SUMARIO: semana del 23 al 29

Antonio Maceo y Julián del Casal, Francisco Morán
--------------poemas de John Burnside


--------------------------------Nailé Piñeiro: poemas


Dos textos de J.M. Coetzee: sobre
la última novela de Norman Mailer,
y Las maravillas de Walter Benjamin




Gerardo Fernández Fe: Fragmentos de Benjamin

Walter Benjamin, el narrador


Lizabel Mónica, 2 relatos del libro Postorgásmicos



Cabezas, Pedro Marqués de Armas



número 1
[por primera vez completo en la red]
de la revista cacharro(s)













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Francisco Morán: Antonio Maceo y Julián del Casal: una historia cubana del héroe y el cadáver



de
Francisco Morán en Fogonero emergente

Desde 1998 Francisco Morán dirige la revista de literatura La Habana Elegante.

a jorge luis sánchez y a pedro marqués de armas

parque Maceo, en La Habana, después del ciclón del 26

l

En el parque Maceo del malecón habanero, se yergue el Titán de bronce con el machete desenvainado y en actitud de ordenar el inicio de la carga a una caballería fantasma. A sus espaldas, el mar abierto. Maceo parece, en efecto, ordenar una carga contra la ciudad, puesto que si sus hombres están a sus espaldas -tal y como es de suponer- éstos serían entonces, precisamente, extranjeros, a menos que se tratase de otros habaneros o de otros cubanos -lo cual hace más siniestras estas lucubraciones. Llamo la atención sobre el hecho de que, a diferencia de lo que sucede con la estatua de Martí que se encuentra en el Parque Central, (y, por esta razón, en el corazón mismo de la ciudad), la de Maceo se erige en el borde, en los márgenes de la urbe y -significativamente- como ya apuntamos, con gesto amenazador. También los restos de Maceo descansan en un lugar situado en las afueras: en el Cacahual. Queda así fuera del alcance de la ciudad y de los cuerpos que la habitan.(1). Por otra parte, todo, el bronce, la estatura monumental, la altura, nos lo vuelven extraño y, sobre todo, demasiado retórico y enfático.

Muy cerca de La Punta, pero dentro de la ciudad, y a un lado del paseo más famoso y concurrido de La Habana, el Prado, se levanta la que fuera mansión de Lucas de los Santos Lamadrid, y donde murió, súbitamente, el 21 de octubre de 1893, Julián del Casal. La casa se convirtió, desde hace bastante tiempo, en una especie de cuartería o de solar. De los mediopuntos, apenas si queda algún que otro resto por donde entra la luz, sólo para revelar la pereza del polvo y de la suciedad. La otrora escalinata de la entrada, así como la cochera, han perdido el esplendor de tiempos idos. Los inquilinos conversan en la entrada, se asoman curiosos y cansados a los balcones, se cuentan los chismes del día, exhiben los torsos desnudos y sudorosos; pasan contoneando, provocativamente, el trasero; se abanican sin cesar, o dejan ver el brazo donde asoma algún tatuaje, todo esto aderezado con libaciones de alcohol, o de algún que otro milagroso buchito de café. Una tarja de calamina, en la pared, a la entrada de la casa, nos recuerda que en ella murió Casal. Allí no hay solemnidad, ni tienen lugar los discursos patrióticos, ni los homenajes literarios.(2) La humilde tarja está casi a la altura del transeunte, del curioso, de los inquilinos. Una tarja no es un monumento. El monumento nos exige recordar, y, casi a punta de machete, combatir. Ante un monumento es imposible pensar en nada que no sea deber y sacrificio. La tarja a lo más que invita es al gesto depedrador, irreverente, clandestino, quizá erótico, del graffiti.

II

En 1990, Jorge Luis Sánchez realizó el documental Donde está Casal. El proyecto surgió de su propia búsqueda --algo que llegó a convertirse para él en verdadera obsesión-- de los restos del poeta. Todo ello condujo a un macabro descubrimiento: aunque nunca fueron legalmente exhumados, los restos de Casal no estaban en el panteón de los Rosell-Saurí. Hasta la fecha de hoy, esos restos no han aparecido. El panteón mismo, tal y como lo vemos en el documental, era un basurero en el que se amontonaba todo tipo de desperdicios, desde latas vacías hasta condones usados, como los que pude ver por mí mismo el día que fui con unos trabajadores de la Casa Editora Abril para colocar otra tarja, también de calamina. Hoy no se puede descender al fondo del panteón como hace unos años, porque la verja de hierro que flanquea la entrada está cerrada con una cadena y un candado. Mientras los restos de Maceo duermen el sueño de los héroes, los de Casal se han aventado en otra aventura urbana de la que han participado, sin saberlo acaso, amantes clandestinos. En lugar de preservarnos sus desechos mortales, el panteón sólo ha servido para escaramuzas eróticas y como estercolero.

Cuando se hicieron las exequias del poeta, el 22 de octubre de 1893, el presbítero Dn. Rafael de los Ángeles Homá, cura párroco de la Iglesia de Nuestra Sra. de Guadalupe, hizo constar en el certificado de defunción que había mandado "dar sepultura Ecca" en el Cementerio de Colón "al cadáver de Dn. Julián del Casal, de veinte y ocho años de edad de estado soltero", así como que se ignoraban "sus padres", agregando: "no recibió sacramentos por no dar tiempo, falleció a las seis de la tarde de ayer de hemotisis". En el momento en que la muerte se anota en el libro, el cuerpo pasa a ser un mero cadáver sin historia. Sus amigos -- comenzando por el más íntimo de todos, y quien se jactaba de conocer los más íntimos secretos de Casal, Enrique Hernández Miyares -- no saben siquiera su edad (había muerto apenas unos días antes de cumplir los 30 años), ni quiénes fueron sus padres. Es más, esos mismos amigos, mientras divulgaban que el poeta había muerto de la rotura de un aneurisma, no vacilaban en decir la verdad, si bien en voz baja, para que sólo la oyese el escribano que levantaba el acta: la muerte había sido provocada por una hemoptisis. Casal no muere como un héroe, sino como un tuberculoso de quien se sospechaban, además, ciertas perversiones. Física y simbólicamente no es más que un cadáver, uno de los muchos detritus de la ciudad. Misteriosamente, todos los esfuerzos para animar ese cadáver con un soplo de historia, fracasan: los esfuerzos de sus amigos para hacerle un mausoleo, nunca se concretan. El cadáver se había abismado en la contemplación escrita de sí mismo: "Fétido, como el vientre de los grajos / Al salir del inmundo estercolero / Donde, bajo mortíferas miasmas, / Amarillean los roídos huesos..." (Cuerpo y Alma).

