CLAUDIO MAGRIS
De la otra parte. Consideraciones de frontera
traducción para Cacharro(s) de Atilio Caballero
Lec, un escritor polaco, cuenta que en una ocasión, estando en Pancevo, en la orilla izquierda del Danubio y mirando sobre el río hacia la orilla opuesta en dirección a Belgrado, había sentido estar todavía en su patria, en su casa, porque aquella orilla sobre la que se encontraba en un tiempo señalaba la frontera de la vieja monarquía austrohúngara, que él, incluso muchos años después de su caída, continuaba a considerar como su mundo, mientras más allá del río comenzaba un mundo diverso. Al otro lado del río comenzaba para él “la otra parte”. Otro escritor polaco, Andrej Kusniewicz, comenta esta página de Lec y se reconoce plenamente en estos sentimientos: también para él ese confín perdido señala los límites de su mundo. Para ambos, Belgrado está de la otra parte.
Tanto en un caso como en el otro el escritor parece conocer bien cual es su lugar, detrás de cual frontera él se siente en casa. Otras veces, y con mayor frecuencia, la identificación se hace más difícil. Una vez, cuando era estudiante y vivía en Freiburg, en la Selva Negra, en una de aquellas posadas que para un joven constituyen una verdadera universidad del saber y de la vida, fui llevado, con algunos amigos, a Strasburgo, donde nunca había estado. Era el invierno de 1962-63. Nuestro cicerón era un señor mucho mayor que nosotros, también él frecuentador de la posada Goldener Anker, El Ancla de Oro: un alemán de la Selva Negra como cualquier otro, y que había tenido un destino particular. Poco antes de la llegada del nacionalsocialismo, había abandonado Alemania, llevado no por la necesidad, por cuanto pertenecía a la raza aria predilecta del Führer, sino solo por razones políticas, o mejor aún, morales. Su patriotismo por la humanidad no había cancelado el amor por su patria, Alemania, y luego tampoco había disminuido su dolor por la sucesiva catástrofe germana, por la destrucción y posterior división de su país. Cuando atravesó la frontera entre Alemania y Francia por supuesto que no pensaba olvidar a su patria ni tampoco volverle la espalda: simplemente sentía que en aquél momento, y mientras durara el régimen nazista, su auténtica patria, o mejor, su auténtico lugar, estaba en otra parte.
La frontera es doble, ambigua: ora es un puente para encontrar al otro, ora una barrera para rechazarlo. Con frecuencia es la obsesión de situar algo o alguno de la otra parte; la literatura, entre otras cosas, es también un viaje que busca desacreditar este mito de la otra parte, que intenta comprender que cada uno se encuentra aquí y allá, que cada uno, como en un misterio medieval, es el Otro. El escritor que ha inventado el paisaje literario triestino y que murió combatiendo por la unión de Trieste a Italia, Scipio Slataper, comienza Il mio Carso intentando decir quién es y descubre que, para representar su identidad profunda, debe inventarla y decir que es otro, nacido en otro lugar, en cualquier lugar de ese mundo eslavo que se encuentra en conflicto con la italianidad de Trieste, aun cuando forma parte de la civilidad triestina. (...)
Los confines son cambiados de lugar, desaparecen e improvisamente reaparecen; con ellos se transforma de manera errabunda el concepto de lo que llaman Heimat, patria. Ciudad e individuos con frecuencia se percatan de que son “ex” y esta experiencia del extrañamiento, de la ajenidad, de la pérdida del mundo no concierne solo a la geografía política sino a la vida en general. Mi Stadelmann diría que cada uno es un ex de algo, aunque no sepa que lo es.
Tal vez para mí la experiencia originaria del hecho de contar, de la relación que existe entre el hecho de narrar y los equívocos de la vida y de la historia, se remonta a un grotesco y doloroso desplazamiento de confines del que casualmente fui testigo de pequeño, aquél absurdo “Kosakenland” que los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial, habían prometido a sus aliados cosacos y que, por algunos meses, estuvo situado en Carnia, la áspera y desvalida región del Friuli, hasta la catástrofe final.
Hacia aquellas tierras los cosacos no solo habían trasladado sus casas de campaña, sino incluso sus propias raíces; habían trasplantado su pasado y su estepa hacia aquellas regiones, de cuya existencia, hasta poco antes, ni siquiera habían oído hablar. Convencidos de que combatían por la libertad, se habían puesto al servicio de la tiranía más feroz. En nombre de la patria que buscaban, y en el deseo de encontrar un punto fijo, un estable y tranquilo confín propio, ellos despojaban a otros de su patria, de sus confines.
Esta historia cosaca muestra como el confín, que corre entre la verdad y la mentira, muchas veces es incierto, aunque si nuestra tarea es aquella de buscar incesantemente la posibilidad de establecerlo. La escenificación de la verdad en ocasiones se convierte en su contrario, la verdad viene enmascarada y se transforma en mentira; también en este caso es un confín que viene inadvertidamente transgredido o confundido. La frontera entre mentira y verdad, de por sí dividida por una clara línea de separación, como el sí y el no de las palabras del Evangelio, viene frecuentemente cancelada y desplazada de la historia y de la ideología.
