Juan Hermanos, el fin de la esperanza

Traducción al español por Julio de Alava, a partir de La fin de l´espoir (París, 1950), con prefacio de Jean Paul Sartre, y publicado por Bayo Libros (La Habana, 1963) "para la ayuda a la causa del Pueblo Español"

este texto se reprodujo en la revista cacharro(s)

PREFACIO por Jean Paul Sartre

Una noche, durante la ocupación, estábamos reunidos varios amigos en la habitación de un hotel. De repente una voz desconocida pidió socorro en la calle. El tono de aquella voz era tal que, sin ponernos de acuerdo, descendimos corriendo: la calle estaba desierta. Dimos la vuelta a la manzana y no encontramos a nadie. Volvimos a nuestro trabajo, pero aquella voz no cesó en toda la noche de gritar en nuestros oídos. Una voz sin rostro, sin nombre, que gritaba para todos. En estos tiempos medrosos esperamos una ayuda lejana, un socorro que tarda en llegar y cada uno se pregunta si no es su propia voz la que ha oído.

Cuando leí por vez primera El fin de la esperanza me pareció reconocer esa voz. Es ella la que desde Madrid lanzó la llamada a fines de enero de 1946. Entonces decía: "Ya es casi demasiado tarde". Y el llamado nos llega en 1950. Cuando lo publicamos en Les Temps Modernes recibimos algunas cartas que nos preguntaban: "¿Quién es Hermanos? ¿Dónde vive?" Yo respondí: "No sé". Ofrecían dinero, ayuda. Yo contesté: "Es demasiado tarde".

Cuando comencéis la lectura de este libro os parecerá que os habla de vosotros mismos. Las personas, las detenciones secretas, la lucha clandestina, la distribución de propaganda, el miedo, la escucha ansiosa de la radio inglesa: todo esto nos es muy conocido. El autor acertó al elegir su seudónimo: esos españoles son hermanos nuestros. Esperaban apasionadamente nuestra liberación porque acarreaba también la suya. La nuestra llegó, pero no era su liberación. Lo que nosotros vivimos embriagados de alegría, ellos lo vivieron sumidos en la angustia, la decepción, el estupor.

Al volver cada hoja, nuestros recuerdos se transforman en remordimientos: hemos entregado a nuestros hermanos. La voz cambia, se vuelve la VOZ DE OTRO, de un hombre a quien hemos asesinado. Aquella vive todavía, vibra por primera vez en nuestros oídos, y él con toda seguridad ha muerto. Muerto en la desesperación. ¿Y podéis comprender lo que estas palabras quieren decir?

Nada importa morir, pero sí morir en la vergüenza, en el odio, en el horror, lamentando haber nacido. Esto es el mal, y no penséis que victoria alguna puede borrarlo. Aunque llegáramos a liberar a España, buscaríamos inútilmente a Hermanos y a sus compañeros de Barcelona y Málaga: ya desaparecieron. España está vacía de ellos como lo estaba la calle solitaria. No hay nada que hacer, nada que borrar, nada que reparar. Las últimas palabras del libro –"He aquí lo que han hecho de nosotros estos marranos, las democracias y los camisas azules reunidos"– son las últimas palabras de un moribundo y no podemos cambiar una sola letra. ES DEMASIADO TARDE.

Es preciso que oigáis ese grito de vuestra víctima, el clamor que precede en un segundo al postrer momento: la voz aflictiva del fin de la esperanza. Este clamor no ha cesado desde hace veinte años: fue primero el de los judíos alemanes, más tarde el de los austríacos, luego el de los españoles, el de los checos, el de los polacos. Perecieron unos después de otros. Cuando morían unos, aparecían otros que levantaban la voz y gritaban a su vez. Nosotros nos tapábamos los oídos. Ahora, ahí tenéis este libro. Los que gemían han muerto pero quedan las palabras impresas. Debéis leerlas para aprender cómo se clama el fin de la esperanza, porque vuestra voz llegará pronto. Después no quedará nadie para gritar ni tampoco para taponarse los oídos.


