primer capítulo de la novela Diosa, publicada por Tusquets Editores en 2006.
Una reseña de Armando de Armas.
Una entrevista de Daniel Attala.
Los libros disponibles de Juan Abreu en Casa del Libro
Para Marta, otra vez
Osamu Dazai
Mi primera entrevista con la señora Laura Valero tuvo lugar en el verano de 2004. ¿Por qué yo? Eludió, no sin elegancia, contestar a esa pregunta. El manuscrito que puso a mi disposición tuvo que ser completamente reescrito (razón de mi firma); pero el producto final conserva su esencia, su feroz candor. Los acontecimientos que narro se ajustan fielmente a la experiencia contada por Laura en sus apuntes y de viva voz.
La señora Valero leyó mi versión de sus notas y se mostró satisfecha, y hasta feliz, del resultado. He jurado guardar el secreto de su identidad y, obviamente, honraré la palabra dada a tan exquisita dama. Conocerla fue un honor que atesoro. Siempre he pensado que Barcelona es una ciudad fascinante; tras saber de la aventura protagonizada por la heroína de esta historia, debo reconocer que es infinitamente más fascinante de lo que yo pensaba.
J.A
-----------------------------Laura
----Me llamo Laura Valero y tengo el coño peludo. Digo esto con total candidez. Como podría decir: tengo los ojos verdes, o mis piernas son largas y fuertes. O soy muy inteligente. ¿Por qué no estar orgullosas de la cantidad de vello de nuestro pubis? En caso, claro, de que nos resulte placentera esta particularidad. Yo estoy muy orgullosa de la exuberancia capilar de mi entrepierna. ¿Por qué no puedo usarla como carta de presentación?
----¡Qué mullida y frondosa! Es una selva en la que perderse. Hundo la mano en ella y me siento como un gran explorador... David Livingston, Alexander von Humboldt. O, mejor, como una gran exploradora... Isabella Bird Bishop, Lady Florence Baker.
Me gusta mi coño; quiero decir su dibujo, su protuberancia un tanto agresiva, su aspecto de cefalópodo agazapado. Y mis pechos. Y mis nalgas.
¿Por qué no decirlo?
Todo lo referente a mi cuerpo y a la sexualidad de mi cuerpo me parece ahora natural.
Y así lo digo, naturalmente. No hay nada que ocultar.
No sé qué es la vida para ti, querida lectora, querido lector, pero para mí es algo que se mastica y se abraza, que se vive con el alma, sí, pero también, y fundamentalmente, con la piel, los huesos y las entrañas.
La vida es algo que nos dice: ¡atrévete!
Lo aprendí de mi Maestro.
Meses atrás yo era diferente. De eso trata esta historia.
Lo antes dicho no significa que sea procaz ni promiscua. Más bien soy tímida, de espíritu y costumbres moderadas. Posiblemente me he acostado con menos hombres, y por supuesto con menos mujeres, que la mayoría de las lectoras de este libro. ¡Bravo por ellas! El número de mis compañeros sexuales no es mayor porque me enamoré, y Rodrigo y yo odiamos la infidelidad.
No lo interpreten mal. No es que seamos mojigatos o convencionales. Tenemos un lema: juntos todo, separados nada. Si en un futuro decidimos hacer el amor con otros hombres o mujeres, y espero que suceda, lo compartiremos. Será una experiencia común, sin engaños.
Todas las posibilidades están abiertas, dentro de nuestro amor.
Confío en que no se alarmen; he decidido contar mi aventura con absoluta franqueza. Cuando necesite decir coño, polla, follar, lo diré. Como si hablara con una amiga. Será una muestra de confianza. Quiero que me vean como soy. Si lo consigo estaré satisfecha; aunque decidan abandonar la lectura en la primera página.
Tengo cuarenta años. Soy una mujer hermosa, no en el sentido de las revistas de moda (que, en mi modesta opinión, parecen catálogos de ranas disecadas), pero hermosa. O al menos siempre he creído que lo soy, que es lo mismo, y más importante, que serlo.