El nacionalismo no considera a los héroes (la arcilla de su discurso) como cadáveres "naturales", sino como vigilantes vivos de los fundamentos de la nación. Es por ello que, mientras que el cadáver Casal no necesita más legitimación que la de su propia descomposición, al héroe Maceo, si bien no se le embalsama (no hubo tiempo, ni las posibilidades, ni habría habido la voluntad, toda vez que no pudo hacerse con Martí), sí se le escamotea a los agente depedradores de la muerte.(3). El examen mismo de sus restos, y la validación antropológica a que se someten, son ya uno de los primeros rituales con que es conjurada la nación. La palabra cadáver desaparece por las exigencias del mito y de la historia: revestido de bronce, se le mantendrá sobre el caballo y con el machete desenvainado. Aún no se ha proclamado, entre bailes y celebraciones, la República, y uno de los primeros gestos de los cubanos es el de recuperar el cuerpo de Maceo. Las mejores hagiografías se escriben sobre los restos del cuerpo. La nación, la patria, sobre qué podrían asentarse mejor que sobre los relicarios, sobre los huesitos de sus hijos? Sólo que el cuerpo de Maceo -como el de Casal- tiene sus zonas ríspidas, trochas por las que difícilmente podrían abrirse camino las conveniencias de la nación, a menos que la ciencia...

La comisión que en 1898 examinó los restos de Antonio Maceo estuvo integrada por José Ramón Montalvo, Carlos de la Torre y Luis Montané. Ante éstos se levantaba un escollo que podía complicar las cosas. Por una parte estaba la condición racial de Maceo (mulato), y como tal, la antropología al uso no lo veía como un ser especialmente privilegiado, sino como todo lo contrario. Por el otro, estaban los intereses políticos y patrióticos que exigían un certificado de limpieza absoluta. Lo primero que llama la atención aquí es la necesidad, no de reconocer la autenticidad de los restos -puesto que no era de eso de lo que se trataba-, sino de sus propiedades. El estudio parte, pues, de un criterio ostensiblemente racista y, al mismo tiempo, manipulador. La comisión recoge la belleza del cráneo ("por sus líneas, en general", nos dice), y se apresura a reconocer ("como preludio") que Maceo "era mestizo" para luego aclarar que "el cruzamiento del blanco y del negro, crea un grupo ventajoso, cuando la influencia del primero predomina".(4) Las dos conclusiones más importantes a que se llega son que "muchos caracteres antropológicos reintegran a Maceo en el tipo negro, -- en particular, las proporciones de los huesos largos del esqueleto", pero que, no obstante ello, "la conformación general de la cabeza" hace que se aproxime, iguale, y aún supere, a la mismísima raza blanca.(5) O sea, que Maceo tuvo un cuerpo de negro que (como negro al fin) sirvió a su cabeza, que era de blanco. Las hazañas del cuerpo negro sólo se explican por la excepcional belleza e inteligencia (blancas) de la cabeza. De lo que se trata aquí es del racismo puesto al servicio del discurso nacionalista. Ahora bien, esto tiene otra lectura no menos significativa. Esa perfección y belleza blancas que la comisión asienta sobre los restos de Maceo, no es otra cosa que la autorización científica -tan necesaria en un caso tan "especial"-- para legitimar el bronce en que esos restos van a ser vaciados o, mejor aún, escondidos.

III

Una de las autoridades que formó parte de la comisión para delimitar las topografías blanca y negra de Antonio Maceo, fue, como se recordará, el doctor Luis Montané, quien, por cierto, juega una rol muy especial en los (des)encuentros de Maceo y Casal.

El 15 de enero de 1890, en el salón de actos de la Real Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de la Habana, tuvo lugar el Primer Congreso Médico de Cuba. Al mismo asistió Montané quien leyó una ponencia titulada "La pederastia en Cuba". Y, representando a La Discusión, también asistió Casal, cuya crónica "El Congreso Médico" apareció en el periódico al día siguiente.

La crónica de Casal sólo menciona el nombre del Dr. Francisco Zayas quien, como se recordará, fue el médico que le diagnosticó más tarde tumores en los pulmones, y a quien le dedicó una de sus prosas en Bustos y rimas. Así, no hay manera de probar que Casal haya escuchado la ponencia de Montané. Quiero llamar la atención sobre el hecho de que no menciona a Montané, pero tampoco a nadie más salvo al doctor Zayas. Si consideramos que Diego Tamayo tuvo a su cargo el discurso de apertura del Congreso, y que Casal - quien sí debió escucharlo - tampoco lo menciona, entonces podríamos muy bien suponer que, o el silencio fue intencional, o que sólo se interesó en reportar la participación de su amigo, el doctor Zayas. Si tal fue el caso, ese silencio tendría mucho que decirnos.

Lo primero que debemos subrayar aquí es el carácter descriptivo de la crónica de Casal, en obvia contradicción con el propósito primario de este género periodístico que no es otro que el de informar. Pero la descripción le sirve a Casal para desplegar un fino, eficaz contrapunteo: elogia y ridiculiza, al mismo tiempo, las pretensiones del Congreso Médico. Comienza destacando que "el amor a la ciencia se infiltra lentamente en el seno de nuestra sociedad". El verbo infiltrar, que el discurso médico hizo suyo, (recuérdese lo que Susan Sontag nos dice en Illness as Metaphor) viene de prácticas militares asociadas con lo secreto, es decir, con actividades de espionaje. En este sentido, la ambigüedad con que juega Casal, es obvia: por un lado la ciencia misma es presentada como un germen, como una enfermedad que contamina el organismo social, y, por el otro, se constituye a manera de la foucaultiana mirada panóptica, centralizada, que vigila y espía a los ciudadanos. Desde el margen, Casal revierte el discurso médico que utiliza ese mismo verbo, u otros similares como invasión, para aludir a la pederastia, a la prostitución (o sea, a las enfermedades morales) y a las enfermedades infecciosas como la tuberculosis. Benjamín de Céspedes, por ejemplo, se refiere a la homosexualidad como a "la invasión creciente de la plaga asquerosa".(6) La mayor parte de la crónica de Casal se regodea en la descripción del salón de actos y - cosa curiosa -, se detiene a escudriñar a casi todos estos "hombres célebres", a quienes, "acostumbrados a luchar con la muerte", "parecía que ésta les había comunicado su imborrable palidez". Casal comunica un fuerte e inquietante contraste entre lo que considera, por una parte, una "legión heroica de los conquistadores del ideal", y, por la otra "un grupo de ancianos de cabellos blancos", "frentes arrugadas" y "mejillas lívidas".(7) Se trata de un fino, pero eficaz despliegue de su habitual ironía. Ello se refuerza aún más hacia el final de la crónica. Al despedirse del lector, afirma que, por su parte, sintió "renacer [su fe] perdida en la medicina". Nótese lo extraño de la construcción. Lo que renace no es la fe, sino la fe perdida. En lugar de decir "la fe que había perdido", lo que nos dice - y con lo que nos deja - es el renacer de una fe perdida. Esta ambigüedad vuelve a subrayarse con la declaración negativa-afirmativa de las últimas líneas: "llegué a pensar que no hay nada más falso que este pensamiento de Moliere: la más extraña de las pretensiones es la del hombre que pretende curar a otro de sus males"(8) La negación cede el lugar en el discurso a la afirmación excéptica de Moliere, y la cual -cosa extraña- nos hace recordar aquel cenáculo de hombres, viejos, cansados, y contaminados por la muerte, que había visto Casal.