Mi educación sentimental ha estado signada por muchas experiencias de frontera perdida o buscada, reconstruida en la realidad y en el corazón. Después de aquella del fantasmal estado cosaco, la otra experiencia fundamental en este sentido ha sido, para mí, la del éxodo de trescientos mil italianos que, al final de la Segunda Guerra Mundial, abandonaron Istria. La Yugoslavia de Tito, luego de liberarse con su extraordinaria guerra de resistencia, no solo había recobrado tierras eslavas, sino que se había anexado también, con Istria y Fiume, tierras italianas. Los años precedentes estuvieron caracterizados por la opresión fascista de los eslavos y la desvalorización de sus derechos, incluso por parte de muchos italianos no explícitamente fascistas pero sí nacionalistas. La revancha yugoslava a la insignia del totalitarismo fue violenta e indiferenciada. En aquellos años signados por el miedo, la intimidación y el delito, cerca de trescientos mil italianos dejaron, en diversos momentos, sus tierras y sus casas, para errar por el mundo y vivir, por muchos años, en campos de refugiados. Esta gente, que había perdido todo, era frecuentemente incomprendida e ignorada en su dramática situación, y por esto tendía a su vez a encerrarse entre otras fronteras que se erigían en los corazones, las fronteras de la amargura y del resentimiento que aislaban a estos exiliados no solo de su tierra perdida, sino también, continuamente, de aquella en la que venían a insertarse y que los ignoraba o los hacía sentir parcialmente extranjeros.
Otras fronteras todavía más complejas venían a crearse en torno a aquellos exiliados que, aún sufriendo el drama del exilio y de la incomprensión por parte de la Italia oficial y aún oponiéndose a la violencia nacionalista eslava que los repelía, se negaban a unirse a los sentimientos nacionalistas italianos y por ende a cualquier indiscriminada negación o rechazo de los eslavos y continuaban a ver en el diálogo entre italianos y eslavos su más auténtica identidad. Ellos continuaban considerando y apreciando su mundo istriano y adriático, un mundo mixto y compuesto, no solo italiano y no solo eslavo sino más bien italiano y eslavo, siendo odiados por esto tanto por los nacionalistas eslavos como por los italianos, llegando por tanto a encontrarse en una especie de tierra espiritual de ninguno, rodeada de otras fronteras.
Aquél confín oriental de Italia ha sido escenario de otra migración, cuantitativamente mucho más modesta, pero mucho más ignorada y trágica, que he evocado en Un altro mare y en Microcosmi: el caso de los dos mil obreros italianos de Monfalcone, militantes comunistas convencidos que habían conocido las prisiones fascistas y los Lager alemanes. Mientras ocurre el éxodo istriano, ellos dejan todo para trasladarse y establecerse en Yugoslavia y contribuir a la construcción del comunismo. Cuando Tito rompe con Stalin, son perseguidos por estalinistas y deportados a dos gulag, donde son torturados violentamente y resisten en nombre de Stalin, que a sus ojos representa el Ideal y la Causa. Más tarde, cuando regresan a Italia, son acosados por su condición de comunistas y hostilizados, como incómodos testimonios del pasado estalinista, por parte del PCI ; una vez más se encuentran en la otra parte, en la parte equivocada en el momento equivocado, rodeados por fronteras mucho más duras y feroces.
Todo confín tiene algo que ver con la inseguridad y con la necesidad de una seguridad. La frontera es una necesidad, porque sin ella -sin una distinción- no hay identidad, no hay forma, no hay individualidad y mucho menos una existencia real, ya que esta última viene succionada por lo informe y lo confuso. La frontera constituye una realidad, establece contornos y demarcaciones, construye la individualidad, personal y colectiva, existencial y cultural. Frontera es forma, y por tanto es también arte. La cultura dionisíaca, que proclama la disolución del yo en un confuso magma potencial que debería ser liberatorio y sin embargo es totalitario, priva al sujeto de cualquier capacidad de resistencia y de ironía, lo expone a la violencia y a la anulación, disuelve cualquier unidad portadora de valores en un polvillo gelatinoso y salvaje. El yo es como el barón de Münchhausen, debe salir de las arenas movedizas levantándose por su propia coleta. Puede contar solamente con esa coleta y con esa difícil y contradictoria posición, pero esta irónica condición es su fuerza. La ironía disuelve -o deshace- los confines rígidos y forzosos, pero construye confines humanos, flexibles y tenaces; la ironía se opone a cualquier misticismo indistinto y a toda asamblea totalitaria y potencialmente latente, porque distingue, articula, redimensiona y autoredimensiona. La ironía es guerrilla contra el énfasis abdominal y el minimalismo posmoderno; es una virtud tierna y fuerte.
La Odisea, ese gran libro entre los libros y novela entre las novelas es tal vez, en primer lugar, una epopeya de los confines, del individuo que construye su personalidad, o lo que es igual, la delimita respecto al fluir indiferenciado, hechizante y destructor de la naturaleza que quiere disolverlo; es el yo que se enriquece en su relación con la diversidad, aunque sin ser anulado o absorbido. El diálogo, que une a los interlocutores, presupone la propia distinción y una pequeña pero insuprimible y fecunda distancia.
Dos modelos de odisea se erigen como posibles en la época contemporánea. Por una parte, según el modelo tradicional y clásico que va de Homero a Joyce, la odisea como viaje circular, como camino del individuo que parte, atraviesa el mundo y finalmente retorna a Ítaca, a casa, enriquecido y siempre cambiado por las experiencias que ha tenido en su viaje pero confirmado en su identidad. Es por tanto el arribo a una identidad más profunda, edificando sólidas y seguras fronteras de la propia persona, ni obsesivamente cerradas al mundo ni disueltas en una caótica confusión.
Por otro lado, está la odisea rectilínea, relatada por ejemplo por Musil, en la cual el individuo no regresa a casa, sino que prosigue en línea recta hacia el infinito o hacia la nada, extraviándose por el camino y cambiando radicalmente la propia fisonomía, convirtiéndose en otro, destruyendo toda frontera de la propia identidad. Musil narra la explosión de la individualidad y por tanto el debilitamiento de las articulaciones que le dan forma y confín, sobre todo en dos personajes de El hombre sin atributos, Moosbrugger y Clarisse, que más que individuos son complementos de pulsaciones, sueños colectivos o vertiginosas identificaciones del yo con lo real, en las que ese yo se desborda y se pierde, sin llegar a establecer una frontera entre él y el mundo.
