Francisco Morán: Antonio Maceo y Julián del Casal: una historia cubana del héroe y el cadáver



de Francisco Morán en Fogonero emergente

Desde 1998 Francisco Morán dirige la revista de literatura La Habana Elegante.

a jorge luis sánchez y a pedro marqués de armas

parque Maceo, en La Habana, después del ciclón del 26

l

En el parque Maceo del malecón habanero, se yergue el Titán de bronce con el machete desenvainado y en actitud de ordenar el inicio de la carga a una caballería fantasma. A sus espaldas, el mar abierto. Maceo parece, en efecto, ordenar una carga contra la ciudad, puesto que si sus hombres están a sus espaldas -tal y como es de suponer- éstos serían entonces, precisamente, extranjeros, a menos que se tratase de otros habaneros o de otros cubanos -lo cual hace más siniestras estas lucubraciones. Llamo la atención sobre el hecho de que, a diferencia de lo que sucede con la estatua de Martí que se encuentra en el Parque Central, (y, por esta razón, en el corazón mismo de la ciudad), la de Maceo se erige en el borde, en los márgenes de la urbe y -significativamente- como ya apuntamos, con gesto amenazador. También los restos de Maceo descansan en un lugar situado en las afueras: en el Cacahual. Queda así fuera del alcance de la ciudad y de los cuerpos que la habitan.(1). Por otra parte, todo, el bronce, la estatura monumental, la altura, nos lo vuelven extraño y, sobre todo, demasiado retórico y enfático.

Muy cerca de La Punta, pero dentro de la ciudad, y a un lado del paseo más famoso y concurrido de La Habana, el Prado, se levanta la que fuera mansión de Lucas de los Santos Lamadrid, y donde murió, súbitamente, el 21 de octubre de 1893, Julián del Casal. La casa se convirtió, desde hace bastante tiempo, en una especie de cuartería o de solar. De los mediopuntos, apenas si queda algún que otro resto por donde entra la luz, sólo para revelar la pereza del polvo y de la suciedad. La otrora escalinata de la entrada, así como la cochera, han perdido el esplendor de tiempos idos. Los inquilinos conversan en la entrada, se asoman curiosos y cansados a los balcones, se cuentan los chismes del día, exhiben los torsos desnudos y sudorosos; pasan contoneando, provocativamente, el trasero; se abanican sin cesar, o dejan ver el brazo donde asoma algún tatuaje, todo esto aderezado con libaciones de alcohol, o de algún que otro milagroso buchito de café. Una tarja de calamina, en la pared, a la entrada de la casa, nos recuerda que en ella murió Casal. Allí no hay solemnidad, ni tienen lugar los discursos patrióticos, ni los homenajes literarios.(2) La humilde tarja está casi a la altura del transeunte, del curioso, de los inquilinos. Una tarja no es un monumento. El monumento nos exige recordar, y, casi a punta de machete, combatir. Ante un monumento es imposible pensar en nada que no sea deber y sacrificio. La tarja a lo más que invita es al gesto depedrador, irreverente, clandestino, quizá erótico, del graffiti.

II

En 1990, Jorge Luis Sánchez realizó el documental Donde está Casal. El proyecto surgió de su propia búsqueda --algo que llegó a convertirse para él en verdadera obsesión-- de los restos del poeta. Todo ello condujo a un macabro descubrimiento: aunque nunca fueron legalmente exhumados, los restos de Casal no estaban en el panteón de los Rosell-Saurí. Hasta la fecha de hoy, esos restos no han aparecido. El panteón mismo, tal y como lo vemos en el documental, era un basurero en el que se amontonaba todo tipo de desperdicios, desde latas vacías hasta condones usados, como los que pude ver por mí mismo el día que fui con unos trabajadores de la Casa Editora Abril para colocar otra tarja, también de calamina. Hoy no se puede descender al fondo del panteón como hace unos años, porque la verja de hierro que flanquea la entrada está cerrada con una cadena y un candado. Mientras los restos de Maceo duermen el sueño de los héroes, los de Casal se han aventado en otra aventura urbana de la que han participado, sin saberlo acaso, amantes clandestinos. En lugar de preservarnos sus desechos mortales, el panteón sólo ha servido para escaramuzas eróticas y como estercolero.