La ponencia de Montané se caracterizó, en líneas generales, por el tono altamente homofóbico y discriminativo. En ella reportaba las conclusiones a las que había arribado luego de estudiar a 21 "pederastas" que se encontraban en la Cárcel de La Habana. Los clasificó en aficionados y prostituidos, y de ellos 8 eran blancos, 9 mestizos y 4 negros. Los pederastas que describe Montané deambulan por los parqués, cafés y teatros. Cuenta incluso que, "en cierta ocasión, en uno de los corredores de nuestro principal teatro y durante la representación, [uno de estos pederastas] es sorprendido [...] besando las partes genitales, descubiertas, de un joven". Los espacios a que Montané hace referencia - no tenemos que decirlo - son los mismos que frecuentaba Casal. Eso, para no hablar de su "gusto desordenado" por "los objetos brillantes" y "los colores vivos" que nos salen al paso constantemente en su poesía, y en la del modernismo, y que Montané también señala como signos de la pederastia.

El contenido racista de su exposición salta, sobre todo, cuando se refiere a los chinos, quienes -nos dice- "no figuran en nuestro cuadro; pero sabemos que esta raza, industrial y económica, tiene particular tendencia hacia la pederastía".

Si Casal estuvo presente durante la intervención de Montané, tiene que haber sentido también la alusión personal que se encerraba en el comentario sobre la "misma monomanía por los retratos, en los que se hace representar [el pederasta] como personaje de teatro, o más a menudo con vestido de mujer". No sólo porque esa "monomanía por los retratos" era intrínsecamente casaliana, sino también porque la foto en que lo vemos junto a su amigo Manolo Moré (vestidos ambos a la usanza oriental), tiene mucho de teatral, y podía haber sido una de las tantas fotos que, como evidencias, Montané hizo circular entre su auditorio.

Resulta para nosotros, cuando menos simbólico, ver a Montané involucrado, al mismo tiempo, en el estudio y clasificación de los restos de Maceo y en la elaboración de un discurso homofóbico, ambos marcados por el gesto racista y discriminatorio: hacia el negro, el chino y el homosexual. Pero lo verdaderamente perturbador es que Montané no es el único caso. Matías Duque, quien fue médico y se alzó en 1895, y llegó a ser más tarde Secretario de Sanidad y Beneficencia durante el gobierno de Jose Miguel Gómez, escribió La prostitución en Cuba, obra que despide un siniestro espíritu carcelario y en la cual, desde posiciones positivistas, hace también objeto de sus ataques, además de a la prostituta, al homosexual. Que haya, además, alternado su profesión de médico y de burócrata, con la de historiador, y con la de escritor de libros para las escuelas sobre temas como los símbolos patrios, Maceo, etc., nos demuestra que los discursos nacionalistas no se articulan -contrario a lo que podría esperarse- a partir de estrategias ni de modelos aglutinadores, sino que -por el contrario- tienen como premisa y fundamento indispensables lo que llamaríamos la alienación del héroe, su extrañamiento con relación al cadáver y al enfermo. Dicho en otras palabras, el discurso nacionalista no traspasa las puertas del cementerio como no sea para exaltar la vida. Separa al cuerpo movilizado por el deseo (y que, por esta razón, siempre está amenazado por la contaminación, por la decadencia y por -- ¿habrá que decirlo?-- la infidelidad) del cuerpo invulnerable, y hecho en una sola pieza, del héroe. De modo que sólo hay una manera eficaz de desarticular esas pretensiones trascendentalistas y, al mismo tiempo, discriminatorias. Ello consistiría en la práctica sistemática y corrosiva de la seducción. Ese carácter corrosivo se debe, entre otras cosas, a que la seducción nunca es del orden de la naturaleza, sino del artificio nunca del orden de la energía, sino del signo y del ritual, no pertenece al orden de la naturaleza, sino del artificio.(9) Puesto que la seducción despliega su estrategia mediante el signo y el ritual, resulta difícil desmantelar sus prácticas, oponerles algún tipo de resistencia. No hay que olvidar que es el discurso del poder el que busca conjurar al impulso seductor, y no al revés. A Maceo se le inviste de cualidades broncíneas, se limpian y esterilizan cuidadosamente sus restos, se le separa del cadáver que va a descomponerse, se le pone en la mano el machete, y se le sube al caballo -también de bronce-. Todo se trabaja, primero, en el estudio antropológico, y luego en las finezas del monumento épico. Su figura queda, así, a muchos metros del suelo, desde donde el ciudadano sentirá la orden que le exige, sin demoras, ponerse a la vanguardia del sacrificio y del deber. Ha sido, literalmente hablando, despellejado, des-carnado. Su virilidad (como la de cualquier héroe) sólo puede ser protegida por el monumento silencioso. Pero, entonces, la seductora voz del cadáver, lo baja del pedestal, lo vuelve objeto del deseo (de su deseo), y nos recuerda, en medio de las lecciones de historia, que Maceo "es un hombre bello". A un performance travestista, se opone el otro, ritualista y no menos enfático.

Las ínfulas nacionalistas de "La Bayamesa" se desinflan estrepitosamente cuando nos enteramos de que, en Cuba, "llevar en su alma la bayamesa" implica una identidad gay. Así, uno de los pederastas de los que nos habla Montané, se hacía llamar "La Isleña", y otro "La Camagüeyana". Uno se apropia de la tan celebrada o comentada insularidad de Cuba (podría haberse llamado "La Isla infinita", "La Isla que se repite", "La Isla sin Fin", "La Perla de las Antillas", "La llave del golfo", "La más fermosa"), y el otro se apropia de toda una provincia de la nación. Revelan la fragmentación, la precariedad que subyace en todo modelo nacionalista y, lo que es más importante, lo socavan desde dentro.

