DOS DE JUAN JOSÉ SAER sobre Antonio Di Benedetto

DOS TEXTOS DE JUAN JOSÉ SAER SOBRE Antonio Di Benedetto

(de "El concepto de ficción" , publicado por Ariel. © 1997 J.J.Saer ©1997 Espasa-Calpe Argentina/Ariel)


Recordando una ironía que Goethe aplicó a los liberales, podríamos decir que a muchos escritores las cosas les resultan fáciles hoy en día, porque el público entero les sirve de suplente. Ni una sola frase estampan que sus lectores no hayan plebiscitado de antemano. Tan obvia es la estética sumaria que les proponen, tan de acuerdo con la opinión, con el sentido común, con las generalidades más deslavadas del "hombre culto", que sus libros se vuelven innecesarios, puesto que los mismos lugares comunes que vehiculan ya han sido proferidos hasta la náusea por los semanarios, las reseñas académicas y los debates políticos y culturales. Y es fácil observar que, al poco tiempo, esas banalidades tan aclamadas se disuelven junto con la actualidad en la que se injertan.

Desde luego que no es el caso de Antonio Di Benedetto. Sus narraciones provienen de una profunda necesidad personal, indiferentes a la expectativa pública y a lo establecido y, por esa misma razón, no hay lector atento que, en lo más íntimo, no se reconozca en ellas.

Hace cuarenta años, los grandes éxitos de librería como los llaman; nacionales e internacionales, ocultaron, con su barullo injustificado, la aparición de Zama, su obra maestra. Cuatro décadas más tarde, desvanecida ya la feria de ilusiones que nos lo escamoteaba, este texto a la vez épico y discreto, viviente y desgarrador, fulgura todavía entre nosotros. Es cierto que desde su aparición en 1956, varias ediciones confidenciales, casi secretas, se fueron sucediendo en la Argentina y en España, pero su lugar–uno de los primeros–en la narrativa de nuestra lengua no ha venido a ocuparlo todavía. Entre los autores de ficción de este idioma y de este siglo, Di Benedetto es uno de los pocos que tiene un estilo propio, y que ha inventado cada uno de los elementos estructurantes de su narrativa. Una página de Di Benedetto es inmediatamente reconocible, a primera vista, como un cuadro de Van Gogh. Sus grandes textos Zama, El silenciero, El cariño de los tontos, Cuentos claros, Aballay son un archipiélago singular en la geografía a decir verdad bastante banal de la narrativa en lengua castellana. Entre tantos mamotretos demostrativos y tantas agachadas supuestamente vanguardistas, la prosa lacónica de Di Benedetto, construida con una tensión que no cede ni un solo instante, demuestra una vez más, aunque haya que recordarlo a menudo, que el arte del relato nace siempre de una conjunción de rigor, de inteligencia y de gracia.

Aunque opuesto en todo a los viajantes de comercio de la esencia americana, Di Benedetto, sin desde luego ningún voluntarismo programático, ha, por añadidura, elaborado en Zama una imagen exacta de América. Soliloquio lírico sobre la espera, la soledad, el desgaste existencial y el fracaso, este libro desesperado y sutil nos refleja de un modo más verídico que tantos carnavales conmemorativos que, con el pretexto de corretear lo americano, chapotean en el más chirle conformismo respecto de la forma narrativa, la cual, sin embargo, puesto que se presentan como libros de ficción, tendría que ser la primera de sus exigencias.

El rigor de Zama está presente en los otros grandes textos de Di Benedetto. Cuatro novelas, El pentágono, Zama, El silenciero y Los suicidas y una quincena de relatos de diferente extensión, constituyen un universo narrativo de primer orden, por su unidad estilística y formal y por su lucidez sin concesiones. El sabor de su prosa, vivificado por discretos matices coloquiales, es, a pesar de su sencillez aparente, resultado de un análisis magistral de la problemática narrativa que su tiempo le planteó.

Los que tuvimos la suerte de ser sus amigos–lo que no estaba exento a veces de afectuosas dificultades– sabemos además que en la obra estaba presente la integridad de la persona, hecha de discreción, de penetración amarga, de abismos afectivos, de nobleza y de ironía. En 1976, las marionetas sangrientas que impusieron el terrorismo de Estado, lo arrestaron la noche misma del golpe militar y, sin ninguna clase de proceso, lo mantuvieron en la cárcel durante un año. Los notables mendocinos que había frecuentado durante décadas se lavaron las manos, de modo que cuando salió de la cárcel, a los 56 años, lo esperaban el destierro, la miseria y la enfermedad. Ni una sola vez lo oí quejarse, y cuando le preguntaba las causas posibles de su martirio, sonreía encogiéndose de hombros y murmuraba: "¡Polleras!". Pero ese año indigno lo destruyó. El elemento absurdo del mundo, que fecunda cada uno de sus textos, terminó por alcanzarlo. Y sin embargo, hasta último momento, a pesar de la declinación mental y fisica, encaró, con la misma ironía delicada de los años de plenitud, la inconmensurable desdicha

