tomado de: Koba el temible. La risa y los veinte millones. Anagrama, Barcelona, 2004
Traducción de Antonio-Prometeo Moya
CENSO
En 1937 hubo un censo nacional, el primero después del de 1926, que había dado una población de 147 millones. Extrapolando la tendencia de las cifras de los años veinte, Stalin dijo que esperaba un total de 170 millones. La Oficina del Censo dio 163 millones, una cifra que reflejaba las consecuencias de la política estalinista. Stalin mandó detener y fusilar a los de la Oficina del Censo. Las cifras reales del censo se mantuvieron ocultas, pero la oficina fue denunciada públicamente como nido de espías y saboteadores, a pesar de que había comunicado sus resultados a Stalin y no (por ejemplo) al Times de Londres.
En 1939 hubo otro censo. Esta vez la Oficina se las arregló para dar 167 millones, que Stalin en persona redondeó en 170. Puede que el informe de la Oficina del Censo contuviera una cláusula adicional, diciendo que si a Stalin le parecía una cantidad demasiado baja, entonces tendría que reducirla un poco más, ya que habría que restar los miembros de la oficina.
Los censistas de 1937 fueron fusilados por «traidores que reducían la población de la URSS».
Ya lo tenemos: el estalinismo es la perfección negativa.
GEORGIA
Las biografías de los grandes monstruos históricos son siempre tragicómicas cuando hablan de su infancia. En vez de decir, por ejemplo, que «a X lo educaron los cocodrilos en una fosa séptica de Kuala Lumpur», nos hablan de padres, hermanos, casas y patrias. Podría decirse que la atmósfera familiar que reinaba en la casa de los Dyugashvili, en Gori, Georgia, dejaba mucho que desear. Los padres de Iósif se peleaban a bofetadas y Iósif las recibía de ambos. Pero no hay nada en sus primeros años que prefigure la desmesura de Stalin. Lo mismo le ocurrió a Hitler. También éste nació en la periferia del país que gobernaría (en la Alta Austria) y de padres campesinos (aunque la situación del padre, que pasó a ser funcionario imperial, mejoró hasta el punto de que la posición social de Hitler se parecía a la de Lenin); tanto Adolf como Iósif cantaron de niños en el coro de la iglesia; y los dos acabarían midiendo 1,62 m. El padre de Hitler se fue obsesionando por la apicultura en la vejez (en cierto modo, muy oportunamente). El padre de Stalin era un zapatero remendón medio analfabeto y empinaba el codo.
Iósif Vissariónovich era el típico muchacho que se ponía apodo. Este apodo fue «Koba». Koba era el protagonista de una novela popular de título sugestivo: El parricida; pero Koba no era el parricida del título. Lo más destacado de Koba es que era una figura a lo Robin Hood, azote de los ricos y benefactor de los pobres. Stalin tenía otro sobrenombre, «Soso» (diminutivo georgiano de Iósif), que en esta época resumía bastante bien su personalidad. Exceptuando su memoria (obligatoriamente descrita como «fabulosa»), fue un chico normal. «Stalin», como se sabe, fue otro apodo que se puso. Hombre de Acero. El de Acero.
Empezó a aprender ruso a los ocho o nueve años (sus padres eran georgianos monolingües). En 1894, a los quince años, dejó la escuela parroquial de Gori y obtuvo una especie de beca para estudiar en el seminario de teología de Tiflis. Lo expulsaron, o se marchó él, al cabo de cinco años. Desde entonces fue revolucionario a tiempo completo.
Dos detalles de la niñez. Un compañero de estudios diría más tarde que nunca había visto llorar a Iósif. Viene a la memoria la célebre frase que fue moneda corriente en los años treinta: Moscú no cree en las lágrimas. En cambio, Koba era poeta. Se cree que estos versos salieron de su pluma:
Sabed que quien cayó en tierra como la ceniza,
quien fue hecho esclavo hace mucho,
volverá a levantarse con las alas de la esperanza,
por encima de las cordilleras.
Robert Conquest sugirió en cierta ocasión que «con los poemas de Stalin, Castro, Mao y Ho Chi Minh podría prepararse un pequeño y curioso volumen, con ilustraciones de A. Hitler». A los veinte años, con sus sueños artísticos por los suelos, Hitler era un vagabundo: bancos de los parques, colas de la sopa boba. Con un poco más de talento tal vez se habría suicidado, no en el bunker, sino en un pequeño y acogedor estudio de Klagenfurt.
No sabemos qué pensaba Stalin de su infancia. Pero sabemos qué pensaba de Georgia. ¿Por qué desfogarnos con los padres cuando podemos desfogarnos con una provincia?
