Ahmel Echevarría, Esquirlas


Ahmel Echevarría participa en Proyecto RRizoma(s).
vive en La Habana

Esquirlas
–Foto 1–
Antigua Plaza Cívica

Cuando la patrulla frenó junto a nosotros Vania ya se había metido el rollo fotográfico en la vagina. Todo ocurrió muy rápido. A Edith le había llamado la atención un auto blanco que se acercaba a más de cien kilómetros por hora, con las luces encendidas, en una calle desierta como lo es la avenida de la Plaza un domingo al final de la tarde. Yo debía vigilar pero fue Edith quien primero vio la patrulla. Nos avisó con un cambio de señas. La patrulla estaba a tres cuadras de nosotros y le dije a Orlando: «Guarda todo y reza, seguro viene para acá».

Habíamos hecho varias tomas con el segundo carrete, tal como Vania nos pidió.
–No corras –dijo Orlando.
Estábamos a la espera de alguna sorpresa mientras hacíamos las fotos.
Estábamos nerviosos, excitados.
Yo creía estar más nervioso que Vania, Orlando y Edith.

Vania planeó todo. Llevaba más de seis meses modelando aquella idea, juntando lo necesario con la ayuda de Edith, pero necesitaban un fotógrafo. En medio de sus planes aparecimos nosotros. Orlando y yo queríamos completar un álbum que tuviera como escenario el cuerpo y la ciudad. Sería una colección de imágenes en blanco y negro. Sobre la piel y el asfalto ocurre todo. Ya teníamos algo. Habíamos anotado las direcciones de varios lugares para las locaciones y la de un escritor negro amigo de ambos. Pero nos faltaba un modelo blanco. No importaba si era hombre o mujer. Necesitábamos un cuerpo.

Y Vania era lo que andábamos buscando:
Una piel blanquísima.
Dos magnums y dos rosas tatuados entre el ombligo y el pubis.
Solo faltaba hacerle la propuesta.
–Acepto –dijo cuando Orlando le preguntó si quería ser nuestra modelo.
–Vamos a demorar en pagarte –dije.
–No lo crean –ella miró a Edith y tomó de la mano a Orlando–. Les propongo un negocio: ¿qué les parece una serie a cambio de la otra?

Nos explicó que la suya sería muy corta. Tres fotos. Cuando tuviera todo listo nos avisaría. Le preguntamos si tenía idea del negocio que quería hacer. Al final el trato quedaría cerrado por nada de dinero y tres fotos a cambio de varias sesiones de trabajo.

–No importa. Acepto –repitió.
Miré a Orlando. Ninguna modelo se consigue gratis si no es una amiga; Vania no lo era, tampoco Edith.
–¿Entonces qué debemos poner? –preguntó Orlando.
–El ojo. El resto lo ponemos nosotros.

Edith caminó hasta ellos. Suavemente interrumpió el roce de manos entre Vania y Orlando: «Vania, también podemos pagar el revelado de la serie que ellos quieren hacer».
Dijo que sí. No demoró en contestar. Acarició la mano de Edith y luego sonrió.
El acuerdo fue hacer una foto en la Plaza de la Revolución, otra en la Colina Lenin. La tercera sería en la casa de Edith. Nos veríamos pasados quince días. Debían completar el dinero para comprar los materiales fotográficos.

–¿Todavía les parece un buen trato? –Edith se paró detrás de Vania, le acarició los hombros y nos miró.
Orlando y yo respondimos casi a coro, casi a punto de parecer desesperados: «Creemos que será un buen negocio».
Solo faltaba empezar.

Recibimos la llamada de Vania. Nos encontraríamos frente a la Biblioteca Nacional. Ella creía que la tarde del domingo era el día perfecto: «Empezaremos a las cinco y media».
Debíamos ser puntuales. Vania lo repitió varias veces.
Ellas llegarían media hora antes.

