Publicado en La Vanguardia, 26-8-01
Si contemplamos el largo recorrido de la historia humana más que milenaria, hemos de reconocer, nos guste o no, que puede decirse que el debate sobre la abolición de la pena de muerte acaba apenas de empezar.
Durante siglos, el problema de si era o no lícito (o justo) condenar a muerte a un culpable ni siquiera se ha planteado. Nunca se había puesto en duda que entre las penas que aplicar a quien había quebrantado las leyes de la tribu, o de la ciudad, o del pueblo, o del Estado, se contaba también la pena de muerte, y que, más aún, la pena de muerte era la reina de las penas, la que satisfacía al mismo tiempo la necesidad de venganza, de justicia y de seguridad del cuerpo colectivo sobre uno de sus miembros infectados. (...)
Hay que llegar al Iluminismo, en el corazón del siglo XVIII, para encontrarse por "primera vez" ante un amplio y serio debate sobre si es lícita u oportuna la pena capital, lo que no significa que el problema nunca se hubiese planteado antes de entonces. La importancia histórica, que jamás se subrayará lo bastante, del famoso libro de Beccaria ("De los delitos y de las penas", 1764) reside justamente en esto: es la primera obra que se enfrenta seriamente con el problema y ofrece algunos argumentos racionales para darle una solución que está en contraste con una tradición secular.
Hay que decir inmediatamente que el punto de partida del que arranca Beccaria para su argumentación es la función exclusivamente intimidatoria de la pena.
"La finalidad (de la pena) no es otra que la de impedir al reo causar más daños a sus conciudadanos y aparte a otros de obrar igualmente". (...) Si es éste el punto de partida, de lo que se trata es de saber cuál es la fuerza intimidatoria de la pena de muerte frente a otras penas. Y es el asunto que se plantea todavía en la actualidad y que la misma Amnistía Internacional ha planteado muchas veces.
La respuesta de Beccaria deriva del principio que introduce en el apartado que se titula "Blandura de las penas". El principio es el siguiente: "Uno de los mayores frenos de los delitos no es la crueldad de las penas, sino su infalibilidad y, por consiguiente, la vigilancia de los magistrados, así como esa severidad de un juez inexorable que, para ser una útil virtud, ha de estar acompañada por una blanda legislación".
Lenidad de las penas. No es necesario que las penas sean crueles para ser disuasorias. Es suficiente con que sean seguras. Lo que constituye una razón para no cometer el delito, más aún, la principal razón, no es tanto la severidad de la pena como la certeza de ser castigados de alguna manera.
Con carácter secundario, Beccaria introduce también un segundo principio, además de la certeza de la pena: la intimidación no nace de la intensidad de la pena, sino de su extensión, como, por ejemplo, la prisión perpetua. La pena de muerte es muy intensa, en tanto que la prisión perpetua es muy extensa.
Por lo tanto, la pérdida total y perpetua de la libertad tiene mayor fuerza de intimidación que la pena de muerte. (...)
Es sabido que el libro de Beccaria tuvo un clamoroso éxito. Es suficiente pensar en cómo lo acogió Voltaire: gran parte de la fama del libro de Beccaria se debe sobre todo al hecho de haber sido recibido con gran favor por Voltaire. (...) Hay que añadir, empero, que, pese al éxito literario del libro entre el público culto, no solamente la pena de muerte no fue abolida en los países civilizados, o que se consideraban civilizados frente a los tiempos y a los países considerados como bárbaros, cuando no directamente salvajes, pero la causa de la abolición no estaba destinada a prevalecer en la filosofía penal de la época. (...)
Los dos mayores filósofos de la época, uno de ellos antes y el otro después de la Revolución Francesa, Kant y Hegel, sostienen una rigurosa teoría retributiva de la pena y llegan a la conclusión de que la pena de muerte es incluso un deber.
Kant, partiendo del concepto retributivo de la pena, según el cual la función de la pena no es la de prevenir los delitos, sino, puramente, hacer justicia, es decir hacer que haya una perfecta correspondencia entre el delito y el castigo (se trata de la justicia como igualdad, que los antiguos llamaban "igualdad correctiva"), sostiene que el deber de la pena de muerte corresponde al Estado y es un imperativo categórico, no un imperativo hipotético, basado en la relación medio-finalidad. (...)
Hegel va aún más allá. Tras haber refutado el argumento contratualista de Beccaria negando que el Estado pueda nacer de un contrato, sostiene que el delincuente no sólo ha de ser castigado con una pena que corresponda al delito que ha cometido, sino que tiene derecho a ser castigado con la muerte porque sólo el castigo lo rescata y sólo castigándolo se lo reconoce como un ser racional (es más, Hegel dice que "se le honra"). En un párrafo añadido tiene sin embargo la lealtad de reconocer que la obra de Beccaria tuvo por lo menos el efecto de reducir el número de las condenas a muerte.