Poseo una copiosa cabellera negra, el coño peludo, como ya he dicho, ojos grandes y una boca carnosa, de impronta infantil, que despierta la atención de los hombres.
Y una presencia resuelta.
Mi cuerpo es sólido, uno de esos cuerpos macizos, de huesos bien cubiertos, que da gusto amasar y que soportan a pie firme una buena sacudida; mi piel es tersa, y tengo un culo alto y abundante. Siempre me he sentido apetecible y no he sufrido los traumas tan comunes (al menos entre mis amigas y sospecho que entre muchas mujeres) acerca de si los hombres piensan que «están buenas» y querrían follárselas. Cosa que las angustia y deprime, digan lo que digan de dientes hacia fuera.
Todas las mujeres deseamos ser amadas y apreciadas físicamente; todas deseamos ser gozadas y disfrutadas.
Otra cosa sería insana. Y antinatural.
Sé que es así: me parece excelente.
Muchos hombres han querido follarme. Y algunos, por suerte para ellos y para mí, lo han conseguido. A mi edad, pienso que me gustaría que la cantidad fuera mayor. Pero no ha estado mal. No llegaré a vieja recriminándome... ¿por qué no habré hecho esto, por qué no habré hecho aquello? Suspirando por lo que pudo ser y no fue.
Por otra parte, la suma aún no está cerrada.
Estas andanzas, de las que conservo agradables recuerdos, ocurrieron en mi adolescencia y primera juventud. Estoy felizmente casada desde hace quince años. Amo a mi marido entrañablemente y jamás hubiera emprendido la aventura que narro si no me sintiera protegida y apoyada por su amor, que es como una cápsula mágica. Amor que hace posible la comprensión, pase lo que pase; ya sea que me convierta en el ser más vulnerable del planeta, o en el más osado, desinhibido y salvaje.
Comprensión, amor y admiración: por lo que soy, por atreverme a serlo.
Fuera de nuestra pasión nada de lo que aquí refiero habría ocurrido. Todo lo que cuento sucedió tal y como se narra; he querido ofrecer una visión lo más exacta y real posible de mi relación con Maestro Yuko, de mi ascensión a los misteriosos paraísos de la entrega, del abandono y, sí, de la sumisión. Del amor, a fin de cuentas, que a veces escoge para manifestarse extraños caminos.
Soy una mujer independiente, una profesional respetada, segura de mí misma. Y una esposa feliz, de vida tranquila y apacible, con la que se habrán tropezado cualquier sábado al mediodía en el mercado de la Boquería (ante «Fruits del Bosc de Petras», mi tienda favorita); o vislumbrado curioseando entre los libros de La Central del Raval; o compartido fila una noche en el cine Renoir de la calle Flo-ridablanca para ver la última de Woody Alien en versión original.
Rodrigo no resiste las películas dobladas. Sobre todo si son de Woody Alien.
Lo que pretendo decirles es que se puede ser una persona absolutamente normal, en el sentido convencional del término, trabajar en una oficina, tener responsabilidades profesionales, cuidar de un hogar, y vivir experiencias como las que aquí describo.
Experiencias que, vistas de manera superficial, parecen incompatibles con lo que la sociedad, atrincherada en sus arcaicos conceptos sobre moralidad y buenas costumbres, define como «normalidad».
----Adoro los peces. Hay una gran pecera en nuestro dormitorio: hogar de cuatro carpas doradas. Yuko (bautizada así en honor a mi Maestro), la más bella y enigmática; Mozart (esbelta como una cantata), Abolengo (algo pretenciosa, sí, pero adorable) y Tracy Lord (que debe su nombre a una estrella de cine porno de rostro angelical e impresionante delantera de la que mi marido es entregado admirador).
Tengo la costumbre de buscar parecido entre los peces y la gente que conozco. A menudo lo hallo. El director general de mi empresa, por ejemplo, tiene cara de limpiapeceras. Rodrigo es un esbelto peleador. Mi hermana Andrea, un petulante goldfish.