Detrás de toda esta literatura está, explícita o implícita, la gran lección de Nietzsche, explorador y destructor de toda ficticia identidad individual, fragmentada por él en una “anarquía de átomos” en la que la tradicional y milenaria estructura del sujeto individual, que desde tiempos inmemoriales ha construido fatigosamente sus propias fronteras, parece hallarse ya a punto de disolverse, de perder los propios confines y de transformarse en una pluralidad aún no precisamente definida, casi en un nuevo estadio antropológico. Buena parte de la más grande literatura moderna y contemporánea está signada por una doble relación del yo con las propias fronteras, con su disolución (incluso lingüística) y su rigidez, ambas letales.
Es necesaria una identidad irónica, capaz de liberarse de la obsesión de encerrarse y también de la de superarse. Muchas veces el escritor de confines se encuentra entre Scilla y Cariddi, entre la retórica de una identidad compacta y aquella de una identidad huidiza. Todos conocemos y despreciamos a los primeros, esos escritores que se convierten en fieros custodios de la frontera -de la italianidad, de la germanidad, de la españolidad, de la eslovenidad. Pero también aquellos que los combaten desde posiciones mucho más nobles con frecuencia son víctimas de otra retórica de confín, aquella que quiere negar a cualquier precio cualquier confín, de ponerse siempre de la otra parte, de sentirse -por ejemplo- en Trieste italiano entre los eslavos o eslavo entre los italianos...
Muchas veces esta posición es políticamente meritoria en un clima de ásperos conflictos étnicos, aunque corre el riesgo de convertirse en una fórmula estereotipada, una cómoda coartada literaria, y a su vez de ser indulgente con ese pathos del confín que se niega a sí mismo, a esa obsesiva interrogación sobre la identidad que se expresa en la declarada complacencia de no reconocerse en alguna identidad precisa. También una apasionada y problemática literatura de confín, agobiada por la proclamación de la propia no pertenencia o desarraigo, puede convertirse en un rancio repertorio de lugares comunes, como los rimadores de antaño, dispuestos siempre a sugerir la rima útil. La crítica feroz al propio mundo natal, aunque preferible a la desabrida celebración, se convierte fácilmente en un gastado topos: los escritores triestinos que satirizan Trieste, los praguenses que se encarnizan contra Praga, los vieneses que desprecian Viena, etc, por lo general se balancean entre la auténtica liberación y la visceralidad convencional.
El mejor modo de liberarse de la obsesión de la identidad es aceptarla en su siempre precaria aproximación y vivirla espontáneamente, es decir, olvidándose de ella; así como se vive sin pensar todo el tiempo al propio sexo, al propio estado civil o a la propia familia, también es mejor vivir sin pensar demasiado en la vida. Una vez que conocemos su propia relatividad, es conveniente aceptar los propios confines, como se aceptan los de nuestro propio cuarto.
Vividos de este modo, con simplicidad y con afecto, esos confines se convierten en una valiosa potencialidad de la persona. Decía Dante que nuestra patria es el mundo, como lo es para los peces el mar, pero que a fuerza de beber el agua del Arno había aprendido a amar intensamente Florencia. Esas dos aguas, que se encuentran y se mezclan sin abolir el confín, se completan recíprocamente. Es falsa la una sin la otra; sin el sentido de pertenecer a ese mar, el apego al Arno puede convertirse en una angustia regresiva, y sin el amor concreto por el río natal, quejarse del mar deviene una vacua abstracción.
Tal vez ha sido sobre todo la civilización hebrea de la diáspora quien a contribuído a relacionar, en una sanguínea simbiosis, arraigo y lejanía, amor a la casa y fuga nómada que encuentra una casa provisional en una anónima habitación de hotel, en el andén de una estación, en un miserable café, etapas del exilio y del camino hacia la tierra prometida, y por tanto concretos aunque fugaces confines de una patria verdadera.
En una historia hebrea-oriental, de la cual he sacado el título para un libro sobre el exilio, un hebreo, en una pequeña ciudad de Europa del este, se encuentra a otro que se dirige a la estación cargado de equipajes y le pregunta a dónde va. “A América del Sur”, responde el otro. “Ah”, responde el primero, “vas muy lejos”. A lo que el otro, mirándolo desconcertado, replica: “¿Lejos de dónde?”. En esta historia, el hebreo oriental no tiene patria, no tiene un punto de referencia respecto al cual poderse considerar cercano o lejano y está por tanto lejos de todo y de todos, no posee una patria histórico-política, y por tanto no tiene fronteras. Pero al mismo tiempo él tiene su propia patria en sí mismo, en la ley y en la tradición en la que él se ha establecido y que se han arraigado en él, por lo que no está nunca lejos de la propia casa, estando siempre al interior de la propia frontera. Así, esta última se vuelve un puente abierto al mundo.
Pero la frontera es un fetiche cuando es vivida como barrera para rechazar al otro. La obsesión de la propia identidad, que tanto más se rodea de fronteras cuando más persigue una imposible y regresiva pureza, conduce a una violencia de la que la atroz y obtusa guerra en la ex-Yugoslavia es un ejemplo extremo, aunque no único en Europa. Como cada fetiche, la frontera exige con frecuencia tributos de sangre, y en los últimos tiempos el resurgir de la entronización de fronteras, el desencadenamiento de furibundos y viscerales particularismos, cada uno de los cuales se cierra en sí mismo idolatrando la propia peculiaridad y rechazando todo contacto con el otro, ha desatado luchas feroces. Las diversidades, redescubiertas y justamente apreciadas como variantes del universal humano, se convierten en la negación y la destrucción si se absolutizan. A este fetichismo se contraponen las palabras de Nietzsche, descaminadas o confusas si se toman al pie de la letra, pero iluminante metáfora de la verdad: “¿Por qué ser hostil con el vecino, cuando en mí y en mis padres hay tan poco para amar?”.