1.- EL PRINCIPIO

Puesto que estoy decidido a escribir, es necesario decirlo todo. Por lo tanto, voy a entrar en los detalles. Es difícil redactar después de tantos años. Se pierde la costumbre. Justamente quiero llegar a esto, a perder el hábito, no sólo de escribir sino de obrar y de pensar. En aquella época, esto no había todavía comenzado. Mucha gente estaba en la cárcel. Los que están presos no tienen nada que perder. Han sido descubiertos. Entre ellos pueden decirse todo lo que piensan, aunque haya soplones. Esto no tiene importancia. Los que se hallan libres temen ser detenidos, ahí está la diferencia. He aquí por qué mientras los hombres estaban presos, la moral se mantenía elevada. A medida que ellos salían, el miedo se apoderaba del país. El largo aprendizaje del miedo es difícil. Tener miedo ha devenido nuestra manera de ser. Vosotros no sabéis lo que es hablar siempre a medias palabras. Es preciso que todo lo que se diga pueda figurar en un informe policíaco sin que constituya una prueba. Hay que contar con la posibilidad de dar otro sentido a la frase, aunque sea evidente que no es el verdadero. Vivíamos en perpetuos interrogatorios. Éramos, a la vez, el juez de instrucción y el acusado. Buscábamos en cada conversación pruebas contra nosotros mismos para poder responder a ellas. Esto agota. A tal precio muchos preferían no hablar, no pasarse al enemigo sino solamente callarse, no trabajar. Ahora, los dos tercios de los nuestros han llegado a ese estado. Pero ello se fue efectuando poco a poco.
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2.- ORGANIZACIÓN CLANDESTINA

Hiciéramos lo que hiciésemos, éramos siempre prisioneros. El aire continuaba siendo irrespirable. Los críticos alababan todos los libros, por pésimos que fueran, si salían de una pluma falangista. Si uno de estos corría el riesgo de ser suspendido en un exámen, se presentaba de uniforme y exigía la aprobación, acusando al profesor de republicano. Para evitar este nombre, se hubiera transigido con cualquier cosa. Los antiguos combatientes podían robar, matar, estafar: tenían razón. En la oficina había dos que no hablaban de otra cosa que de una San Bartolomé de republicanos. Toda palabra imprudente provocaba un diluvio de frases soeces sobre la libertad y las ideas democráticas. Había que asentir para no hacerse sospechoso. Su odio era sostenido por un complejo de inferioridad creciente. Puesto que todos los intelectuales eran de izquierda, ellos se declaraban con orgullo enemigos de la inteligencia. Por otra parte, los salarios de hambre, impuestos para embrutecer al pueblo, les afectaban más que a nosotros. Pero tenían que mostrarse conformes y vertían contra nosotros su rencor.
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Bajo esta aparente tranquilidad se ejercía silenciosa opresión: la prensa amordazada, las noticias deformadas sistemáticamente, discursos que afirmaban que todos éramos felices y estábamos contentos. Quisiera saber el por qué de estos discursos. ¿Se imaginaban que a fuerza de repetirnos que estábamos de acuerdo con nuestros opresores terminaríamos por pensarlo?

La formación de ciertas fortunas era una de las cosas más extraordinarias. Si uno inspiraba confianza, el gobierno lo enriquecía de una manera fabulosa. Para ello bastaba solicitar una autorización para importar artículos que faltaban en España. Dichas autorizaciones no eran concedidas más que a gentes seguras a condición de repartir los beneficios con las autoridades competentes. Todo el mundo sabía que el asunto era oficial. La condición sine qua non era trabajar en favor del régimen. El resto era una simple cuestión de precio. Las tarifas de la corrupción eran oficiales. Todo el mundo las conocía, aunque no se publicaran por decoro.
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Los intelectuales, los profesores, los médicos en los hospitales, reducidos a un tren de vida particularmente modesto, excepto si eran "patriotas", se convertían en un hazmereír del público. La literatura, que había alcanzado durante la República un esplendor extraordinario, estaba prácticamente muerta. No se escribía. No se leía. García Lorca, fusilado; Antonio Machado, muerto después de la evacuación de Cataluña; Alberti, exilado voluntario; Miguel Hernández, apresado y muerto de hambre; y así sucesivamente. Los que tenían algo que decir temían decirlo. Los que deseaban leer eran condenados a tragarse novelas en las que la heroína era siempre una joven religiosa y dulce, brutalizada por los ateos y los republicanos. La Iglesia católica mantenía al país en un obscurantismo propicio al desarrollo de la fe.
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Los discursos oficiales estaban llenos de alusiones a la obra magnífica realizada por el franquismo. Los errores, se nos decía, provienen de la importancia dada a la razón y a la cultura, la inteligencia había minado la fe en la Iglesia y en la autoridad política. Restaurados estos dos principios, España se transformaría en un paraíso sobre la tierra. Aunque esto le parezca imposible al lector extranjero, la Iglesia consiguió imponer y poner de nuevo en el candelero el escolasticismo de la Edad Media. Según la opinión de los católicos, el siglo XIII debe ser considerado como el punto culminante de la civilización occidental. Después, Europa decayó. Poder absoluto de derecho divino, negación del progreso científico, educación de la memoria más bien que de otra facultad a fin de poder repetir los argumentos aprendidos. No saber discutir. En la Universidad se llegó a suspender en los exámenes a aquel que no repetía al pie de la letra las lecciones de los profesores. No se podía ni criticarlas ni exponer otras. Se nos transformaba en papagayos.
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3.- LA LUCHA

