Clifford Geertz


Géneros confusos. La refiguración del pensamiento social

American Scholar, vol. 49, N° 2, 1980, págs. 165‑179.


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I

Ciertas verdades sobre las ciencias sociales parecen hoy en día autoevidentes. Una de ellas es que en años recientes ha habido una enorme mezcla de géneros en la ciencia social, así como en la vida intelectual en general, y que tal confusión de clases continúa todavía. Otra es que muchos científicos sociales se han apartado de un ideal de explicación de leyes‑y‑ejemplos hacia otro ideal de casos‑e‑interpretaciones, buscando menos la clase de cosas que vincula planetas y péndulos y más la clase de cosas que conecta crisantemos y espadas. Otra verdad es que las analogías que se trazan desde las humanidades están comenzando a jugar el mismo tipo de papel en la comprensión sociológica que las analogías trazadas desde las industrias y la tecnología han jugado, desde hace tiempo, en la comprensión de los fenómenos físicos. No sólo pienso que estas cosas son ciertas, sino que pienso que son verdad en su conjunto, simultáneamente; y el giro cultural que hace que esto sea así es el lema de este ensayo: la refiguración del pensamiento social.

Esta confusión de géneros es más que el hecho de que Harry Houdini o Richard Nixon se vuelvan de pronto personajes de novela, o que las juergas mortíferas del medio oeste se describan como si las hubiera imaginado un novelista gótico. Se trata de que las investigaciones filosóficas parecen críticas literarias (piénsese en Stanley Cavell escribiendo sobre Becktes o Thoreau, en Sartre escribiendo sobre Flaubert), las discusiones científicas se asemejan a fragmentos de bellas letras (Lewis Thomas, Loren Eiseley), fantasías barrocas se presentan como observaciones empíricas inexpresivas (Borges, Barthelme), aparecen historias que consisten en ecuaciones y tablas o en testimonios jurídicos (Fogel y Engerman, Le Roi Ladurie), documentos que parecen confesiones verdaderas (Mailer), parábolas que pasan por ser etnografías (Castaneda), tratados teóricos expuestos como recuerdos de viaje (Lévi‑Strauss), argumentos ideológicos presentados como investiga-ciones historiográficas (Edward Said), estudios epistemológicos construidos como tratados políticos (Paul Feyerabend), polémicas metodológicas arregladas como si fueran memorias personales (James Watson). El fuego pálido de Nabokov, ese objeto imposible hecho de poesía y ficción, notas al pie de página e imágenes de la clínica, se asemeja a los tiempos que corren; lo único que falta es teoría cuántica en verso o biografía expresada en álgebra.

Por supuesto, en cierta medida este tipo de cosa se hizo siempre: Lucrecio, Mandeville y Erasmus Darwin expusieron todas sus teorías en rima. Pero la actual mezcolanza de variedades de discurso se ha incrementado hasta un punto en que resulta difícil ya sea rotular a los autores (¿qué es Foucault? ¿Un historiador, un filósofo, un teorizador político? ¿Qué es Thomas Kuhn? ¿Un historiador, un filósofo, un sociólogo del conocimiento? o clasificar las obras ¿qué es Después de Babel de George Steiner? ¿Lingüística, crítica, historia cultural? ¿y qué es On Being Blue de William Gass? ¿Un tratado, una charla, una apologética?). Esto es mucho más que una cuestión de deportes raros y curiosidades ocasionales, o que el hecho admitido de que lo innovador es, por definición, difícil de categorizar. Es un fenómeno lo suficientemente general y distintivo como para sugerir que lo que estamos viendo no es simplemente otro trazado del mapa cultural —el movimiento de unas pocas fronteras en disputa, el dibujo de algunos pintorescos lagos de montaña sino una alteración de los principios mismos del mapeado. Algo le está sucediendo al modo en que pensamos sobre el modo en que pensamos. No necesitamos aceptar herméticas visiones de la écriture como un montón de signos significando signos, o abandonarnos tan por completo al placer del texto que su significado desaparezca en nuestras respuestas, para advertir que a nuestro modo de ver lo que escribimos y lo que leemos le ha llegado el momento de un ajuste distintivamente democrático. Las propiedades que conectan los textos entre sí, que de alguna manera lo ponen ontológicamente al mismo nivel, están pareciendo tan importantes para caracterizarlos como aquellas propiedades que los dividen. Y más que enfrentados a una matriz de clases culturales, de tipos fijos divididos por diferencias cualitativas tajantes, más y más nos vemos nosotros mismos rodeados por un campo enorme y casi continuo de obras diversamente pensadas y variadamente construidas; obras que sólo podemos ordenar práctica y relacionalmente, según nos impulsen nuestros propósitos. No se trata de que no tengamos más convenciones de interpretación; tenemos más que nunca, construidas —y a menudo mal construidas— para acomodar una situación que al mismo tiempo es fluida, plural, descentrada y fundamentalmente ingobernable.

En lo que a las ciencias sociales concierne, todo esto significa que su tan lamentada falta de carácter ya no las pone aparte de las demás. Incluso ahora es más difícil de lo que siempre ha sido considerarlas como ciencias naturales subdesarrolladas, que esperan solamente tiempo y ayuda de ámbitos más avanzados para endurecerse; o como usurpadoras ignorantes y pretensiosas de la misión de las humanidades, que prometen certidumbres allí donde no puede haber ninguna; o como algo que comprende una empresa claramente distintiva, una tercera cultura entre las dos culturas canónicas de Snow. Pero todo esto es para bien: liberados de tener que llegar a ser taxonómicamente honorables, puesto que nadie más lo es, los individuos que se piensan a sí mismos como científicos sociales (o conductuales, o humanos, o culturales) son libres ahora de dar a su trabajo la forma que deseen en términos de sus necesidades, más que en términos de ideas heredadas sobre la forma en que eso debe o no debe ser hecho. Lo que Clyde Kluckhohn dijo alguna vez sobre la antropología —que es una licencia para la caza intelectual; furtiva— no sólo parece más verdad ahora que cuando él lo dijo, sino que parece verdad con respecto a un montón de cosas aparte de la antropología. Nacidas omniformes, las ciencias sociales prosperan a medida que la condición que he descrito se torna general.

