Homosexualmente virgen y La risa de Voctor,
dos relatos del libro Postorgásmicos
[cuentos, 2000-2006]
Narradora, poeta, performista, artista visual. Vive en La Habana, y actualiza cuando puede su Blog pAladeOinDeleite
HOMOSEXUALMENTE VIRGEN
Puedes empezar a cocinar ya, Linda.
¿Por qué tienes esa cara, qué te preocupa?
Ah, sí, ¿cómo es que se llama? Sí, Tania, Tania. ¿Sería ella? Te gustaría, aunque no fuera precisamente por ella misma, sino por Ella, como musa aparecida para satisfacer tus deseos encubiertos. Crees que ya es hora de tener la experiencia. Tendrás que advertirle, eres homosexualmente virgen. ¿Cómo será la reacción de tu Venus? ¿De sorpresa, de temor, o aumentará su interés por ti? Quizás me de la espalda y encendiendo un cigarro me escupa su decepción, pensarás, “Entonces vístete, y cuando hayas experimentado ven a verme; no seré yo quien te forme o te pervierta. ¡Anda, vete!”, podría decirte Tania. ¿Y tú, qué harás entonces?
Totalmente desnuda, mojada a punto del orgasmo espontáneo, hundida por el inesperado desprecio de ella; ¿qué harás, Linda?
No perder tiempo, acordarme de él, de cuánto lo detesto, para evitar que Tania me eche de su casa sin dejar que me desquite con su cuerpo. No dudar; no perder la oportunidad de disfrutar un orgasmo natural, un orgasmo que salga libre a encontrarse con el cuerpo de ella; con su piel de mujer.
Mi expresión pasando de profundamente afectada a inexpresiva y fría, a la velocidad con que Tania apaga la llama del encendedor.
No sentir miedo o inseguridad, porque en mi estaría la idea permanentemente fuerte de librarme del encierro, de no pasar mi vida al lado de él. Anular nuestra relación de orgasmos fingidos por mí, y sus insípidos orgasmos engañados.
Orgasmos que escapan a su músculo usurpador de una vagina que desconoce, como mis flujos, que salen trabajosamente después de haber cerrado los ojos y vuelto la cara, para que no me vea, para que no sepa que todos los orgasmos verdaderos que bañan su pene gozoso, son provocados por mujeres de cuerpos imaginados.
Unas veces la panadera joven abriendo las piernas. La conductora de la parada tocándose los senos con una mano, y excitando su clítoris con la otra. La cobradora del gas, ofreciéndome su boca abierta, abandona al placer, por la que un hilo de saliva interminable cae, denso y grosero.
Luego el orgasmo y decirle que ya, que ya eyacules coño, y tratar de mantener la imagen mientras él hace sus últimos movimientos, mami, que rico, mi niña, dice.
Tania me dedica una mirada inexpresiva antes de levantarse y mover su boca fina, que envuelve el cigarro y lo succiona maquinalmente. Ha ido al baño, y al regresar se sienta sobre la cama, frente al espejo, dándome la espalda.
Observo su cuerpo terso lleno de curvas, y no puedo menos que recordar aquel cuerpo masculino con repugnancia. No más su miembro hosco, rogarle a gritos, que acabes ya, decirle que me la des ya, coño, que no aguanto; no más que se excite creyendo que pido su leche como hembra satisfecha, la palmada en la nalga cuando por fin sale y suspira, y niña mía, dice, vas a acabar con tu macho. No más niña mía, no más mujeres imaginarias.
Me incorporo a sus espaldas, y ella, volviendo el rostro con curiosidad desganada, suelta un aliento de humo. El flash le arroja su estrépito de luz y solo tiene tiempo de pestañear.
–¡Eh, ¿qué es eso?! –hace el gesto a medias de quitarle la cámara, pero no se mueve. Me observa con las cejas arqueadas, intrigada.
–Quiero tener un recuerdo de mi frustrada primera noche. No te asustes, también en esto es mi primera vez–. Abandonar la cámara junto a mis muslos desnudos.
–Pues tendrás que dejarme el rollo de souvenir.
–Si insistes.
Abrir la cámara y sacar el rollo. Sentarme separando los muslos y pasar dos dedos mojados por mi vagina abierta. Con la mano libre me introduzco el rollo fotográfico mientras me llevo los dedos a la boca y los muerdo, saboreando mis jugos, mirándola mientras muevo el objeto en el interior de mi vulva cada vez mas mojada.
Ella apaga el cigarro. Se ha dado la vuelta sobre la cama y sigue excitada cada uno de mis movimientos, se toca. Deja de hacerlo y se incorpora de rodillas sobre el colchón.