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No sin fundamento se nos hablaba a lo largo de los días de un renacimiento escolástico y de la superioridad de la Edad Media sobre la época moderna. La justicia se hacía medieval y se aplicaba la tortura con entusiasmo. Hacía falta arreglárselas para no caer vivo en sus manos.

La instrucción de los procesos era confiada, por consiguiente, a la justicia militar. Esto quería decir que el acusado no tenía derecho a defenderse. Asistía a la audiencia, pero sin más recurso que negar los hechos que se le imputaban. La defensa la llevaba un oficial nombrado de oficio que no sabía una palabra de derecho o que si conocía algo lo disimulaba prudentemente. La mayoría de las veces el oficial así designado, bien por no comprometerse con una defensa demasiado calurosa, bien por no crearse complicaciones, se limitaba a decir que estaba de acuerdo con las conclusiones del fiscal, que solicitaba la indulgencia del juez. Los defensores que no aceptaban este régimen de justicia y cumplían su deber con cierta honestidad desaparecían en la lista o eran perseguidos. Después de esto el culpable era condenado a la pena de muerte. Más tarde, cuando los procesos (últimamente) fueron menos sanguinarios, se condenaba a la gente no por rebelión sino por violación de un artículo del código penal.
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Lo que en estas condenas hiere la imaginación no es tanto su horror como su absurdidad. Se sobreentiende que era necesario contar con la corrupción general. Los jueces civiles, obligados a vivir con un sueldo miserable, se vendían ellos y sus sentencias al mejor postor. Era del dominio público el hecho de que los abogados del partido y los clientes ricos ganaban todos los pleitos. En lo contencioso ocurría lo mismo. Todas las querellas contra la injusticia del Estado, del Partido y de las administraciones eran sobreseídas. Por el contrario, los poderosos, aún sin tener injusticia que reprochar, obtenían indemnizaciones fabulosas por expropiaciones o daños que no habían sufrido. España era entonces, y lo es todavía, una verdadera ratonera. Aquel que se deja atrapar en ella tiene su vida rota.
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El país entraba en una fase de pasividad que ha sido muy bien descripta en la famosa novela Nada de Carmen Laforet, publicada más tarde. Nada... el título es revelador. Vivíamos una época hueca. Muchos jóvenes intelectuales volvían la espalda a los problemas de actualidad y trataban de olvidarlos con una frivolidad rebuscada. La mayor parte, sin darse acaso cuenta de las causas de su inquietud, vivían envueltos en extraño malestar. Toda la novela Nada baña en ese carácter confuso a gentes que comienzan a resignarse y que, como los bravos rusos de Dostoievski, no se atreven a tomar partido contra el opresor, pero se consideran humillados, vejados. Los intelectuales más inteligentes, como la autora de Nada, que se pinta en primer plano, o alguno de sus personajes, se refugian en una excitación mórbida, malsana. No sólo por azar han sido señaladas las coincidencias de esta novela con la literatura rusa anterior a la revolución. La única influencia es la del medio, pero coincide perfectamente con aquel en que se debatía Dostoievski. Una sorda angustia vibra en el aire y guarda todavía, como un cielo tormentoso, los ecos de las ejecuciones. Esa Nada, esa psicosis de la nada, del abandono, esa alucinación colectiva que los intelectuales muertos de hambre sacaban de sus sufrimientos, he ahí el verdadero carácter de la vida en España bajo el fascismo. Pero esto no lo veían los extranjeros.
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4.- PRIMER DESASTRE

Somos los últimos vestigios de la "inteligencia" europea. Creímos generosamente que el espíritu podía revolucionar el mundo, y eso no es cierto. No es verdad en absoluto.