De esta manera, los científicos sociales se han dado cuenta de que no necesitan imitar a los científicos o a los humanistas de gabinete, ni inventar un nuevo ámbito del ser que oficie como el objeto de sus investigaciones. En vez de eso, pueden proceder según su vocación, tratando de descubrir un orden en la vida colectiva, y decidir de qué manera lo que ellos estuvieron haciendo se conecta con otras empresas relacionadas, si es que se las arreglan para conseguir alguna que ya esté hecha. Y muchos de ellos han asumido una actitud esencialmente hermenéutica, o si esta palabra asusta, evocando imágenes de zelotes bíblicos, embaucadores literarios y profesores teutónicos, "interpretativa". Dada la nueva dispersión del género, muchos han adoptado otras estrategias: estructuralismo, neopositivismo, neomarxismo, micro‑micro descriptivismo, macro‑macro construcción de sistemas, y esa curiosa combinación de sentido y sin sentido común que es la sociobiología. Pero la tendencia hacia una concepción de la vida social como algo que está organizado en términos de símbolos (signos, representaciones, signifiants, Darstellungen... la terminología es variada), cuyo significado (sentido, valor, signification, Bedeulung) debemos captar si es que queremos comprender esa organización y formular sus principios, ha crecido hasta alcanzar proporciones formidables. Los bosques están llenos de intérpretes ansiosos.

II

La explicación interpretativa —y es una forma de explicación, y no sólo glosografía exaltada- encarrila su atención sobre lo que las instituciones, las acciones, las imágenes, las expresiones, los sucesos, las costumbres y todos los objetos habituales de interés científico‑social, significan para aquellos cuyas instituciones, acciones, costumbres, etcétera, son. Como resultado, la explicación interpretativa se expresa no en leyes como la de Boyle, o en fuerzas como la de Volta, o en mecanismos como el de Darwin, si no en construcciones como las de Burkhardt, Weber o Freud: Aperturas sistemáticas del mundo conceptual en que los condottiere, los calvinistas o los paranoides viven.

El estilo de estas construcciones es variado: Burokbardt retrata, Weber modela, Freud diagnostica. Pero todas ellas representan intentos para formular la forma en que este pueblo o aquél, este período o aquél, esta persona o aquélla tienen sentido para sí mismos, y, comprendiendo eso, qué podemos comprender nosotros sobre el orden social, el cambio histórico o el funcionamiento psíquico en general. La indagación se dirige hacia casos o conjuntos de casos y hacia los rasgos particulares que los singularizan; pero estos propósitos son de tan largo alcance como los de la mecánica o la fisiología: distinguir los materiales de la experiencia humana.

Junto con tales objetivos y tales maneras de alcanzarlos, vienen asimismo algunas novedades de retórica analítica, en los tropos y en la imaginería de la explicación. Como la teoría -científica o lo que fuere— se mueve principalmente por analogía, por una comprehensión "como si" de lo menos inteligible por lo más inteligible (la tierra vista "como si" fuera una magneto, el corazón como una bomba, la luz como una onda, el cerebro como una computadora, el espacio como un globo), cuando el curso de la teoría cambia, las convenciones con las que ella se expresa varían también. En las etapas iniciales de las ciencias naturales, antes de que las analogías llegaran a ser tan pesadamente intramurales- y en aquellas ciencias (la cibernética, la neurología) en que todavía no lo son— ha sido el mundo de las artes y oficios, y posteriormente el de la industria el que proporcionó el mayor número de las realidades bien comprendidas (bien comprendidas porque, certum quod factum —como decía Vico— el hombre las había hecho) con las que las mal comprendidas (mal comprendidas porque no las había hecho el hombre) podían ser llevadas al círculo de lo conocido. La ciencia debe más a la máquina de vapor de lo que la máquina de vapor debe a la ciencia; sin el arte del tintorero no habría habido química; la metalurgia ha sido teorizada por la minería. En las ciencias sociales, o por lo menos en aquellas que han abandonado una concepción reduccionista de su objeto, las analogías provienen ahora más de los artefactos de la performance cultural que de los de la manipulación física: provienen del teatro, la pintura, la gramática, la literatura, la ley, el juego. Lo que la palanca hizo por la física, las movidas de ajedrez prometen hacer por la sociología.

Las promesas no siempre se mantienen, por supuesto, y cuando lo hacen a menudo sucede que se tornan amenazas. Pero el moldeado de las ciencias sociales en términos más familiares a los jugadores y a los estetas que a los fontaneros y a los ingenieros; está claramente encaminado. Este recurso a las humanidades en busca de analogías explicatorias es al mismo tiempo evidencia de la desestabilización de los géneros y del surgimiento del "giro interpretativo"; y su resultado más visible es un estilo modificado de discurso en los estudios sociales. Los instrumentos de razonamiento están cambiando, y cada vez se representa menos a la sociedad como una máquina elaborada o como un cuasi organismo, que como un juego serio, un drama callejero o un texto conductista.