Orlando y yo nos sorprendimos al verlas vestidas con camisones largos y tacones de aguja. Intercambiamos saludos, revisamos la cámara y fuimos a la Plaza. La calle estaba desierta. A esa hora casi nadie está interesado en visitar el inmenso monumento o fotografiar la estatua de Martí.
–Aquí –dijo Vania–. Me gustaría que la torre, la estatua y el cielo quedaran en el fondo. Edith y yo nos pararemos en la hierba. El resto va por ustedes.

Para lograr la toma ideal teníamos que bajar a la avenida. Vania y Edith no lo tuvieron en cuenta. Encuadre. Sombras. Distancia. Buena parte de la imagen se saldría de la composición si la hacíamos desde la acera.

Las llamamos. Ellas marcaron el lugar donde se habían parado.
–Tienen razón. No me gusta la propuesta pero queremos hacer esta foto. ¿Dónde pondrán la cámara?
Cruzamos.
Para que el tráfico no nos molestara, pusimos el trípode en el separador de las carrileras interiores.
Otra vez buscamos el foco y les mostramos el encuadre.

Vania nos pidió que la escucháramos, después podíamos decirle si queríamos hacer la foto. Ellas no se molestarían si decidíamos terminar con el negocio, pero sería una pena, nuestros trabajos les parecían muy buenos y cercanos a lo que andaban buscando. Todo sería muy rápido. Volveríamos a nuestros puestos. Orlando estaría tras la cámara, yo daría el aviso para hacer la tomas –no podía haber nadie en la acera, tampoco debía coincidir con el paso de ningún auto–. Luego de la señal ellas se desnudarían.

Vania miró a Orlando: «Debes tirar las diez fotos que quedan, dos por cada pose. Cuando el rollo llegue al final se rebobinará automáticamente. Después pon este y has varias tomas. Las que quieras. No te preocupes. Todo será muy rápido. Avísanos tan pronto hagas la última foto del primer rollo. El rollo viejo me lo das a mí. ¿Entendiste?».

Ellas se desnudarían en aquel lugar. Podíamos rechazar el negocio. No había ningún compromiso. Pero al menos la idea de la primera foto nos parecía buena; además, Vania y Edith pagarían una parte de nuestro proyecto.

–Ahmel, quiero hacerla –dijo Orlando.
–Es una locura.
Todos estábamos nerviosos, excitados.
Yo creía estar más nervioso que Vania, Orlando y Edith.

Ellas regresaron a la acera donde habían dejado la marca. Volvimos a buscar el encuadre, a medir la distancia. Escuchamos varios bocinazos y esperamos a que pasaran los autos. Ambos lados de la avenida y las aceras estarían desiertos durante unos minutos. No había nadie en los alrededores; el militar de la posta estaba de espaldas a nosotros. Con una seña avisé que estábamos listos. Solo entonces caí en cuenta de por qué a Vania no le parecía buena la propuesta de pararnos en la calle.

Repetí la señal.
Orlando las encañonaba con el lente.
Y se desabrocharon los camisones.
Eran dos cuerpos blanquísimos, dos mujeres desnudas sobre el verde intenso del césped. El obturador guillotinó la primera imagen. Orlando dijo: «Ahmel, tienes que ver esto. Ven. Apúrate». Di de cara contra Vania y Edith, contra los cabellos que se movían por la brisa del domingo, contra un tatuaje que se difuminaba en el pubis de Vania.

Le cedí la cámara a Orlando. Yo miraba a las dos mujeres y trataba de imaginar el encuadre. Tras el lente, los magnums y las rosas grabados sobre la piel quedaban bajo el abrazo de Edith, detrás de sus dedos, o de su rostro –ella lamía desde el pubis hasta los senos–, o bajo el roce de toda su piel contra la piel de Vania. Detrás, aparecía un muro de mármol; más arriba, un pedazo de la estatua y el gris de las paredes de la torre; cerrando el cuadro, los distintos tonos de un cielo a ratos surcado por pesadas nubes.