Frente a las bayonetas, ¿qué puede hacer la inteligencia? No somos dioses, ni genios, sino simplemente muchachos y muchachas plenos de actividad y de entusiasmo. Creímos en la libertad y en el poder de la palabra para contribuir al advenimiento de un mundo mejor. Muchos de los nuestros han muerto ya en calabozos, por una Gestapo cualquiera, después de atroces sufrimientos. Se les torturó para hacerles confesar. ¿Qué? No teníamos armas. Nos lanzamos adelante con palabras y con la pluma.
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5.- EL FIN DE LA GUERRA

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Un día, otro día. Nuestra inquietud aumentaba. Luego nos resignamos a la espera. Los sabotajes y la propaganda continuaban. Unos decían que los aliados esperaban el fin de la guerra con Japón. Cuando el gobierno, por una de las cobardías que le eran habituales, ordenó cínicamente engalanar por la victoria, el pueblo no reaccionó. Los falangistas, por un resto de decencia y por vergüenza; los nuestros, porque de lo que entonces se trataba era solo de empavesar.
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Todo fracasó lamentablemente. El miedo se acentuó. El escepticismo de aquellos que se volvían indiferentes comenzó a tener sólidas bases en que fundarse. Y nosotros teníamos que proseguir aún, con todo y contra todo, frente a la desesperación, frente a las malas razones, frente a la policía, frente al abandono general que comenzaba a dibujarse. Habíamos hecho todo lo que humanamente era posible hacer. Cada uno cumplió su deber hasta el fin. Sin la traición de las democracias nuestra victoria era segura. Pero nos traicionaron...


6.- LA O.N.U.

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Las democracias han hecho algo peor que abandonarnos. Nos hundieron con armas y bagajes. Hicieron desaparecer la moral para siempre. Miguel tenía razón: "Estamos perdidos".

Creo que ni siquiera ojée los periódicos en varios días. Atravesamos una crisis de depresión inimaginable. Todo el mundo abandonaba la lucha. Los aliados retiraron simbólicamente sus embajadores. No recibimos ni armas ni ayuda. Los aliados siguieron enviando hierro, lana, algodón. A cambio de concesiones irrisorias, justamente las precisas para permitir la vida del fascismo. Se compraron las conciencias de las naciones con toneladas de aceite y de naranjas. Pero esto ocurrió más tarde.

La versión oficial era la de que toda España protestaba en nombre de su independencia contra la intervención de la ONU cuando, en realidad, no deseábamos otra cosa. Para reforzar dicha tesis fue organizada una solemne manifestación. Fue precedida de preparativos destinados a engañar a las gentes de aquí y de fuera. En España se trataba de hacer creer al pueblo que la discusión de nuestra situación ante las Naciones Unidas era un ultraje al honor nacional y que si los españoles "querían un régimen o preferían otro, eran lo suficientemente grandes para elegir".

Estas tonterías electrizaron no sólo a la minoría franquista sino que hicieron estragos entre los miedosos no encuadrados todavía y que, no conociendo las circunstancias accesorias de un levantamiento eventual, se declararon, desde luego, prestos a participar en él, pero completamente solos para demostrar al extranjero que no éramos niños y no teníamos necesidad de nodrizas. Esta propaganda hábil, que no impresionó en nuestras filas más que a los simplones, presentaba otro carácter más allá de las fronteras. Allí no era una manifestación del amor propio sino de adhesión al régimen. Para apoyarla se comenzó enseguida a hacer visitas al domicilio de cada uno para obligar a las gentes a firmar listas de adhesión. Os ruego me digáis quién hubiera podido negarse en un país en el que para encontrar un empleo es necesario un certificado de lealtad expedido por el comisario de policía, simple formalidad que, por otra parte, solo se rehusa a aquellos denunciados por los espías de tener propósitos o realizar actos hostiles al régimen.

Hubo, no obstante, quienes se negaron a firmar. Eran gentes que no necesitaban pasaporte, porque no pensaban viajar; que gozaban de un empleo seguro que no tenían intención de dejar, que contaban con un pasado que respondía de ellos; que habían bebido las heces del sufrimiento y todo les tenía ya sin cuidado. Los demás firmaron bajo la amenaza de no tener trabajo, ni pasaporte, o de encontrarse entre cuatro muros o en el cuarto de tortura un buen día, sin más ni más.

