Alain Touraine, intelectuales y actores

Tomado de Pourrons-nous vivre ensamble? Égaux et différents


Ese desfasaje actual entre la nueva política en formación y los marcos ideológicos y partidarios de la vida política no es más grande de lo que lo fue, por un lado, (durante una gran parte del siglo XX), la distancia entre una vida parlamentaria dominada por la oposición de liberales y conservadores, clericales y laicos, monárquicos y republicanos, y por el otro, una industrialización capitalista que aplastaba a millones de trabajadores. Corresponde a los intelectuales minimizar esa distancia, cuando hoy, por el contrario, tienden claramente a ampliarla más que a achicarla, en la medida en que, en una fuerte proporción, se mantienen aferrados a las categorías de pensamiento y acción de una sociedad desaparecida.

Los intelectuales de izquierda hablan con frecuencia en nombre de un principio impersonal: la razón o la Historia, o bien elaboran una crítica tan radical que hace impensable la existencia de actores y cambios sociales. En cuanto a los intelectuales de derecha, se apoyan sobre todo en la idea de elección racional contra lo que más los preocupa, la exhortación a la identidad cultural, en la que advierten una amenaza tan grande como la que representó la invocación de la clase obrera para sus predecesores.

De modo que las iniciativas sociales que se multiplican por doquier, y defienden la diversidad cultural y la solidaridad en el mundo económico y técnico real, son demasiado poco sostenidas y analizadas por los intelectuales. Así, éstos corren el riesgo de pasar al costado de lo que debería ser su vocación: participar en la recomposición del mundo, impedir que se agrave la ruptura entre un universo técnico demasiado abierto y unos nacionalismos culturales demasiados cerrados y, de manera más positiva, reunir lo separado por la modernización occidental, y la oposición que impuso entre la modernidad y la tradición, la razón y el sentimiento, los hombres y las mujeres, dirigentes y dirigidos. Si los intelectuales mismos no deciden cerrar la herida del mundo, abierta hace algunos siglos y cada vez más grande, se arriesgan a ser alcanzados por la descomposición de las mediaciones sociales y políticas que ya no logran combinar el universo instrumental con el universo simbólico. Éste caerá entonces bajo la férula de las dictaduras comunitarias, mientras que la sociedad de masas no necesitará otros intelectuales que los que se pongan al servicio del consumo y la ganancia. Es urgente, por lo tanto, que los intelectuales propongan una representación del mundo, de sus cambios y de los actores que pueden transformar tendencias espontáneas de defensa y afirmación del Sujeto en acciones conscientes y movimientos que, a su vez, vuelvan a dar sentido a la acción política. Lo que necesitamos con más premura son ideas, más aún que programas políticos o económicos, porque las prácticas están adelantadas a las teorías.

Durante demasiado tiempo, desde que se quebró la confianza de la sociología clásica en las instituciones, el pensamiento social estuvo dominado por dos ideologías cuya oposición, más que iluminar las caras opuestas de la realidad observable, manifestó la crisis de esa sociología. Mientras que una reducía la vida social a "aparatos ideológicos del Estado", según la expresión de Louis Althusser, es decir, a mecanismos de reproducción de las desigualdades del poder, la otra intentaba reducir la acción social a la búsqueda de elecciones racionales, llevando al extremo el pensamiento utilitarista. Ninguno de esos dos discursos podía percibir (y no lo hizo) las transformaciones de la opinión y las demandas, el surgimiento de nuevos movimientos sociales, organizados o no, las formas de la modernización que penetra hoy en todo el mundo, el cuestionamiento cada vez más frecuente de la racionalización y la civilización industrial, la afirmación hecha por las mujeres de que el Sujeto humano siempre es sexuado.

Afortunadamente, la reflexión filosófica recuperó un vigor que compensó el debilitamiento del pensamiento sociológico. La renovación del pensamiento es hoy obra de la filosofía política y moral más que de la descripción de las nuevas formas de producción, intercambio y distribución. Pero también el pensamiento sociológico, tras un eclipse, comienza a renacer, transformado. Dejó de ser el estudio de los sistemas sociales para concentrarse en la acción. Analizaba las condiciones de existencia y transformación del orden; hoy procura comprender cómo se forman los actores, cómo crean hombres y mujeres una nueva sociedad, cómo se mezclan vida privada y vida pública, cómo puede ser representativa la democracia, cómo se combina la unidad social con la diversidad cultural. Lo que da una nueva vida a una sociología cultural y política a la vez, que había sido tenida al margen por una sociología de la modernización encerrada en su creencia en el progreso. Y sobre todo, lo que mantiene a la sociología alejada de los discursos aterrorizadores, que quisieron imponer la idea de una historia sin Sujeto y reducir toda la vida social a la marcha del progreso, o al poder absoluto de un dios oculto, Estado o burguesía.