La mala suerte quiso que mientras los mayores filósofos de la época siguieron sosteniendo la legitimidad de la pena de muerte, uno de los principales defensores de su abolición fue, como es sabido, en un famoso discurso ante la Asamblea constituyente en mayo de 1791, Robespierre, el mismo que pasaría a la historia, en la época de la Restauración (la época en que Hegel escribió su obra), como el mayor responsable del terror evolucionario, del asesinato indiscriminado. (...)
A pesar de persistir y prevalecer las teorías antiabolicionistas, no se puede decir que haya carecido de efecto el debate provocado por Beccaria. La contraposición entre abolicionistas y antiabolicionistas es demasiado simplista y no representa con exactitud la realidad. El debate alrededor de la pena de muerte no tuvo sólo como meta su abolición, sino, ante todo, su limitación a algunos delitos graves, específicamente determinados, y luego la eliminación de los suplicios (o inútiles crueldades) que habitualmente la acompañaban, y, en tercer lugar, su ostentado carácter público.
Cuando se deplora que la pena de muerte todavía exista en la mayor parte de los estados se olvida que el gran paso adelante realizado por las legislaciones de casi todos los países durante los últimos dos siglos ha consistido en la disminución de los delitos que se pueden castigar con la pena
de muerte. (...)
Por lo que he dicho hasta aquí se deduce ya bastante claramente que los argumentos a favor y en contra dependen casi siempre del concepto que los dos contendientes tengan sobre la función de la pena. Los conceptos tradicionales son sobre todo dos: el retributivo, que se apoya en la regla de la justicia como igualdad (ya lo hemos visto en Kant y Hegel) o correspondencia entre iguales, según la máxima de que es justo que quien ha cometido una acción malvada sea objeto del mismo mal que ha ocasionado a otros y, por lo tanto, es justo que quien mata sea muerto; y el concepto preventivo, según el cual la función de la pena es desalentar, con la amenaza de un mal, las acciones que determinado ordenamiento considera perjudiciales. Fundándose en este concepto de la pena es obvio que la pena de muerte sólo está justificada si se pude demostrar que su fuerza intimidadora es grande y superior a la de cualquier otra pena (incluida la de prisión perpetua).
Los dos conceptos de la pena se contraponen también como concepto "ético" y concepto "utilitarista", y se basan en dos teorías distintas de la ética: la primera, sobre una ética de los principios o de la justicia, la segunda sobre una ética utilitarista que ha prevalecido en los últimos siglos, y que aún prevalece en la actualidad en el mundo anglosajón. Puede decirse, en general, que los antiabolicionistas invocan la primera (como, por ejemplo, Kant y Hegel), y los abolicionistas la segunda (como, por ejemplo, Beccaria). (...)
En realidad, el debate es un poco más complicado por el hecho de que los conceptos de la pena no son solamente estos dos (aun cuando estos dos son, con mucho, los que prevalecen). Recuerdo por lo menos otros tres: la pena como expiación, como enmienda y como defensa social. Entre éstos, el primero parece más favorable a la abolición que a la conservación de la pena de muerte: para expiar es necesario seguir viviendo. (...) El segundo es el único que excluye totalmente la pena de muerte. Hasta el criminal más perverso puede redimirse.
(...) El tercer concepto, el de la defensa social, también es ambiguo: generalmente, los partidarios de la pena como defensa social han sido y son abolicionistas, pero lo son por razones humanitarias. (...)
Dos morales opuestas. Por muchas que sean las teorías sobre la pena, las dos que prevalecen son las que he llamado ética y utilitarista. Por otra parte, se trata de una contraposición que va más allá de la contraposición entre dos maneras diferentes de concebir la pena, porque nos remite a una contraposición más profunda entre dos éticas (o morales), entre dos criterios distintos de juzgar sobre el bien y el mal: sobre la base de los principios buenos admitidos como absolutamente válidos, o sobre la base de los resultados buenos, entendiéndose por resultados buenos aquellos que llevan a la mayor utilidad para el mayor número de personas, como sostenían los utilitaristas.
Una cosa es decir que no se debe hacer el mal porque existe una norma que lo prohíbe, y otra cosa es decir que no se debe hacer el mal porque tiene consecuencias funestas para la convivencia humana. Dos criterios distintos que no coinciden, porque muy bien puede ocurrir que una acción considerada mala según los principios tenga unas consecuencias buenas desde un punto de vista utilitarista y viceversa.
A juzgar por la disputa a favor y en contra la pena de muerte, tal como hemos visto, se diría que los partidarios de la pena de muerte siguen un concepto ético de la justicia, en tanto que los abolicionistas son secuaces de una teoría utilitarista. Reducidos a lo indispensable, los dos razonamientos contrapuestos se podrían reducir a estas dos afirmaciones: para unos, "la pena de muerte es justa"; para los otros, "la pena de muerte no es útil". (...)
Es indudable que desde Beccaria en adelante el argumento fundamental de los abolicionistas ha sido el de la fuerza de intimidación. Pero que la pena de muerte fuese menos intimidadora que los trabajos forzados era una afirmación que se fundaba, en aquel entonces, sobre opiniones personales que, a su vez, derivaban de una evaluación psicológica del estado de ánimo del criminal, no sostenida por ninguna prueba de hecho.
