J.M.Coetzee: Retrato del monstruo adolescente...

norman mailer



Publicado en el
New York Review of Books, el 15 de febrero de 2007.

La reciente publicación de The Castle in the Forest (El castillo en el bosque), novela en la que Norman Mailer narra la historia del joven Hitler, suscita este comentario de J. M. Coetzee.

En su doble biografía de dos de los carniceros más cruentos y peores monstruos morales del siglo XX, Stalin y Hitler (¿pero no está Mao a su altura? ¿Y Pol Pot no merece un análisis?), Alan Bullock reproduce, una junto a la otra, fotografías grupales escolares del pequeño Iosif y el pequeño Adolf tomadas en 1889 y 1899 respectivamente; en otras palabras, cuando ambos tenían unos diez años.(1) Al examinar ambos rostros, uno trata de percibir cierta esencia, un halo oscuro, algún indicio de los horrores futuros; pero las fotografías son viejas, la definición es pobre, no se puede tener ninguna certeza y, por otra parte, una cámara no es un instrumento adivinatorio.

La prueba de la fotografía grupal escolar —¿Cuál será el destino de esos chicos? ¿Cuál de ellos llegará más lejos?— tiene una significación especial en los casos de Stalin y Hitler. ¿Es posible que algunos seamos malos desde el momento en que abandonamos el útero materno? De lo contrario, ¿cuándo ingresa el mal en nosotros, y cómo? O, para plantear la pregunta en términos menos metafísicos, ¿cómo es que algunos nunca desarrollamos una conciencia moral restrictiva? ¿En el caso de Stalin y Hitler el problema residió en la forma en que los criaron? ¿En las prácticas educativas de Georgia y Austria de fines del siglo XIX? ¿O fue que los chicos desarrollaron una conciencia y que más adelante la perdieron? ¿Iosif y Adolf eran todavía muchachos dulces y normales en la época en que los fotografiaron y se convirtieron en monstruos después, tal vez como consecuencia de los libros que leyeron, de las compañías que frecuentaron o de la presión de su época? ¿O no tenían nada de especial, después de todo, ni antes ni después, y sólo fue que el guión de la historia exigía dos carniceros, un Carnicero de Alemania y un Carnicero de Rusia y, de no haber estado Iosif Dzhugashvili y Adolf Hitler en el lugar y el momento oportunos, la historia habría encontrado otro par de actores, tan buenos como ellos (vale decir, tan malos), para desempeñar esos papeles?

Por cierto que éstas no son preguntas que a los biógrafos les guste abordar. Existen límites a lo que podemos saber con certeza sobre el pequeño Stalin y el pequeño Hitler, sobre su entorno familiar, su educación, sus primeras amistades, sus influencias tempranas. El salto del mero registro fáctico a la vida interior es enorme, y es comprensible que historiadores y biógrafos (el biógrafo pensado como historiador del individuo) se muestren renuentes a practicarlo. Por lo tanto, si queremos saber qué pasaba en esas dos almas infantiles, tendremos que recurrir al poeta y al tipo de verdad que ofrece el poeta, que no es la misma que la del historiador.

Es ahí donde Norman Mailer entra en escena. Mailer nunca consideró que la verdad poética fuera una verdad de una variedad inferior. Desde Un sueño americano, pasando por Los ejércitos de la noche y La canción del verdugo hasta Marilyn, se sintió en libertad de valerse del espíritu y los métodos de la investigación literaria para acceder a la verdad de nuestra época, en una empresa que, si bien puede ser más arriesgada que la del historiador, brinda mayores compensaciones. El tema de su nuevo libro es Hitler. Hitler puede pertenecer al pasado, pero el pasado al que pertenece sigue vivo, o por lo menos no está muerto. En The Castle in the Forest (El castillo en el bosque), Mailer escribe la historia del joven Hitler, y específicamente la historia de cómo el pequeño Hitler terminó poseído por las fuerzas del mal.

El árbol genealógico de Hitler es enmarañado y, para los parámetros de Nuremberg, no del todo adecuado. Su padre, Alois, era hijo ilegítimo de una mujer llamada Maria Anna Schicklgruber. El candidato más probable a su paternidad, Johann Nepomuk Hüttler, era también abuelo, a través de otra relación, de Klara Pölzl, sobrina y tercera esposa de Alois y madre de Adolf. Alois Schicklgruber se autolegitimó con el nombre de Alois Hitler (su opción de escritura) a los cuarenta años de edad, unos años antes de casarse con Klara, que era mucho más joven que él.