Más que el encuentro personal de Maceo con Casal, me interesan sus (des)encuentros. La de Maceo es una figura histórica que se mueve (y que sobre todo es movida, manipulada) en los grandes proyectos nacionalistas donde, por supuesto, no tienen lugar las ficciones modernistas de Casal. Es por eso que me interesa más el Maceo que es clavado - y me demoro a saborear la criollísima expresión-- en la ficción del poema. Si el mulato aguerrido se fue de La Habana sin conseguir sus propósitos, -- porque sólo encuentra "espíritus famélicos de oro"-- no puede decirse lo mismo de Casal, quien lo ve como sólo él podía verlo: enardeciendo "a sus bravos compañeros" (endecasílabo que ambiguamente nos pone en el mismo camino al deseo -homoerótico- y al heroísmo). Alguna vez dije que el deseo y la nación nunca coinciden en Casal. Sería mejor decir que casi nunca coinciden. Puede que la excepción sea su encuentro con Maceo. No hemos visto la foto en que se hicieron retratar juntos. Sólo tenemos la de Maceo, dedicada a Casal. La podemos imaginar clavada en la pared de la celda que el poeta tenía en El País. Allí están, desde luego, otras fotos. Recordemos su "manía con los retratos". Poco a poco esa galería comienza a crecer, a desbordar las páginas del libro del ingenio. Las fotografías de los criminales que aparecían en La Caricatura, la de Darío, las litografías de los poetas franceses, la foto de María Cay, el retrato que de él mismo hizo Menocal, todas esas representaciones, y muchas más, son barajadas en la pared, devoradas ritualmente, consumidas por el deseo. Y entre todas esas fotos, quizá la más seductora era la del mulato que muy bien podía confundirse con la imagen de Saulo. Imaginemos a Maceo, "en fogoso corcel de crines blancas, / lomo robusto, refulgente casco, belfo espumante, sudorosas ancas", alzando el machete que "a los reflejos de la luz, remeda / sierpe de fuego con escamas de oro". Y al poeta, "el artista" -como lo llamaría Vitier-- clavando su mirada en el retrato "como su pico el pájaro en el fruto". Y el retrato descomponiéndose en "hediondos pedazos", en humedades pasajeras, en jadeos, y entre los "huesosos dedos macilentos" del infante. Sobre el bronce pulimentado por los juramentos y las consignas de turno, la baba seductora del cadáver: "Maceo es un hombre bello...." El Titán de bronce, en un gesto ambiguo que lo coloca entre el guerrero y el amante, entra en la "Autobiografía" de Casal, el cual reescribe, al mismo tiempo, la del héroe: "siento que el corazón sube a mis labios, / cual si en mi pecho la rodilla hincara / joven titán de miembros acerados". El poeta vencido por el titán. El titán seducido, a su vez, por el poeta. Uno encima del otro, detenidos no en la instantánea de la historia, sino en la del Deseo. La seducción le devuelve su sexo al gesto heroico y lo trasmuta en en héroe, pero en héroe capaz de responder al signo seductor. Será un mártir cristiano (San Sebastián), un héroe pagano, decadente (el gladiador joven, vigoroso, o Petronio), un héroe marcado, no por su impermeabilidad, sino por su vulnerabilidad, susceptible de ser desnudado.

Notas

1. Ver el excelente artículo "Casal y Maceo en La Habana Elegante", del profesor Oscar Montero, en Encuentro de la cultura cubana, otoño de 1998 (no.10), p. 117-132. Montero afirma que "el peregrinaje agreste de Maceo se opone a la fijeza urbana de Casal", p.117.

2. El único homenaje programado allí fue, precisamente, el que se debió efectuar el 21 de octubre de 1993, fecha prevista para la develación de la tarja, y con motivo de cumplirse el centenario de la muerte del poeta. Tuvo que ser pospuesta para el 7 de noviembre (aniversario del natalicio de Casal), pero tampoco el acto programado llegó a efectuarse.

3. Bryan S. Turner, en The Body & Society, considera que las "prácticas exclusivistas" que rodean al cadáver no se detienen en los rituales de enterramiento, embalsamación, y/o cremación, sino que se evidencian también en los monumentos funerarios, tumbas, fosas, etc., a que aquél es destinado.

4. "El cráneo de A. Maceo (estudio antropológico)". Imprenta Militar (La Habana, 1899) p.4

5. Ob. cit., p. 16. Nota: los verbos aproxima, iguala, y supera, aparecen en itálica en el original.

6. Dr Benjamín de Céspedes, "La prostitución masculina" en La prostitución en la Ciudad de la Habana, Establecimiento tipográfico O'Reilly, no. 9 (La Habana, 1888), p. 190.

7. Julián del Casal: "El Congreso Médico" en La Discusión, La Habana, jueves 16 de enero de 1890. Reproducido en Julián del Casal. Prosas, Edición del Centenario, (Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963) t.2, p. 28.

8. ob. cit., p. 29. En itálica en el original.

9. Jean Baudrillard, De la seducción (Madrid: Cátedra, 1998), p. 13

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poemas de John Burnside

John Burnside (Dumeferline, Escocia, 1955) ha publicado cinco novelas, un volumen de memorias (A Lie About My Father) y nueve libros de poesía, entre los que destacan Common Knowledge (1991), Feast Days (1992), The Myth of the Twin (19914), Swimming in the Flood, (1995), The Asylum Dance (2000), con el que obtuvo el Whitbread Poetry Award, The Good Neighbour (2005) y la antología Select Poems (2006), todos ellos en la editorial Jonathan Cape. La editorial Pre-Textos presentará una antología de su poesía.

Traducción de Jordi Doce

textos cedidos por el autor a fogonero emergente

SLEPP

(uncollected)

(From “An essay on narrative”, I)

We came so far, then stopped to see ourselves:
this minor gold, that memory of light,
angels and birds in the trees, like an early painting;

and though we were careful,
we knew it would happen again,

the life we forgot in the dying
stuck in its groove
and repeating, all shuffle an click

and words that have passed beyond sense,
like a 50s pop song.

Meanwhile, eternity waits: all the shadows and glints
we might have seen, the facts we might have witnessed,
lemongrass, godwit, the weather in Rome, or Calcutta,

and, elsewhere in that sprawl of light ant time,
the strangers, in their hats and winter coats.
coming indoors to a childhood that nothing can finish:

wind in an upstairs room, or the nine o’clock ferry
crossing from here to the there in a slow trail of clouds,

and, somewhere below, where the people arrive or diminish,
an evensong of steam and radio
played to a crop of freshly-labelled jars.


SUEÑO

(inédito)

(De “Un ensayo sobre narrativa”,I)

Llegamos tan lejos, luego nos detuvimos para vernos:
este oro menor, esa memoria de la luz,
ángeles y pájaros en los árboles como en un cuadro primitivo;

y, aunque fuimos cuidadosos,
sabíamos que volvería a suceder,

la vida que olvidamos al morir
en el surco rayado
y repitiéndose, todo giro y chasquido

y palabras que ya no dicen nada,
igual que una canción de los cincuenta.

Entretanto, la eternidad aguarda: todas las sombras y destellos
que habríamos podido ver, hechos de los que habríamos podido ser testigos,
agachadiza, limoncillo, el clima en Roma o en Calcuta,

y, más allá, en la extensión de luz y tiempo,
los extraños con sus abrigos de lana y sus sombreros,
pasando adentro a una niñez que nada puede cancelar:

el viento en el piso de arriba, o el ferry de las nueve en punto
cruzando de aquí a allá en una lenta estela de nubes,

y abajo, en algún sitio, donde la gente llega o disminuye,
vísperas de radio y vapor
ante una cosecha de botes recién etiquetados.


*** *** ***

Like me, you sometimes waken
early in de dark
thinking have driven miles
thinking inward country,

feeling around you still
the streaming trees and startled waterfowl
and summered cattle
swinging through your headlamps.

Sometimes you linger days
upon word,
a single, uncontaminated drop
of sound; for days

it trembles, liquid to the mind
then falls:
mere denotation.
dimming in the undertow of language

(Common Knowledge, 1991)


Como yo
, a veces despiertas
temprano, en la penumbra,
convencido de haber conducido durante horas
tierra adentro,

sintiendo aún en torno a ti,
bailando ante los faros,
los árboles que fluyen, las aves sobresaltadas
y el ganado que veranea al aire.

A veces, te demoras durante días
en una palabra,
una sola gota incontaminada
de sonido; durante días

tiembla, líquida al tacto de la mente,
luego cae:
mera denotación, desvaneciéndose
en el reflujo del lenguaje.