Toda esta confusión acerca de las propiedades de la composición, la indagación y la explicación representa, por supuesto, una alteración radical de la imaginación sociológica que la impulsa hacia direcciones que son a la vez difíciles y poco familiares. Y al igual que tantos otros cambios de moda, es tan probable que la conduzcan a la oscuridad y a la ilusión como que lo hagan a La precisión y a la verdad. Para que el resultado no sea cháchara elaborada o delirio de alto vuelo, se deberá desarrollar una conciencia ética Y dado que tenemos que pedir prestado a las humanidades mucho más de la imaginería, del método, de la teoría y del estilo de lo que fuera el caso anteriormente, todo eso deberá provenir más de los humanistas y de sus apologistas que de los científicos naturales y lo suyos. Y para decir lo menos, es un hecho que los humanistas, después de años de considerar a los científicos sociales como tecnólogos o como entrometidos, están mal equipados para esta finalidad.

Los científicos sociales, que acaban de liberarse —y sólo parcialmente— de los sueños de la física social, las leyes envolventes, la ciencia unificada, el operacionalismo y todo eso, difícilmente lo estén mejor. Para ellos, la confusión general de las identidades vocacionales no podía haber llegado en un momento más oportuno. Si los científicos sociales están por desarrollar sistemas de análisis en los cuales concepciones tales como la de seguir una regla, construir representaciones, expresar una actitud o formar una intención van a jugar un rol central (más que concepciones tales como la de aislar una causa, determinar una variable, medir una buena o definir una función), necesitarán toda la ayuda que puedan obtener de esa gente que se encuentra más cómoda entre tales nociones de lo que se encuentran ellos. No es hermandad interdisciplinaria lo que se necesita, ni es tampoco un eclecticismo menos petulante: es el reconocimiento, por ambas partes, de que las líneas que agrupan a los estudiosos en áreas intelectuales o, lo que es lo mismo, que los clasifican en comunidades diferentes, en los días que corren poseen ángulos enormemente excéntricos.

El punto en el cual las reflexiones de los humanistas sobre las prácticas de los científicos sociales parecen más urgentes, es el que concierne al despliegue, en el análisis social, de modelos trazados a partir de dominios humanistas: ese "cauteloso razonamiento según analogías", como lo llamaba Locke, que "a menudo nos conduce al descubrimiento de verdades y producciones útiles que de otro modo hubieran permanecido ocultas". (Locke estaba hablando de frotar dos varas entre sí para provocar fuego y de la teoría calórica de la fricción atómica, aunque la sociedad comercial y el contrato societario también le habrían servido como imágenes. Mantener el razonamiento cauteloso, y por ende útil, y por ende verdadero, es, por así decirlo, el nombre del juego.

La analogía del juego es tanto cada vez más popular en la teoría social contemporánea como cada vez más necesitada de examen crítico. El impulso para observar una u otra clase de conducta social como una y otra clase de juego provienen de cierto número de fuentes (no excluyéndose, quizá, la prominencia de los espectáculos deportivos en la sociedad de masas). Pero la más importante de estas fuentes es la concepción de Wittgenstein de las formas de vida como juegos del lenguaje, al lado de la concepción lúdica de la cultura de Huizinga y de las nuevas estrategias de la teoría de los juegos y la conducta económica de Von Neumann y Morgenstern. De Wittgenstein proviene la noción de la acción intencional como algo "que sigue una regla"; de Huizinga la concepción del juego como la forma paradigmática de la vida colectiva; de Von Neumann y Morgenstern la concepción de la conducta social como una maniobra recíproca en pos de beneficios distributivos. Tomadas en su conjunto, estas concepciones conducen a un excitado y excitante estilo de interpretación en ciencias sociales que combinan un fuerte sentido de ordenamiento formal de las cosas con un sentido igualmente fuerte de la radical arbitrariedad de ese orden: inevitabilidad de las movidas de ajedrez, que podrían asimismo haberse desarrollado de otra manera.

Los escritos de Erving Goffman —quizás el más celebrado sociólogo norteamericano del momento, y por cierto el más ingenioso— por ejemplo, descansan casi enteramente sobre la analogía del juego. (Goffman también emplea extensivamente el lenguaje de la escena, pero como su visión del teatro es la de un juego extrañamente amanerado —ping‑pong en máscaras— su trabajo, básicamente, no es verdaderamente dramatúrgico. Goffman aplica la imaginería del juego a casi todo lo que cae en sus manos, lo cual —puesto que él no es demasiado respetuoso de los derechos de propiedad— es bastante. El ir y venir de las mentiras, las metamentiras, las verdades increíbles, las amenazas, las torturas, los sobornos y el correo clandestino que comprende el mundo del espionaje aparece construido como un juego de expresión; un carnaval de decepciones casi como la vida en general, porque —como lo expresa en una frase que podría haber sido de Conrad o de Le Carré— "los agentes son un poco como nosotros, y todos nosotros somos un poco como agentes". La etiqueta, la diplomacia, el crimen, las finanzas, la publicidad, la ley, la seducción y la solemnidad burlona de lo cotidiano, son entrevistos como juegos de información, estructuras laberínticas de jugadores, juegos, movidas, posiciones, señales, estados de información, apuestas y ganancias, en las cuales sólo los mejores jugadores, aquellos ansiosos y capaces de fingirlo todo, prosperan.