El carácter no franquista, sino de orgullo nacional, fue activamente explotado por la propaganda. Una lluvia de hojas y de carteles proclamaba que no éramos una colonia y que no admitíamos ser protegidos. ¡ Gran Dios ! Estábamos ocupados y todavía existían personas que se dejaban seducir por tales tonterías.

El día de la manifestación las órdenes fueron estrictas. Cada uno debía ir a su trabajo. A las diez, el delegado falangista de cada tienda, de cada taller, de cada oficina, tenía que llevar al personal a la Plaza de Colón, desde donde se desfilaría al Palacio Real. Aquí hablaría Franco. A pesar de las dificultades que presentaba la evasión, hubo delegados (antiguos falangistas que no estaban de acuerdo con el partido oficial, pero que seguían pagando su cotización) que no dijeron nada. En fin, todos aquellos que pudieron hacerlo, sin que corrieran riesgo de ser separados, escaparon por las calles adyacentes. Lo que joroba es que entre tan gran multitud no se ve a nadie y se ve a todo el mundo. No se sabe si a dos metros hay un falangista conocido que por casualidad os ve tomar soleta.

El miedo retuvo a la mayoría. Conozco a centenares de personas que dijeron que una vez embarcados en el acto tuvieron miedo de irse. Otros que eran libres de ir o no ir a causa de su profesión, fueron a ver lo que pasaba y no pudieron eclipsarse, por temor de ser observados. Por otra parte, después que sabíamos que todo estaba perdido no podíamos mirar mal a aquellos que volvían la chaqueta, ni a los que transigían. No teníamos fuerza para despreciarlos.
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7.- EL FIN DE TODO

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Era un lío. Todo se lo debíamos a la debilidad de las democracias. Hermoso trabajo. Tenían por qué enorgullecerse. "Si eso es la democracia", me dijo en un arranque de amargura un compañero, "me hago falangista". Aquello era duro, pero no admitía contestación.

El gobierno se sació de alegría. Devolvió la cortesía a nuestros antiguos aliados proclamando por todas partes que no teníamos nada de estado totalitario. Éramos una democracia, pero una democracia "orgánica". Nadie sabía lo que ello quería decir, pero sonaba bien. Con énfasis se hacía notar que disfrutábamos de un parlamento. Ciertamente, sus miembros son nombrados uno a uno por el gobierno, y destituídos cada vez que no votan lo que el Dictador desea. Un grupo de ellos que osó presentar una moción de carácter realista fue perseguido. Después ninguno se atrevió a respirar. Pero se trata de una libertad orgánica...

Se hizo la vista gorda acerca de la presencia en los escaparates de las librerías de ciertas ediciones argentinas de nuestros escritores republicanos. Los amos consideraban la libertad como un insigne favor y cada gota era dosificada cuidadosamente.
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Estamos en las últimas. No puedo más. Toda esta política es basura, mugre. No quieren más que una cosa, que Franco nos explote, nos arruine, nos humille, nos aplaste hasta el fin. Están de acuerdo con él. Yo recurro al pueblo americano, al inglés, al francés. ¿Cómo podéis permitir tal cosa? Apelo a las gentes honradas de la ONU. Los españoles piden "socorro". Hemos luchado como vosotros por un mundo nuevo. Hemos tenido más muertos y padecido más que ninguno de vosotros. Cuatro años de guerra. Diez de ocupación. ¿Acaso no es bastante?

Grito frente al mundo, quisiera tocar a rebato: "España se muere, España ha muerto". No se han contentado con esto. Como si no hubiéramos sufrido bastantes injurias y humillaciones, se nos ha impuesto la farsa del plebiscito. Fue inmundo. Nos hicieron ratificar nuestra abyección. Cubrieron los muros de carteles. Llenaron las calles de hojas: "Votad SÍ", "Votar SÍ es salvar a España, votar SÍ es asegurar la grandeza del país" y otras imbecilidades.

Ahora bien, todo el mundo decidió no votar, puesto que no podían votar NO. Pero la abstención de las tres cuartas partes de la nación hubiera sido una catástrofe para el gobierno. Se hizo obligatorio el voto bajo pena de anulación de la carta de racionamiento. Toda carta no sellada no sería válida, ni renovada. Los ex presos políticos fueron excluidos de oficio de los padrones. Al mismo tiempo, se hicieron correr rumores de que los boletines estarían dispuestos de tal manera que, gracias al control, se sabría quién votaba NO.