Cuando se hicieron las exequias del poeta, el 22 de octubre de 1893, el presbítero Dn. Rafael de los Ángeles Homá, cura párroco de la Iglesia de Nuestra Sra. de Guadalupe, hizo constar en el certificado de defunción que había mandado "dar sepultura Ecca" en el Cementerio de Colón "al cadáver de Dn. Julián del Casal, de veinte y ocho años de edad de estado soltero", así como que se ignoraban "sus padres", agregando: "no recibió sacramentos por no dar tiempo, falleció a las seis de la tarde de ayer de hemotisis". En el momento en que la muerte se anota en el libro, el cuerpo pasa a ser un mero cadáver sin historia. Sus amigos -- comenzando por el más íntimo de todos, y quien se jactaba de conocer los más íntimos secretos de Casal, Enrique Hernández Miyares -- no saben siquiera su edad (había muerto apenas unos días antes de cumplir los 30 años), ni quiénes fueron sus padres. Es más, esos mismos amigos, mientras divulgaban que el poeta había muerto de la rotura de un aneurisma, no vacilaban en decir la verdad, si bien en voz baja, para que sólo la oyese el escribano que levantaba el acta: la muerte había sido provocada por una hemoptisis. Casal no muere como un héroe, sino como un tuberculoso de quien se sospechaban, además, ciertas perversiones. Física y simbólicamente no es más que un cadáver, uno de los muchos detritus de la ciudad. Misteriosamente, todos los esfuerzos para animar ese cadáver con un soplo de historia, fracasan: los esfuerzos de sus amigos para hacerle un mausoleo, nunca se concretan. El cadáver se había abismado en la contemplación escrita de sí mismo: "Fétido, como el vientre de los grajos / Al salir del inmundo estercolero / Donde, bajo mortíferas miasmas, / Amarillean los roídos huesos..." (Cuerpo y Alma).

El nacionalismo no considera a los héroes (la arcilla de su discurso) como cadáveres "naturales", sino como vigilantes vivos de los fundamentos de la nación. Es por ello que, mientras que el cadáver Casal no necesita más legitimación que la de su propia descomposición, al héroe Maceo, si bien no se le embalsama (no hubo tiempo, ni las posibilidades, ni habría habido la voluntad, toda vez que no pudo hacerse con Martí), sí se le escamotea a los agente depedradores de la muerte.(3). El examen mismo de sus restos, y la validación antropológica a que se someten, son ya uno de los primeros rituales con que es conjurada la nación. La palabra cadáver desaparece por las exigencias del mito y de la historia: revestido de bronce, se le mantendrá sobre el caballo y con el machete desenvainado. Aún no se ha proclamado, entre bailes y celebraciones, la República, y uno de los primeros gestos de los cubanos es el de recuperar el cuerpo de Maceo. Las mejores hagiografías se escriben sobre los restos del cuerpo. La nación, la patria, sobre qué podrían asentarse mejor que sobre los relicarios, sobre los huesitos de sus hijos? Sólo que el cuerpo de Maceo -como el de Casal- tiene sus zonas ríspidas, trochas por las que difícilmente podrían abrirse camino las conveniencias de la nación, a menos que la ciencia...

