Más allá del lenguaje, CLAUDIO MAGRIS

Claudio maGris
clauDio MagRis
Más allá del lenguaje: la obra de Hermann Broch

traducción para Cacharro(s) de Atilio Caballero

En una escena de La noche, de Antonioni, se veía en manos de un personaje una copia de Los sonámbulos de Hermann Broch. Pero las obras maestras de este escritor, no obstante a ser bien acogidas, aún no son lo bastante conocidas como merecen; nacido en Viena en 1886 y muerto en los Estados Unidos en 1951, tal vez ha quedado relegado a un segundo plano con relación a otros autores austriacos, más o menos grandes, que en los últimos decenios han gozado de una fama creciente, más que justificada en algunos -entre ellos, por ejemplo, Musil y Canetti-, y extendida con frecuencia a figuras más mediocres cuyo único mérito era su pertenencia a la mitteleuropa asburgica.

Los escritores austriacos más fácilmente asimilados -y difundidos- pertenecen a dos categorías: los nostálgicos del mundo de ayer, transfigurado como imagen del orden y la seguridad, y los agoreros de la crisis, para los cuales la vieja Austria es la Babel del desorden y de la bancarrota de valores, el laboratorio del nihilismo, el modelo de toda la civilización contemporánea fundada sobre la nada.

Broch intimida a los nostálgicos porque ha desmitificado la festiva Viena finisecular cual apocalíptico vacío de valores enmascarado por el kitsch operístico, e inspira sospechas entre los posmodernos admiradores del vacío -o que se dejan seducir por él- porque somete esto último a una crítica implacable, racional e incluso religiosa -de una religiosidad inconfesa, caracterizada por una original simbiosis de hebraísmo y catolicismo, presente incluso, aunque en modo diverso, en Joseph Roth. En ambos casos, se trata de una visión que, al estar permeada por esta acepción de lo sagrado, se revela particularmente eficaz para entender el caos contemporáneo, sus verdades y sus fetiches. Broch propone valores fuertes aunque ocultos en el delirio de su época -que es aún la nuestra; si el vasto consumo de literatura austríaca ha estado muy influenciado por la exaltación de lo excéntrico, lo irracional o lo sofisticado, Broch -con la claridad de su ética, de su formación científica y de su concepción religiosa igualmente contraria a cualquier pacata coquetería con lo oculto- difícilmente se deja perturbar por este gusto, que él mismo fustiga como kitsch y al cual contrapone el sentido de la totalidad de la vida, que incluye en sí mismo el significado que le confiere unidad.

Esta unidad de la vida -y del gran estilo poético-filosófico que la descifra y al mismo tiempo la funda, como ha escrito Broch en ensayos memorables- se ha quebrado, y él ha puesto al desnudo sus consecuencias, que bien pueden ser la disgregación, o la estéril complacencia en su análisis o los pomposos intentos por esconderla, restaurando ideales quebrantados o sustituyendo los auténticos valores perdidos con edificantes paliativos ideológicos o sentimentales.

Broch es un genial desenmascarador del sonambulismo, es decir, de ese auto-embotamiento con el que los hombres se esconden a sí mismos su propio vacío, con una horrible buena fe que es su mayor falsificación, y que animaba a la abuela de Biagio Marin, como cuenta el poeta, a decirle: “Recuerda que quien ignorantemente peca, ignorantemente se daña”. Justamente, Marin consideraba estas palabras como una de las grandes enseñanzas morales de su vida. Si a veces -en ciertas circunstancias en las que, no obstante cualquier esfuerzo, es imposible darse cuenta de la situación y de los valores realmente en juego- la susodicha buena fe puede ser una excusa, generalmente, sin embargo, deviene un agravante, porque es el resultado de un largo proceso de deterioro de la propia conciencia, aturdida, embriagada o abatida por la costumbre de la mentira y el mal, al punto de llegar a ser incapaz de distinguir entre el bien y el mal, convencida de estar en lo justo incluso cuando se mancha de culpas porque no quiere mirar de frente la realidad, la dificultad y la responsabilidad de elegir, la necesidad de juzgar y de ser juzgada. Si se comete un acto de violencia o una injusticia sabiendo que se hace el mal, al menos existe la posibilidad de corregirse o de reparar los errores; posibilidad que no existe cuando se es tan obtuso que es imposible reparar en lo que se hace o tan arrogante o ciego como para considerarlo justo. Una buena parte de los peores culpables están sumidos en una espantosa buena fe y cumplen ignorantemente con sus delitos; los racistas que linchan a un desdichado extranjero están convencidos de que, de un modo o de otro, estos desgraciados merecen esta violencia y que es un bien extirparlos de la sociedad. Si habrá un día del Juicio Final, esta ignorancia, una suerte de obscena inocencia, posiblemente les será atribuida, como pensaba la abuela de Marin.