(Conocimiento común, 1991)



SEPTUAGESIMA

Nombres.
Están sobre la pátina
de las cosas.
Jorge Guillén

I dream of the silence
the day before Adam came
to name the animals,

the gold skins newly dropped
from God’s bright fingers, still
implicit with the light.

A day like this, perhaps:
a winter whiteness
haunting the creation,

as we are sometimes
haunted by the space
we fill, or by the forms

we might have known
before the names,
before the gloss of things

(Feast Days, 1992)


SEPTUAGÉSIMA

Sueño con el silencio
del día anterior a que Adán
diera nombre a las bestias,

desprendidas sus pieles de oro
de los dedos de los brillantes de Dios,
contenidas aún en esa luz.

Un día, tal vez, como éste:
su blancura invernal
cautivando la creación

como a nosotros, a veces,
nos cautiva el espacio
que llenamos, o las formas

que habríamos podido conocer
antes de los nombres, más allá
de la pátina de las cosas.

(Días festivos, 1992)


HALLOWEEN

I have peeled the bark from the free
to smell its ghost,
and walked the boundaries of ice and bone
where the parish returns to itself
in a flurry of snow;

I have learned to observe the winters:
the apples that fall for days
in abandoned yards,
the fernwork of ice an water
sealing me up with the dead
in misted rooms

as I come to define my place:
barn owls hunting in pairs along the hedge,
the smell of frost on the linen, the smell f leaves
and the whiteness that breeds in the flaked
leaf mould, like the first elusive threads
of unmade souls.

The village is over there, in a pool of bells,
and beyond that nothing,
or only the other versions of myself,
familiar and strange, and swaddled in their time
as I am, standing out beneath the moon
or stooping to clutch of twigs and straw
to breathe a little life into fire.

(The Myth of Twin, 1994)


HALLOWEEN

He arrancado la corteza del árbol
para oler el fantasma,
y caminando hasta las lindes de hielo y hueso
donde el condado se vuelve hacia sí mismo
en ráfagas de nieve;

He aprendido a observar los inviernos:
las manzanas que caen durante días
en patios descuidados,
los diseños de helecho con que el agua y el hielo
me sellan con los muertos
en cuartos neblinosos

al tiempo que defino mi lugar:
lechuzas de granero que cazan en pareja a lo largo del seto,
el olor de la escarcha en la colada, el olor de las hojas
y la blancura del moho propagándose
en la hoja escamosa, como los hilos esquivos e incipientes
de las almas informes.

El pueblo queda a un lado, sobre un estanque de campánulas,
y más allá no hay nada,
o sólo otras versiones de mi mismo,
familiares y extrañas, y envueltas en su tiempo
igual que yo lo estoy, de pie bajo la luna
o inclinándome ante un manojo de ramas y paja
para insuflar una pequeña vida al fuego.

(El mito del gemelo, 1994)


THE MYTH OF THE TWIN

Someone is still awake
in the night of my grandfather’s house
with its curtains and potted palms
and its books full of beech leaves
pressed so the colours would stay,

and someone is having the dream
I had for weeks: out walking on the beach
I lifted a pebble and split it
open, like an apricot, to find
a live child hatched in de stone;

like radio, the whisper of the tide,
the feel of a pulse in the dark, when I stay all night
and answers come, single and clear, like the calling of birds,
or the pull of the sea, when the moon sails high in the clouds
and I pick out the shapes on its surface: a handprint, an iris.

(The Myth of Twin, 1994)


EL MITO DEL GEMELO

Alguien sigue despierto
en la noche del piso de mi abuelo
con sus cortinas y macetas
y sus libros repletos de hojas de haya
prensadas para que el color perviva,

y alguien está soñando el sueño
que me duró semanas: vagando por la playa
tomé un guijarro y lo partí en dos,
como un albaricoque,
para encontrarme un niño vivo
incubado en la piedra;

como la radio, el murmullo del agua,
la sensación de un golpe en la negrura,
cuando paso la noche en vela
y llegan las respuestas, simples, nítidas, como el llamado de las aves
o la atracción del mar, cuando la luna se alza entre las nubes
y advierto los contornos de su piel: la huella de una mano, un iris.

(El mito del gemelo, 1994)


THE PIT TOWN IN WINTER

Everything would vanish in the snow,
fox bones and knuckles of coal
and dolls left out in the gardens,
red-mouthed and nude.

We shovelled and swept the paths,
but they melted away in the night
and the cars stood buried and dumb
on Fulford Road.

We might as well be lost, she said;
but I felt the neighbours dreaming in the dark,
and saw them wrapped in overcoats and scarves
on Sundays: careful, narrow-footed souls,
become the creatures of a sudden light,
amazed at how mysterious they were.

(The Myth of Twin, 1994)


PUEBLO MINERO EN INVIERNO

Todo se desvanecía en la nieve,
nudillos de carbón y huesos de zorro
y muñecas abandonadas en los jardines,
con labios encarnados y desnudas.

Sacábamos las palas para limpiar las calles,
pero al llegar la noche volvían a esfumarse
y los coches yacían enterrados y mudos
en Fulford Road.

Como si nos hubiéramos perdido, decía ella;
mas yo sentía a los vecinos soñando en la negrura,
y los veía envueltos en bufandas y abrigos
los domingos: almas prudentes, de pies estrechos,
convertidas en vástagos de una luz repentina,
asombradas de verse tan misteriosas.

(El mito del gemelo, 1994)


THE GOOD NEIGHBOUR

Somewhere along this street, unknown to me,
behind a maze of apple trees and stars,
he rises in the small hours, finds a book
and settles at a window or a desk
to see the morning in, alone for once,
unnamed, unburdened, happy in himself.

I don’t know who he is; I’ve never met him
walking to the fish-house, or the bank,
and yet I think of him, on nights like these,
walking alone in my own house, my other neighbours
quiet in their beds, like drowsing flies.

He watches what I watch, tastes what I taste:
on winter nights, the snow; in summer, sky.
He listens for the bird lines in the clouds
and, like that ghost companion in the old
explorers’ tales, that phantom in the sleet,
fifth in a party of four, he’s not quite there,
but not quite inexistent, nonetheless;

and where he lays his book down, checks the hour
and fills a kettle, something hooded stops,
as cell by cell, a heartbeat at time,
my one good neighbour sets himself aside,
and alters into someone I have known:
a passing stranger on the road to grief,
husband and fathers; rich man; poor man; thief.

(The Good Neighbour, 2005)


EL BUEN VECINO

En esta misma calle, ignorado por mí,
detrás de un laberinto de manzanos y estrellas,
se levanta de buena mañana, toma un libro
y se acomoda en el alféizar o ante una mesa
para atender el alba, solo por una vez,
anónimo, sin cargas, feliz consigo mismo.

No sé quién es; jamás me lo he encontrado
en la pescadería o en la cola del banco,
y aún así pienso en él, en noches semejantes,
despertando en mi casa a solas, y en mis otros vecinos
en sus camas igual que moscas soñolientas.