Orlando hizo lo diez disparos. Tenía que hacer el cambio de carrete. Mientras se rebobinaba el rollo apenas alcanzamos escuchar el sonido del mecanismo bajo los roncos bocinazos de un camión que venía acercándose. El camionero gritó algo. Le di el nuevo carrete a Orlando. Cuando volvió a encañonar a Vania y Edith ya estaban vestidas.

Chas, Edith y Vania se besaron.
Chas, Vania y Edith de manos.
Chas, saludaron a la cámara.
Chas, movían y alzaban las faldas del camisón.
Chas, Edith cargó a Vania.
En ese momento se escuchó otro ruido de claxon.
Chas.
Edith se volvió. Señaló hacia la avenida. Nos pidió que cruzáramos.
Un auto blanco se acercaba con las luces encendidas.
–No corras –dijo Orlando.

Me puso el brazo en el hombro para evitar que yo saliera disparado hacia la otra acera, también para evitar el desboque de sus piernas en medio de la calle. Gesticulaba, decía algo, apuntaba su mano al cielo, los edificios, la estatua y la cámara. Fingía algún problema con la luz o el mecanismo de la Canon.

Y cruzamos.

Entre la patrulla y nosotros había una cuadra y media de distancia.
Nos paramos de espaldas al auto. Edith y yo cubríamos a Vania y Orlando. Él le entregó el negativo. Ella lo tomó y abrió las piernas. Fue un leve pase de manos para esconder el primer rollo antes de que a Edith se le ocurriera hacerse una foto junto a Vania. Yo debía ponerme en el medio.

Orlando se agachó.
Ellas me abrazaron.
Detrás del beso de ambas quedó un pedazo de la torre, dos hombres con walkie-talkies y las pesadas nubes.

Cuando la patrulla frenó junto a nosotros, Vania ya se había metido el rollo fotográfico en la vagina. Todo ocurrió muy rápido. A Edith le había llamado la atención el auto blanco que se acercaba a más de cien kilómetros por hora, con las luces encendidas, en una calle desierta como lo es la avenida de la Plaza un domingo al final de la tarde. Por eso nos pidió que cruzáramos. Estábamos a la espera de alguna sorpresa mientras hacíamos las fotos.

Desde el muro los dos hombres nos llamaron. Debíamos esperarlos. Querían hablar con nosotros. Me separé del grupo y caminé hasta la calle. El militar de la posta se había vuelto hacia la falda de la colina, justo hacia donde posaban Vania y Edith. Los hombres se separaron y bajaron la colina por rampas diferentes. Llegaron cada cual por un extremo de la acera, en el mismo instante en que la patrulla se parqueaba luego de un frenazo brusco. Uno de ellos recibía órdenes a través de la radio. El otro nos miraba fijamente, con unos ojos duros, afilados, sin hablar.
El que utilizaba su walkie-talkie no dijo mucho. Preguntó nuestros nombres y a qué nos dedicábamos. El otro pidió la cámara y el rollo, luego abrió la puerta trasera del auto.

–Entren.
–¿Y la cámara? –dijo Edith.
El del walkie-talkie contestó que todo sería sencillo. Alguien conversaría con nosotros. Después, ellos mismos se encargarían de avisarnos.

Fue un día muy largo.
Nosotros estábamos nerviosos, excitados.
Yo, más que Vania, Orlando y Edith.
Vania, más que Orlando y Edith y yo.
Edith, también más que todos.

Pero lo supe después, luego de la llamada de Orlando, luego de escuchar a Vania y Edith.
Nos volvimos a encontrar frente la Biblioteca Nacional, en la tarde-noche de un domingo, para ver cómo habían quedado las fotografías. Las veríamos en la antigua Plaza Cívica. Vania y Edith querían llegarse hasta el monumento, sentarse en el mismo césped, bajo la mirada de la estatua, y entre todos discutir cómo haríamos el resto de las tomas.