Tal ignorancia no concierne sólo a la dimensión moral; implica también una relación con toda la realidad, la historia y la existencia, y con la incapacidad de mirarla a la cara sin obstáculos, de sostener su desnuda y quemante tensión. Cuanto más lacerante se vuelve esta tensión, tanto más se defienden aquellos que temen no resistirla, pretendiendo ofuscar la percepción, vivir como sonámbulos, palabra que da título a la gran trilogía narrativa de Broch (1929-1932).

Para Broch, el mundo se asemeja a ese palco vacío en cada teatro de cada ciudad del imperio austroasbúrgico y reservado para la eventual visita del soberano, que obviamente nunca o casi nunca aparece, de manera que el centro ideal de aquella civilización es algo que falta, que no está, y que se trata de cubrir con una profusión de ornamentos eclécticos, como los edificios falso-renacentistas o falso-góticos del Ring vienés. Ya bien sea en los ensayos como en sus novelas, Broch muestra genialmente el agotamiento, la irrealidad -y por tanto la angustia, la impotencia vital y afectiva- de un mundo sin valores; mezclando elementos tradicionalistas (como la idealización del Medioevo) y una sensibilidad extraordinariamente capaz de sumergirse en el delirio de la época -especialmente en los años de entreguerras-, nos hace ver la irracionalidad de una civilización que se cree racional, pues los compartimentos separados en los que ella se ha fragmentado funcionan ocultamente pero cada uno por su cuenta, de manera que el conjunto -es decir la vida, la realidad, la misma persona- es un caos.

Broch es un gran artista cuando representa -por ejemplo en Los sonámbulos o en Los inocentes- la alienación del individuo que, una vez perdido su sistema de valores, los sustituye con ficticios y miserables simulacros, con los ídolos psicológicos, ideológicos o sentimentales fabricados por la opinión común; este individuo es el sonámbulo que no quiere percatarse de que duerme y vaga en la irrealidad, acrecentando así la propia nada y la propia y oscura angustia.

En las páginas de Broch esta grandiosa temática epocal se desliza en la concreta realidad de la existencia, del cuerpo, de los sentimientos, del sexo. Nutrido de una sólida formación matemática -y también en esto, hijo de aquella cultura austríaca que era grande sobre todo por la simbiosis de ciencia y poesía- Broch ha desenmascarado la malignidad del siglo, el mal totalitario -sufrido sobre la propia piel de hebreo exiliado en América durante el nazismo-, así como ese otro mal, tan siniestro como el anterior, que es la impalpable, aparentemente desconocida connivencia con eso, practicada incluso en los gestos cotidianos.

Nostálgico del orden, Broch sabía que la verdad de su tiempo era el desorden y que el deber moral del poeta -como dijo Canetti en el discurso pronunciado por sus cincuenta años- era el de ser el perro de su propio tiempo, de no encerrarse en la propia pureza sino ir a olfatear en cada esquina, incluso en la más escuálida y repelente, la verdad de la propia época, aliviando el dolor y desalojando de su guarida el mal escondido entre las inmundicias.

Según Broch, la novela experimental de vanguardia -Joyce, Kafka- puede ser para la contemporaneidad lo que Homero y su gran estilo fueron para el mundo clásico. La novela entonces viene a ser para el escritor un instrumento cognoscitivo para atrapar el espíritu de la época, que narra los sucesos, los sentimientos y los pensamientos de los hombres en los que estos encarnan. Para percibir y retratar verdaderamente a una época -en este caso la contemporánea- que se ha disgregado en una atomización centrífuga y heterogénea y ha perdido toda unidad de valor y estilo, la novela debe hacerse polifónica y polihistórica, asumir en su estructura la inconexa multiplicidad de estilos de la época misma y su falta de centro y de unidad. La novela debe ser al mismo tiempo narración épica, himno y lírica, reflexión ensayística, teoría filosófica impregnada y vivida en la existencia de los personajes, una experimentación de las formas épicas que hace de Broch uno de los más audaces innovadores de la novela.

Una obra maestra como La muerte de Virgilio toca los límites extremos de la novela. “Poeta en contra de su voluntad”, como él mismo se definía, Broch consideraba que el arte está llamado a expresar lo que la filosofía ya no puede afirmar, es decir el valor, o al menos la exigencia del valor; para hacer esto el arte debía declarar su propia insuficiencia, considerarse un sirviente -todavía insustituible- de algo mayor a lo cual -pero sólo a eso- podía únicamente aludir. La poesía es para Broch el gesto que, al límite de lo inexpresable, muestra lo que está más allá de ese confín -“más allá del lenguaje”, como dice la última frase de La muerte de Virgilio. Más allá de ese límite está lo Absoluto y la poesía no puede alcanzarlo, pero puede conducir a los hombres hasta ese umbral, haciéndoles ver que lo verdaderamente importante está del otro lado, aunque recordando siempre que la razón y la moral impiden definir presuntuosamente lo indecible, como hacen sin embargo los falsos profetas.