En la obra de Goffman, lo que sucede en un hospital psiquiátrico o en cualquier hospital o prisión, o incluso en una escuela de internados, es un "juego ritual de tener un self”, en el que el staff posee la mayor parte de las figuras de la baraja y todos los triunfos. Un tete‑a‑tete, la deliberación de un jurado, "una tarea realizada en conjunto por personas físicamente próximas", una danza de pareja, hacer el amor o boxear, en una palabra todos los encuentros cara a cara, son juegos en los cuales "como todos los psicóticos y los cómicos deberían saber, cualquier movimiento adecuadamente impropio puede atravesar la tenue película de la realidad inmediata". El conflicto social, la desviación, la actividad empresarial, los roles sexuales, los ritos religiosos el ranking del status y la simple necesidad de aceptación humana reciben el mismo tratamiento. La vida no es más que un tazón de estrategias.

Mejor aún, como Damon Runyon dijo alguna vez, es un tres a dos en contra. Pues la imagen de la sociedad que surge de la obra de Goffman y de la del enjambre de estudiosos que de una manera u otra lo siguen o dependen de él es una corriente continua de gambitos, tramas, artificios, engaños, disfraces, conspiraciones y francas imposturas en la que los individuos y las coaliciones de individuos se esfuerzan ‑a veces inteligentemente, otras con cierta comicidad— por jugar juegos enigmáticos cuya estructura es clara pero cuyo objetivo no lo es. La de Goffman es una visión de las cosas radicalmente no romántica, un conocimiento amargo y gélido, uno que hace muy mala pareja con las tradicionales piedades humanistas. Pero no por eso es menos poderosa, ni tampoco, con su ética nada quejumbrosa de tómalo‑como‑viene, es tan inhumana como puede parecer.

Como quiera que sea, no todas las concepciones de la vida social, como un juego son tan horrendas, y algunas son positivamente traviesas. Lo que conecta a todas ellas es la idea de que los seres humanos están menos impulsados por fuerzas que sometidos a reglas, que las reglas son tales que sugieren estrategias, que las estrategias son tales que inspiran acciones, y que las acciones son tales como para ser gratificantes, pour le sport. Como los juegos en el sentido literal de la palabra (el béisbol, o el póquer, o el parchís) crean pequeños universos de significado en los cuales algunas cosas pueden hacerse y otras no (no se puede hacer enroque en el dominó), lo mismo que sucede en los juegos analógicos del culto, del gobierno o del cortejo sexual (uno no puede amotinarse en un banco). Contemplar la sociedad como un conjunto de juegos significa verla como una enorme pluralidad de convenciones aceptadas y de conocimientos apropiados. "Me pregunto ‑se supone que dijo el príncipe Metternich cuando un ayudante le susurró al oído en un baile real que el zar de todas las Rusias había muerto-, me pregunto cuál puede haber sido su motivo."

La analogía del juego no es una visión de las cosas que pueda llegar a agradar a los humanistas, quienes piensan que la gente no obedece reglas y no intriga en busca de ventajas, sino que actúa libremente y realiza sus más bellas capacidades. Pero que esa analogía parece explicar muchas cosas sobre muchos aspectos de la vida moderna, y de diversas maneras parece también atrapar su tono, es difícil de negar. ("Si tú no puedes soportar el maquiavelismo", decía ,una reciente historieta del New Yorker, "vete fuera de esta intriga".) De este modo, si la analogía ha de ser recusada, no debería ser por puro desprecio, por rehusarse a mirar a través del telescopio o por reafirmaciones apasionadas de verdades sacrosantas, citando las escrituras para refutar el sol. Es necesario descender a los detalles del asunto, examinar los estudios y criticar las interpretaciones, ya sean la de Goffman sobre el crimen como un juego de apuestas, las de Harold Garfinkel sobre el cambio sexual como juego de identidad, las de Gregory Bateson sobre la esquizofrenia como confusión de reglas, o las malas propinas sobre los complicados sucesos en un bazar de Medio Oriente como una contienda de información. A medida que la teoría social se vuelve de las metáforas propulsivas (el lenguaje de los pistones) hacia las metáforas lúdicas (el lenguaje de los pasatiempos), las humanidades se conectan a sus argumentos no a la manera de escépticos mirones sino, al igual que la fuente de su imaginería, como cómplices imputables.

III

La analogía dramática para la vida social ha estado en uso de una manera circunstancial durante mucho tiempo (todo el mundo es un escenario y nosotros no somos más que ejecutantes que se contonean, etc.). Y los términos del escenario, y más que nada el de "rol"; han sido materias primas del discurso sociológico desde por lo menos la década del 1930. Lo que es relativamente nuevo (nuevo, aunque no sin precedentes) es un par de cosas. Primero, todo el peso de la analogía se está aplicando intensiva y sistemáticamente, en lugar de desplegarse gradualmente, unas pocas alusiones allí, unos pocos tropos allá. Y en segundo lugar, cada vez se lo aplica menos de modo peyorativo ("mero espectáculo", máscaras y mojiganga) y más de una manera constructiva, genuinamente dramatúrgica: hacer, y no fingir (making, not faking), como lo ha dicho el antropólogo Víctor Turner.

Los dos desarrollos están ligados, por supuesto. Un punto de vista construccionista de lo que es el teatro (esto es, poiesis) implica que una perspectiva dramática en las ciencias sociales necesita hacer algo más que señalar que todos tenemos nuestras entradas y salidas, que todos ejecutamos partes, perdemos el pie y amamos la ostentación. Puede que el mundo sea un Barnun and Bailey o puede que no, nosotros podemos ser o no sombras ambulantes; pero tomar la analogía del drama seriamente involucra sondear, por detrás de tales ironías familiares, los mecanismos expresivos que hacen que la vida colectiva parezca lo que parece. El problema con las analogías —y ésta es también su gloria— es que ellas conectan lo que comparan en ambas direcciones. Habiendo jugueteado con el lenguaje del teatro algunos científicos sociales se encuentran ellos mismos enredados en los espirales de su estética.