En fin, para evitar toda imprevisión, se enviaron los boletines a domicilio, con orden de llevarlos ya llenos. De tal suerte que una simple petición de presentación en la cola podía provocar la detención. Los falangistas no dejaban de enseñar a su vecino el boletín que iban a depositar. Si alguien se negaba a exhibir el suyo es porque había escrito NO. Tuve muchas discusiones por esto. Todo el mundo transigía. El país entero, exceptuando algunos desesperados que estaban decididos la víspera a votar NO, escribió SÍ.

Al día siguiente, por otra parte, por reacción y para demostrarse a sí mismos que no eran cobardes, muchos al leer el resultado del plebiscito en los periódicos, cometieron la estúpida imprudencia de gritar en el metro, en el tranvía a viajeros desconocidos: "Yo también voté SÍ, pero lo hice porque tuve miedo". Ese miedo había sido creado por una campaña de nervios.
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8.- EL FIN DE MIGUEL

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Estamos fatigadísimos. Estamos hartos. Es ya demasiado tarde. ¿Quién continúa aún la lucha aquí? Este manuscrito es la última cosa que intento. Con él digo adiós a la vida activa y a la esperanza. He hecho todo lo que he podido hasta el fin. Si se me detiene con esto en el bolsillo, si lo pierdo, si se llega a conocer el autor, mi cuenta es clara. Ya no puedo realmente hacer más.

A lo largo de estas páginas habéis asistido paulatinamente a dos acontecimientos que uno hubiera creído imposibles en un país de sangre ardiente como España. El crecimiento de la indiferencia y el aprendizaje del miedo. Diez años. Pensad en ello, la duración completa de los estudios. Tres años de escuela primaria, seis años de estudios secundarios, y un año más para el bachillerato. Somos los bachilleres del miedo. Nuestra sombra, nuestra voz, nos asustan en lo sucesivo. Permitimos que se persiga a pobres mujeres en la calle y nos alejamos apresuradamente para no oír sus gritos. Yo lo digo porque tengo vergüenza.

El miedo se cierne sobre el país. Obliga, cada día, a nuevos miembros a abandonar las organizaciones clandestinas. No sólamente el miedo sino también la indiferencia. Los mejores no desean más que una cosa: emigrar. A los demás les tiene sin cuidado hasta esto. Les basta con que les dejen ganar miserablemente su pan tranquilos.
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Miguel, por última vez, me explicó la situación:
«Su propaganda ha conseguido una gran victoria. No ha convencido pero ha llegado a asquear a las gentes. Lo que decían estaba tan lejos de la realidad que la gente se indignaba más por la maniobra misma que por su objetivo. Las democracias, según la versión oficial, eran albañales, países en los que la acción se dilapidaba inútilmente contra los muros constituídos por el parlamento y las garantías legales. Y, en efecto, cuando las gentes vieron el asunto español sometido a dilaciones y a discusiones interminables por tales democracias, comenzaron a doblegarse. Unos se resignaron; otros no comprendieron que ciertas ideas políticas tratan de disimular la presencia de intereses, y que para las "democracias" la realidad de los intereses es lo que importa. No hay, pues, que confundir las palabras con los hechos; las promesas con las realidades.»

«Se ha embrutecido a los españoles. Exceso de esbirros, exceso de garrotazos. Miedo a la policía y a sus torturas. Temor a la Iglesia y al infierno. Este innoble "chantaje" religioso es explotado por gentes sin escrúpulos, que para desarrollar cualquier fanatismo y obscurantismo religioso, lo mismo construyen iglesias en España que mezquitas en Marruecos. Y estos canallas son considerados por el clero como apóstoles, porque en la Península protegen a los curas y condenan los libros hostiles al clericalismo porque ayudan a pensar y, por lo tanto, su acción daña tanto al régimen como a la Iglesia.»

Y entonces Miguel agregó:
«Esto debes escribirlo. Yo me encargo de que se publique. Donde quiera que me encuentre, en Francia, en América, o en los países escandinavos, envíame el relato de lo sucedido en estos años. Es necesario que el mundo lo sepa. Lo publicaremos bajo seudónimo. La verdad tiene que saberse un día.»

Comprendí entonces que todavía no había terminado todo. Que podía y debía continuar la lucha. Una lucha distinta.
[...]