Sin embargo, nunca se acallaron del todo los rumores de que el verdadero padre de Alois —y, por lo tanto, el abuelo de Adolf— era un judío llamado Frankenberger. Llegó a deslizarse incluso que Klara era hija natural de Alois. Una vez que ingresó a la vida política, en la década de 1920, Adolf Hitler hizo todo lo que pudo por ocultar y hasta falsear su genealogía. Eso puede haberse debido o no a que consideraba que tenía un antepasado judío. A principios de la década de 1930, los diarios opositores trataron de desacreditar al Hitler antisemita señalando que en su armario familiar había un judío oculto, intentos que llegaron a su fin de forma abrupta cuando los nazis tomaron el poder.

Mediante sus propios esfuerzos, Alois Hitler se elevó del campesinado al estrato medio del servicio aduanero austríaco. Tuvo tres hijos con Klara, y también incorporó a la familia a dos hijos de un matrimonio anterior. Uno de esos hijos, Alois, se escapó de la casa para llevar una vida errante y en parte ilegal (también bígamo). El hijo de ese Alois, William Patrick Hitler (de madre irlandesa) trató sin éxito de extorsionar al Führer en relación con secretos familiares antes de emigrar en 1939 a los Estados Unidos, donde, luego de pasar por el circuito de conferencias como especialista en su tío, se incorporó a la Marina.

En Mein Kampf (Mi lucha), el libro que escribió en la cárcel en 1924, Hitler da una versión muy diluida de sus orígenes. Nada de incesto, nada de ilegitimidad, por cierto nada de ancestros judíos, tampoco nada sobre hermanos. En lugar de ello, nos presenta la historia de un niño brillante que opone resistencia a un padre dominante (pero querido) que quiere que el hijo siga sus pasos en la administración pública. Decidido a convertirse en artista, el niño reprueba deliberadamente los exámenes escolares y frustra así los planes del padre. En este momento, el padre muere de forma providencial y, con el apoyo de la madre, el chico se encuentra en libertad de seguir su destino.

La historia del fracaso escolar deliberado es una evidente racionalización. Adolf era un chico inteligente pero no, como le gustaba pensar, un genio. Convencido de que tendría éxito tan sólo por ser quién era, despreciaba el estudio. Una vez que pasó de la escuela primaria a la Realschule, el colegio secundario técnico, se fue quedando cada vez más rezagado en relación con sus compañeros y terminaron por expulsarlo.

El mundo habría sido un lugar más feliz si Alois padre se hubiera salido con la suya y Adolf se hubiera transformado en un oficinista en los rincones más oscuros de la burocracia austríaca, pero no fue así. Sin duda Alois castigaba a su hijo; los golpes y otras muestras del poder paterno engendraron en el hijo la decisión de no convertirse en padre de familia sino de asumir en la imaginación del pueblo alemán la identidad del hijo rebelde implacable, objeto de la admiración de millones de otros hijos e hijas en cuyo pecho bullía el recuerdo de las humillaciones pasadas. La lección parece ser que el castigo corporal es una mala idea, que una cultura en la que se humilla el orgullo de los varones jóvenes corre el riesgo de provocar el retorno de lo reprimido, pero mil veces magnificado.

El conflicto entre Alois padre y Adolf está presente en la novela de Mailer, si bien esta vez tanto desde el punto de vista del padre como del hijo. Se describe al vilipendiado tirano doméstico Alois de forma más compasiva, como un sagaz funcionario aduanero, un marido orgulloso de su virilidad, un hombre de escasa educación que ascendía socialmente con gran esfuerzo.

El Adolf de Mailer, en cambio, es un chico manipulador, llorón y nada atractivo, embargado por deseos incestuosos y celos edípicos, así como profundamente rencoroso. Tiene un mal olor del que no puede librarse; también tiene el hábito de evacuar el intestino cuando siente miedo. El más indignante de sus actos es contagiarle el sarampión a su hermano menor, un chico atractivo y muy querido. Edmund se muere, tal como estaba previsto. Adolf queda en plena posesión del nido.