Tal aprovechamiento exhaustivo de la analogía del drama en la teoría social -como una analogía, no como una metáfora incidental —se ha originado en fuentes de las humanidades no conmensurables en su totalidad. Por un lado está la llamada teoría ritual del drama asociada con figuras diversas tales como Jane Harrison, Francis Ferguson, T. S. Eliot y Antonin Artaud. Por el otro está la acción simbólica (el "dramatismo", como él lo llama) del teórico literario y filósofo norteamericano Kenneth Burke, cuya influencia en los Estados Unidos es a la vez enorme y (dado que casi nadie utiliza actualmente su barroco vocabulario, con sus reducciones, proporciones, etc.) elusiva. El problema es que estas estrategias empujan en direcciones más bien opuestas: la teoría ritual hacia las afinidades del teatro y la religión (el drama como comunión, el tiempo como escenario), la teoría de la acción simbólica hacia las analogías del teatro y la retórica (el drama como persuasión, la tarima como escenario). Y esto deja la base de la analogía —precisamente, lo que hay de similar entre el theatron y el ágora— en un punto difícil de focalizar. Que la liturgia y la ideología son histriónicas es suficientemente obvio, como lo es que la etiqueta y la publicidad lo son. Pero que significa esto no lo es tanto.

Probablemente el abogado más eminente de la estrategia de la teoría ritual en las ciencias sociales en este momento es Víctor Turner. Un antropólogo formado en Gran Bretaña, reformado en América, Turner, en una notable serie de trabajos que apuntan a la vida ceremonial de una tribu de África Central, ha desarrollado una concepción del drama social como un proceso regenerativo que (de una manera parecida a los juegos sociales de Goffman concebidos como interacción estratégica) ha congregado un número tan grande de investigadores como para producir una escuela interpretativa distinta y poderosa.

Para Turner, los dramas sociales ocurren en "todos los niveles de la organización, del estado a la familia". Esos dramas se originan en situaciones de conflicto (una aldea se divide en facciones, un marido golpea a su esposa, una región se levanta en contra del estado) y proceden hasta su desenlace a través de conductas públicamente ejecutadas y convencionales. A medida que el conflicto se agrava hasta la crisis y la excitada fluidez de una emoción exaltada, en la que la gente se siente al mismo tiempo compartiendo un estado de ánimo común y liberada de sus amarras sociales, e invocan formas ritualizadas de autoridad, litigios, contiendas, sacrificios, plegarias, para contenerlo y ejecutarlo ordenadamente. Si tienen éxito, la fractura es curada y se restaura el status quo, o algo que se le parece. Si no lo tienen, se acepta que la situación no tiene remedio y las cosas se precipitan en diversas suertes de finales no felices: migraciones, divorcios o asesinatos en la catedral. Con diferentes grados de rigor o de detalle, Turner y sus seguidores han aplicado este esquema a ritos tribales de pasaje, ceremonias de curación y procesos judiciales, a insurrecciones mejicanas, a sagas islandesas y a las dificultades de Thomas Becket con Henry II; a la narrativa picaresca, a los movimientos milenaristas, a los carnavales del Caribe y al cataclismo político de la década de 1960. Una forma para todas las estaciones.

Esta hospitalidad de cara a todos los casos, es simultáneamente la mayor fuerza de versión ritual de la analogía del drama y su debilidad más prominente. Ella puede presentar algunos de los rasgos más profundos de los procesos sociales, pero al costo de hacer que asuntos vívidamente dispersos parezcan aburridamente homogéneos.

Enraizada como lo está en las dimensiones de ejecución repetitiva de la acción social (la representación, y por lo tanto la re‑experiencia de formas conocidas) la teoría ritual no sólo revela las dimensiones temporales y colectivas de tal acción y su naturaleza inherentemente pública con particular agudeza. Revela también su poder para trasmutar no solamente opiniones, sino (como el crítico británico Charles Morgan ha dicho con respecto al drama en sentido estricto) la gente que lo lleva a cabo. "El gran impacto del teatro, escribe Morgan, no es ni una persuasión del intelecto ni una seducción de los sentidos... Es el movimiento envolvente de todo el drama en el alma del hombre. Nos rendimos y somos cambiados." O por lo menos estamos allí en donde la magia funciona. Lo que Morgan en otra bella frase llama "el suspenso de la forma... la incompletitud de una completitud conocida" es la fuente de poder de este movimiento envolvente, un poder que, como lo ha mostrado la teoría del ritual, difícilmente sea menos coercitivo (y difícilmente se lo vea menos como de otro mundo) cuando el movimiento aparece en un rito de iniciación femenina, en una revolución campesina, en una épica nacional o en el camerino de una estrella.

Estos procesos, formalmente similares, poseen contenidos diferentes. Podríamos decir que dicen cosas más bien diferentes, y que de esta manera poseen diferentes implicaciones para la vida social. Y aunque los teóricos del ritual dudosamente desconozcan este hecho, están mal equipados —precisamente debido a que ellos están preocupados por el movimiento general de las cosas para enfrentarse con él. Los grandes ritmos dramáticos, las imponentes formas del teatro, se perciben en procesos sociales de todas clases, formas y significaciones, aunque los teóricos del ritual, de hecho, se encuentran mucho más cómodos con las periodicidades cíclicas y restaurativas de las comedias que son las progresiones lineales de la tragedia, cuyos finales tienden a ver más como colapso que como consumaciones. Pero los detalles individuales, la clase de cosas que diferencia “un cuento de invierno" de "Medida por medida", a "Macbeth" de Hamlet, se abandonan al arbitrio del empirismo enciclopédico: documentación masiva de una sola proposición plus ça change, plus c'est le mame changement). Si los dramas son, para adaptar una frase de Susanne Langer, poemas a modo de acciones, algo se pierde: lo que el poema dice exacta y socialmente.