En 1921, con el apoyo total de Stalin, Lenin volvió a anexionarse Georgia (que había obtenido la independencia el año anterior) invadiéndola. Stalin se desplazó al sur para asistir a un pleno del nuevo gobierno: la primera visita que hacía en nueve años. Se dirigió a un grupo de trabajadores del ferrocarril, que le obligaron a guardar silencio con gritos de «renegado» y «traidor». En una reunión posterior arengó a los dirigentes bolcheviques:
¡Gallinas! ¡Hijos de asno! ¿Qué pasa aquí? ¡Hay que trabajar esta tierra georgiana con un hierro al rojo vivo! [...] Me parece que habéis olvidado el principio de la dictadura del proletariado. ¡Tenéis que romperle las alas a esta Georgia! ¡Que corra la sangre de los pequeñoburgueses hasta que depongan toda resistencia! ¡Empaladlos! ¡Descuartizadlos!
Lenin se inclinaba últimamente por una política permisiva en el tema de los nacionalismos, sobre todo en el caso georgiano. Stalin era partidario de la mano más dura posible.
Su violenta prepotencia, su alarde de «patrioterismo panruso» (expresión de Lenin) en la cuestión de Georgia, estuvo a punto de hundirle en 1922: un notable testimonio de que la fuerza de sus sentimientos lesionaba sus intereses. (El poder, según veremos, produjo en Stalin un efecto perturbador inmediato; durante la guerra civil no hizo más que insubordinarse y apretar el gatillo por cualquier cosa; le costó muchos años aprender a dominar la efervescencia glandular que le producía el poder.) La cuestión de Georgia habría acabado con Stalin si Lenin hubiera conservado la salud. Lenin empezó a sufrir ataques en mayo de 1922, un mes después de cumplir cincuenta y dos años (además, hay que recordar que en 1918 se había interpuesto en el camino de tres proyectiles rusos y que uno de ellos seguía alojado en su garganta). Estoy convencido de que tal era la intención de Lenin, no por las referencias a la «rudeza» de Stalin (vobost: ordinariez, grosería, vulgaridad), sino por la siguiente conversación que sostuvo con su hermana María. Stalin había pedido a María que intercediera por él; la presionó sentimentalmente diciéndole que no podía dormir porque Lenin lo trataba «como a un traidor». La charla de Lenin y su hermana terminó así:
—Stalin dice que te quiere. Y te manda saludos cariñosos. ¿Le doy recuerdos tuyos?
—Dáselos.
—Pero, Volodia, si es muy inteligente.
—No tiene ni un ápice de inteligencia.
Y esto lo dijo «taxativamente», pero «sin irritarse», lo que da a entender que Lenin hacía mucho que había dejado de pensar en Stalin como en un socio válido. Por lo general se admite que incluso un Lenin en malas condiciones lo habría marginado, aunque Richard Pipes, en Three «Whys» of the Russian Revolution, señala que «Stalin, tal vez ya en 1920, pero sin lugar a dudas en 1922, iba de primero en la competición por el puesto de Lenin».
En 1935 Stalin fue a ver a su madre, a la que había instalado en el palacio del virrey imperial del Cáucaso (donde ocupaba una sola habitación). Se cree que esta aireadísima visita formaba parte de una campaña pro familiar, lanzada para contrarrestar la decreciente natalidad. El hijo preguntó a la madre, entre otras cosas, por las palizas que le había dado de pequeño. La madre le respondió:
—Gracias a eso eres un hombre de provecho.
En 1936, cuando falleció la anciana Ekaterina, Stalin escandalizó a lo que quedaba de la opinión pública georgiana no asistiendo al entierro.
En 1937 llegó el Gran Terror a Transcaucasia: «En ningún sitio se trató peor a las víctimas que en Georgia», dice Robert C. Tucker. De los 644 delegados que asistieron al congreso del partido georgiano, que se celebró en mayo, 425 acabaron fusilados o en el gulag (que alcanzó su punto más mortífero en 1937-1938). A Mamia Orajelashvili, cofundador de la república, le sacaron los ojos y le perforaron los tímpanos delante de su mujer. El jefe del partido, Néstor Lakoba, ya había sido envenenado y enterrado con honores en 1936; pero lo exhumaron por ser enemigo del pueblo y su mujer fue torturada hasta la muerte delante de su hijo, que tenía catorce años (y que fue enviado al gulag con tres amigos de su edad. «Cuando, tiempo después, escribieron a Beria pidiéndole la libertad para continuar sus estudios -dice Tucker-, ordenó que los volvieran a llevar a Tiflis y los fusilaran»). Budu Mdivani, ex jefe de gobierno, fue detenido, torturado durante tres meses y fusilado. Su mujer y sus cinco hijos, cuatro varones y una chica, también fueron fusilados.
Se dice que cuando los interrogadores abordaron a Mdivani, éste protestó:
—¡Decís que Stalin ha prometido perdonar la vida a los bolcheviques de la vieja guardia! Conozco a Stalin desde hace treinta años. ¡No descansará hasta que nos haya masacrado a todos, desde el primer niño sin destetar hasta la última bisabuela cegata!