No sólo existen los confines entre los estados y las naciones, establecidos por tratados internacionales -y también por la fuerza. También la pluma que garabatea diariamente, como dice Svevo, traza, aparta, disuelve y reconstruye confines; es como la lanza de Aquiles, que hiere y cura. La literatura es de por sí una frontera y una expedición a la búsqueda de nuevas fronteras, un desplazamiento y una definición específicos. Toda expresión literaria, toda forma es un umbral, una zona en el límite de innumerables elementos, tensiones y movimientos diversos, una mudanza de los confines semánticos y de las estructuras sintácticas, un contínuo desmontaje y remontaje del mundo, de sus cornisas y sus imágenes, como en un teatro inmóvil en el que incesantemente se reajusten las escenas y las perspectivas de la realidad. Todo escritor, lo sepa o lo quiera o no, es un hombre de frontera, se mueve a través de ella; deshace, niega y propone valores y significados, articula y desarticula el sentido del mundo con un movimiento sin pausa que es un contínuo deslizamiento de fronteras.
La escritura trabaja en los confines y en su propio desplazamiento, en el instante preciso en que se difumina y traspasa. El compromiso moral, la actitud combativa cotidiana a que también alude la literatura, impone el hecho de instituir y defender de contínuo las fronteras; de derribar aquellas que parecen falsas y de erigir otras; de obstruir la entrada del mal. Un mundo sin fronteras, sin distinciones, sería el horrible mundo del “todo vale” imaginado con horror por Dostoievski, un mundo susceptible de cualquier violencia y cualquier atropello o superchería. En este sentido, se lucha contra los confines, pero para instaurar otros.
Por otra parte, persiste la fascinación del momento en el que una cosa se transforma en otra, la incesante metamorfosis del mundo que es la esencia misma de la vida, esa que consiste en un contínuo rebasamiento de los confines. Siempre me han fascinado los confines entre los colores y su modo de borrarse en las degradaciones (claroscuros) del traspaso; con frecuencia la difuminación, sobre todo al relacionarse con el agua, llega a ser la suma misma del sentido de la vida y de la poesía que trata de aferrarlo. También el viaje, estructura narrativa que me atrae con mucha insistencia, se desarrolla según un ritmo que es el de un contínuo traspasar, desdibujar y decolorar de confines. No es casual que estos viajes transcurran sobre el agua : a través de los ríos, en las lagunas, en el lugar de encuentro entre el río y el mar, en la reverberación del mediodía marino que simboliza la seducción y la destrucción inmanentes en un absoluto sin confines.
La imagen insistente de la línea en la que el agua del río se encuentra con la del mar puede ser un signo de esta fascinación por la difuminación decolorante.
Cada relato aporta una forma a la vida, y por ende instituye una frontera; el encanto de la decoloración tiene sentido solo si, no obstante el vértigo de la metamorfosis, se intenta fijar, al menos por un instante, una imagen que lo salve de lo confuso. La literatura es también un análisis del transcurrir de sentimientos y pasiones, de ese proceso contínuo y ambivalente en el que un sentimiento se disipa en otro contiguo, hasta llegar a convertirse en un sentimiento opuesto -también en este caso se trata de rebasar una frontera, de descubrir a un tiempo su necesidad y su precariedad.
La literatura enseña a rebasar los límites, pero también consiste en el trazado de límites, sin los cuales no puede existir siquiera la tensión por superarlos para alcanzar algo más alto y más humano. Desafortunadamente, las fronteras de nuestro presente histórico no tienen que ver sólo con la literatura, sino más bien con una dimensión mucho más violenta e inmediata. Lo sucedido en Yugoslavia revela el peso terrible del pasado y de la historia, el poder mortal de pluriseculares confines del odio y la división. Después de los eventos de 1989, se asiste a la construcción de nuevos muros y confines -étnicos, chovinistas- específicos. Amén de que sobre nuestro futuro se perfila el espectro de la migración de millares de hombres que, empujados por el dolor y el hambre, probablemente abandonarán sus raíces, sus fronteras, provocando el odio y el miedo, lo que a su vez conducirá a erigir nuevas barreras. De la eficacia de la respuesta a estos desplazamientos epocales -respuesta que debería estar libre de odio y demagogia sentimental- es que dependerá la existencia o al menos la dignidad de Europa.
Yugoslavia es sólo un ejemplo de una enfermedad mortal que serpentea por todas partes. Cuando hace algunos años vi clavar con orgulloso entusiasmo las estacas que señalaban la frontera entre Croacia y Eslovenia recordé una historia que me contaron unos amigos estonios y letones. En 1929 o 1930, algunos estudiantes letones entraron en Estonia, subieron al Suur-Munamäki, la colina más elevada del Báltico (317 metros), cuatro más que el más elevado cerro letón, y rebajaron aquellos cuatro metros para arrebatarle a los estonios su primado, que a su vez lo restablecieron enseguida, reamontonando en la cima cuatro metros de tierra y añadiéndole luego una torre. También existen confines de altura. Es necesario ser capaces de verlos -incluso cuando se alzan orgullosos, como el muro de Berlín hasta hace poco tiempo- como cúmulos de ruinas -como cada frontera- y saber que nuestra tarea consiste en retirar esas ruinas y amontonarlas allí donde menos molesten, como hacían en 1945 las famosas Trümmerfrauen berlinesas.