Cuando el joven Adolf decía que quería ser artista, no era porque sintiera una vehemente pasión por el arte, sino porque quería que se lo considerara un genio, y convertirse en un gran artista le parecía la forma más rápida de que un muchacho ignoto, de escaso dinero y sin relaciones obtuviera ese reconocimiento. Cuando ingresó a la política, en la década de 1920, ya había abandonado sus pretensiones artísticas y hallado un modelo más compatible. Hitler estaba obsesionado con su lugar en la historia, vale decir, con el tema de cómo se verían en el futuro sus actos del presente. "Para mí hay dos posibilidades", le dijo a Albert Speer: "triunfar por completo con mis planes o fracasar. Si triunfo, seré uno de los hombres más importantes de la historia. Si fracaso, me condenarán, rechazarán y maldecirán".

La conjugación del concepto de genio con la idea del gran hombre, contaminada aún más con el concepto del gran criminal, el rebelde cuyos actos luciferinos desafían las normas de la sociedad, tuvo un fuerte efecto formativo en el carácter de Hitler. Al llegar a los quince años, se sentía plenamente un genio. En cuando a los grandes crímenes (que, como señala Stavrogin, bien pueden ser crímenes en apariencia menores siempre y cuando sean lo suficientemente viles, miserables, perversos y sórdidos), la vida en la casa de Hitler, por lo menos en la versión de Mailer, le proporcionó al joven Adolf bastantes oportunidades de practicarlos. Hitler no tenía la conciencia histórica ni el distanciamiento de sí necesarios para reconocer hasta qué punto estaba inmerso en la teoría romántica del gran hombre. Tampoco es probable que, de haberlo reconocido, hubiera querido abandonarla.

Una vez que el padre dejó de estar presente para oponérsele, y con una madre complaciente que cubría sus necesidades, Adolf se tomó un descanso de dos años después del colegio secundario, durante los cuales se quedó en su casa y se dedicó a leer toda la noche, a levantarse tarde, dibujar y aporrear el piano sin método alguno. Es en ese punto donde The Castle in the Forest llega a su fin.

Según sus editores, Mailer proyecta escribir una trilogía que cubrirá toda la vida terrenal de Hitler. De todos modos, lo que sugiere The Castle in the Forest es que el germen maligno de la calamidad que se desataría sobre el mundo ya estaba bien desarrollado para 1905, cuando Hitler tenía dieciséis años. Si buscamos la verdad de Adolf Hitler, la verdad poética, parecería decir Mailer, los años que van desde su concepción y nacimiento hasta la finalización de sus estudios proporcionan material suficiente.

Sin duda es una trivialidad decir que el carácter se forma en los primeros años de vida, que el niño es el padre del hombre. Pero en Austria había miles de chicos que querían a su madre, se llevaban mal con el padre y tenían un mal rendimiento escolar, y no todos se convirtieron en asesinos masivos. A menos que se esté dispuesto a dar un salto como el que da Mailer, de la fidelidad a la realidad a una actitud intuitiva, ninguna investigación de los escasos documentos históricos sobre la infancia de Hitler revelará qué era lo que tenía de especial, qué lo diferenciaba de sus contemporáneos.

Hasta 1918 Hitler fue uno más de los miles de soñadores semieducados que tenían la cabeza llena de disparates místicos racistas. Después de 1918 se convirtió en un verdadero peligro para la humanidad. ¿Podemos decir, entonces, que a fines de 1918, en ocasión de su juramento de "a cualquier precio", hizo un pacto con el diablo y el mal ingresó a su alma?

Esa pregunta puede tener poco sentido para el historiador. "La mayor parte de la gente educada —escribe Mailer a través de su portavoz anónimo— está dispuesta a rechazar la idea de algo como el Diablo. (...) No hay que extrañarse, entonces, de que el mundo tenga una comprensión muy pobre de la personalidad de Adolf Hitler. Aborrecimiento, sí, pero no comprensión. Después de todo, es el ser humano más misterioso del siglo."