El narrador silenciado

(prólogo a "El silenciero", publicado por Adriana Hidalgo Editora. ©1999)

Las tres principales novelas de Antonio Di Benedetto, Zama, El silenciero y Los suicidas, en razón de la unidad estilística y temática que las rige, forman una especie de trilogía y, digamoslo desde ya para que quede claro de una vez por todas, constituyen uno de los momentos culminantes de la narrativa en lengua castellana de nuestro siglo. En la literatura argentina, Di Benedetto es uno de los pocos escritores que han sabido elaborar un estilo propio, fundado en la exactitud y en la economía y que, a pesar de su laconismo y de su aparente pobreza, se modula en muchos matices, coloquiales o reflexivos, descriptivos o líricos, y es de una eficacia sorprendente. Su habilidad técnica -a él no le hubiese gustado la palabra y a mí tampoco me convence demasiado-, que un rasgo personal suplementario, bastante escaso en nuestra época por otra parte, la discreción, relega siempre a un segundo plano, es también asombrosa, y si bien es la tensión interna del relato la que organiza los hechos, esa maestría excepcional los destila sabiamente para darles su lugar preciso en el conjunto. De sus construcciones novelísticas, el capricho está desterrado. Su arte sutil va descartando con mano segura las escorias retóricas para concentrarse en lo esencial. De ese arte singular, El silenciero es una de las cumbres. Aparecida por primera vez en 1964, esta novela prosigue el soliloquio narrativo iniciado con Zama en 1956 y que se prolongará en Los suicidas, publicada en 1966, formando un sistema tácito que se propone representar el mundo, del que el ruido, en El silenciero, no es más que una variación metonímica, como "un instrumento de-no-dejar-ser". Del abandono cósmico de Zama al inventario metódico de las circunstancias y de las razones que pueden legitimar el suicidio, el hombre de Di Benedetto vive acorralado por el ruido destructor del mundo. Y el silenciero -neologismo admirable que ilustra la precisión conceptual de Di Benedetto y su capacidad para aprovechar las delicadas evocaciones del habla-, ese personaje sin nombre encerrado en su universo persecutorio, que sólo logra eternizar la tortura cuando decide neutralizar sus causas, es una figura eminente entre las muchas que se perfilan en el paisaje inconfundible de sus relatos.

Los que hacen derivar la novela de la épica, con buenas razones históricas probablemente, deberían darse por vencidos: en esta trilogía poco común, las chafalonías melodramáticas y morales de la épica ya no tienen cabida. Los personajes de Di Benedetto se debaten, apagadamente podría decirse, clavados a su imposibilidad de vivir, como un insecto todavía vivo en una lámina de naturalista, por la punta hiriente de alguna obsesión, la esperanza irrazonable, el suicidio, los ruidos "que alteran el ser". La ingenuidad épica de la que habla Adorno, la inmersión en lo concreto, el puro actuar a salvo del veneno paralizante de la conciencia reflexiva, sólo existe en los personajes de Di Benedetto como leyenda: el "irse" de Zama o de Besarión, la escritura que otorgará la plenitud y con ella la emancipación de la servidumbre que impone lo exterior para el narrador de El silenciero: "De día pensé que me faltaban, hasta en el sueño, dones o ambición de héroe". La conciencia a la vez omnipresente y discreta de ese narrador sin nombre, diagrama los acontecimientos hasta que a cierta altura del relato, percepción y delirio, sentido común y racionalización paranoica, se vuelven, sin énfasis y sin discursos explicativos, psicológicos o de cualquier otro orden, imagen vivaz de la doliente complejidad del mundo: que la anomalía esté en la conciencia o en las cosas es a decir verdad un detalle insignificante que no presenta ninguna utilidad para la resolución del problema. Mundo y conciencia, trabados en lucha secreta pero constante ruedan juntos a su perdición. Podemos desde luego pensar que es el aliento imprevisible de la demencia lo que sopla las brasas de la obsesión, pero la protesta callada del final parece también sincera y legítima: "Mártir de la pretensión de vivir mi vida y no la vida ajena, la vida impuesta, clama la justificación dentro de mí". La vida impuesta o el peso inhumano de lo exterior: para el silenciero (el "hacedor de silencio", como una vez le oí decir al propio Di Benedetto, satisfecho del matiz que había adquirido el título en una de sus traducciones) el ruido no es solamente múltiple por las fuentes de las que proviene, sino también por la variedad de sus sentidos posibles.

