desde tiempos inmemoriales para confundir país y sí-mismo no puede renovarse infinitamente. Por un lado, las sociedades modernas aflojan sus vínculos con el espacio en tanto las grandes poblaciones se apropian de una movilidad sin precedente en la historia. Por otro lado, aumenta dramáticamente el número de zonas de paso donde las personas que las frecuentan no pueden establecer relaciones de residencia.
De esa forma, las sociedades globalizadas y móviles se acercan simultáneamente tanto al "polo nómada", al sí-mismo sin espacio, como al "polo desértico", al espacio sin sí-mismo, con un terreno intermedio que se va encogiendo sobre las culturas regionales que han florecido y las satisfacciones fieles al espacio.
La crisis formal de la moderna sociedad de masas (que actualmente se discute como crisis del Estado Nacional) tiene así su origen en la erosión avanzada de las funciones étnico-regionales del contenedor. Lo que anteriormente se entendía, y comprendía, por "pueblo" o "sociedad", en los más de los casos no era sino el contenido de un recipiente de gruesas paredes, territorial, y sostenido por símbolos, en el que casi siempre se hablaba un único idioma. Es decir, un colectivo que encontraba su autocerteza en un sistema nacional cerrado y que oscilaba dentro de sus propias redundancias, lo cual difícilmente podía ser comprendido por extraños. Tales comunidades históricas que se situaban en la intersección entre el sí-mismo y el espacio, los así llamados "pueblos", se encontraban, debido a sus características de autocontención, la mayoría de las veces sobre un mayor declive entre el interior y el exterior: un estado de cosas que en las culturas prepolíticas solía reflejarse como un inocente etnocentrismo y, a nivel político, como una diferencia sustancial entre el interior y el exterior.
Pero justamente esa diferencia y ese declive son los que hoy día, debido a los efectos de la globalización, se nivelan cada vez más, y la situación inmunológica del contenedor nacional se vive cada vez más como algo problemático por los usuarios de las condiciones de vida anteriores. Si bien es cierto que casi nadie que haya conocido los privilegios de la liberalidad moderna desea, en aras de las consignas militantes, que vuelva el reinado del Estado Nacional, y menos aún el retorno a la autohipnosis totalitaria característica de las formas de vida tribales, para muchos el sentido y riesgo de la tendencia hacia un mundo de paredes delgadas y sociedades mezcladas es incomprensible y, además, se ve con recelo.
Roland Robertson opina, y es cierto, que la globalización es un proceso que es acompañado por la protesta (a basically contested process). Pero la protesta contra la globalización es, también, la globalización misma: ella forma parte de la reacción inmunológica ineludible e ineluctable de los organismos locales contra la infección provocada por un formato mundial más elevado.
El reto psicopolítico de la era global consiste en no ver el debilitamiento de la inmunidad tradicional y ética del contenedor como pérdida de forma y decadencia –valga decir, como ayuda ambivalente o cínica para la autodestrucción. Lo que para los posmodernos está realmente en juego son diseños exitosos y condiciones de inmunidad dignas de ser vividas. Y esto es justamente lo que en las sociedades de pared delgada puede volver a constituirse de múltiples formas, si bien, como siempre, no para todos.
En ese contexto social-sistémico se revela el sentido inmunológico revolucionario de la tendencia actual hacia formas de vida individualistas, a saber: quizá por vez primera en la historia de las formas de vida homínidas y humanas, en las sociedades avanzadas los individuos, en tanto portadores de propiedades inmunológicas, se desprenden de sus cuerpos sociales (hasta ahora esencialmente protectores) y aspiran a desenganchar su felicidad y su desgracia del estar-en-forma de la comuna política. Esa tendencia encuentra su mejor encarnación en la nación piloto del mundo occidental, los Estados Unidos, donde el concepto individualista –pursuit of happiness– constituye desde 1776 el fundamento del contrato social. Los efectos centrífugos de esa orientación hacia la felicidad individual fueron compensados mediante energías de la comunidad y la sociedad civil, de tal forma que la prioridad inmunológica tradicional del grupo frente al individuo también pareció haber encarnado en la síntesis de pueblos que constituyen los Estados Unidos.
Pero con el decursar del tiempo se han invertido los augurios: en ninguna otra parte, en ninguna población, en ninguna cultura, el individuo se hace cargo, en tan gran medida, de sus necesidades biológicas, psicoétnicas y religiosas, en la medida en que la abstinencia en el terreno político va creciendo. Durante las últimas elecciones presidenciales en los Estados Unidos se registró por primera vez una participación por debajo del 50%. Y en las elecciones para la Cámara de Representantes y el Senado, en noviembre de 1998, alrededor de dos de cada tres votantes se abstuvieron de votar –para los expertos, el nivel de participación en la votación, de casi un 38%, fue un resultado relativamente bueno. Ello nos revela una situación en la que la mayoría de los individuos cree poder desolidarizarse del destino de su comunidad política imaginando, con buen fundamento, que, de ahora en adelante, el óptimo inmunológico individual ya no se encuentra (o sólo en contadas excepciones) en el colectivo nacional –parcialmente, quizás en el sistema de solidaridad de su "minoría" o su community-. Donde más claramente lo encuentra es asegurándose de forma privada, bien sea en el terreno religioso, dietético, gimnástico o en el de las compañías de seguros.
El axioma del orden inmunológico individualista se propaga en las masas de individuos centrados en sí mismos como una nueva evidencia vital: que nadie hará por ellos lo que ellos no hagan por sí mismos. Las nuevas técnicas inmunológicas se recomiendan como estrategias existenciales en las sociedades constituidas por individuos para los cuales la Larga Marcha hacia la flexibilidad, el debilitamiento de la "relación de objeto", y la licencia general para mantener relaciones de infidelidad o relaciones reversibles entre personas y espacios, ya ha alcanzado su culminación lógica.
En un mundo así, la antigua sabiduría del emigrante: ubi bene ibi patria, será obligatoria para todos. Y es que la patria como espacio de la buena vida es cada vez menos fácil de encontrar allí donde, por accidente de nacimiento, cada quien está. Sin importar donde se esté, la patria debe ser reinventada permanentemente mediante el arte de saber vivir y el de las alianzas inteligentes.