El «nos» parece referirse a «los bolcheviques de la vieja guardia», pero podría significar «todos los georgianos» (o, para el caso, todos los ciudadanos soviéticos). De todos modos, está muy clara la naturaleza del odio de Stalin. Normalmente se atribuye a su tremenda inseguridad y a la vergüenza que le daban sus orígenes. También es posible que tratara de cortar sus últimas conexiones con lo humano. En los años treinta, y en fecha posterior, Stalin mataba a todos los que habían conocido a Trotski. Pero también mataba a todos los que habían conocido a Stalin: conocido, visto o respirado el mismo aire.
DEMIAN BEDNY
Entre todos los escritores con quienes Stalin tenía trato, ninguno era menos distinguido que Demian Bedny. Poetastro de última fila, Bedny era, para colmo, el «poeta coronado» del proletariado soviético. Había estado activo desde la época de la guerra civil y sus poemas (o cantos de batalla: «¡Matad a las ratas! ¡Matadlas a todas hasta la última!») se pegaban en las paredes y se lanzaban desde los aviones. Trotski ensalzaba su vehemencia, «su odio bien fundado» y su capacidad para escribir «no sólo en las raras ocasiones en que se recibe la visita de Apolo», sino «día tras día, al pie de los acontecimientos [...] y del Comité Central». Stalin gritó «¡Qué salga el autor! ¡Qué salga el autor!» en 1926, cuando Bedny publicó un poema antitrotskista, «Todo tiene un fin», al que pertenecen estos versos:
¡Nuestro partido, durante mucho tiempo,
a sido blanco de políticos acabados!
¡Ya es hora
de poner fin a esta ignominia!
Conforme el proceso de Zinóviev y Kámenev, bolcheviques de la vieja guardia, se acercaba a su desenlace, Pravda se llenaba de manifiestos colectivos y artículos firmados que pedían la pena de muerte. El poema de Bedny de 21 de agosto de 1936 se titulaba «Sin piedad» (1).
Demian Bedny, que recibía una pensión y vivía en un apartamento de lujo en el Kremlin, tuvo varios roces con Stalin. Nadezda Mandelstam cuenta una anécdota que habla ya de una frialdad temprana. Parece que a Bedny le fastidiaba dejarle libros a Stalin porque éste se los devolvía con los márgenes manchados de grasa. Tuvo la imprudencia de confiar esta observación a su diario; un secretario del Kremlin vio la anotación y la copió. Salta a la vista, dicho sea de paso, que el poeta coronado nunca fue para Stalin más que un idiota relativamente útil. Stalin sabía muy bien que la poesía era algo más que una sirena de fábrica...
En 1930, Bedny publicó «Despega la espalda del horno», un poema que lamentaba el descenso de la producción carbonífera del Donbás (algunos mineros eran campesinos recientemente reclutados), y «Pererva», que trataba de un accidente ferroviario (por negligencia de un guardagujas de la línea Moscú-Kursk). El tema de este segundo poema era el sopor fantasioso propio de los rusos, lo que Lenin había calificado de «oblomovismo». Como esta crítica fuera a su vez criticada por el Comité Central, Bedny escribió a Stalin, alegando en su defensa que era una sátira constructiva del carácter nacional, dentro de la tradición de Gógol y Schedrin. La respuesta de Stalin fue, según Tucker, «tajantemente condenatoria». Acusó a Bedny de «calumniar» al proletariado ruso.
Bedny no se había dado cuenta de que la actitud de Stalin hacia la antigua Rusia estaba cambiando ni de que el mandatario se había empeñado en exaltar las tradiciones folclóricas y a los héroes del pasado (rehabilitaría no sólo a Pedro el Grande, sino también a Iván el Terrible, a su imagen y semejanza). En palabras de Tucker, Stalin se estaba convirtiendo en un «panruso ultraderechista». Así pues, Bedny se dejó aconsejar muy mal cuando en 1936 escribió una ópera bufa titulada Bogatiri («Grandes héroes»), en la que se burlaba descaradamente de un capítulo sagrado de la historia rusa.
Robert Tucker:
Pintó como borrachos y cobardes a estos personajes legendarios [...]. La conversión al cristianismo del príncipe Vladimiro, que condujo a la población de Kiev al río Dniéper para celebrar un bautizo colectivo en lo más crudo del invierno, allá en el siglo X, fue transformada en una orgía de borrachos.
Mólotov estuvo presente la noche del estreno y se marchó al finalizar el primer acto («¡Es indignante!»). Bedny fue expulsado del Sindicato de Escritores. Y del apartamento del Kremlin.