La comisión que en 1898 examinó los restos de Antonio Maceo estuvo integrada por José Ramón Montalvo, Carlos de la Torre y Luis Montané. Ante éstos se levantaba un escollo que podía complicar las cosas. Por una parte estaba la condición racial de Maceo (mulato), y como tal, la antropología al uso no lo veía como un ser especialmente privilegiado, sino como todo lo contrario. Por el otro, estaban los intereses políticos y patrióticos que exigían un certificado de limpieza absoluta. Lo primero que llama la atención aquí es la necesidad, no de reconocer la autenticidad de los restos -puesto que no era de eso de lo que se trataba-, sino de sus propiedades. El estudio parte, pues, de un criterio ostensiblemente racista y, al mismo tiempo, manipulador. La comisión recoge la belleza del cráneo ("por sus líneas, en general", nos dice), y se apresura a reconocer ("como preludio") que Maceo "era mestizo" para luego aclarar que "el cruzamiento del blanco y del negro, crea un grupo ventajoso, cuando la influencia del primero predomina".(4) Las dos conclusiones más importantes a que se llega son que "muchos caracteres antropológicos reintegran a Maceo en el tipo negro, -- en particular, las proporciones de los huesos largos del esqueleto", pero que, no obstante ello, "la conformación general de la cabeza" hace que se aproxime, iguale, y aún supere, a la mismísima raza blanca.(5) O sea, que Maceo tuvo un cuerpo de negro que (como negro al fin) sirvió a su cabeza, que era de blanco. Las hazañas del cuerpo negro sólo se explican por la excepcional belleza e inteligencia (blancas) de la cabeza. De lo que se trata aquí es del racismo puesto al servicio del discurso nacionalista. Ahora bien, esto tiene otra lectura no menos significativa. Esa perfección y belleza blancas que la comisión asienta sobre los restos de Maceo, no es otra cosa que la autorización científica -tan necesaria en un caso tan "especial"-- para legitimar el bronce en que esos restos van a ser vaciados o, mejor aún, escondidos.

III

Una de las autoridades que formó parte de la comisión para delimitar las topografías blanca y negra de Antonio Maceo, fue, como se recordará, el doctor Luis Montané, quien, por cierto, juega una rol muy especial en los (des)encuentros de Maceo y Casal.

El 15 de enero de 1890, en el salón de actos de la Real Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de la Habana, tuvo lugar el Primer Congreso Médico de Cuba. Al mismo asistió Montané quien leyó una ponencia titulada "La pederastia en Cuba". Y, representando a La Discusión, también asistió Casal, cuya crónica "El Congreso Médico" apareció en el periódico al día siguiente.

La crónica de Casal sólo menciona el nombre del Dr. Francisco Zayas quien, como se recordará, fue el médico que le diagnosticó más tarde tumores en los pulmones, y a quien le dedicó una de sus prosas en Bustos y rimas. Así, no hay manera de probar que Casal haya escuchado la ponencia de Montané. Quiero llamar la atención sobre el hecho de que no menciona a Montané, pero tampoco a nadie más salvo al doctor Zayas. Si consideramos que Diego Tamayo tuvo a su cargo el discurso de apertura del Congreso, y que Casal - quien sí debió escucharlo - tampoco lo menciona, entonces podríamos muy bien suponer que, o el silencio fue intencional, o que sólo se interesó en reportar la participación de su amigo, el doctor Zayas. Si tal fue el caso, ese silencio tendría mucho que decirnos.