----Soy vegetariana, aunque de tarde en tarde cedo a la tentación y devoro un enorme filete sanguinolento. La llamada de la horda, el oscuro deseo de devorar y ser devorada. Los fines de semana paso horas en la bañera. Cuando salgo del agua, dedico un buen rato a examinarme el coño en un pequeño espejo. ¡La jungla! Me chiflan las alcachofas. Esquiar. Detenerme a escuchar a los músicos callejeros apostados detrás de la catedral, en la calle de Santa Llúcia. Las películas de Ozu. Groucho, Dreyer, Vis-conti. Los ciclos dedicados al cine japonés en la Filmoteca. Ir de vacaciones a parajes exóticos. Las rebajas de El Corte Inglés. Tardes de lluvia en el Verdi, calles vacías de agosto. Las estatuas humanas, el canto de un gallo, el estallido de las flores, el agua de una fuente centenaria, la pegajosa mirada de un escultórico vikingo en las Ramblas. Espinaca fresca. Tomates de Montserrat con mozzarella. Vinagreta de frutos secos, orégano, perejil y romero. La negrísima piel de unos africanos enormes, deliciosos, en el parque de la Ciutadella. Vagar entre torres de libros en la FNAC, diluirme en el gentío del Paseo de Gracia, beberme un cortado descafeinado de sobre, con sacarina, en la cafetería de la estupenda librería Laie.
En noches de invierno, adoro hacer el amor junto a la chimenea (cursi, sí, pero real). El cuerpo de Rodrigo, teñido por las llamas, se torna aún más enigmático y comestible.
Ya a estas alturas de mis confidencias, debo decir, en honor a la sinceridad, que mi nombre no es Laura Valero. Oculto el verdadero no por temor a asumir públicamente cómo soy y cómo vivo mi vida, sino porque hay gente muy importante para mí que tal vez no lo entendería.
Mi aventura, jornada introspectiva, viaje emprendido hacia el centro de mi ser... ¿cómo llamarlo?, no ha sido fácil. Ni ha sido acometido a la ligera. Eso lo puedo asegurar sin el menor asomo de duda. Hubo momentos en que quise abandonar. Pero el deseo de conocerme y la visión de un abismo, no tenebroso, sino de luz, sirvieron de acicate para seguir adelante. Un abismo en el que, paradójicamente, cuanto más descendía, más pureza e inocencia alcanzaba. Es difícil de explicar, pero lo intentaré: a cada tramo superado, pasada la sacudida, era como si las enormes, cálidas manos de un dios moldearan mi ser reblandecido y sediento y lo mejoraran, preparándolo para la próxima etapa.
Habrá momentos (quiero hablar aquí especialmente a las mujeres que en estos instantes se hallan inmersas en un viaje semejante al mío, o lo emprenderán en alguna etapa de sus vidas; y lo mismo vale para los hombres) en que nos sentiremos desgraciadas, habrá momentos en que sentiremos asco de nosotras mismas, en que el placer será insondable y pavoroso, momentos en que alcanzaremos un nivel de integridad que nos asustará; habrá momentos en que nos sentiremos como perras deseosas de serlo y disfrutaremos de una extraña felicidad rebajándonos, siendo humilladas. Habrá momentos en que las dudas nos asaltarán como fieras rabiosas, en que estaremos a punto de rompernos y mandarlo todo a la mierda y regresar a toda prisa a la seguridad de lo conocido.
Sin embargo, les recomiendo perseverar, como hice yo.
La recompensa merece la pena.
Algunos pasajes de esta historia parecerán brutales. Lo son. Los rituales del sexo suelen serlo. El sexo es un territorio regido por la violencia y el abandono de las reglas. Pero en esa violencia suele habitar una indescifrable ternura. Muchos pensarán en términos de perversidad y depravación; yo respondo que donde hay amor, aprendizaje, superación y autenticidad, no hay suciedad ni pecado.