La figura de esta mujer con la escoba, que barre escombros y muros resquebrajados, podría ser la figura ideal, simbólica, del ángel del confín.
Pero es una figura improbable. Cada vez es más difícil, en la actual irrealidad del mundo, responder a la pregunta de Nietzsche: “¿Dónde puedo sentirme en casa?”.
Tanto en un caso como en el otro el escritor parece conocer bien cual es su lugar, detrás de cual frontera él se siente en casa. Otras veces, y con mayor frecuencia, la identificación se hace más difícil. Una vez, cuando era estudiante y vivía en Freiburg, en la Selva Negra, en una de aquellas posadas que para un joven constituyen una verdadera universidad del saber y de la vida, fui llevado, con algunos amigos, a Strasburgo, donde nunca había estado. Era el invierno de 1962-63. Nuestro cicerón era un señor mucho mayor que nosotros, también él frecuentador de la posada Goldener Anker, El Ancla de Oro: un alemán de la Selva Negra como cualquier otro, y que había tenido un destino particular. Poco antes de la llegada del nacionalsocialismo, había abandonado Alemania, llevado no por la necesidad, por cuanto pertenecía a la raza aria predilecta del Führer, sino solo por razones políticas, o mejor aún, morales. Su patriotismo por la humanidad no había cancelado el amor por su patria, Alemania, y luego tampoco había disminuido su dolor por la sucesiva catástrofe germana, por la destrucción y posterior división de su país. Cuando atravesó la frontera entre Alemania y Francia por supuesto que no pensaba olvidar a su patria ni tampoco volverle la espalda: simplemente sentía que en aquél momento, y mientras durara el régimen nazista, su auténtica patria, o mejor, su auténtico lugar, estaba en otra parte.
La frontera es doble, ambigua: ora es un puente para encontrar al otro, ora una barrera para rechazarlo. Con frecuencia es la obsesión de situar algo o alguno de la otra parte; la literatura, entre otras cosas, es también un viaje que busca desacreditar este mito de la otra parte, que intenta comprender que cada uno se encuentra aquí y allá, que cada uno, como en un misterio medieval, es el Otro. El escritor que ha inventado el paisaje literario triestino y que murió combatiendo por la unión de Trieste a Italia, Scipio Slataper, comienza Il mio Carso intentando decir quién es y descubre que, para representar su identidad profunda, debe inventarla y decir que es otro, nacido en otro lugar, en cualquier lugar de ese mundo eslavo que se encuentra en conflicto con la italianidad de Trieste, aun cuando forma parte de la civilidad triestina. (...)
Los confines son cambiados de lugar, desaparecen e improvisamente reaparecen; con ellos se transforma de manera errabunda el concepto de lo que llaman Heimat, patria. Ciudad e individuos con frecuencia se percatan de que son “ex” y esta experiencia del extrañamiento, de la ajenidad, de la pérdida del mundo no concierne solo a la geografía política sino a la vida en general. Mi Stadelmann diría que cada uno es un ex de algo, aunque no sepa que lo es.
Tal vez para mí la experiencia originaria del hecho de contar, de la relación que existe entre el hecho de narrar y los equívocos de la vida y de la historia, se remonta a un grotesco y doloroso desplazamiento de confines del que casualmente fui testigo de pequeño, aquél absurdo “Kosakenland” que los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial, habían prometido a sus aliados cosacos y que, por algunos meses, estuvo situado en Carnia, la áspera y desvalida región del Friuli, hasta la catástrofe final.
Hacia aquellas tierras los cosacos no solo habían trasladado sus casas de campaña, sino incluso sus propias raíces; habían trasplantado su pasado y su estepa hacia aquellas regiones, de cuya existencia, hasta poco antes, ni siquiera habían oído hablar. Convencidos de que combatían por la libertad, se habían puesto al servicio de la tiranía más feroz. En nombre de la patria que buscaban, y en el deseo de encontrar un punto fijo, un estable y tranquilo confín propio, ellos despojaban a otros de su patria, de sus confines.
Esta historia cosaca muestra como el confín, que corre entre la verdad y la mentira, muchas veces es incierto, aunque si nuestra tarea es aquella de buscar incesantemente la posibilidad de establecerlo. La escenificación de la verdad en ocasiones se convierte en su contrario, la verdad viene enmascarada y se transforma en mentira; también en este caso es un confín que viene inadvertidamente transgredido o confundido. La frontera entre mentira y verdad, de por sí dividida por una clara línea de separación, como el sí y el no de las palabras del Evangelio, viene frecuentemente cancelada y desplazada de la historia y de la ideología.
Mi educación sentimental ha estado signada por muchas experiencias de frontera perdida o buscada, reconstruida en la realidad y en el corazón. Después de aquella del fantasmal estado cosaco, la otra experiencia fundamental en este sentido ha sido, para mí, la del éxodo de trescientos mil italianos que, al final de la Segunda Guerra Mundial, abandonaron Istria. La Yugoslavia de Tito, luego de liberarse con su extraordinaria guerra de resistencia, no solo había recobrado tierras eslavas, sino que se había anexado también, con Istria y Fiume, tierras italianas. Los años precedentes estuvieron caracterizados por la opresión fascista de los eslavos y la desvalorización de sus derechos, incluso por parte de muchos italianos no explícitamente fascistas pero sí nacionalistas. La revancha yugoslava a la insignia del totalitarismo fue violenta e indiferenciada. En aquellos años signados por el miedo, la intimidación y el delito, cerca de trescientos mil italianos dejaron, en diversos momentos, sus tierras y sus casas, para errar por el mundo y vivir, por muchos años, en campos de refugiados. Esta gente, que había perdido todo, era frecuentemente incomprendida e ignorada en su dramática situación, y por esto tendía a su vez a encerrarse entre otras fronteras que se erigían en los corazones, las fronteras de la amargura y del resentimiento que aislaban a estos exiliados no solo de su tierra perdida, sino también, continuamente, de aquella en la que venían a insertarse y que los ignoraba o los hacía sentir parcialmente extranjeros.