Lo primero que debemos subrayar aquí es el carácter descriptivo de la crónica de Casal, en obvia contradicción con el propósito primario de este género periodístico que no es otro que el de informar. Pero la descripción le sirve a Casal para desplegar un fino, eficaz contrapunteo: elogia y ridiculiza, al mismo tiempo, las pretensiones del Congreso Médico. Comienza destacando que "el amor a la ciencia se infiltra lentamente en el seno de nuestra sociedad". El verbo infiltrar, que el discurso médico hizo suyo, (recuérdese lo que Susan Sontag nos dice en Illness as Metaphor) viene de prácticas militares asociadas con lo secreto, es decir, con actividades de espionaje. En este sentido, la ambigüedad con que juega Casal, es obvia: por un lado la ciencia misma es presentada como un germen, como una enfermedad que contamina el organismo social, y, por el otro, se constituye a manera de la foucaultiana mirada panóptica, centralizada, que vigila y espía a los ciudadanos. Desde el margen, Casal revierte el discurso médico que utiliza ese mismo verbo, u otros similares como invasión, para aludir a la pederastia, a la prostitución (o sea, a las enfermedades morales) y a las enfermedades infecciosas como la tuberculosis. Benjamín de Céspedes, por ejemplo, se refiere a la homosexualidad como a "la invasión creciente de la plaga asquerosa".(6) La mayor parte de la crónica de Casal se regodea en la descripción del salón de actos y - cosa curiosa -, se detiene a escudriñar a casi todos estos "hombres célebres", a quienes, "acostumbrados a luchar con la muerte", "parecía que ésta les había comunicado su imborrable palidez". Casal comunica un fuerte e inquietante contraste entre lo que considera, por una parte, una "legión heroica de los conquistadores del ideal", y, por la otra "un grupo de ancianos de cabellos blancos", "frentes arrugadas" y "mejillas lívidas".(7) Se trata de un fino, pero eficaz despliegue de su habitual ironía. Ello se refuerza aún más hacia el final de la crónica. Al despedirse del lector, afirma que, por su parte, sintió "renacer [su fe] perdida en la medicina". Nótese lo extraño de la construcción. Lo que renace no es la fe, sino la fe perdida. En lugar de decir "la fe que había perdido", lo que nos dice - y con lo que nos deja - es el renacer de una fe perdida. Esta ambigüedad vuelve a subrayarse con la declaración negativa-afirmativa de las últimas líneas: "llegué a pensar que no hay nada más falso que este pensamiento de Moliere: la más extraña de las pretensiones es la del hombre que pretende curar a otro de sus males"(8) La negación cede el lugar en el discurso a la afirmación excéptica de Moliere, y la cual -cosa extraña- nos hace recordar aquel cenáculo de hombres, viejos, cansados, y contaminados por la muerte, que había visto Casal.

La ponencia de Montané se caracterizó, en líneas generales, por el tono altamente homofóbico y discriminativo. En ella reportaba las conclusiones a las que había arribado luego de estudiar a 21 "pederastas" que se encontraban en la Cárcel de La Habana. Los clasificó en aficionados y prostituidos, y de ellos 8 eran blancos, 9 mestizos y 4 negros. Los pederastas que describe Montané deambulan por los parqués, cafés y teatros. Cuenta incluso que, "en cierta ocasión, en uno de los corredores de nuestro principal teatro y durante la representación, [uno de estos pederastas] es sorprendido [...] besando las partes genitales, descubiertas, de un joven". Los espacios a que Montané hace referencia - no tenemos que decirlo - son los mismos que frecuentaba Casal. Eso, para no hablar de su "gusto desordenado" por "los objetos brillantes" y "los colores vivos" que nos salen al paso constantemente en su poesía, y en la del modernismo, y que Montané también señala como signos de la pederastia.

El contenido racista de su exposición salta, sobre todo, cuando se refiere a los chinos, quienes -nos dice- "no figuran en nuestro cuadro; pero sabemos que esta raza, industrial y económica, tiene particular tendencia hacia la pederastía".

Si Casal estuvo presente durante la intervención de Montané, tiene que haber sentido también la alusión personal que se encerraba en el comentario sobre la "misma monomanía por los retratos, en los que se hace representar [el pederasta] como personaje de teatro, o más a menudo con vestido de mujer". No sólo porque esa "monomanía por los retratos" era intrínsecamente casaliana, sino también porque la foto en que lo vemos junto a su amigo Manolo Moré (vestidos ambos a la usanza oriental), tiene mucho de teatral, y podía haber sido una de las tantas fotos que, como evidencias, Montané hizo circular entre su auditorio.