El poeta es como Moisés, que no puede llegar a la tierra prometida pero sabe mostrar el camino que a través del desierto lleva en esa dirección. “La impotencia de la escritura para eliminar el mal en el mundo”, como observa Cusatelli a propósito de Canetti, también es sentida intensamente por Broch, sólo que en el conocimiento de ello radica el significado -incluso moral- de su misma escritura.

Incluso La muerte de Virgilio, publicada en 1947 después de muchos años de escritura, expresa con ardiente poesía una dolorosa condena del arte. La novela es un monólogo interior de quinientas páginas que abarca las últimas horas de Virgilio, la extinción de su conciencia que, antes de disolverse en el Todo, revive su entera existencia en una fusión simultánea de todos los planos de la realidad -personal, histórica, cósmica- ahondando en su ilimitado océano. Nacido de esa literatura austríaca tan sensible a la fluctuante relación entre la palabra y la vida, el libro constituye un esfuerzo extremo del lenguaje para proclamar la propia extinción en el silencio, el último gesto de la forma sobre el borde de lo informe. Como la palabra, también el individuo se disuelve en el infinito de la muerte, cancelando todo falso rastro antes de desvanecerse. Broch -subraya Ladislao Mittner- sabe confrontarse a fondo, a cualquier nivel, con el absoluto de la muerte.

Broch siente una especial fascinación por los períodos de transición, suspendidos entre el fin de un sistema de valores (el “no más”) y la espera de uno nuevo (el “aún no”), anticipado en la tensión utópica y mesiánica de la esperanza (el “sin embargo ya”). En tales épocas -como la contemporánea, y su espejo simbólico, aquella augusta entre el paganismo moribundo y la llegada del cristianismo- la poesía señala una meta que ella misma no puede alcanzar y un vacío que no puede llenar. Virgilio se convierte entonces en el prototipo del poeta moderno, que pone en duda su razón de ser, y justamente de esta duda viene su autenticidad y justificación.

En épocas de crisis, como en aquella vivida por Virgilio o por Broch, la poesía revela sobre todo la necesidad de ir hasta el fondo de la crisis, de recorrer el camino en el desierto y en el vacío hasta llevar apocalípticamente a vías de hecho la destrucción del mal -y por extensión del viejo mundo-, que debe perecer para que, mesiánicamente, pueda producirse la salvación y el nacimiento de lo nuevo.

La muerte de Virgilio -como casi toda la obra de Broch- posee una extraordinaria potencia en su capacidad de evocar las cuerdas esenciales de la vida, el amor, la angustia, la culpa, la felicidad, el sueño y la muerte. Broch ha logrado escribir una obra atrevidísima y aún así comprensible, rezumante de problemática filosófica y tensión cognoscitiva y sin embargo disuelta en un canto lírico; ha logrado crear un lenguaje que, no obstante su densidad de conceptos y construcciones abstractas, se diluye en música y parece volver a las fuentes originarias de toda expresión.

La poesía, que para Broch es “ansiedad de conocer”, es también réplica del poder. Virgilio es poeta porque quiere destinar la Eneida al fuego, impidiendo así que sea utilizada por Augusto para glorificar al Imperio. El poeta moderno no puede celebrar, más bien debe negar toda Ciudad terrena; si el poeta homérico de los orígenes podía cantar las tropas, las jerarquías y los héroes, elevar exclamaciones de júbilo por Augusto sería una mentira, como también lo sería encomiar a un líder político del siglo veinte. Si Virgilio al final renuncia a quemar la Eneida, eso se debe, observa Renato Saviane, a un sacrificio todavía mayor: el poeta comprende que debe asumir la responsabilidad de sus acciones y que, luego de haber cantado al Imperio en su poema, no puede cancelar ese más bien respetable compromiso con el poder y presentarse inocente y puro ante la muerte, sino que debe asumir, incluso en el momento extremo, el peso de esta culpa.

En una espléndida página de La muerte..., el poema virgiliano se despoja de nombres, se libera de toda gloriosa nomenclatura y de toda palabra deseosa de capturar lo inefable y vuelve a ser murmullo imperceptible, hálito del mundo, fluir de la vida y desembocar en la muerte, en el silencio donde nace y se extingue todo lenguaje. Escritor desigual, no carente de un pathos redundante y de cierta ideología regresiva, Broch es una voz que ayuda a entender nuestro presente y que, escribe Luigi Forte, recorre “el camino de la angustia de un siglo” expresando “la gran nostalgia de una patria que es posible presentir en el dolor, en la gélida soledad de toda criatura”. Como toda gran obra poética, este libro de Broch (La muerte de Virgilio) nos hace ver cuan mezquina es una literatura incapaz de proyectarse sobre sí misma.

1994