Otras fronteras todavía más complejas venían a crearse en torno a aquellos exiliados que, aún sufriendo el drama del exilio y de la incomprensión por parte de la Italia oficial y aún oponiéndose a la violencia nacionalista eslava que los repelía, se negaban a unirse a los sentimientos nacionalistas italianos y por ende a cualquier indiscriminada negación o rechazo de los eslavos y continuaban a ver en el diálogo entre italianos y eslavos su más auténtica identidad. Ellos continuaban considerando y apreciando su mundo istriano y adriático, un mundo mixto y compuesto, no solo italiano y no solo eslavo sino más bien italiano y eslavo, siendo odiados por esto tanto por los nacionalistas eslavos como por los italianos, llegando por tanto a encontrarse en una especie de tierra espiritual de ninguno, rodeada de otras fronteras.
Aquél confín oriental de Italia ha sido escenario de otra migración, cuantitativamente mucho más modesta, pero mucho más ignorada y trágica, que he evocado en Un altro mare y en Microcosmi: el caso de los dos mil obreros italianos de Monfalcone, militantes comunistas convencidos que habían conocido las prisiones fascistas y los Lager alemanes. Mientras ocurre el éxodo istriano, ellos dejan todo para trasladarse y establecerse en Yugoslavia y contribuir a la construcción del comunismo. Cuando Tito rompe con Stalin, son perseguidos por estalinistas y deportados a dos gulag, donde son torturados violentamente y resisten en nombre de Stalin, que a sus ojos representa el Ideal y la Causa. Más tarde, cuando regresan a Italia, son acosados por su condición de comunistas y hostilizados, como incómodos testimonios del pasado estalinista, por parte del PCI ; una vez más se encuentran en la otra parte, en la parte equivocada en el momento equivocado, rodeados por fronteras mucho más duras y feroces.
Todo confín tiene algo que ver con la inseguridad y con la necesidad de una seguridad. La frontera es una necesidad, porque sin ella -sin una distinción- no hay identidad, no hay forma, no hay individualidad y mucho menos una existencia real, ya que esta última viene succionada por lo informe y lo confuso. La frontera constituye una realidad, establece contornos y demarcaciones, construye la individualidad, personal y colectiva, existencial y cultural. Frontera es forma, y por tanto es también arte. La cultura dionisíaca, que proclama la disolución del yo en un confuso magma potencial que debería ser liberatorio y sin embargo es totalitario, priva al sujeto de cualquier capacidad de resistencia y de ironía, lo expone a la violencia y a la anulación, disuelve cualquier unidad portadora de valores en un polvillo gelatinoso y salvaje. El yo es como el barón de Münchhausen, debe salir de las arenas movedizas levantándose por su propia coleta. Puede contar solamente con esa coleta y con esa difícil y contradictoria posición, pero esta irónica condición es su fuerza. La ironía disuelve -o deshace- los confines rígidos y forzosos, pero construye confines humanos, flexibles y tenaces; la ironía se opone a cualquier misticismo indistinto y a toda asamblea totalitaria y potencialmente latente, porque distingue, articula, redimensiona y autoredimensiona. La ironía es guerrilla contra el énfasis abdominal y el minimalismo posmoderno; es una virtud tierna y fuerte.
La Odisea, ese gran libro entre los libros y novela entre las novelas es tal vez, en primer lugar, una epopeya de los confines, del individuo que construye su personalidad, o lo que es igual, la delimita respecto al fluir indiferenciado, hechizante y destructor de la naturaleza que quiere disolverlo; es el yo que se enriquece en su relación con la diversidad, aunque sin ser anulado o absorbido. El diálogo, que une a los interlocutores, presupone la propia distinción y una pequeña pero insuprimible y fecunda distancia.
Dos modelos de odisea se erigen como posibles en la época contemporánea. Por una parte, según el modelo tradicional y clásico que va de Homero a Joyce, la odisea como viaje circular, como camino del individuo que parte, atraviesa el mundo y finalmente retorna a Ítaca, a casa, enriquecido y siempre cambiado por las experiencias que ha tenido en su viaje pero confirmado en su identidad. Es por tanto el arribo a una identidad más profunda, edificando sólidas y seguras fronteras de la propia persona, ni obsesivamente cerradas al mundo ni disueltas en una caótica confusión.
Por otro lado, está la odisea rectilínea, relatada por ejemplo por Musil, en la cual el individuo no regresa a casa, sino que prosigue en línea recta hacia el infinito o hacia la nada, extraviándose por el camino y cambiando radicalmente la propia fisonomía, convirtiéndose en otro, destruyendo toda frontera de la propia identidad. Musil narra la explosión de la individualidad y por tanto el debilitamiento de las articulaciones que le dan forma y confín, sobre todo en dos personajes de El hombre sin atributos, Moosbrugger y Clarisse, que más que individuos son complementos de pulsaciones, sueños colectivos o vertiginosas identificaciones del yo con lo real, en las que ese yo se desborda y se pierde, sin llegar a establecer una frontera entre él y el mundo.