Resulta para nosotros, cuando menos simbólico, ver a Montané involucrado, al mismo tiempo, en el estudio y clasificación de los restos de Maceo y en la elaboración de un discurso homofóbico, ambos marcados por el gesto racista y discriminatorio: hacia el negro, el chino y el homosexual. Pero lo verdaderamente perturbador es que Montané no es el único caso. Matías Duque, quien fue médico y se alzó en 1895, y llegó a ser más tarde Secretario de Sanidad y Beneficencia durante el gobierno de Jose Miguel Gómez, escribió La prostitución en Cuba, obra que despide un siniestro espíritu carcelario y en la cual, desde posiciones positivistas, hace también objeto de sus ataques, además de a la prostituta, al homosexual. Que haya, además, alternado su profesión de médico y de burócrata, con la de historiador, y con la de escritor de libros para las escuelas sobre temas como los símbolos patrios, Maceo, etc., nos demuestra que los discursos nacionalistas no se articulan -contrario a lo que podría esperarse- a partir de estrategias ni de modelos aglutinadores, sino que -por el contrario- tienen como premisa y fundamento indispensables lo que llamaríamos la alienación del héroe, su extrañamiento con relación al cadáver y al enfermo. Dicho en otras palabras, el discurso nacionalista no traspasa las puertas del cementerio como no sea para exaltar la vida. Separa al cuerpo movilizado por el deseo (y que, por esta razón, siempre está amenazado por la contaminación, por la decadencia y por -- ¿habrá que decirlo?-- la infidelidad) del cuerpo invulnerable, y hecho en una sola pieza, del héroe. De modo que sólo hay una manera eficaz de desarticular esas pretensiones trascendentalistas y, al mismo tiempo, discriminatorias. Ello consistiría en la práctica sistemática y corrosiva de la seducción. Ese carácter corrosivo se debe, entre otras cosas, a que la seducción nunca es del orden de la naturaleza, sino del artificio nunca del orden de la energía, sino del signo y del ritual, no pertenece al orden de la naturaleza, sino del artificio.(9) Puesto que la seducción despliega su estrategia mediante el signo y el ritual, resulta difícil desmantelar sus prácticas, oponerles algún tipo de resistencia. No hay que olvidar que es el discurso del poder el que busca conjurar al impulso seductor, y no al revés. A Maceo se le inviste de cualidades broncíneas, se limpian y esterilizan cuidadosamente sus restos, se le separa del cadáver que va a descomponerse, se le pone en la mano el machete, y se le sube al caballo -también de bronce-. Todo se trabaja, primero, en el estudio antropológico, y luego en las finezas del monumento épico. Su figura queda, así, a muchos metros del suelo, desde donde el ciudadano sentirá la orden que le exige, sin demoras, ponerse a la vanguardia del sacrificio y del deber. Ha sido, literalmente hablando, despellejado, des-carnado. Su virilidad (como la de cualquier héroe) sólo puede ser protegida por el monumento silencioso. Pero, entonces, la seductora voz del cadáver, lo baja del pedestal, lo vuelve objeto del deseo (de su deseo), y nos recuerda, en medio de las lecciones de historia, que Maceo "es un hombre bello". A un performance travestista, se opone el otro, ritualista y no menos enfático.

Las ínfulas nacionalistas de "La Bayamesa" se desinflan estrepitosamente cuando nos enteramos de que, en Cuba, "llevar en su alma la bayamesa" implica una identidad gay. Así, uno de los pederastas de los que nos habla Montané, se hacía llamar "La Isleña", y otro "La Camagüeyana". Uno se apropia de la tan celebrada o comentada insularidad de Cuba (podría haberse llamado "La Isla infinita", "La Isla que se repite", "La Isla sin Fin", "La Perla de las Antillas", "La llave del golfo", "La más fermosa"), y el otro se apropia de toda una provincia de la nación. Revelan la fragmentación, la precariedad que subyace en todo modelo nacionalista y, lo que es más importante, lo socavan desde dentro.