No tengo nada de que avergonzarme.
A los que vean en lo que describo un mero ejercicio de exhibicionismo, les recomiendo aproximarse a supportEmptyParas]este relato como a una curiosa pieza antropológica. El lenguaje en que han sido escritos los mensajes es crudo y, en ocasiones, vulgar. Pero honesto. También están llenos de pasión, sinceridad y (los de mi Maestro) de poesía. Era evidente que las palabras desempeñaban un papel importante en sus planes. Maestro me ha enseñado que las imágenes y descripciones que emanan de una situación pueden ser más reales que la situación misma.
Cuando tuve que hablar de cosas muy personales, traté de utilizar el lenguaje de los amantes en la extrema intimidad. Y, sobre todo, intenté decir lo que sentía, lo que imaginaba, lo que deseaba, de la manera más clara y directa posible.
Cierto vocabulario, que se me resistía, que tuve que obligarme a emplear, era parte fundamental del entrenamiento. Resultaba esencial para situarme en la esfera de mi interlocutor. Al escribir, tenía la sensación de convertirme en otra persona. Durante semanas, fue imposible para mí conciliar a la mujer que se esforzaba en redactar aquellos desinhibidos mensajes y obedecía las órdenes de un desconocido, con la ejecutiva enfundada en un elegante traje de Armani que negociaba contratos con un proveedor o tomaba decisiones que afectarían al futuro de su empresa.
Concilié ambos seres gracias a la sabiduría de mi Maestro.
El mensaje con el que comenzó todo fue el más difícil.
La correspondencia constituyó un proceso arduo.
La palabra puta representó un obstáculo casi insalvable.
Por supuesto, como a la mayoría de las mujeres, haciendo el amor me han llamado puta en diversas ocasiones. Pero es muy diferente ese juego fugaz y esporádico que el uso que terminé haciendo de esa palabra. Extrañamente, llegado el momento, encontraba más tolerable referirme a mí misma en términos de perra o cerda. Puta es una palabra a la que los machos (nótese que no digo los hombres) han revestido de un poder incalculable. Una palabra ancestral cargada de resonancias terribles.
Puta. ¿En cuántas, innumerables ocasiones esa palabra significó y sigue significando el peor de los insultos, el más oprobioso de los epítetos que puede dedicarse a una mujer? Es francamente estúpido.
Les advierto que esta correspondencia puede resultar ofensiva para espíritus timoratos, también lo fue para mí en algún momento; hasta que comprendí que nada que nazca del deseo de conocerme disminuye; por el contrario, enriquece. Se trata de un intercambio, como verán, que con frecuencia adquiere tintes difíciles de asimilar. Para contestar los maravillosos mensajes de mi Maestro tuve, en principio, que asumir la idea de que se trataba de un juego perverso, depravado, extraño y humillante, pero un juego a fin de cuentas.
Considerar que podía abandonar el juego en el momento que estimara pertinente, me ayudó a continuar.
Sin embargo, desde el primer mensaje de Maestro Yuko tuve la sensación de que era receptora de un inestimable regalo.
El juego, poco a poco, se fue haciendo «real», fue encontrando eco en mi ser, en mi espíritu y mis visceras. Los meses que duró esta experiencia los viví como en un sueño deseado y odiado a partes iguales. Nada ha sacudido ni cambiado mi vida tan profundamente como estos mensajes. Y lo que sucedió a continuación.
¿Por qué publicar esta correspondencia, por qué compartir mi aventura?
Porque creo que ayudará a muchas y muchos a encontrarse a sí mismos.
¿Y no es ése el objetivo de la vida?
Rodrigo me guió. Yo quería ser guiada. Si él está a mi lado, y ésta es la más tierna confesión de amor que puedo concebir hacia el hombre que amo, soy capaz de bajar sonriente al mismísimo Infierno.