Detrás de toda esta literatura está, explícita o implícita, la gran lección de Nietzsche, explorador y destructor de toda ficticia identidad individual, fragmentada por él en una “anarquía de átomos” en la que la tradicional y milenaria estructura del sujeto individual, que desde tiempos inmemoriales ha construido fatigosamente sus propias fronteras, parece hallarse ya a punto de disolverse, de perder los propios confines y de transformarse en una pluralidad aún no precisamente definida, casi en un nuevo estadio antropológico. Buena parte de la más grande literatura moderna y contemporánea está signada por una doble relación del yo con las propias fronteras, con su disolución (incluso lingüística) y su rigidez, ambas letales.
Es necesaria una identidad irónica, capaz de liberarse de la obsesión de encerrarse y también de la de superarse. Muchas veces el escritor de confines se encuentra entre Scilla y Cariddi, entre la retórica de una identidad compacta y aquella de una identidad huidiza. Todos conocemos y despreciamos a los primeros, esos escritores que se convierten en fieros custodios de la frontera -de la italianidad, de la germanidad, de la españolidad, de la eslovenidad. Pero también aquellos que los combaten desde posiciones mucho más nobles con frecuencia son víctimas de otra retórica de confín, aquella que quiere negar a cualquier precio cualquier confín, de ponerse siempre de la otra parte, de sentirse -por ejemplo- en Trieste italiano entre los eslavos o eslavo entre los italianos...
Muchas veces esta posición es políticamente meritoria en un clima de ásperos conflictos étnicos, aunque corre el riesgo de convertirse en una fórmula estereotipada, una cómoda coartada literaria, y a su vez de ser indulgente con ese pathos del confín que se niega a sí mismo, a esa obsesiva interrogación sobre la identidad que se expresa en la declarada complacencia de no reconocerse en alguna identidad precisa. También una apasionada y problemática literatura de confín, agobiada por la proclamación de la propia no pertenencia o desarraigo, puede convertirse en un rancio repertorio de lugares comunes, como los rimadores de antaño, dispuestos siempre a sugerir la rima útil. La crítica feroz al propio mundo natal, aunque preferible a la desabrida celebración, se convierte fácilmente en un gastado topos: los escritores triestinos que satirizan Trieste, los praguenses que se encarnizan contra Praga, los vieneses que desprecian Viena, etc, por lo general se balancean entre la auténtica liberación y la visceralidad convencional.
El mejor modo de liberarse de la obsesión de la identidad es aceptarla en su siempre precaria aproximación y vivirla espontáneamente, es decir, olvidándose de ella; así como se vive sin pensar todo el tiempo al propio sexo, al propio estado civil o a la propia familia, también es mejor vivir sin pensar demasiado en la vida. Una vez que conocemos su propia relatividad, es conveniente aceptar los propios confines, como se aceptan los de nuestro propio cuarto.
Vividos de este modo, con simplicidad y con afecto, esos confines se convierten en una valiosa potencialidad de la persona. Decía Dante que nuestra patria es el mundo, como lo es para los peces el mar, pero que a fuerza de beber el agua del Arno había aprendido a amar intensamente Florencia. Esas dos aguas, que se encuentran y se mezclan sin abolir el confín, se completan recíprocamente. Es falsa la una sin la otra; sin el sentido de pertenecer a ese mar, el apego al Arno puede convertirse en una angustia regresiva, y sin el amor concreto por el río natal, quejarse del mar deviene una vacua abstracción.
Tal vez ha sido sobre todo la civilización hebrea de la diáspora quien a contribuído a relacionar, en una sanguínea simbiosis, arraigo y lejanía, amor a la casa y fuga nómada que encuentra una casa provisional en una anónima habitación de hotel, en el andén de una estación, en un miserable café, etapas del exilio y del camino hacia la tierra prometida, y por tanto concretos aunque fugaces confines de una patria verdadera.
En una historia hebrea-oriental, de la cual he sacado el título para un libro sobre el exilio, un hebreo, en una pequeña ciudad de Europa del este, se encuentra a otro que se dirige a la estación cargado de equipajes y le pregunta a dónde va. “A América del Sur”, responde el otro. “Ah”, responde el primero, “vas muy lejos”. A lo que el otro, mirándolo desconcertado, replica: “¿Lejos de dónde?”. En esta historia, el hebreo oriental no tiene patria, no tiene un punto de referencia respecto al cual poderse considerar cercano o lejano y está por tanto lejos de todo y de todos, no posee una patria histórico-política, y por tanto no tiene fronteras. Pero al mismo tiempo él tiene su propia patria en sí mismo, en la ley y en la tradición en la que él se ha establecido y que se han arraigado en él, por lo que no está nunca lejos de la propia casa, estando siempre al interior de la propia frontera. Así, esta última se vuelve un puente abierto al mundo.
Pero la frontera es un fetiche cuando es vivida como barrera para rechazar al otro. La obsesión de la propia identidad, que tanto más se rodea de fronteras cuando más persigue una imposible y regresiva pureza, conduce a una violencia de la que la atroz y obtusa guerra en la ex-Yugoslavia es un ejemplo extremo, aunque no único en Europa. Como cada fetiche, la frontera exige con frecuencia tributos de sangre, y en los últimos tiempos el resurgir de la entronización de fronteras, el desencadenamiento de furibundos y viscerales particularismos, cada uno de los cuales se cierra en sí mismo idolatrando la propia peculiaridad y rechazando todo contacto con el otro, ha desatado luchas feroces. Las diversidades, redescubiertas y justamente apreciadas como variantes del universal humano, se convierten en la negación y la destrucción si se absolutizan. A este fetichismo se contraponen las palabras de Nietzsche, descaminadas o confusas si se toman al pie de la letra, pero iluminante metáfora de la verdad: “¿Por qué ser hostil con el vecino, cuando en mí y en mis padres hay tan poco para amar?”.