Son las estrategias de la acción simbólica las que están diseñadas para llevar a cabo este desvelamiento del significado ejecutado. Aquí no hay un sólo nombre para citar, sino un creciente catálogo de estudios particulares, algunos de los cuales dependen de Kenneth Burke, y algunos de Ernest Cassirer, Northrop Frye, Michel Foucault o Emile Durkheim, y que se ocupan de decir qué es lo que dice algún fragmento del decir actuado una coronación, un sermón, un motín, una ejecución. Si los teóricos del ritual, con sus ojos sobre la experiencia, tienden a ser erizos, los teóricos de la acción simbólica, con sus ojos sobre la expresión, tienden a ser zorros.

Dada la naturaleza dialéctica de las cosas, todos necesitamos oponente, y estas clases de estrategias son esenciales. Lo que mayormente buscamos ahora es alguna forma de sintetizarlas. En mi propio análisis (a punto de publicarse) sobre la política india tradicional en Bali —citado aquí no porque sea ejemplar, sino porque es mío— he tratado de abordar este problema. En ese análisis me ocupo por un lado (el lado burkeano) de demostrar cómo todo, desde la organización del grupo de parentezco, el comercio, la ley consuetudinaria y el control del agua a la mitología, la arquitectura, la iconografía y la cremación, se combina en una afirmación dramatizada de una forma distinta de teoría política, una concepción particular de lo que son o debieran ser el status, el poder, la autoridad. Es decir, una replica del mundo de los dioses que es al mismo tiempo un molde para el mundo de los hombres. El estado corporiza una imagen del hombre que al ser un modelo para sus espectadores, en y por sí mismo, ordena la sociedad. Por el otro lado (el lado de Turner), como el público no sólo observa las expresiones del fausto como espectadores boquiabiertos, sino que es atrapado corporalmente en ellas (especialmente en las ceremonias grandes y masivas, óperas políticas de dimensiones borgoñonas, que forman su núcleo), este poder del drama para moldear la experiencia —"nos rendimos y somos cambiados"— es la fuerza poderosa que mantiene unido lo político. Forma reiterada, representada por su propia audiencia, que hace (hasta cierto punto, porque ningún teatro funciona totalmente) la teoría‑hecho.

Lo que deseo resaltar es que quienes pretendan juzgar sobre este tipo de trabajos deberían ser humanistas que reconocidamente sepan algo sobre lo que es el teatro, la mimesis y la retórica; y no solamente en lo que respecta a mi trabajo, sino al de la corriente cada vez más amplia de análisis de los procesos sociales, en los cuales la analogía del drama gobierna de una manera u otra. En un momento en el que los científicos sociales están charlando sobre actores, escenas, tramas, representaciones y personajes, y los humanistas están barboteando sobre motivos, autoridad, persuasión, intercambio y jerarquía, la línea entre ambos (por más tranquilizadora que sea para el puritano que está de un lado y para el caballero que está del otro) parece más bien incierta.

La analogía del texto adoptada ahora por los científicos sociales, en cierta medida, la más amplia de las recientes refiguraciones de la teoría social, la más atrevida y la menos desarrollada. Aun más que el "juego" o el "drama", el "texto" es un término peligrosa-mente desenfocado, y su aplicación a la acción social, a la conducta de la gente hacia otra gente, involucra una continua torcedura conceptual, un momento particularmente extravagante del "ver como". Describir la conducta humana según la analogía del jugador y el oponente, o del actor y la audiencia, parece a pesar de sus trampas, más natural que describirla en términos del escritor y el lector prima facie, la sugerencia de que las actividades de los espías, amantes, doctores brujos o pacientes mentales son movidas o performances es seguramente mucho más plausible que la idea de que son frases.

Pero la prima facie es una guía dudosa cuando se trata de realizar analogías, si no lo fuera, todavía estaríamos pensando del corazón como un horno y de los pulmones como fuelles. La analogía del texto posee algunas ventajas poco evidentes, todavía insuficientemente conocidas, y la disimilitud superficial entre el "estamos aquí, estamos allá" de la interacción social y la sólida compostura de las líneas de una página es lo que le da —o le podría dar cuando este desacuerdo se alinee— su fuerza interpretativa.

La clave para la transición del texto al análogo del texto, de la escritura como discurso a la acción como discurso es, como lo señaló Paul Ricoeur, el concepto de "inscripción" la fijación del significado. Cuando hablamos, nuestras frases se volatilizan como sucesos al igual que cualquier otra conducta; a menos que lo que digamos sea inscrito en escritura (o mediante algún otro proceso establecido de registro), es tan evanescente como lo que hacemos. Si así se lo inscribe, por supuesto que -como la juventud de Dorian Gray‑ pasa de todas maneras; pero por lo menos su significado ‑ lo dicho, no el decir permanece hasta cierto punto y durante un tiempo. Esto no es demasiado diferente en lo que respecta a la acción en general: su significado puede persistir de una manera en que su realidad no puede.