Acercándose comienza a acariciarme. Me roza apenas la piel y dibuja círculos con los dedos sobre la forma voluminosa de mis hombros. Sus caricias me provocan escalofríos de placer, me muevo de atrás hacia delante, una y otra vez, hasta que no puedo controlar el movimiento desbocado, rápido, brusco como si en vez de caricias recibiera un zarandeo...
–¿Qué carajo esperas?
Dejaría de sacudirte. Estará de pie frente a ti, la puerta abierta. Respirarías el humo del cigarro consumiéndose entre tus dedos.
–¿Estas dormida o qué?
Seguiría encarándote con las manos en la cintura. Te levantarás. Buscando a tu alrededor, recogerás tus cosas en la mesa de noche, caminando por el cuarto, mientras doblas la ropa sobre el brazo para vestirte fuera. Saldrás sin mirarla.
En el elevador del edificio, dejarías caer el blumer húmedo: quizás sirva de motivo sexual a algún hombre que suba o baje en la mañana, pensarías. Al salir a la calle, el aire frío de la madrugada te devolverá el olor a cigarro de tu ropa con la humedad de la atmósfera nocturna.
Yo te estaré esperando en casa, Linda, seguro de que volverías con el rabo entre las piernas, extrañando a tu hombre.
Por eso no quiero que vayas.
No vale la pena, Linda, no quiero que te decepciones. No vas, niña mía. Vayamos a la mesa ahora, sirve la comida y olvidemos este asunto.
LA RISA DE VOCTOR
Uno de los ojuelos rodó y fue a caer cerca de la ventana.
Madre estuvo mirando el ojo de pescado en el suelo unos instantes, como si se tratara de un objeto desconocido, algo cuya naturaleza le resultaba totalmente incomprensible, hasta que lo agarró lanzándolo desmañadamente a la basura.
–¿Qué día es hoy? –dijo de pronto.
No le contesté. Me concentraba en cortar las cabezas de pescado. Haría una sopa con ellas.
Las apartaba y le sacaba los ojos (no me gusta dejarle los ojos a las cabezas).
–Pobre gatito…
Así comenzó a decir Madre. Y esta frase entrecortada era la referencia a su sueño de la noche anterior. Sueño que pudiera ser catalogado, de alguna manera, como la espina dorsal de este relato.
La espina
Madre sueña que su hija mayor y única (yo) lanza a gatito de la casa por el balcón. Dice que era una noche oscura y que gatito –que es completamente blanco– se veía más blanco aún cuando chocó abruptamente contra el pavimento.
Ella hubiera querido que, una vez recuperado –“se incorporó así, como si sólo se hubiera dado un golpe…”– tomara hacia nuestra puerta. Pero gatito tomó en sentido contrario. Alejándose. Y ese fue el sueño.
Madre me lo contó de pie junto al fregadero, recostada a la mesita de la cocina.
Mientras la escuchaba había estado separando los pescados sin mirarla.
Una vez terminado el relato de su sueño, ella empezó a voltearse y ya me daba la espalda cuando alcancé a decirle:
–Soy incapaz de hacerle daño a una mosca…
Se detuvo. Permaneciendo de espaldas a mí sacudió el frente de su delantal viejo.
–Así son los sueños –dijo.
–Es una locura.
–Es un sueño –repitió.
Retrocedió dos pasos y miró con fijeza la foto en la pared, luego el jarrón vacío bajo esta.
Después volvió la mirada hacia mí nuevamente:
–Pobre gatito… justo iba a cumplir 2 años… ¿lo encontramos el día en que murió Voctor, ¿no?
Voctor… ¿Quién es? Nada más y nada menos que la corriente subyacente en cada una de las palabras de Madre; el meollo, el conflicto, la situación descollante de esta historia… Y más concretamente -diegéticamente, pudiéramos decir- mi hermano, el primer hijo de Madre, y náufrago en una balsa precariamente construida para alcanzar las costas de Norteamérica.
Murió devorado por los tiburones.
Y he aquí que mi memoria, propensa a divagar, me hace recordar caprichosamente, una y otra vez, la misma aburrida mañana de domingo…
En esta recurrencia de la memoria mi hermano toma clases de natación con la femenina y en extremo delicada tía Eulalia, a la que hizo chillar con la fuerza de pulmones que hubieran dejado fuera de competencia al hombre de más anchas espaldas, y con un sonido más bien parecido al de los cerdos en el momento de ser degollados.
Resulta que mi hermano Voctor, antes de que mi tía diera comienzo a la clase de natación, había estado toda una hora preliminar contando historias sobre tiburones. Al llegar la lección, sumergidos bastante lejos de la playa y entre las prácticas de un más bien soso estilo mariposa, mi hermano hizo mover junto al cuerpo de nuestra tía algo bastante confundible con la aleta de un tiburón.