No sólo existen los confines entre los estados y las naciones, establecidos por tratados internacionales -y también por la fuerza. También la pluma que garabatea diariamente, como dice Svevo, traza, aparta, disuelve y reconstruye confines; es como la lanza de Aquiles, que hiere y cura. La literatura es de por sí una frontera y una expedición a la búsqueda de nuevas fronteras, un desplazamiento y una definición específicos. Toda expresión literaria, toda forma es un umbral, una zona en el límite de innumerables elementos, tensiones y movimientos diversos, una mudanza de los confines semánticos y de las estructuras sintácticas, un contínuo desmontaje y remontaje del mundo, de sus cornisas y sus imágenes, como en un teatro inmóvil en el que incesantemente se reajusten las escenas y las perspectivas de la realidad. Todo escritor, lo sepa o lo quiera o no, es un hombre de frontera, se mueve a través de ella; deshace, niega y propone valores y significados, articula y desarticula el sentido del mundo con un movimiento sin pausa que es un contínuo deslizamiento de fronteras.
La escritura trabaja en los confines y en su propio desplazamiento, en el instante preciso en que se difumina y traspasa. El compromiso moral, la actitud combativa cotidiana a que también alude la literatura, impone el hecho de instituir y defender de contínuo las fronteras; de derribar aquellas que parecen falsas y de erigir otras; de obstruir la entrada del mal. Un mundo sin fronteras, sin distinciones, sería el horrible mundo del “todo vale” imaginado con horror por Dostoievski, un mundo susceptible de cualquier violencia y cualquier atropello o superchería. En este sentido, se lucha contra los confines, pero para instaurar otros.
Por otra parte, persiste la fascinación del momento en el que una cosa se transforma en otra, la incesante metamorfosis del mundo que es la esencia misma de la vida, esa que consiste en un contínuo rebasamiento de los confines. Siempre me han fascinado los confines entre los colores y su modo de borrarse en las degradaciones (claroscuros) del traspaso; con frecuencia la difuminación, sobre todo al relacionarse con el agua, llega a ser la suma misma del sentido de la vida y de la poesía que trata de aferrarlo. También el viaje, estructura narrativa que me atrae con mucha insistencia, se desarrolla según un ritmo que es el de un contínuo traspasar, desdibujar y decolorar de confines. No es casual que estos viajes transcurran sobre el agua : a través de los ríos, en las lagunas, en el lugar de encuentro entre el río y el mar, en la reverberación del mediodía marino que simboliza la seducción y la destrucción inmanentes en un absoluto sin confines.
La imagen insistente de la línea en la que el agua del río se encuentra con la del mar puede ser un signo de esta fascinación por la difuminación decolorante.
Cada relato aporta una forma a la vida, y por ende instituye una frontera; el encanto de la decoloración tiene sentido solo si, no obstante el vértigo de la metamorfosis, se intenta fijar, al menos por un instante, una imagen que lo salve de lo confuso. La literatura es también un análisis del transcurrir de sentimientos y pasiones, de ese proceso contínuo y ambivalente en el que un sentimiento se disipa en otro contiguo, hasta llegar a convertirse en un sentimiento opuesto -también en este caso se trata de rebasar una frontera, de descubrir a un tiempo su necesidad y su precariedad.
La literatura enseña a rebasar los límites, pero también consiste en el trazado de límites, sin los cuales no puede existir siquiera la tensión por superarlos para alcanzar algo más alto y más humano. Desafortunadamente, las fronteras de nuestro presente histórico no tienen que ver sólo con la literatura, sino más bien con una dimensión mucho más violenta e inmediata. Lo sucedido en Yugoslavia revela el peso terrible del pasado y de la historia, el poder mortal de pluriseculares confines del odio y la división. Después de los eventos de 1989, se asiste a la construcción de nuevos muros y confines -étnicos, chovinistas- específicos. Amén de que sobre nuestro futuro se perfila el espectro de la migración de millares de hombres que, empujados por el dolor y el hambre, probablemente abandonarán sus raíces, sus fronteras, provocando el odio y el miedo, lo que a su vez conducirá a erigir nuevas barreras. De la eficacia de la respuesta a estos desplazamientos epocales -respuesta que debería estar libre de odio y demagogia sentimental- es que dependerá la existencia o al menos la dignidad de Europa.
Yugoslavia es sólo un ejemplo de una enfermedad mortal que serpentea por todas partes. Cuando hace algunos años vi clavar con orgulloso entusiasmo las estacas que señalaban la frontera entre Croacia y Eslovenia recordé una historia que me contaron unos amigos estonios y letones. En 1929 o 1930, algunos estudiantes letones entraron en Estonia, subieron al Suur-Munamäki, la colina más elevada del Báltico (317 metros), cuatro más que el más elevado cerro letón, y rebajaron aquellos cuatro metros para arrebatarle a los estonios su primado, que a su vez lo restablecieron enseguida, reamontonando en la cima cuatro metros de tierra y añadiéndole luego una torre. También existen confines de altura. Es necesario ser capaces de verlos -incluso cuando se alzan orgullosos, como el muro de Berlín hasta hace poco tiempo- como cúmulos de ruinas -como cada frontera- y saber que nuestra tarea consiste en retirar esas ruinas y amontonarlas allí donde menos molesten, como hacían en 1945 las famosas Trümmerfrauen berlinesas.
La figura de esta mujer con la escoba, que barre escombros y muros resquebrajados, podría ser la figura ideal, simbólica, del ángel del confín.
Pero es una figura improbable. Cada vez es más difícil, en la actual irrealidad del mundo, responder a la pregunta de Nietzsche: “¿Dónde puedo sentirme en casa?”.