La gran virtud de la extensión de la noción de texto más allá de las cosas escritas en papel o esculpidas en piedra es que dirige la atención sobre precisamente este fenómeno: cómo se lleva a cabo la inscripción de la acción, cuáles son sus vehículos y cómo trabajan, y que es lo que la fijación del significado a partir del flujo de sucesos (la historia a partir de lo que sucedió, el pensamiento a partir de lo pensado, la cultura a partir de la conducta) implica para la interpretación sociológica. Contemplar las instituciones sociales, las costumbres sociales, los cambios sociales como "legibles" en algún sentido, implica modificar todo nuestro sentido sobre lo que es la interpretación hacia modos de pensamiento más familiares al traductor, al exégeta o al iconógrafo que al administrador de tests, al analista factorial o al empadronador.

Todo esto se percibe con nitidez ejemplar en la obra de Alton Becker, un lingüista comparativo, sobre el teatro de sombras javanés o wayang, como se lo llama. Wayangear (no hay otro verbo adecuado) es, como dice Becker, una forma de construir un texto, un modo de colocar símbolos para construir una expresión. Para interpretarlo, para comprender no sólo lo que significa sino cómo es que lo hace, se necesita –dice- una nueva filología.

La filología, el estudio del lenguaje centrado en el texto (en contraste con la lingüística, que se centra en la lengua), se ha preocupado tradicionalmente de hacer que los documentos antiguos, o extranjeros, o esotéricos, fueran accesibles a aquellos para los cuales esos documentos eran antiguos, o extranjeros, o esotéricos. Se glosan los términos, se agregan notas, se escriben comentarios y cuando es necesario se hacen transcripciones y se traduce. Todo esto conduce a la finalidad de producir una edición anotada tan legible como el filólogo pueda hacerla. El significado se fija a un metanivel; lo que hace esencialmente un filólogo —una especie de autor secundario— es reinscribir: interpretar un texto mediante un texto.

Mirándolo así, las cosas son relativamente sencillas, independientemente de lo difíciles que se puedan volver en la práctica. Pero cuando la preocupación filológica va más allá de los procedimientos artesanales de rutina (la autentificación, la reconstrucción, la anotación) y se dirige a cuestiones conceptuales, concernientes a la naturaleza de los textos como tales ‑es decir, a cuestiones sobre sus principios de construcción— la simplicidad se esfuma. El resultado, como lo hace notar Becker, ha sido la quiebra de la filología —que ahora es en sí un término casi obsoleto en especialidades disjuntas y en rivalidad recíproca y, más particularmente, el surgimiento de una división entre quienes estudian textos individuales (Historiadores, editores, críticos, que se llaman a sí mismos humanistas) y aquellos que estudian la actividad de la creación de textos en general (lingüistas, psicólogos, etnógrafos, que se llaman a sí mismos científicos). El estudio de las inscripciones se separa del estudio de la actividad de inscribir, el estudio del significado fijo se separa del estudio de los procesos sociales que lo fijan. El resultado es una doble estrechez. No sólo queda bloqueada la extensión del análisis del texto a materiales no escritos, sino también la aplicación del análisis sociológico a textos escritos.

La "nueva filología" —o como eventual-mente se la vaya a llamar—se ocupan de arreglar esta quiebra y de la integración del estudio sobre cómo se construyen los textos (cómo lo dicho es recuperado a partir de su enunciación) en el estudio de los fenómenos sociales: las bromas apaches, las viandas inglesas, los sermones de culto africanos, las escuelas secundarias norteamericanas, las castas indias, la incineración de la viuda balinesa, para mencionar algunos intentos recientes aparte de los de Becker. "En un mundo multicultural", escribe Becker, "un mundo de múltiples epistemologías, existe necesidad de un nuevo filólogo —un especialista en relaciones contextuales— en todas las áreas del conocimiento en la cuales la construcción de textos... sea una actividad central: literatura, historia, ley, música, psicología, comercio e incluso la guerra y la paz."

Becker observa cuatro órdenes de conexión semiótica en un texto social que su nuevo filólogo debería investigar: la relación de sus partes entre sí, la relación de ese texto social con otros cultural o históricamente asociados con él, su relación con aquellos que en alguna medida lo construyen, y su relación con realidades concebidas como algo que yace fuera de él. Ciertamente hay otras conexiones (su relación con su materia, por decir una), y con entera certidumbre incluso las nombradas suscitan profundas cuestiones metodológicas que hasta ahora se han abordado con timidez. La "coherencia", la "intertextualidad", la "intención" y la "referencia" que son las cuatro relaciones de Becker como más o menos se la podría resumir —se vuelven nociones cada vez más elusivas cuando uno deja el párrafo o la página y aborda el acto o la institución. Y además, como lo demostró Nelson Goodman, esas nociones no están siquiera bien definidas para el párrafo o la página, para no decir nada del dibujo, la melodía, la estatua o la danza. Si es que existe esta teoría del significado implícita por esta múltiple contextualización de fenómenos culturales (una suerte de constructivismo simbólico), existe en términos de un catálogo de insinuaciones ondulantes y de ideas a medio reunir.