Desde la aplicación del método de la investigación positiva al estudio de la criminalidad se realizaron indagaciones empíricas sobre la mayor o menor capacidad disuasoria de las penas, cotejando los datos de la criminalidad en períodos y en sitios con o sin pena de muerte. (...) Un examen muy cuidadoso de estos estudios muestra, en realidad, que ninguna de estas investigaciones ha dado resultados totalmente persuasivos. Es suficiente con pensar en todas las variables concomitantes que han de tenerse en cuenta, aparte de la simple relación entre disminución de las penas y aumento o disminución de los delitos. (...)
Frente a los resultados hasta ahora asegurados, no siempre probatorios, de este análisis, a menudo nos refugiamos en los sondeos de opinión (las opiniones de los jueces, de los condenados a muerte o del público). Pero, en primer lugar, en materia de bien y de mal no vale el principio de mayoría.
(...) En segundo lugar, los sondeos de opinión prueban poco porque están sujetos a la mudanza de los humores de la gente, que reacciona de manera emotiva frente a los hechos de los que es espectadora. (...)
En un librito de 1980 sobre la pena de muerte que publicó la popular colección Que sais-je?, su autor, Marcel Normand, sostiene a ultranza la pena de muerte e insiste sobre el argumento de la reincidencia: menciona algunos casos -he de decir que son impresionantes- de asesinos condenados a muerte, posteriormente perdonados, que una vez recobrada la libertad cometieron otros homicidios, a pesar de los muchos años pasados en la cárcel.
De ahí la inquietante pregunta: si la condena a muerte se hubiese ejecutado, ¿se habrían salvado una o más vidas humanas? Y la conclusión: por perdonar la vida a un delincuente, la sociedad ha sacrificado la vida de un inocente. El motivo central del autor es el siguiente: los abolicionistas se ponen en el punto de vista del criminal, los antiabolicionistas en el de la víctima.
¿Quién de ellos tiene más razón?
Pero aún más embarazosa es la pregunta que me he planteado poco antes acerca de la tesis utilitarista: el límite de las tesis está en la presunción lisa y llana de que la pena de muerte no sirve para disminuir los delitos de sangre.
Pero, ¿y si se logra demostrar que los previene? He aquí que entonces el abolicionista tiene que recurrir a otra instancia, a un argumento de carácter moral, a un principio planteado como absolutamente indiscutible (un postulado ético propiamente dicho). Y este argumento no puede deducirse sino del imperativo moral: "No matarás", que ha de admitirse como un principio provisto de valor absoluto.
¿Cómo es eso? Se podría objetar: el individuo tiene derecho a matar en legítima defensa, ¿y la colectividad no tiene ese derecho? Se contesta: la colectividad no tiene ese derecho porque la legítima defensa nace y se justifica sólo como respuesta inmediata en estado de imposibilidad de obrar de otra manera; la respuesta de la colectividad está mediatizada a través de un procedimiento, a veces incluso prolongado, en el que se debaten argumentos en favor y en contra.
Dicho de otra manera, la condena a muerte tras un procedimiento ya no es un homicidio en legítima defensa, sino un homicidio legal, legalizado, perpetrado a sangre fría, premeditado. Un homicidio que exige ejecutores, es decir personas autorizadas para matar. No por casualidad el ejecutor de la pena de muerte, aunque autorizado a matar, está siempre considerado como un personaje infame. (...)
El Estado no puede ponerse al mismo nivel que el individuo aislado. El individuo aislado actúa por rabia, por pasión, por interés, por defensa. El Estado contesta de manera meditada, reflexivamente. Él también tiene el deber de defenderse. Pero es demasiado más fuerte que el individuo aislado como para necesitar eliminar su vida en defensa propia.
El Estado tiene el privilegio y el beneficio del monopolio de la fuerza. Ha de sentir toda la responsabilidad de ese privilegio y de ese beneficio. Comprendo perfectamente que se trata de un razonamiento abstracto, que se puede tachar de moralismo ingenuo, de sermón inútil. Pero intentamos dar una razón a nuestra repugnancia ante la pena de muerte. Y la razón es sólo una: el mandamiento de no matarás.
Yo no veo otra. Fuera de esta razón última, todos los demás argumentos valen poco o nada, puedes ser refutado con otros argumentos que tienen, más o menos, la misma fuerza de persuasión. (...) Creemos firmemente que la total desaparición de la pena de muerte del teatro de la historia está destinada a representar una señal indiscutible del progreso civil. Expresó muy bien este concepto John Stuart Mill: "La historia íntegra del progreso humano ha sido una serie de transiciones a través de las cuales una costumbre o una institución han pasado, una tras otra, de ser supuestamente necesarias para la existencia social al rango de injusticias universalmente condenadas".
Estoy convencido que es también éste el destino de la pena de muerte. Si me preguntáis cuándo se cumplirá ese destino, os contesto que no lo sé. Tan sólo sé que el cumplimiento de dicho destino será una señal indiscutible de progreso moral.