La pregunta: ¿Cuándo ingresó el mal en el alma de Hitler? tiene un indudable significado para Mailer. Su respuesta es: En el momento mismo de su concepción. En la historia de Mailer, el diablo estuvo en posesión de Adolf Hitler desde nueve meses antes de su nacimiento en abril de 1889 hasta el día de 1945 en que murió, y éste hizo siempre su voluntad en el mundo.

Una respuesta semejante exige cierto sostén teológico y metafísico que Mailer no duda en proporcionar. Así como hay un Dios, en la versión de Mailer, también hay un demonio en jefe al que sus subordinados llaman el Maestro.(2) Los doce años del Tercer Reich representan uno de los triunfos del Maestro. Sin duda también Dios tiene sus victorias, si bien ninguna aparece en el libro de Mailer. La historia del joven Adolf está narrada por uno de los demonios de rango medio de la organización infernal, un funcionario encargado de vigilarlo y asegurarse de que no abandone el camino del mal.

El tipo de existencia que llevan los inmortales nunca significa gran cosa para los mortales. El relato que hace Mailer, a través de su narrador, de una eterna lucha cotidiana entre las fuerzas celestiales e infernales y de enfrentamientos entre reparticiones de la burocracia infernal, está planteado con habilidad pero constituye el aspecto menos interesante de la novela. Sin embargo, por lo menos la respuesta que da a la pregunta por Adolf en la fotografía escolar es muy directa. Sí, Adolf era malo ya en 1899. Era un niño malo antes de ser un hombre malo, y era un bebé malo antes de ser un chico malo. Alois y Klara Hitler son retratos convincentes de personas que hacen su máximo esfuerzo como padres, teniendo en cuenta que son humanos y que la naturaleza humana es débil, y también que hay fuerzas sobrenaturales que conspiran en su contra. Adolf resulta igualmente convincente como un chico escalofriante y repulsivo. A pesar de las intervenciones sobrenaturales, Mailer no cae en escribir una novela de lo sobrenatural, una novela gótica. Las fuerzas siniestras podrán haber ingresado a su alma, pero Adolf sigue siendo siempre un ser humano, uno de nosotros.

Mailer tiene ahora ochenta y tantos años. Su prosa puede no tener la intensidad eléctrica que la caracterizaba hace cuarenta años, pero no perdió nada de su audacia transgresora. Y sin duda hay que coincidir con él: ayudarnos a entender al "ser humano más misterioso del siglo" es sin duda una tarea oportuna. ¿Pero de qué forma la novela mejora nuestra comprensión? Al adentrarnos en la mente de un niño nada querible que se excita ante el espectáculo de abejas quemadas vivas y se masturba al escuchar la tos hemorrágica del padre, ¿Mailer está afirmando que empezamos a entender a Hitler cuando vemos que los actos viles del hombre adulto no son diferentes en esencia —si bien lo son, y mucho, en magnitud— de los actos de su infancia, y que ambos son expresión de una psicopatología intrincada, temible hasta el punto de la maldad? ¿Todo mal es en esencia banal, y caemos en una de las hábiles trampas del diablo cuando tratamos el mal con respeto, cuando lo tomamos en serio?

En otras palabras: ¿qué tan serio es el libro de Mailer sobre Hitler, que se publica después de El evangelio según el Hijo (1997), una biografía del representante terrenal de un Dios en absoluto todopoderoso, un joven atormentado que oye voces pero no siempre sabe con certeza de dónde proceden? ¿El tono de The Castle in the Forest, que por momentos es tan liviano que raya en lo cómico, es un indicio de que deberíamos tomar con reservas las alternativas celestiales e infernales? ¿Por qué, a pesar del demonio que lleva dentro, no parece haber motivos para temerle más al joven Adolf que a un perro bravo y traicionero? ¿Y por qué el Dios de Mailer es un inútil (los diablos se refieren a él con desprecio y lo llaman der Dummkopf)?(3)

"La lección que nos enseña Adolf Eichmann —escribió Hannah Arendt en la conclusión de Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal— es la de "la temible banalidad del mal, que desafía a la palabra y el pensamiento" (el énfasis es de Arendt). Desde 1963, cuando Arendt la acuñó, la fórmula "la banalidad del mal" adquirió vida propia. En la actualidad tiene el valor de cliché que tuvo "gran criminal" en la época de Dostoievski.