A lo largo de estas páginas hablo fundamentalmente de mi aventura, pero ustedes comprenderán que se trata de la aventura de ambos. De los retos, de los miedos, de las diversiones y descubrimientos, de las curiosidades y anhelos de ambos. Mi querido esposo entró más fácilmente en su papel, y me animó a lo largo de la travesía, pero en ocasiones yo daba un gran salto adelante y él dudaba, y tuve que llevarlo a remolque, hasta que volvía a disfrutar del juego.
¿Juego? Sí, juego.
En el fondo, es un gran, espléndido juego.
Todo comenzó de manera casual, como parece que comienzan muchas cosas importantes. Conversaba con Rodrigo acerca de la sumisión y la entrega. De los posibles límites del castigo, el dolor, la degradación, en el contexto de una relación sexual. Charla propiciada por unas imágenes vistas en Internet. Imágenes que me sobrecogieron y excitaron. Y hablo de una excitación diferente a cualquiera que sintiera antes. Chicas japonesas atadas, zurradas, humilladas y expuestas. Chicas colgando del techo como víctimas atrapadas en hermosas telarañas de hilo de cáñamo. Utilizadas a manera de adornos. Como parte de una decoración. Rostros que se iluminan al caer cera ardiente sobre los pechos o el vientre de sus dueñas. Cuerdas trenzadas, piernas amoratadas, rostros convulsos, miradas implorantes, bocas ansiosas, bocas babeantes, miradas borrosas, miradas sumergidas en un mundo desconocido, desconcertante.
El vídeo de una atractiva chica a la que propinaban una tremenda paliza nos conmocionó especialmente.
Un anciano oriental, robusto, cuyo rostro exhibía una serenidad cautivadora, colocaba a la joven sobre sus piernas, las nalgas blanquísimas, nalgas de leche fresca, ofrecidas; de inmediato procedía a pegarle con una especie de raqueta de madera. Alternaba el castigo con delicadas caricias en la zona afectada. La chica trataba de no chillar, pero terminaba quejándose a gritos y llorando a moco tendido. Al concluir la golpiza, el Amo, con suma ternura, la ataba de forma que quedaba absolutamente inmovilizada, y ponía la polla al alcance de su boca a manera de premio. No por mucho tiempo, sólo un momento. A su juicio, la chica no merecía más.
Los ojos de la joven relucían de puro agradecimiento.
¿Agradecimiento?
Ese detalle me anonadó.
Charlas como las que siguieron a la visión de las fotos y el vídeo nos sirven como calentamiento previo a intensas sesiones de amor. Prefiero decir amor, no sexo, porque con Rodrigo el sexo, no importa lo brutal o poco convencional que sea, es siempre amor.
No era la primera vez que el tema nos atraía. Habíamos incursionado en ese territorio durante meses. Ligeros azotes, mientras follábamos, algún bofetón no muy fuerte. Yo los disfrutaba, pero luego me invadían arrolladores sentimientos de culpa.
Curioseando en Internet, encontramos algunas páginas dedicadas a relaciones de dominio y sumisión. Casi siempre, las páginas de esta clase terminan cediendo a cierta estética sadomaso artificial, peliculera y pornográfica. Que aburre y puede resultar desagradable. Pero, en ocasiones, hablan de las experiencias de Sumisas de forma expedita y honrada. Las más instructivas son aquellas en las que el Master o Amo obliga a la Sumisa a llevar un diario público. En el que se describen las actividades de la pareja.
De esta forma nos enteramos de que varios Amos se reunían para pasar el fin de semana en una casa alquilada en las afueras de la ciudad. Allí las Sumisas competían a ver cuál de ellas sabía complacer mejor a su Amo.
Muchas noches soñé con ser una de las Sumisas invitadas. Amanecía muy mojada y tenía que mas-turbarme.
Uno de los diarios hablaba de la ocasión en que una Sumisa sirvió como árbol de Navidad en una reunión de Amos. Permaneció horas en un rincón, engalanada, llena de lucecitas, guirnaldas y bolas de cristal.