Más que el encuentro personal de Maceo con Casal, me interesan sus (des)encuentros. La de Maceo es una figura histórica que se mueve (y que sobre todo es movida, manipulada) en los grandes proyectos nacionalistas donde, por supuesto, no tienen lugar las ficciones modernistas de Casal. Es por eso que me interesa más el Maceo que es clavado - y me demoro a saborear la criollísima expresión-- en la ficción del poema. Si el mulato aguerrido se fue de La Habana sin conseguir sus propósitos, -- porque sólo encuentra "espíritus famélicos de oro"-- no puede decirse lo mismo de Casal, quien lo ve como sólo él podía verlo: enardeciendo "a sus bravos compañeros" (endecasílabo que ambiguamente nos pone en el mismo camino al deseo -homoerótico- y al heroísmo). Alguna vez dije que el deseo y la nación nunca coinciden en Casal. Sería mejor decir que casi nunca coinciden. Puede que la excepción sea su encuentro con Maceo. No hemos visto la foto en que se hicieron retratar juntos. Sólo tenemos la de Maceo, dedicada a Casal. La podemos imaginar clavada en la pared de la celda que el poeta tenía en El País. Allí están, desde luego, otras fotos. Recordemos su "manía con los retratos". Poco a poco esa galería comienza a crecer, a desbordar las páginas del libro del ingenio. Las fotografías de los criminales que aparecían en La Caricatura, la de Darío, las litografías de los poetas franceses, la foto de María Cay, el retrato que de él mismo hizo Menocal, todas esas representaciones, y muchas más, son barajadas en la pared, devoradas ritualmente, consumidas por el deseo. Y entre todas esas fotos, quizá la más seductora era la del mulato que muy bien podía confundirse con la imagen de Saulo. Imaginemos a Maceo, "en fogoso corcel de crines blancas, / lomo robusto, refulgente casco, belfo espumante, sudorosas ancas", alzando el machete que "a los reflejos de la luz, remeda / sierpe de fuego con escamas de oro". Y al poeta, "el artista" -como lo llamaría Vitier-- clavando su mirada en el retrato "como su pico el pájaro en el fruto". Y el retrato descomponiéndose en "hediondos pedazos", en humedades pasajeras, en jadeos, y entre los "huesosos dedos macilentos" del infante. Sobre el bronce pulimentado por los juramentos y las consignas de turno, la baba seductora del cadáver: "Maceo es un hombre bello...." El Titán de bronce, en un gesto ambiguo que lo coloca entre el guerrero y el amante, entra en la "Autobiografía" de Casal, el cual reescribe, al mismo tiempo, la del héroe: "siento que el corazón sube a mis labios, / cual si en mi pecho la rodilla hincara / joven titán de miembros acerados". El poeta vencido por el titán. El titán seducido, a su vez, por el poeta. Uno encima del otro, detenidos no en la instantánea de la historia, sino en la del Deseo. La seducción le devuelve su sexo al gesto heroico y lo trasmuta en en héroe, pero en héroe capaz de responder al signo seductor. Será un mártir cristiano (San Sebastián), un héroe pagano, decadente (el gladiador joven, vigoroso, o Petronio), un héroe marcado, no por su impermeabilidad, sino por su vulnerabilidad, susceptible de ser desnudado.

Notas

1. Ver el excelente artículo "Casal y Maceo en La Habana Elegante", del profesor Oscar Montero, en Encuentro de la cultura cubana, otoño de 1998 (no.10), p. 117-132. Montero afirma que "el peregrinaje agreste de Maceo se opone a la fijeza urbana de Casal", p.117.

2. El único homenaje programado allí fue, precisamente, el que se debió efectuar el 21 de octubre de 1993, fecha prevista para la develación de la tarja, y con motivo de cumplirse el centenario de la muerte del poeta. Tuvo que ser pospuesta para el 7 de noviembre (aniversario del natalicio de Casal), pero tampoco el acto programado llegó a efectuarse.

3. Bryan S. Turner, en The Body & Society, considera que las "prácticas exclusivistas" que rodean al cadáver no se detienen en los rituales de enterramiento, embalsamación, y/o cremación, sino que se evidencian también en los monumentos funerarios, tumbas, fosas, etc., a que aquél es destinado.

4. "El cráneo de A. Maceo (estudio antropológico)". Imprenta Militar (La Habana, 1899) p.4

5. Ob. cit., p. 16. Nota: los verbos aproxima, iguala, y supera, aparecen en itálica en el original.

6. Dr Benjamín de Céspedes, "La prostitución masculina" en La prostitución en la Ciudad de la Habana, Establecimiento tipográfico O'Reilly, no. 9 (La Habana, 1888), p. 190.

7. Julián del Casal: "El Congreso Médico" en La Discusión, La Habana, jueves 16 de enero de 1890. Reproducido en Julián del Casal. Prosas, Edición del Centenario, (Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963) t.2, p. 28.

8. ob. cit., p. 29. En itálica en el original.

9. Jean Baudrillard, De la seducción (Madrid: Cátedra, 1998), p. 13