Observa lo que observo, prueba lo que yo pruebo:
las noches de invierno, la nieve; en verano, el cielo.
Escucha entre las nubes las líneas de los pájaros
y, como ese fantasma que aparece en los viejos
relatos de viajeros, ese espectro en el hielo, el quinto
en un grupo de cuatro, no está del todo ahí,
y sin embargo no es del todo inexistente;

y cuando deja el libro a un lado, mira la hora
y llena la tetera, algo encapuchado se para,
mientras célula a célula, un latido por vez,
mi buen vecino se hace a un lado
y se transforma en alguien a quien he conocido:
un extraño que pasa rumbo a la tristeza,
esposo y padre; hombre rico; pobre; ladrón.

(El buen vecino, 2005)

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J.M.Coetzee: Retrato del monstruo adolescente...

norman mailer



Publicado en el
New York Review of Books, el 15 de febrero de 2007.

La reciente publicación de The Castle in the Forest (El castillo en el bosque), novela en la que Norman Mailer narra la historia del joven Hitler, suscita este comentario de J. M. Coetzee.

En su doble biografía de dos de los carniceros más cruentos y peores monstruos morales del siglo XX, Stalin y Hitler (¿pero no está Mao a su altura? ¿Y Pol Pot no merece un análisis?), Alan Bullock reproduce, una junto a la otra, fotografías grupales escolares del pequeño Iosif y el pequeño Adolf tomadas en 1889 y 1899 respectivamente; en otras palabras, cuando ambos tenían unos diez años.(1) Al examinar ambos rostros, uno trata de percibir cierta esencia, un halo oscuro, algún indicio de los horrores futuros; pero las fotografías son viejas, la definición es pobre, no se puede tener ninguna certeza y, por otra parte, una cámara no es un instrumento adivinatorio.

La prueba de la fotografía grupal escolar —¿Cuál será el destino de esos chicos? ¿Cuál de ellos llegará más lejos?— tiene una significación especial en los casos de Stalin y Hitler. ¿Es posible que algunos seamos malos desde el momento en que abandonamos el útero materno? De lo contrario, ¿cuándo ingresa el mal en nosotros, y cómo? O, para plantear la pregunta en términos menos metafísicos, ¿cómo es que algunos nunca desarrollamos una conciencia moral restrictiva? ¿En el caso de Stalin y Hitler el problema residió en la forma en que los criaron? ¿En las prácticas educativas de Georgia y Austria de fines del siglo XIX? ¿O fue que los chicos desarrollaron una conciencia y que más adelante la perdieron? ¿Iosif y Adolf eran todavía muchachos dulces y normales en la época en que los fotografiaron y se convirtieron en monstruos después, tal vez como consecuencia de los libros que leyeron, de las compañías que frecuentaron o de la presión de su época? ¿O no tenían nada de especial, después de todo, ni antes ni después, y sólo fue que el guión de la historia exigía dos carniceros, un Carnicero de Alemania y un Carnicero de Rusia y, de no haber estado Iosif Dzhugashvili y Adolf Hitler en el lugar y el momento oportunos, la historia habría encontrado otro par de actores, tan buenos como ellos (vale decir, tan malos), para desempeñar esos papeles?

Por cierto que éstas no son preguntas que a los biógrafos les guste abordar. Existen límites a lo que podemos saber con certeza sobre el pequeño Stalin y el pequeño Hitler, sobre su entorno familiar, su educación, sus primeras amistades, sus influencias tempranas. El salto del mero registro fáctico a la vida interior es enorme, y es comprensible que historiadores y biógrafos (el biógrafo pensado como historiador del individuo) se muestren renuentes a practicarlo. Por lo tanto, si queremos saber qué pasaba en esas dos almas infantiles, tendremos que recurrir al poeta y al tipo de verdad que ofrece el poeta, que no es la misma que la del historiador.

Es ahí donde Norman Mailer entra en escena. Mailer nunca consideró que la verdad poética fuera una verdad de una variedad inferior. Desde Un sueño americano, pasando por Los ejércitos de la noche y La canción del verdugo hasta Marilyn, se sintió en libertad de valerse del espíritu y los métodos de la investigación literaria para acceder a la verdad de nuestra época, en una empresa que, si bien puede ser más arriesgada que la del historiador, brinda mayores compensaciones. El tema de su nuevo libro es Hitler. Hitler puede pertenecer al pasado, pero el pasado al que pertenece sigue vivo, o por lo menos no está muerto. En The Castle in the Forest (El castillo en el bosque), Mailer escribe la historia del joven Hitler, y específicamente la historia de cómo el pequeño Hitler terminó poseído por las fuerzas del mal.

El árbol genealógico de Hitler es enmarañado y, para los parámetros de Nuremberg, no del todo adecuado. Su padre, Alois, era hijo ilegítimo de una mujer llamada Maria Anna Schicklgruber. El candidato más probable a su paternidad, Johann Nepomuk Hüttler, era también abuelo, a través de otra relación, de Klara Pölzl, sobrina y tercera esposa de Alois y madre de Adolf. Alois Schicklgruber se autolegitimó con el nombre de Alois Hitler (su opción de escritura) a los cuarenta años de edad, unos años antes de casarse con Klara, que era mucho más joven que él.

Sin embargo, nunca se acallaron del todo los rumores de que el verdadero padre de Alois —y, por lo tanto, el abuelo de Adolf— era un judío llamado Frankenberger. Llegó a deslizarse incluso que Klara era hija natural de Alois. Una vez que ingresó a la vida política, en la década de 1920, Adolf Hitler hizo todo lo que pudo por ocultar y hasta falsear su genealogía. Eso puede haberse debido o no a que consideraba que tenía un antepasado judío. A principios de la década de 1930, los diarios opositores trataron de desacreditar al Hitler antisemita señalando que en su armario familiar había un judío oculto, intentos que llegaron a su fin de forma abrupta cuando los nazis tomaron el poder.

Mediante sus propios esfuerzos, Alois Hitler se elevó del campesinado al estrato medio del servicio aduanero austríaco. Tuvo tres hijos con Klara, y también incorporó a la familia a dos hijos de un matrimonio anterior. Uno de esos hijos, Alois, se escapó de la casa para llevar una vida errante y en parte ilegal (también bígamo). El hijo de ese Alois, William Patrick Hitler (de madre irlandesa) trató sin éxito de extorsionar al Führer en relación con secretos familiares antes de emigrar en 1939 a los Estados Unidos, donde, luego de pasar por el circuito de conferencias como especialista en su tío, se incorporó a la Marina.

En Mein Kampf (Mi lucha), el libro que escribió en la cárcel en 1924, Hitler da una versión muy diluida de sus orígenes. Nada de incesto, nada de ilegitimidad, por cierto nada de ancestros judíos, tampoco nada sobre hermanos. En lugar de ello, nos presenta la historia de un niño brillante que opone resistencia a un padre dominante (pero querido) que quiere que el hijo siga sus pasos en la administración pública. Decidido a convertirse en artista, el niño reprueba deliberadamente los exámenes escolares y frustra así los planes del padre. En este momento, el padre muere de forma providencial y, con el apoyo de la madre, el chico se encuentra en libertad de seguir su destino.