Sentí unos intensos deseos de ser usada no ya como árbol de Navidad, sino como maceta del árbol, como tierra, como alfombra. La imagen de la Sumisa iluminada, inmóvil, me parecía enternecedora, deseable.
Las experiencias de estas Sumisas, empezábamos a acostumbrarnos al término, alimentaron nuestros deseos de explorar fantasías de dominio, en lo concerniente a Rodrigo, y de sumisión en lo referente a mí.
Rodrigo leyó todo lo que encontró acerca de las técnicas del bondage. Aprendió a hacer nudos y amarres que cortaban la respiración y me sumían en una especie de éxtasis. Al principio nos limitamos a posiciones sencillas, mientras mi marido pulía sus recién adquiridas habilidades. Pero con el paso de las semanas la situación ganó en complejidad y encanto. En cierta ocasión permanecí horas atada a la pata de la mesa, mi cuerpo cubierto con una red que dibujaba rombos, triángulos, y se hundía en mi carne provocándome un nuevo y delicioso escozor.
Resulta imposible describirles lo que disfruté allí echada. Lo agradecida que me sentí.
Rodrigo acondicionó una habitación pequeña, que usábamos como trastero, a manera de mazmorra. Según habíamos visto en Internet, la mazmorra es el escenario del castigo. El lugar donde la Sumisa es atada, zurrada, recluida. «Su» sitio. Rodrigo instaló argollas para facilitar su tarea, vació un armario de mantas y toallas y lo llenó de cuerdas de diferentes tipos, velas, varas de bambú, fustas y otros enseres.
El nivel de castigo aumentó; mi nivel de goce crecía proporcionalmente.
Una tarde, al llegar del trabajo, Rodrigo me ordenó que comprara un uniforme de chacha. Estuve varios días eludiendo la encomienda, argumentaba cansancio, demasiado trabajo, olvido; llegué a irme de tiendas concluida la jornada laboral para regresar más tarde a casa y tener una buena excusa para no acudir al establecimiento donde compro los uniformes de nuestra empleada de la casa.
Tenemos una chica que viene diariamente a cocinar, limpiar y ocuparse de la ropa.
Pero un buen día mis pasos se dirigieron a Con-feccions Almirall. Como allí conocen a mi empleada, lo primero que quisieron saber fue si el uniforme que necesitaba era para ella. Quedé paralizada por la pregunta. Creí morir de vergüenza. Al fin, sonrojada, respondí que no. Que el uniforme era para la chica de mi hermana.
¿Qué tipo tiene? Otra pregunta paralizante. Como yo, más o menos. Respondí en un tartamudeo. Terminé comprando el atavío más caro, con cofia y delantal bordados. Y unos zapatos espantosos, blancos, de suela de goma.
Rodrigo me «obligó» a vestir el uniforme y a interpretar el papel de empleada de la casa. En un remoto y secretísimo compartimento interior, me moría por hacerlo. Mi marido tiene la rara y espléndida cualidad de saber qué deseos inconfesables oculto en lo más profundo, y de empujarme en esa dirección cariñosa pero firmemente.
Cierto día, con inusual entusiasmo, descubrí en el supermercado un producto especial para limpiar el baño. Un producto que garantizaba resultados duraderos, maravillosos. En cuanto llegué a casa, me sumí en la tarea con inusitado fervor. Un fervor sexual. Cuando Rodrigo se detuvo a contemplarme agachada, restregando la porcelana del retrete, el sexo se me humedeció. Percatándose de mi excitación, mi esposo adoptó su papel dominante. Dio unos pasos, inspeccionó los espejos, buscó suciedad en las juntas de las baldosas y pasó los dedos por los toalleros; al fin dictaminó con voz severa: la bañera está mugrosa. Yo, jadeante, deseé ser montada allí mismo.
A cuatro patas, limpié el suelo de nuestro piso. Sacudí el polvo acumulado en lugares insospechados. Durante una semana hice las tareas de la chacha. Rigurosamente uniformada. Calzando aquellos horrendos zapatos de enfermera. La primera vez que me lo puse, ya inmersa en el papel de Sumisa, dije que me sentaba fatal el atuendo. Recibí una bofetada por respuesta, acompañada de una contundente aclaración: Nadie ha solicitado tu opinión; cuando la necesite, te la pediré.