No es en el nivel mundial (como tampoco en el nacional, por otra parte) donde se forman las prácticas innovadoras, sino localmente, alrededor de apuestas concretas y cercanas o en relaciones interpersonales directas. Así como el movimiento obrero nació de la organización informal y las reivindicaciones en los talleres, hoy en día el renacimiento de la acción social se produce desde abajo, de donde provienen las iniciativas creadoras y liberadoras, lo que no significa, desde luego, que todo lo que viene de abajo sea liberador, sino que el espíritu de liberación consiste en defender y fortalecer la libertad y la dignidad de cada individuo.

Tal es la línea directriz de este libro: hay que partir del Sujeto personal y llegar a la democracia, y la comunicación intercultural es el camino que permite pasar de uno a la otra. Sin la libertad del Sujeto, sin su trabajo de recomposición del mundo, de búsqueda de la unidad entre los elementos que se separaron y opusieron unos a otros, no hay comunicación interpersonal e intercultural posible; la tolerancia pura y la aceptación de las diferencias no bastan para hacer factible la comunicación intercultural. Y la democracia estaría vacía de sentido si, más allá de las diferencias sociales y culturales, apelara únicamente a la unidad de la ciudadanía y la igualdad de todos ante la ley; sólo es real cuando permite la defensa de derechos sociales y culturales como formas concretas del derecho de ser Sujeto, es decir, de combinar una experiencia de vida particular con la acción racional para dar al individuo su libertad creadora. El Sujeto, la comunicación, la solidaridad, son tres temas inseparables, del mismo modo que lo fueron la libertad, la igualdad y la fraternidad en la etapa republicana de la democracia. Su interdependencia dibuja el campo de las mediaciones sociales y políticas que puede restablecer la conexión entre el universo instrumental y el universo simbólico, y evitar así la reducción de la sociedad civil a un mercado o una comunidad cerrada sobre sí misma.

No podemos aceptar la separación de dos universos, el de la instrumentalidad y el de la identidad, sin correr los más graves peligros. Así como hay que poner término al pensamiento evolucionista, a la utopía peligrosa del reino necesario y próximo de la razón y el progreso, hay que hacer lo mismo con la descomposición amenazante del mundo. Si no comprendemos la necesidad de una recomposición del mundo o si fracasamos en su realización, experimentaremos muy pronto conmociones comparables a las que, durante la primera mitad del siglo que termina, opusieron al mundo llamado democrático (y que estaba enfermo de sus crisis económicas y su ausencia de justicia social) unos regímenes totalitarios que, en nombre de la lucha contra el capitalismo sin patria, impusieron el poder destructivo de dictadores que conquistaban el entusiasmo o el servilismo de las muchedumbres. Entre el capitalismo salvaje y los partidos portadores de proyectos totalitarios, construimos demasiado escasamente (y en demasiado pocos países) la democracia social.

Ningún movimiento social, ningún pensamiento contestatario, se satisfacen con denunciar un poder o una ideología; siempre llevan en sí la idea de una sociedad justa, pero esta idea puede asumir dos formas políticas opuestas. Puede plantear un principio radical de igualdad para suprimir el poder del hombre sobre el hombre, afirmar que todos los seres humanos son iguales en tanto que hijos de Dios o seres dotados de razón, ciudadanos o trabajadores; pero para imponer esta igualdad a una organización social siempre desigual, hace falta disponer de un poder absoluto fundado en la soberanía popular, expresada directamente o puesta en las manos de un dirigente carismático o un dictador elegido o aclamado.

La idea de justicia puede, al contrario, luchar por una limitación de todos los poderes en nombre del reconocimiento de derechos sociales definibles en términos de justicia y equidad, pero también de derechos culturales formulados en términos de identidad y diferencia. Es dentro de esta concepción, alejada a la vez del igualitarismo autoritario y de la reducción de la democracia a un mercado político competitivo, donde se sitúa este libro. También es dentro de esta concepción democrática, fundada en el respeto de los derechos humanos fundamentales, donde se inscribe el debate entre varias concepciones de estos derechos: la que reconoce una aspiración universalista en todas las culturas, la que insiste, al contrario, de manera historicista, en la especificidad de cada cultura, y la que defendí aquí, que define los derechos humanos como derechos del Sujeto a constituirse mediante la combinación de la particularidad de una experiencia cultural con el universalismo de la razón instrumental.