Nuestro poeta siguió escribiendo y publicando... hasta 1938. Aquel año, sin tener más idea que antes de la situación general, sintió deseos de atacar el nazismo. Por lo visto no estaba al tanto del sutil coqueteo que había entre Hitler y Stalin (que no tardarían en ser aliados nominales). Titulada «Infierno», la obra de Bedny reinventaba Alemania desde el punto de vista del infierno clásico (para contrastarlo, sin duda, con el paraíso de la Unión Soviética). Y a las dos de la madrugada lo citaron en la redacción de Pravda. Mejlis, el director, le enseñó el manuscrito, que llevaba una anotación de Stalin: «Decidle a este Dante de última hora que ya puede dejar de escribir».
«He inventado un género nuevo -dijo Isaac Bábel, el gran autor de cuentos, en 1934-: el silencio». Dejaron de publicarse escritos de Bábel en 1937; lo detuvieron en 1939 y lo fusilaron en 1940.
Demian Bedny, Damián el Pobre (su verdadero nombre era Efim Pridvorov). Fue una vergüenza para la poesía; y su aspecto físico reflejaba esa vergüenza. Pero nos consuela saber que el peor castigo que padeció fue vivir en la miseria, ya que el silencio, en su caso, no lo fue ni aquí ni allí.
MANCHA GRIS, OJOS AMARILLOS
En noviembre de 1915, Lenin escribió a su colega Viacheslav Karpinski para pedirle un gran favor: averiguar (por mediación de Stepko [N. D. Kiknadze] o de Mija [M. G. Tsjákaia) el nombre de «Koba» (¿no es Iósif Dy...? Lo hemos olvidado). ¡¡¡Es importantísimo!!!
Resulta más bien cómico cuando pensamos en las revisiones históricas emprendidas posteriormente por Stalin. Películas, pinturas y libros de consulta solían traer escenas con Lenin y Stalin planeando juntos la revolución (mucho antes de 1915) y reflejar la «gran alegría», los «abrazos viriles» que presidían sus encuentros, etc. Hay algo palpablemente infantil en las falsificadas transcripciones de 1929, que en teoría eran comunicados telegráficos de Lenin de principios de 1918, cuando el nuevo régimen bregaba con el Tratado de Brest-Ltovsk. El objetivo de Stalin era validar con efectos retroactivos, y exagerar, su propio papel (y, desde luego, desacreditar el de Trotski):
1. Aquí Lenin. Acabo de recibir vuestra carta especial. Stalin no está aquí y no he podido enseñársela todavía [...] En cuanto llegue Stalin le enseñaré vuestra carta [...] 2. Antes de responderos me gustaría consultar con Stalin [...] 3. Acaba de llegar Stalin, estudiaremos el asunto y os daremos una respuesta conjunta [...] Decidle a Trotski que solicitamos un alto en las conversaciones y que vuelva [a Petrogrado]. Lenin.
«Os daremos una respuesta conjunta»: muy rápido había subido «¿Iósif Dy...?» Lenin, en 1915, hacía diez años que conocía a Stalin. En 1912 lo nombró personalmente para formar parte del Comité Central. Aquel mismo año, Stalin cruzó dos veces (ilegalmente) la frontera austriaca para visitar a Lenin en Cracovia. Lenin lo llamaba «mi fabuloso georgiano». Y, sin embargo, no se acordaba de su nombre. «¡¡¡Es importantísimo!!!», decía Lenin. Y lo era.
Cuando llegó el momento de falsear o refalsear la historia, Stalin tenía ante sí una tarea descomunal. Sus actividades prerrevolucionarias (agitación, propaganda y organización de huelgas) destacaban un poco únicamente porque lo habían encerrado a menudo. Entre 1903 y 1917 sufrió siete detenciones; unas veces lo metían en la cárcel y otras, las más numerosas, lo confinaban (en lugares de los que escapó en cinco ocasiones). Entre 1908 y 1917 había estado en libertad dieciocho meses en total. Parece que incluso su papel en las célebres «expropiaciones» fue secundario. El extraordinario atraco al banco de Tiflis (1907) con cañones, bombas, docenas de heridos y muertos inocentes (contando los caballos mutilados), no fue obra de «Koba», sino de «Kamo» (el enloquecido Ter-Petrosián). Las hazañas de Stalin anteriores a 1917 se resumen en el puñado de artículos que, por encima de toda duda, publicó en Pravda. Luego vinieron los acontecimientos de Octubre en Petrogrado.