Aprendí la lección. Jamás volví a dar opiniones ni a cuestionar una orden una vez comenzada la sesión.
Considerábamos una «sesión» el tiempo que transcurría desde que asumíamos un papel, el de Sumisa en mi caso, el de Amo en el caso de Rodrigo, hasta que lo abandonábamos y recuperábamos nuestro comportamiento normal.
Resultó una experiencia perturbadora. Pletórica de miedos y retos. Llena de puertas abiertas a territorios insospechados.
No comprendía las causas del extraño deleite que me embargaba durante las sesiones. Pero las deseaba con tal intensidad que me mojaba de sólo recordarlas.
No puedo negar que mil veces cedí y estuve a punto de abandonar la búsqueda. Si ésta no hubiera tenido lugar a la sombra del amor de Rodrigo, como ya he dicho, hoy formaría parte del nutrido bando de las derrotadas; sería otro montón de renuncias, que es lo que son, a fin de cuentas, la mayoría de los seres humanos.
Algo irrealizado en mi interior actuaría como un ancla, impidiendo a mi espíritu volar.
No sería este ser hermoso y resuelto que soy.
Rodrigo y Maestro Yuko son los artífices de mi transformación. Ellos tomaron mi mano y me ayudaron a superar obstáculos que de otra forma hubieran resultado inexpugnables.
Por otra parte, fue revelador constatar que algunas de mis más arraigadas convicciones se volatilizaban ante la arremetida demoledora de una infinita curiosidad. En muchas ocasiones pensé: éste es el límite, por aquí no paso; para diez minutos más tarde sumergirme en el siguiente desafío.
Poco tiempo después, debido al desarrollo lógico de nuestra exploración, llegó el día decisivo. El día que propulsaría al exterior experiencias que se circunscribían, hasta el momento, a un ámbito privado y familiar.
Caía la lluvia a rafagazos sobre Barcelona; la calle, abajo, relucía como la piel de un humeante pez. El contorno licuado de las cosas hablaba de carne conmocionada, de deseos largamente postergados que exigían atención. De la tierra del parque cercano emanaba un lujurioso tarareo. El cielo encapotado arrojaba desde su hinchada entrepierna una catarata limpia y furiosa.
La tarde había transcurrido lenta, perezosa, trufada de adormecimientos y lecturas. Y del olor del anunciado aguacero. Y de melancólicas vaharadas. Unas copas de vino, ingeridas durante la comida, contribuían a espesar la atmósfera y entibiar la sangre.
A través de la puerta del comedor distinguía la pecera: en ella, las carpas refulgían como joyas. Como sobrevivientes de épocas ceremoniales y prohibidas.
Se respiraba un aire de frontera.
Entonces, Rodrigo se incorporó en el sofá y dijo que sería divertido poner un mensaje en Internet solicitando un Maestro que quisiera tomarme como alumna.
Un Maestro, un Guía.
Un Entrenador.
Rodrigo sería mi Amo, es decir, mi dueño máximo. El que tiene poder para ofrecerme o no, el que decide cuáles son los límites de mi entrega, el que regula el acceso físico a mi persona. El que determina lo que hago y lo que no hago, el que establece cuán largo y accidentado será mi aprendizaje.
Y el Amo ordenaba buscar un Maestro experto que me convirtiera en una verdadera Sumisa.
Un Amo de Amos.
Accedí.
Durante varios días trabajé en el mensaje. Pulí, luché con las frases. Tenía que ser un mensaje donde expusiera mis virtudes y mi determinación. Un mensaje atrayente. Pero me paralizaba la vergüenza.
Por fin, una noche, a medias satisfecha con el texto, lo coloqué en una página de anuncios.
Días después, el mensaje obtuvo respuesta.