La historia del fracaso escolar deliberado es una evidente racionalización. Adolf era un chico inteligente pero no, como le gustaba pensar, un genio. Convencido de que tendría éxito tan sólo por ser quién era, despreciaba el estudio. Una vez que pasó de la escuela primaria a la Realschule, el colegio secundario técnico, se fue quedando cada vez más rezagado en relación con sus compañeros y terminaron por expulsarlo.

El mundo habría sido un lugar más feliz si Alois padre se hubiera salido con la suya y Adolf se hubiera transformado en un oficinista en los rincones más oscuros de la burocracia austríaca, pero no fue así. Sin duda Alois castigaba a su hijo; los golpes y otras muestras del poder paterno engendraron en el hijo la decisión de no convertirse en padre de familia sino de asumir en la imaginación del pueblo alemán la identidad del hijo rebelde implacable, objeto de la admiración de millones de otros hijos e hijas en cuyo pecho bullía el recuerdo de las humillaciones pasadas. La lección parece ser que el castigo corporal es una mala idea, que una cultura en la que se humilla el orgullo de los varones jóvenes corre el riesgo de provocar el retorno de lo reprimido, pero mil veces magnificado.

El conflicto entre Alois padre y Adolf está presente en la novela de Mailer, si bien esta vez tanto desde el punto de vista del padre como del hijo. Se describe al vilipendiado tirano doméstico Alois de forma más compasiva, como un sagaz funcionario aduanero, un marido orgulloso de su virilidad, un hombre de escasa educación que ascendía socialmente con gran esfuerzo.

El Adolf de Mailer, en cambio, es un chico manipulador, llorón y nada atractivo, embargado por deseos incestuosos y celos edípicos, así como profundamente rencoroso. Tiene un mal olor del que no puede librarse; también tiene el hábito de evacuar el intestino cuando siente miedo. El más indignante de sus actos es contagiarle el sarampión a su hermano menor, un chico atractivo y muy querido. Edmund se muere, tal como estaba previsto. Adolf queda en plena posesión del nido.

Cuando el joven Adolf decía que quería ser artista, no era porque sintiera una vehemente pasión por el arte, sino porque quería que se lo considerara un genio, y convertirse en un gran artista le parecía la forma más rápida de que un muchacho ignoto, de escaso dinero y sin relaciones obtuviera ese reconocimiento. Cuando ingresó a la política, en la década de 1920, ya había abandonado sus pretensiones artísticas y hallado un modelo más compatible. Hitler estaba obsesionado con su lugar en la historia, vale decir, con el tema de cómo se verían en el futuro sus actos del presente. "Para mí hay dos posibilidades", le dijo a Albert Speer: "triunfar por completo con mis planes o fracasar. Si triunfo, seré uno de los hombres más importantes de la historia. Si fracaso, me condenarán, rechazarán y maldecirán".

La conjugación del concepto de genio con la idea del gran hombre, contaminada aún más con el concepto del gran criminal, el rebelde cuyos actos luciferinos desafían las normas de la sociedad, tuvo un fuerte efecto formativo en el carácter de Hitler. Al llegar a los quince años, se sentía plenamente un genio. En cuando a los grandes crímenes (que, como señala Stavrogin, bien pueden ser crímenes en apariencia menores siempre y cuando sean lo suficientemente viles, miserables, perversos y sórdidos), la vida en la casa de Hitler, por lo menos en la versión de Mailer, le proporcionó al joven Adolf bastantes oportunidades de practicarlos. Hitler no tenía la conciencia histórica ni el distanciamiento de sí necesarios para reconocer hasta qué punto estaba inmerso en la teoría romántica del gran hombre. Tampoco es probable que, de haberlo reconocido, hubiera querido abandonarla.

Una vez que el padre dejó de estar presente para oponérsele, y con una madre complaciente que cubría sus necesidades, Adolf se tomó un descanso de dos años después del colegio secundario, durante los cuales se quedó en su casa y se dedicó a leer toda la noche, a levantarse tarde, dibujar y aporrear el piano sin método alguno. Es en ese punto donde The Castle in the Forest llega a su fin.

Según sus editores, Mailer proyecta escribir una trilogía que cubrirá toda la vida terrenal de Hitler. De todos modos, lo que sugiere The Castle in the Forest es que el germen maligno de la calamidad que se desataría sobre el mundo ya estaba bien desarrollado para 1905, cuando Hitler tenía dieciséis años. Si buscamos la verdad de Adolf Hitler, la verdad poética, parecería decir Mailer, los años que van desde su concepción y nacimiento hasta la finalización de sus estudios proporcionan material suficiente.

Sin duda es una trivialidad decir que el carácter se forma en los primeros años de vida, que el niño es el padre del hombre. Pero en Austria había miles de chicos que querían a su madre, se llevaban mal con el padre y tenían un mal rendimiento escolar, y no todos se convirtieron en asesinos masivos. A menos que se esté dispuesto a dar un salto como el que da Mailer, de la fidelidad a la realidad a una actitud intuitiva, ninguna investigación de los escasos documentos históricos sobre la infancia de Hitler revelará qué era lo que tenía de especial, qué lo diferenciaba de sus contemporáneos.

Hasta 1918 Hitler fue uno más de los miles de soñadores semieducados que tenían la cabeza llena de disparates místicos racistas. Después de 1918 se convirtió en un verdadero peligro para la humanidad. ¿Podemos decir, entonces, que a fines de 1918, en ocasión de su juramento de "a cualquier precio", hizo un pacto con el diablo y el mal ingresó a su alma?

Esa pregunta puede tener poco sentido para el historiador. "La mayor parte de la gente educada —escribe Mailer a través de su portavoz anónimo— está dispuesta a rechazar la idea de algo como el Diablo. (...) No hay que extrañarse, entonces, de que el mundo tenga una comprensión muy pobre de la personalidad de Adolf Hitler. Aborrecimiento, sí, pero no comprensión. Después de todo, es el ser humano más misterioso del siglo."

La pregunta: ¿Cuándo ingresó el mal en el alma de Hitler? tiene un indudable significado para Mailer. Su respuesta es: En el momento mismo de su concepción. En la historia de Mailer, el diablo estuvo en posesión de Adolf Hitler desde nueve meses antes de su nacimiento en abril de 1889 hasta el día de 1945 en que murió, y éste hizo siempre su voluntad en el mundo.

Una respuesta semejante exige cierto sostén teológico y metafísico que Mailer no duda en proporcionar. Así como hay un Dios, en la versión de Mailer, también hay un demonio en jefe al que sus subordinados llaman el Maestro.(2) Los doce años del Tercer Reich representan uno de los triunfos del Maestro. Sin duda también Dios tiene sus victorias, si bien ninguna aparece en el libro de Mailer. La historia del joven Adolf está narrada por uno de los demonios de rango medio de la organización infernal, un funcionario encargado de vigilarlo y asegurarse de que no abandone el camino del mal.