En 1938, durante la primera oleada del Terror, Stalin dio a la imprenta un Cursillo de historia del Partido Comunista de la Unión Soviética. En parte manual de consulta, en parte autobiografía escrita por otro, se vendió decenas de millones de ejemplares y se convirtió en piedra angular de toda la cultura. Puede que no toda su popularidad se prefabricara e impusiera. A fin de cuentas, el Cursillo era el mejor manual para aprender a evitar las detenciones. Por entonces, en 1938, estaban ya muertos casi todos los que recordaban las cosas de otro modo. Fue uno de los oscuros deseos del Terror: hacer tabla rasa del pasado... Por lo que dice el Cursillo, Stalin hizo la revolución (y ganó la guerra civil) prácticamente solo, con la ayuda y el apoyo de Lenin, y las siniestras zancadillas de Trotski. Cuando lo cierto es («un hecho curioso pero indiscutible», como dice Isaac Deutscher) que Stalin no tuvo el menor papel en Octubre. (2)
Parece que entre sus contemporáneos era de rigor decir en esta etapa (durante la guerra civil descollaría ruidosamente) que Stalin era «una medianía gris e incolora», «una mancha gris» (con un «brillo de animosidad» en «sus ojos amarillos»: Trotski) o «un político de pueblo» (Liev Kámenev). Estos juicios se suelen presentar como ejemplos de falta de previsión o como homenaje a la capacidad simuladora de Stalin. Pero salta a la vista que eso es exactamente lo que era Stalin en 1917: una mancha gris de ojos amarillos (algunos observadores hablan de «ojos atigrados»). Sin embargo, ya estaba capacitado para ganarse la antipatía de sus compañeros. En marzo recibió un desaire marginador que a Conquest le parece «totalmente asombroso si recordamos que fue en descrédito de su elevada posición oficial» (fue rechazado para un ascenso menor «a causa de determinadas características personales»). Estamos pues ante una figura a la vez anónima y propensa a agredir. En cuanto se bajaba la guardia, asomaba algo salvaje. Tras la mancha gris aparecían los ojos amarillos.
Cuando Lenin, en 1912, lo designó miembro del Comité Central, no propuso su nombre según el procedimiento de costumbre, sino que lo impuso por decreto, como si admitiera que su protegido no gozaba de la simpatía general. Lenin toleraba a Stalin, entre otras cosas, por sus antecedentes, porque era el único bolchevique (exceptuando a Tomski) que tenía algo de proletario; y pensaba que la brutalidad obrera de Stalin era más «sincera», ideológicamente hablando, que la brutalidad cerebral que tenían él y Trotski, y, en menor medida, los demás miembros de la cúpula. En 1922, como hemos visto, Lenin rechazaba totalmente a Stalin, su bajo nivel cultural y su lumpeninestabilidad. Intuía que el poder («un poder inmenso») se estaba concentrando en Stalin y parece que de súbito se dio cuenta del efecto que ese poder le había producido y le estaba produciendo. La verdad es que el poder, más que corromper a Stalin, lo reinventó por simbiosis.
Cuando se anunció la composición del nuevo gobierno de 1917, Stalin figuraba en el lugar decimoquinto y último. (En 1937-1938 no estaba bien visto recordar este detalle.) Stalin era la industriosa y mestiza mascota de Lenin, su perro de lanas. Cinco años después, Lenin se dio cuenta de que el perro echaba espumarajos de rabia. Dos años antes, desde la perspectiva de Lenin, el perro ni siquiera tenía nombre.
Convendría que abordáramos ahora la desconcertante conversación telefónica que sostuvieron Stalin y Krúpskaia, la mujer de Lenin, el 22 de diciembre de 1922, en la que Stalin la llamó, entre otras cosas (según se rumoreó en el Partido), "puta sifilítica".
La fecha es importante. En esa etapa, después del altercado de Georgia, las relaciones Lenin-Stalin, estaban en el punto más bajo. Sin embargo, cuatro días antes, el Comité Central había resposabilizado a Stalin de los cuidados médicos de Lenin (3). Trece días más tarde, Lenin redactó su “Testamento” («Stalin es demasiado rudo» etc.). Pero Lenin no se enteró de la charla telefónica hasta marzo, la víspera de su último ataque.
El 22 de diciembre de 1922, Stalin supo que Krúpskaia supestamente había contravenido las indicaciones médicas que seguía Lenin. Según ella misma (en carta a Kámenev):
Stalin me bombardeó ayer con una andada de insultos terribles, por una breve nota que me dictó Lenin con permiso de los médicos. Yo no soy una novata en el Partido. En los últimos treinta años jamás he oído una palabra soez en boca de un camarada.
¿Cómo se explica este comportamiento de Stalin? La «breve nota» que Lenin dictó a Krúpskaia era para Trotski, para felicitarle por haber sido más listo que Stalin (en el asunto del monopolio del comercio extranjero). Una prueba, para Stalin, de un bloque Lenin-Trotski. Pero ¿por qué su agresividad tomó aquel rumbo? Fue a todas luces un atropello imperdonable, y perpetrado con tal saña que se dice que Krúpskaia (una mujer muy tranquila, incluso mientras cuidaba de su moribundo marido) se puso histérica (según dijo a Kámenev, tenía los nervios «a punto de estallar»). Cuando Lenin se enteró, como inevitablemente tenía que ocurrir, se movilizó en el acto y, también inevitablemente, para desprestigiar y desacreditar a Stalin. El 7 de marzo sufrió el último ataque. Vivió, sin poder hablar, otros diez meses; y Stalin sobrevivió.