Por supuesto, no está todavía claro cuán lejos puede llegar este tipo de análisis, más allá de asuntos específicamente expresivos —tales como el teatro de títeres— y qué ajustes deberán hacerse sobre la marcha. Así como los proponentes de "la vida es un juego" tienden a gravitar hacia las interacciones cara a cara, el cortejo y los cocktail parties como el terreno más fértil para su análisis, y así como los proponentes de "la vida es un escenario" se encuentran atraídos por las intensidades colectivas, los carnavales y las insurrecciones, del mismo modo los proponentes de "la vida es un texto" se inclinan hacia el examen de las formas imaginativas: bromas, proverbios, artes populares. No hay nada en esto que sea sorprendente o digno de reproche; uno trata, naturalmente, de aplicar sus analogías allí donde parecen funcionar mejor. Pero sus destinos a largo plazo reposan en su capacidad para trasladarse más allá de sus fáciles éxitos iniciales, hacia otros desafíos más difíciles y menos predecibles: la idea del juego para explicar el culto, la idea del drama para explicar el humor, la idea del texto para clarificar la guerra. La mayor parte de estos triunfos —si es que a fin de cuentas han de ocurrir- está (y en el caso del texto más que en los otros) todavía por venir. Por el momento, todo lo que sus apologistas pueden hacer es lo que han estado haciendo hasta ahora: ofrecemos algunos ejemplos de aplicación, algunos síntomas de problemas y algunos pedidos de auxilio.

V

Ya está bien de ejemplos, de todas formas. No sólo estas tres analogías en particular obviamente se esparcen unas sobre las otras a medida que los escritores individualmente van y vienen entre los lenguajes lúdico, dramático y textualista, sino que existen otras analogías humanistas en la escena de la ciencia social por lo menos tan prominentes como aquellas, los análisis de los actos de habla que siguen a Austin y a Searle; modelos de discurso tan diferentes como el de la "competencia comunicativa" de Habermas y el de la "arqueología del conocimiento" de Foucault, estrategias representacionistas que se inspiran en la estética cognitiva de Cassirer, Langer, Gombrieh o Goodman; y por supuesto la criptología de alto vuelo de Lévi‑Strauss. Tampoco están estas estrategias interna-mente asentadas ni son homogéneas: las divisiones entre los que piensan en términos de juegos y los que piensan en términos de estrategias a las que aludí relación con el enfoque del juego, o entre los ritualistas y los retóricos en relación con el enfoque del drama, poseen algo más que un paralelo en el enfoque del texto en lo que hacen los choques entre los mandarines; opuesto a la interpretación del desconstruccionismo y los tribunos de la dominación simbólica del neomarxismo. Las cuestiones no son ni estables ni consensuales, y no parece que vayan a serlo pronto. El problema más interesante no es cómo arreglar todo este enredo, si no qué significa todo este fermento.

Una de las cosas que significa es que, todo lo andrajosamente que se quiera, se ha suscitado un desafío a algunos de los supuestos centrales de la corriente principal de la ciencia social. La estricta separación entre la teoría y el dato, la idea del "hecho en bruto"; el esfuerzo por crear un vocabulario formal purificado de toda referencia subjetiva, la idea del "lenguaje ideal"; y la afirmación de la neutralidad moral y la visión olímpica, la idea de la "verdad de Dios": ninguna de ellas puede prosperar cuando se comienza a considerar la explicación como un problema de conectar la acción con su sentido, más que la conducta con sus determinantes. La refiguración de la teoría social representa —o lo hará, si continua en curso— un cambio monumental no tanto en nuestra noción de lo que es el conocimiento, sino en nuestra noción de lo que deseamos saber. Los sucesos sociales poseen causas y las instituciones sociales, efectos; pero bien pudiera ser que el camino hacia el descubrimiento de qué es lo que afirmamos al afirmar esto, repose menos en postular fuerzas y medirlas que en tomar nota de expresiones e inspeccionarlas.

El camino que ha tomado un importante segmento de científicos sociales - de las analogías con procesos físicos a las analogías con formas simbólicas ha introducido un debate fundamental en la comunidad de la ciencia social, concerniente no sólo a sus métodos si no a sus objetivos. Es un debate que crece en intensidad cada día. La edad de oro (o quizás haya sido sólo la edad de bronce) de las ciencias sociales, cuando cualesquiera fuesen las diferencias de posición teórica y de afirmaciones empíricas, el objetivo básico de toda la empresa era un acuerdo universal —encontrar la dinámica de la vida colectiva y alterarla en la dirección deseada— claramente ya ha pasado. Hoy ya hay demasiados científicos sociales trabajando, para quienes el objetivo es la anatomización del pensamiento, y no la manipulación de la conducta.

Pero no es solamente para las ciencias sociales que esta alteración en el modo en que pensamos acerca de cómo pensamos posee consecuencias desestabilizadoras. El creciente interés de los sociólogos, antropólogos, psicólogos, cientistas políticos e incluso aquí o allá algún economista bribón en el análisis de los sistemas de símbolos plantea (implícita o a veces explícitamente) la cuestión de la relación de tales sistemas con lo que sucede en el mundo; y lo hace de una manera que es tan diferente de aquella a la que están acostumbrados los humanistas, cuanto menos evasible (con homilías acerca de los valores espirituales y la vida contemplativa) de lo que a muchos de ellos, según parece, les gustaría que fuese.

Si la noción del tecnólogo social sobre lo que es un científico social es puesta en entredicho por toda esta preocupación por el sentido y la significación, aun más lo es la noción del perro guardián cultural sobre lo que es un humanista. El especialista sin espíritu que reparte panaceas políticas se está yendo, pero el sabio de atril que reparte juicios aprobados, también. La relación entre pensamiento y acción en la vida social no puede concebirse más en términos de sabiduría de lo que puede concebirse en términos de conocimiento experto. Cómo vaya a ser concebido todo esto, cuáles vayan a ser las consecuencias de los juegos, los dramas y los textos que no sólo inventamos o presenciamos, sino que también vivimos, está lejos de ser claro. Para clarificarlo se necesitará el más cauteloso de todos los razonamientos cautelosos, en todos los lados de todas las divisiones.

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