El ruido introduce en el mundo el accidente, la asimetría, el sufrimiento. Para el narrador, lo que precede a la creación del mundo, los atributos del Reposo, son la noche y el silencio, hacia lo que todo tiende otra vez, y "nuestros ruidosos años", como diría Shakespeare, no son más que un paréntesis adverso, una interrupción dolorosa de lo estable, como un caso particular dentro del ciclo intolerable de reencarnaciones sucesivas en la cárcel de las apariencias de la que, según la doctrina budista, únicamente la Bodhi, o sea el Despertar puede liberar al Santo en la no conciencia definitiva de la Extinción. Pero el ruido representa también la mundanidad, en la connotación de superficialidad de ese término e implica además una noción de comportamiento social irreflexivo casi programático, como forma de oposición o de postulación hiperafirmativa de sí, y hasta de imperativo generacional. La expresión "estar en el ruido", que el narrador define como una consigna de la época, le atribuye al ruido la encarnación de lo óptimo, la esencia positiva del existir, lo cual por carácter transitivo aportaría la justificación última del universo. Hay por lo tanto entre el narrador y el mundo una guerra de principios, un antagonismo orgánico, irreconciliable y extremo. Por último, otro de los muchos aspectos de la diversidad del ruido, tal vez el más destructor, es el de la ambigüedad de su origen, de su carácter, de las verdaderas razones que apuntalan su omnipresencia, ya que parece difícil saber a ciencia cierta si sus ondas enemigas nos llegan, hirientes pero ciegas, del exterior o si, subrepticias, desquiciándonos lo mismo que a las cosas, se expanden desde algún lugar oscuro, una fuente interna íntima y remota a la vez.

El colmo de la paradoja es que, en un determinado momento de la lucha, y a veces quizás desde el principio, los personajes de Di Benedetto parecen cambiar de bando y aliarse con el mundo, colaborando con él para consumar su propia derrota. En la escena final de Zama, el sublime "No morir aún" expresa menos la esperanza de prolongar la vida -el cuerpo reducido a unos muñones sanguinolentos, la conciencia a una ensoñación empañada y tenue- que la certidumbre de seguir padeciendo el desfile sin fin de pérdidas y de humillaciones. En esto, y en una sensibilidad particular para la vileza, propia o ajena, los personajes de Di Benedetto tienen un parentesco lejano con algunos héroes de Dostoievski, pero sus heridas secretas, su aislamiento y su ironía, y sobre todo su autoironía levemente masoquista, los vuelven familiares de los de Svevo, de Pessoa y de Kafka.

Me resulta imposible no abordar antes de terminar un tema central de la literatura argentina: la prosa narrativa de Antonio Di Benedetto. Es sin duda la más original del siglo y, desde un punto de vista estilístico, es inútil buscarle antecedentes o influencias en otros narradores: no los tiene. Como, a estar con la cosmogonía judeocristiana, el mundo en que vivimos, el estilo de Di Benedetto parece surgido de la nada aunque, superior en esto a nuestro mundo que le requirió a su creador seis días para ser completado, su prosa ya estaba enteramente acabada y lista para funcionar desde la primera frase escrita. En Borges percibimos a veces ecos de Hazlitt, de Marcel Schwob, de Oscar Wilde, de Macedonio Fernández; en Roberto Arlt, de los escritores rusos, de Pirandello y de la literatura futurista. Pero si en los textos de Di Benedetto ciertos temas son afines a los del existencialismo (los espectros de Kierkegaard, de Schopenhauer y de Camus atraviesan de tanto en tanto el fondo del escenario) la prosa que los distribuye discretamente en la página no tiene ni precursores ni epígonos. En un período en el que las largas oraciones supuestamente poéticas y el énfasis, los finales de capítulo impactantes y los desbordes eróticos y existenciales estaban de moda, la sobriedad estilística de Di Benedetto, demasiado enredada en la maraña insidiosa de lo real como para dejarse distraer por artificios retóricos que ni siquiera se acordaban con su temperamento, por haber elegido un camino personal, íntegro y lúcido, fue ignorada durante décadas por sucesivos e intercambiables fabricantes de reputaciones. Aunque desde el principio un pequeñísimo grupo de lectores, que fue aumentando poco a poco con los años, supo reconocer el genio evidente de sus relatos, y aunque algunas traducciones y reediciones se fueron sucediendo en las últimas décadas, la deuda inmensa de la cultura argentina con Antonio Di Benedetto aún no ha sido saldada. Los premios que recibió, y que él ostentaba con orgullo en la solapa de sus libros, eran ridículamente desproporcionados en relación con los textos que recompensaban, y hasta podríamos decir que suponían un anacronismo si se considera el sentido profundo de esos textos. Por bienintencionados que hayan sido, esos reconocimientos, municipales, provinciales o nacionales, oficiales o corporativos, proyectan una luz equívoca sobre su obra meditada y desgarradora, porque en razón de los temas que aborda y de su sabia elaboración artística, el alcance de esa obra es universal.