Si no hay una explicación racional que dé cuenta de la conducta de Stalin, tendrá que servirnos una explicación irracional. El destacado chequista Dzeryinski, cuando le reprocharon amistosamente el salvajismo con que había llevado a cabo la purga de Georgia, admitió que la represión se le había ido completamente de las manos, y añadió: «Pero no pudimos evitarlo». Desde luego que creemos que la conquista y el ejercicio del poder tenían esa cualidad incontenible. Podemos entenderlo imaginando la fuerza coercitiva de los bolcheviques y los adjetivos asociados con ella: desnuda, cruda, brutal, despiadada, absoluta. El 25 de mayo de 1922, Stalin había experimentado una ingobernable subida de tensión, con motivo del primer ataque de Lenin (con la masiva descarga del 13 de diciembre, ataques dos y tres). Cuando habló con Krúpskaia, Stalin sentía los escalofríos y vértigos de la omnipotencia presentida. No pudo evitarlo.
Krúpskaia hablaba totalmente en serio cuando dijo que si Lenin hubiera vivido, habría acabado, junto con los demás bolcheviques de la vieja guardia, en las celdas de la muerte de Stalin. Cuando se enteró de la conversación telefónica, Lenin escribió a Stalin: «No voy a olvidar lo que se me ha hecho, y no hace falta decir que lo que se ha hecho contra mi mujer es como si se hubiera hecho contra mí». Exactamente. Por primera y única vez, y con una temeridad incontenible, Stalin había dejado ver un secreto que tenía muy escondido: su odio a Lenin. En la medida en que Stalin tenía un yo dividido o «duplicado», una mitad suya odiaba a Lenin con la furia y la determinación con que todo él odiaba a Trotski.
Obedeciendo instrucciones, Krúpskaia presentó él «Testamento» al Comité Central nada más fallecer Lenin. Stalin anunció su dimisión.
Pero había transcurrido un año, las reconfiguraciones políticas estaban ya en marcha y no se aceptó la oferta táctica de Stalin.
Su aliado desde el principio, su instrumento más fiel, fue la esclerosis cerebral. La enfermedad empezó por debilitar a Lenin, luego lo marginó parcialmente, luego lo enmudeció, y por último, tras una prórroga crucial, lo aniquiló, sirviendo siniestramente en todo momento a las necesidades de Stalin.
LA CARA DE KREMLIN
—Lázar —dijo Stalin cierto día del difícil año de 1937, para trabar conversación con su hábil subordinado Lázar Moiséievich Kaganóvich—, ¿sabías que tu [hermano] Mijaíl se relaciona con elementos derechistas? Hay pruebas sólidas contra él.
Kaganóvich replicó al cabo de un momento:
—Entonces debe tratársele de acuerdo con la ley.
Kaganóvich llamó puntualmente a su hermano Mijaíl (bolchevique desde 1905 y a la sazón comisario para la construcción aeronáutica), que aquel mismo día se pegó un tiro en el cuarto de baño de un colega. Lázar Kaganóvich falleció de muerte natural en 1988. (4).
Gracias a estas bajezas se podía vivir más que Stalin: había que darle un poco de sangre propia, sin titubear, aunque se dice que Poskrébishev, secretario de Stalin, cayó de rodillas con la esperanza de salvar a su mujer de la pena máxima.
La nuera de Nikita Jrushov fue encarcelada.
La mujer de Viacheslav Mólotov fue enviada al gulag.
La mujer de Mijaíl Kalinin fue golpeada por una interrogadora, que la dejó inconsciente en presencia del dirigente chequista Lavrenti Beria; luego la mandaron al gulag.
Los dos hijos de Anastas Mikoyán fueron enviados al gulag.
La mujer de Aleksandr Poskrébishev fue enviada al gulag. Tres años más tarde la fusilaron.
Estos hombres formaban el círculo íntimo de Stalin, eran el personal con «cara de Kremlin» (pálida, con manchas cárdenas) que trabajaba con él todos los días y bebía con él todas las noches. Imaginemos estos rostros alrededor de la mesa del comedor o parpadeando en el cine privado (musicales y películas de vaqueros durante los primeros años, luego propaganda exaltadora de las granjas colectivas y cosas por el estilo). Imaginemos sus rostros cuando levantan los ojos de la mesa del despacho al día siguiente. Estos hombres pálidos habían dado a Stalin parte de su sangre.