Mi tía estuvo gritando, como ya he dicho antes, de manera asombrosa y enérgica durante algunos minutos, incluso después de haber visto emerger la figura humana del bromista. Luego del suceso vino la risa explayada de mi hermano, que no pudo menos que contagiarnos a Madre y a mí.
Aquella una de las risas más naturales de las que he podido presenciar en mi vida.
Una risa estruendosa, de oreja a oreja, con un alo sarcástico y de desenfado tal, que resultaba afrodisíacamente irresistible.
Ajo
En la cocina, de brazos cruzados. Ahora Madre se hallaba parada junto a mí. Yo observando, discretamente.
Nos disponíamos a seleccionar pescado para freír, dejando bajo el agua los que serían refrigerados.
De pronto había dejado lo que estaba haciendo para dirigir su atención otra vez hacia el jarrón vacío y la foto de Voctor.
El jarroncito estaba a mi lado, pero fingí no verlo. Ella no me lo pidió; se deslizó tras de mí para alcanzarlo. Cogió también esponja y detergente. Sin mirarla aparté la última cabeza de pescado.
–Si pudiera ver que sucio está el jarrón donde se le ponen flores. Si supiera que no lo atienden. Si…
–Por favor, Madre.
–Es verdad, ni siquiera te importa ponerle flores –dijo e hizo ese ruidito de lengua que es en ella un suspiro. Hubo unos segundos de silencio. Sólo se oía el trastear del cuchillo en los pescados; gatito se frotaba ahora contra las piernas de Madre.
–Nunca recuerdas las fechas… ¿es cierto que no te importa? –dijo entonces.
–Él no se entera de esas cosas.
–Ni siquiera recordaste su cumpleaños… –perseveró muy cerca de mi oído.
Seguía fregando a mi lado el jarroncillo fúnebre.
Una y otra vez la mano de mi Madre frotaba con la esponja las paredes de cristal. Puse a llenar la cazuela con agua para hervir las cabezas. Parecía que aquello no acabaría nunca. El jarroncito se mecía impulsado por los movimientos de Madre bruscamente, acercándose a mi rostro cuando iba en ascenso.
–Sé que hoy es la fecha. Escucha, aunque parezca que no me importe… –comencé a decirle.
–No te importa.
Ella había puesto la cazuela en la hornilla. La llenaba con las cabezas de pescado echándolas una a una dentro del agua hirviendo. El jarroncito yacía junto al fregadero, en su interior la esponja.
Tapó la cazuela tras la última cabeza. Entonces dije:
–Quieres dejarlo... No entiendes que cuando se trata de un muerto no hay nada que hacer, se fue y punto. No hay que darle tantas vueltas.
Hizo otro ruidillo con su lengua y calló. Fue hasta la cesta por ajo, ají y cebolla, y comenzó a picarlo todo junto.
–¿Vas a cortar el ajo? –pregunté.
No contestó.
Entonces intenté quitarle el ajo de las manos.
Estuvimos forcejeando durante algunos segundos hasta que todo terminó por caer al suelo, junto a la mesa donde se enfriaban las cabezas recién escurridas. Me agaché a recogerlo cuando todo terminó.
–Deja eso ahora, ya no tiene remedio –dijo bruscamente y me empujó con sus rodillas.
Recordé la risa de mi hermano muerto. Me había golpeado en la cabeza al caer y mi frente supuraba sangre fresca.
Hubiera querido poder reír también de aquella forma.
Hubiera querido poder hacerlo en ese momento.
Detuve el hilillo rojo y pregunté:
–¿No vas a machacarlo?
–Así es mejor… a él le gustaba en trozos cortados -contestó.
El sonido del borboteo en el agua crecía, e hicimos silencio.
–No voy a comerlo otra vez de esa forma.
–Pues no tendremos ajo.
–No lo tendremos –repliqué.
Gatito pasó junto a Madre y esta se inclinó dejando caer su mano sobre el lomo blanco. Repitió una caricia mecánica y, sin mirarme, advirtió:
--No pensarás escribir nada de esto… no quiero ni que te pase por la cabeza hablar de nosotros en tus historias...
Era el comienzo de algo, pero decidí no hacer caso a la provocación. Por hoy hemos tenido suficiente, me dije, y permanecí tranquila.
--No lo haré –contesté mientras destapaba la cazuela y me asomaba.
El vapor caliente envolvió mi rostro. A pesar de la sensación de quemadura en la piel me quedé allí, inclinada sobre el interior bullente, atisbando trozos de pescado entre las ampollas formadas por el hervor del agua.