El tipo de existencia que llevan los inmortales nunca significa gran cosa para los mortales. El relato que hace Mailer, a través de su narrador, de una eterna lucha cotidiana entre las fuerzas celestiales e infernales y de enfrentamientos entre reparticiones de la burocracia infernal, está planteado con habilidad pero constituye el aspecto menos interesante de la novela. Sin embargo, por lo menos la respuesta que da a la pregunta por Adolf en la fotografía escolar es muy directa. Sí, Adolf era malo ya en 1899. Era un niño malo antes de ser un hombre malo, y era un bebé malo antes de ser un chico malo. Alois y Klara Hitler son retratos convincentes de personas que hacen su máximo esfuerzo como padres, teniendo en cuenta que son humanos y que la naturaleza humana es débil, y también que hay fuerzas sobrenaturales que conspiran en su contra. Adolf resulta igualmente convincente como un chico escalofriante y repulsivo. A pesar de las intervenciones sobrenaturales, Mailer no cae en escribir una novela de lo sobrenatural, una novela gótica. Las fuerzas siniestras podrán haber ingresado a su alma, pero Adolf sigue siendo siempre un ser humano, uno de nosotros.

Mailer tiene ahora ochenta y tantos años. Su prosa puede no tener la intensidad eléctrica que la caracterizaba hace cuarenta años, pero no perdió nada de su audacia transgresora. Y sin duda hay que coincidir con él: ayudarnos a entender al "ser humano más misterioso del siglo" es sin duda una tarea oportuna. ¿Pero de qué forma la novela mejora nuestra comprensión? Al adentrarnos en la mente de un niño nada querible que se excita ante el espectáculo de abejas quemadas vivas y se masturba al escuchar la tos hemorrágica del padre, ¿Mailer está afirmando que empezamos a entender a Hitler cuando vemos que los actos viles del hombre adulto no son diferentes en esencia —si bien lo son, y mucho, en magnitud— de los actos de su infancia, y que ambos son expresión de una psicopatología intrincada, temible hasta el punto de la maldad? ¿Todo mal es en esencia banal, y caemos en una de las hábiles trampas del diablo cuando tratamos el mal con respeto, cuando lo tomamos en serio?

En otras palabras: ¿qué tan serio es el libro de Mailer sobre Hitler, que se publica después de El evangelio según el Hijo (1997), una biografía del representante terrenal de un Dios en absoluto todopoderoso, un joven atormentado que oye voces pero no siempre sabe con certeza de dónde proceden? ¿El tono de The Castle in the Forest, que por momentos es tan liviano que raya en lo cómico, es un indicio de que deberíamos tomar con reservas las alternativas celestiales e infernales? ¿Por qué, a pesar del demonio que lleva dentro, no parece haber motivos para temerle más al joven Adolf que a un perro bravo y traicionero? ¿Y por qué el Dios de Mailer es un inútil (los diablos se refieren a él con desprecio y lo llaman der Dummkopf)?(3)

"La lección que nos enseña Adolf Eichmann —escribió Hannah Arendt en la conclusión de Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal— es la de "la temible banalidad del mal, que desafía a la palabra y el pensamiento" (el énfasis es de Arendt). Desde 1963, cuando Arendt la acuñó, la fórmula "la banalidad del mal" adquirió vida propia. En la actualidad tiene el valor de cliché que tuvo "gran criminal" en la época de Dostoievski.

En el pasado Mailer manifestó una y otra vez sus sospechas en relación con esa fórmula. En su condición de liberal secular, dice Mailer, Arendt se muestra ciega a la fuerza del mal en el universo. "Pensar (...) que el mal es banal me parece dar muestras de una prodigiosa pobreza de imaginación." "Si Hannah Arendt tiene razón y el mal es banal, entonces eso es mucho peor que la posibilidad opuesta de que el mal sea satánico", peor en el sentido de que no hay lucha entre el bien y el mal y, por lo tanto, la existencia no tiene sentido.

No es exagerado decir que la discusión de Mailer con Arendt es un subtexto presente en The Castle in the Forest. ¿Pero Mailer le hace justicia a Arendt? En 1946 Arendt mantuvo un intercambio epistolar con Karl Jaspers a raíz del uso que éste hacía de la palabra "criminal" para caracterizar las políticas nazis. Arendt disentía. En comparación con la mera culpabilidad criminal, le escribió a Jaspers, la culpa de Hitler y sus cómplices "excede y frustra todos y cada uno de los sistemas legales".Jaspers se defendió: si se sostiene que Hitler fue más que un criminal, dijo, se corre el riesgo de atribuirle la misma "grandeza satánica" a la que aspiraba. Arendt se tomó la crítica muy en serio. Cuando escribió el libro sobre Eichmann, trató de mantener viva la paradoja de que, si bien los actos de Hitler y sus cómplices pueden desafiar nuestra capacidad de comprensión, no había en ellos ningún pensamiento profundo, ninguna grandeza de intenciones. Eichmann, un hombre nada interesante en el plano humano, un burócrata de pies a cabeza, nunca tuvo ningún tipo de conciencia filosófica de lo que hacía. Lo mismo podría decirse, mutatis mutandis, del resto de la banda.

Tomar la frase "la banalidad del mal" para resumir el veredicto de Arendt sobre los actos del nazismo, como parece hacer Mailer, supone obviar la complejidad del pensamiento subyacente: lo que es peculiar a la banalidad cotidiana de una política de exterminio masivo organizada en términos industriales y administrada de forma burocrática, es que también "desafía la palabra y el pensamiento", que excede nuestra capacidad de comprensión o descripción.

Ante la magnitud de la muerte, el sufrimiento y la destrucción de la que fue responsable el Adolf Hitler histórico, la comprensión humana retrocede aturdida. De forma diferente, nuestra comprensión puede retroceder cuando Mailer nos dice que Hitler fue responsable del Tercer Reich sólo en un sentido mediato, que en última instancia la responsabilidad recae en un ser invisible conocido como el Diablo o el Maestro. El problema aquí es la naturaleza de la explicación que se nos ofrece: "El Diablo lo obligó a hacerlo" no apela a la comprensión, sino sólo a cierto tipo de fe. Si se toma en serio la lectura que hace Mailer de la historia mundial como una guerra entre el bien y el mal en la que los seres humanos actúan como instrumentos de agentes sobrenaturales —vale decir, si se toma esa lectura de forma literal en lugar de como una metáfora extendida y no muy original de un conflicto no resuelto e insoluble de la psiquis humana—, entonces el principio de que los seres humanos son responsables de sus actos queda subvertido, y también la ambición de la novela de buscar y decir la verdad de nuestra vida moral.

Por suerte, The Castle in the Forest no exige una lectura literal. Más allá de la superficie, se advierte que Mailer está en lucha con la misma paradoja que Arendt. Al invocar lo sobrenatural, puede dar la impresión de que afirma que las fuerzas que animaban a Adolf Hitler eran más que simplemente criminales. Sin embargo, el joven Adolf Hitler que él resucita en estas páginas no es satánico, ni siquiera demoníaco, sino sólo desagradable. Mantener viva la paradoja infernal-banal con toda su carga insondable y angustiante puede ser el máximo logro de este considerable aporte a la ficción histórica.

Notas:

(1) Bullock, Alan. Hitler and Stalin: Parallel Lives. Londres: HarperCollins: 1991, p. 27. (Trad. esp.: Hitler y Stalin. Vidas paralelas. Barcelona: Plaza & Janés, 1994.)
(2) (N. del T.: en castellano en el original.)
(3) (N. del T.: el idiota.)
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