RITMOS DE PENSAMIENTO
Las dos frases más célebres de Stalin son: «La muerte soluciona todos los problemas. No hay hombre, no hay problema» y (aquí estaba aconsejando a los interrogadores sobre cómo arrancar una confesión concreta) «Golpead, golpead y golpead otra vez».
Las dos se nos han transmitido en diferentes versiones. «Donde hay un hombre hay un problema. No hay hombre, no hay problema». Ésta es menos epigramática y más catequística, más propia del estilo seminarista de Stalin (pensemos en su discurso fúnebre sobre Lenin y su vaivén litúrgico).
La variante de la número dos es: «Golpead, golpead y, una vez más, golpead». Otra clara mejora, si queremos percibir los ritmos del pensamiento de Stalin.
LA SUCESIÓN
Los años de su ascenso al poder absoluto, 1922-1929, son poco espectaculares: bloques, alineamientos, remodelaciones burocráticas y cierta cantidad de palabras dulces en relación con la Revolución Permanente (condenada luego como «contrabando trotskista») y con el «socialismo en un solo país» (la idea stalinista de que la URSS debía sobrevivir sin revoluciones comunistas en Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos): son años tan poco espectaculares que lo mejor es hacerlos a un lado para echar una ojeada a Trotski y preguntarse por qué a la postre causó tan pocos problemas a Stalin. Le causó problemas psicológicos, pero no políticos.
Se mire como se mire, el grupo de competidores que dejó Lenin al morir era notablemente pequeño. Nadie espera morirse a los cincuenta y tres años; pero la cuestión de la sucesión era una de las grandes despreocupaciones integrales del leninismo. La cadena de mando, según El estado y la revolución (escrito a toda prisa entre las dos revoluciones de 1917), se basaba en «la incuestionable obediencia a la voluntad de una sola persona, el jefe del sóviet». ¿Y qué pasaría cuando el jefe del sóviet muriera? La justificada inquietud por este tema confirma la impresión de melancolía y fracaso que producen las últimas y poscríticas meditaciones de Lenin.
Al principio parecía ir en cabeza el jefazo del Partido en Petrogrado (ya Leningrado), Grigori Zinóviev. No deja de ser chocante, porque nadie ha dicho jamás nada bueno de él. Conquest, contra su costumbre, es rotundo: «Parece que tanto la oposición como los estalinistas, tanto los comunistas como los no comunistas, lo tenían por un cero a la izquierda, vanidoso, incompetente, insolente y cobarde». Otra estrella del partido era Liev Kámenev, personaje más comedido y respetable, pero quisquilloso y un perfeccionista incorregible. Zinóviev y Kámenev solían trabajar juntos (también los eliminaron juntos); quizá superaban su común debilidad con alguna clase de coalición desvencijada. ¿Quién más había? Lenin, luciendo su vanidad y, ya enfermo, su apagada voluntad, recomendaba un gobierno de consenso mayoritario: gobernar mediante el Politburó. Pero el sistema que había construido medio por casualidad estaba hecho para que lo gobernase la personalidad más fuerte. La inevitabilidad de Stalin: Richard Pipes cree que Stalin era inevitable. Casi todos los historiadores, cuando hablan del vertiginoso ascenso de Stalin, prefieren «lógico» a «inevitable»... Kámenev, por cierto, el 21 de diciembre de 1925 pidió pública y vehementemente que se expulsara a Stalin, que aquel día cumplía cuarenta y seis años. A él y a Zinóviev les quedaban once años de vida. (5) A Bujarin trece.
Nikolái Bujarin, a quien Lenin llamaba «el niño mimado del Partido», se rebajó muchas veces. «Estoy muy contento de que los hayan matado como a perros», dijo, refiriéndose a Zinóviev y Kámenev, en 1936. Por entonces vivía amenazado por Stalin. Pero se había rebajado en fecha anterior, cuando no estaba sometido a ninguna presión, en el juicio de propaganda de 1922 contra los socialistas revolucionarios (Pipes dice que su papel allí fue «sórdido». Se comportó como una horda linchadora unipersonal.) Bujarin, según todos los testigos, era tornadizo como un borracho y lo mismo rompía a reír que a llorar. Cuando los Mandelstam le pidieron ayuda, a comienzos de los años treinta, Nadezda se quedó atónita al ver el ataque de cólera que sufrió, en favor de ellos, no en contra. Pero Bujarin era elocuente y perspicaz: entendía la realidad mejor que sus colegas. Por consiguiente, era la única eminencia no contaminada por el juicio crítico de los bolcheviques: el desprecio criminal por los campesinos. («Enriqueceos», les decía, ganándose así una reprimenda doctrinal.) Y cuando llegó la Colectivización, ésta produjo en él una reacción bastante rara en aquellos años y en aquellos hombres: la duda moral. Bujarin dijo en privado que durante la guerra civil había visto cosas que yo no querría que vieran ni mis enemigos. Pero lo de 1919 no puede ni compararse con lo que sucedió entre 1930 y 1932. En 1919 luchábamos por sobrevivir. Ejecutábamos enemigos, pero también nosotros arriesgábamos la vida en el proceso. En el segundo período, sin embargo, llevamos a cabo un exterminio masivo de hombres totalmente indefensos, acompañados de sus mujeres y niños.