En el pasado Mailer manifestó una y otra vez sus sospechas en relación con esa fórmula. En su condición de liberal secular, dice Mailer, Arendt se muestra ciega a la fuerza del mal en el universo. "Pensar (...) que el mal es banal me parece dar muestras de una prodigiosa pobreza de imaginación." "Si Hannah Arendt tiene razón y el mal es banal, entonces eso es mucho peor que la posibilidad opuesta de que el mal sea satánico", peor en el sentido de que no hay lucha entre el bien y el mal y, por lo tanto, la existencia no tiene sentido.

No es exagerado decir que la discusión de Mailer con Arendt es un subtexto presente en The Castle in the Forest. ¿Pero Mailer le hace justicia a Arendt? En 1946 Arendt mantuvo un intercambio epistolar con Karl Jaspers a raíz del uso que éste hacía de la palabra "criminal" para caracterizar las políticas nazis. Arendt disentía. En comparación con la mera culpabilidad criminal, le escribió a Jaspers, la culpa de Hitler y sus cómplices "excede y frustra todos y cada uno de los sistemas legales".Jaspers se defendió: si se sostiene que Hitler fue más que un criminal, dijo, se corre el riesgo de atribuirle la misma "grandeza satánica" a la que aspiraba. Arendt se tomó la crítica muy en serio. Cuando escribió el libro sobre Eichmann, trató de mantener viva la paradoja de que, si bien los actos de Hitler y sus cómplices pueden desafiar nuestra capacidad de comprensión, no había en ellos ningún pensamiento profundo, ninguna grandeza de intenciones. Eichmann, un hombre nada interesante en el plano humano, un burócrata de pies a cabeza, nunca tuvo ningún tipo de conciencia filosófica de lo que hacía. Lo mismo podría decirse, mutatis mutandis, del resto de la banda.

Tomar la frase "la banalidad del mal" para resumir el veredicto de Arendt sobre los actos del nazismo, como parece hacer Mailer, supone obviar la complejidad del pensamiento subyacente: lo que es peculiar a la banalidad cotidiana de una política de exterminio masivo organizada en términos industriales y administrada de forma burocrática, es que también "desafía la palabra y el pensamiento", que excede nuestra capacidad de comprensión o descripción.

Ante la magnitud de la muerte, el sufrimiento y la destrucción de la que fue responsable el Adolf Hitler histórico, la comprensión humana retrocede aturdida. De forma diferente, nuestra comprensión puede retroceder cuando Mailer nos dice que Hitler fue responsable del Tercer Reich sólo en un sentido mediato, que en última instancia la responsabilidad recae en un ser invisible conocido como el Diablo o el Maestro. El problema aquí es la naturaleza de la explicación que se nos ofrece: "El Diablo lo obligó a hacerlo" no apela a la comprensión, sino sólo a cierto tipo de fe. Si se toma en serio la lectura que hace Mailer de la historia mundial como una guerra entre el bien y el mal en la que los seres humanos actúan como instrumentos de agentes sobrenaturales —vale decir, si se toma esa lectura de forma literal en lugar de como una metáfora extendida y no muy original de un conflicto no resuelto e insoluble de la psiquis humana—, entonces el principio de que los seres humanos son responsables de sus actos queda subvertido, y también la ambición de la novela de buscar y decir la verdad de nuestra vida moral.

Por suerte, The Castle in the Forest no exige una lectura literal. Más allá de la superficie, se advierte que Mailer está en lucha con la misma paradoja que Arendt. Al invocar lo sobrenatural, puede dar la impresión de que afirma que las fuerzas que animaban a Adolf Hitler eran más que simplemente criminales. Sin embargo, el joven Adolf Hitler que él resucita en estas páginas no es satánico, ni siquiera demoníaco, sino sólo desagradable. Mantener viva la paradoja infernal-banal con toda su carga insondable y angustiante puede ser el máximo logro de este considerable aporte a la ficción histórica.

Notas:

(1) Bullock, Alan. Hitler and Stalin: Parallel Lives. Londres: HarperCollins: 1991, p. 27. (Trad. esp.: Hitler y Stalin. Vidas paralelas. Barcelona: Plaza & Janés, 1994.)
(2) (N. del T.: en castellano en el original.)
(3) (N. del T.: el idiota.)