En el expediente 2 de Cacharro(s), septiembre-octubre de 2003, Pía MaHabana, presentó a Rolando Sánchez Mejías, con esta nota.
Este año he vuelto ver a Rolando: yo miraba mi rostro en una vidriera vacía de La Habana y por detrás vi cruzar su figura olmesca. O creí verla cruzar.
Me volví enseguida pero ya se había desvanecido. Recién anochecía. De manera que el páramo del bulevar reflejado en el vidrio reflejado en mis gafas se lo había tragado sin siquiera los trámites de rigor –acaso rigor mortis.
Desandando el camino hasta mi covacha de Cuba y Amargura, mirando los celajes cluecos del crepúsculo, saqué un boniato con un ladrillo que –por algún oscuro motivo– me recordó que el Muro de Berlín hacía ya más de un década que no existía. O que tal vez nunca había existido del todo o acaso nunca dejado del todo de existir...
Aquel cambolo a mitad de acera era toda la evidencia tangible de la tragicomedia: mi memoria ya no daba más que para parodiar un texto de Rolando que un amigo me leyera días atrás por teléfono, desde la Madre Patria hoy trocada en madrastra. Fue algo así como «Olmo se abrocha los zapatos, alzan y tumban el Muro de Berlín, y Olmo se desabrocha los zapatos».
Al llegar a casa, otro amigo había dejado para mí justo el último libro publicado en España por Rolando Sánchez Mejías: Historias de Olmo. Lo leí en una hora, y en media hora más copié a mano ocho de los setenta y cuatro textos. Hubiera preferido copiar sesenta y seis, y olvidar ocho si acaso, pero una nota nada amigable me conminaba a devolver el ejemplar esa misma noche.
Tal precipitada lonja –¿pernil, ternilla, chuleta?– del escritor es lo que ahora regurgita Cacharro(s): piezas de algún rompecabezas cuya lectura acaso consiga hacer cruzar por detrás de nuestras nucas –y cuidad vuestras nucas si estáis de paso por mi ciudad– a cierta figurilla olmesca con ínfulas de Rolando.