Conquest añade:
(Bujarin) estaba más preocupado aún por el efecto que había producido en el Partido. Muchos comunistas se habían sentido muy afectados. Unos se habían suicidado; otros habían perdido la razón. En su opinión, las peores consecuencias del terror y el hambre no fueron los padecimientos del campesiado, por muy horribles que fuese. Fueron “los profundos cambios sicológicos de los comunistas que participaron en la campaña y que, en vez de perder la razón, pasaron a ser burócratas profesionales para quienes el terror era ya un método normal de gobierno y una elevada virtud obedecer cualquier orden emanada de arriba”. Hablaba de una “autentica deshumanización de la gente que trabajaba en el aparato soviético”.
Es en este punto y no en las secuelas del asesinato de Kírov (diciembre de 1934) donde vemos la aceleración del Gran Terror. “Koba, ¿qué necesidad tienes de matarme?”: así empezaba la cuadragésima tercera carta sin respuesta que Bujarin escribió a Stalin, en el largo período de su arresto domiciliario, su juicio y su condena. ¿Por qué Dsachtó? El mismo Bujarin lo dijo en 1936:
(Stalin) sufre porque no es capaz de convencer a nadie, ni siquiera a sí mismo, de que es más grande que los demás; y este sufrimiento podría ser su rasgo más humano, quizá el único rasgo humano que había en él. Pero lo que no es humano, sino más bien diabólico, es que a causa de este sufrimiento se sienta obligado a vengarse de la gente, de todo el mundo, pero en particular de quienes en un sentido u otro son mejores o superiores a él.
Quienes son mejores o superiores a él: numeroso ejército. Cuando eran mucho más jóvenes y más felices, Stalin y Bujarin acostumbraban a pelearse en broma en el jardín de la dacha del uno o del otro. Solzhenitsyn cuenta de pasada que Bujarin solía derribar a Stalin. Este hecho habría bastado. (6).
Con lo cual sólo nos queda Trotski. Lenin le atribuía una ambición suprema, pero había algo fundamentalmente cómico en la idea de Trotski como sucesor. A fines de 1922 tenía que solicitar instrucciones a la dacha de Lenin en Gorki... de la que Stalin era asiduo visitante. Luego cometió la elemental torpeza de no suspender sus vacaciones para asistir al entierro de Lenin. (Stalin no le engañó esta vez con las fechas.) La ausencia de Trotski se notó muchísimo, como la de Stalin en otro entierro, en 1936. El filósofo Alexander S. Tsipko identifica dos elementos en el ímpetu bolchevique: el desdén por lo trivial y el deseo de asombrar al mundo. Trotski encarnaba ambos. Stalin quería asombrar al mundo, como veremos enseguida. Pero no sentía el menor desdén por lo trivial. Los bolcheviques habían construido un mundo en el que el Estado tenía que vigilar las actividades de cualquier grupo de dos o más personas. Stalin aceptó las consecuencias de esto. Los románticos enfocan románticamente el fracaso total de Trotski en su lucha por el poder. La verdad es que sus esfuerzos fueron torpes, necios e incluso chochos (de la página en que se nos habla de sus diversas indisposiciones y recuperaciones surge como un trémolo de senectud). En las elecciones al Comité Central de 1921 quedó en décimo lugar, «muy por debajo de Stalin e incluso detrás de Mólotov», señala Pipes. En cualquier caso, no había ninguna duda sobre quién estaba más capacitado por su carácter para la tarea de mimar, animar, acariciar y cuidar en general de la gigantesca barriga de la burocracia.
(1) En la misma circunstancia, durante el proceso de Bujarin, dos años más tarde, el «poeta tradicional» D. Dyambul colaboró con un trabajo parecido que se titulaba «Aniquilad».
(2) Sólo se le menciona de pasada dos veces en Diez días que estremecieron al mundo de John Reed, motivo por el que este libro fue prohibido luego en la URSS. «Su nombre no figura en ningún documento relacionado con aquel período histórico» (Volkogónov).
(4) A mediados de los años ochenta, David Remnick, con la cruel insistencia que correspondía al caso, acosó a Kaganóvich para que le concediera una entrevista. Encontró lo que esperaba: un amnésico lleno de temblores que vivía de una pensión del Estado. He aquí de qué se acusaba a Mijaíl: de que Hitler lo había elegido para gobernar una Rusia fascista. Los Kaganóvich eran judíos.