Gerardo Fernández Fe: fragmentos de Benjamín



Gerardo Fernández Fe
(La Habana, 1971) Poeta y traductor. Ha publicado la novela La Falacia (1999) y Las palabras pedestres (Premio David de poesía 1995), así como reseñas, artículos y ensayos en Cuba, Espańa, México y Argentina. Ha traducido a Cioran, Barthes, Michaux, Deleuze. Vive en La Habana.

Gerardo Fernández Fe publicó
en fogonero emergente : Drieu La Rochelle, radiografía de un caballero veleidoso

El Diario de Moscú de Walter Benjamin no es un texto en situación límite. Como entorno más inmediato: la reciente muerte de Lenin, el apogeo de la NEP que pretendía inyectar corrientes de mercado en la maniatada economía soviética y el desmarque creciente de Trotski, Zinoviev y otros de la línea autócrata del camarada Stalin.

Sus móviles más evidentes: redactar para la Gran Enciclopedia Soviética un artículo sobre Goethe, finalmente desaconsejado por Anatoli Lunacharski, Comisario del Pueblo de Instrucción, y publicado a medias unos años más tarde; palpar la experiencia bolchevique en directo, con vistas a su proyectada adhesión a la real militancia en el Partido Comunista Alemán; pero sobre todo reencontrarse con Asia Lacis, una bolchevique letona que había conocido en Capri en 1924, vuelto a ver en Riga e insistentemente deseado durante todo ese tiempo.

Se trata, pues, del testimonio de galanteos infructuosos, espaciados encuentros con cierta intelectualidad soviética, momentos de duda y hastío, recorridos en trineo con ojos de observador acucioso y encontronazos emocionales durante semanas, con el hielo exterior y el fuego interior, como le manifiesta a un amigo en una postal de enero de 1927.

Resulta entonces, como no tantos diarios entre los que conocemos, un texto fictivo, el que narra un triángulo amoroso, más que evidente, entre Asia Lacis, Walter Benjamin y Bernhard Reich, un dramaturgo y crítico de teatro alemán instalado en Moscú, a la postre fiel esposo; conflicto pleno de resquemores, aceptaciones y celotipias, pero nunca carnal, entre cobarde y platónico, como lo ilustra esta confesión del 27 de enero de 1927:

Fuimos a su casa en trineo, muy apretados el uno al otro. Estaba muy oscuro. Fue la única oscuridad que compartimos en Moscú: en plena calle y sentados en el estrecho asiento de un trineo.

En esos devaneos se le va la vida, traduciendo a Proust en su habitación de un modesto hotel, masticando galletas estatales, frecuentando a rusos judíos con los que no puede comunicarse ni en ruso ni en hebreo, recorriendo con sus galochas las calles heladas de Moscú en diciembre, visitando a Asia en su cuarto del sanatorio Rott para enfermos mentales, valorando el descuido de las iglesias, la disposición de los tenderetes ambulantes, la organización de la mendicidad en los tranvías, y tomando nota el 16 de diciembre de 1926 sobre el decorado de los almacenes estatales, las figuras de cartón aterciopelado que reproducen la hoz y el martillo, o las múltiples fotos de Lenin en una tienda especializada en este artículo, siendo posible adquirirlo en todos los tamaños, posturas y material.

Es curioso que ―hasta donde conozco― el cine de estos años no haya bebido de las peripecias benjaminianas en la Patria de los soviets para un film triste y sensiblero, aunque por qué no eficaz, de buena factura, ambiente de época y pasiones lacrimosas, pues en vez de disquisiciones teóricas sobre su experiencia soviética, lo que este diario desprende son estallidos de ficción.

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Existe, evidentemente, lo novelesco dentro de la novela ―el joven que ve pasar historias a través de un hoyo en la pared de un cuarto de hotel barato, en una mala novela de Barbusse, o la cabeza de Mijail Alexandrovich Berlioz, redactor de revista, rodando por la Avenida Bronnaya, en una excelente novela de Bulgakov: puntos dentro de lo narrativo en los que la ficción se exaspera, se magnifica, provoca salivaciones.

Pero también lo novelesco fuera de la novela, suerte de haiku visual extraído con pinzas de la realidad misma, la más pedestre, o dentro de un texto nada o medianamente fictivo, eso que Barthes llamara lo novelesco sin novela, como es el caso del diario moscovita de Walter Benjamin.

En un tenderete compré una postal kitsch; en otro sitio, una balalaika y una casita de papel. También aquí me encontré calles con rosas de Navidad, grupos de flores heroicas que irradian una luz muy intensa de nieve y hielo. Me fue difícil, cargado como iba, encontrar el Museo del Juguete.

21 de diciembre de 1926

Aquí está lo novelesco benjaminiano, una fuga fictiva dentro del corpus teórico aún vigente de este crítico medular, una foto kitsch, con nieve, un pez chino de papel bajo el brazo, al fondo unos vendedores mongoles, un muchacho que transporta pájaros disecados, y la mirada perdida de la mujer que desea.

Eso, una foto kitsch que-lo-dice-todo, imaginada, como aquella otra real de Martin Heidegger (un convencido nacionalsocialista) paseando con René Char (un resistente del maquis) por el campo francés veinte años después de la Liberación; o la foto aérea de Walker Evans sobre la masa de sombreros de pajilla en las cercanías del Prado habanero en 1933; como la del perro que mordisquea una mano, la humedad, el comienzo de la lluvia (en Desmemoria, un poema de Alexandra Molina); o el descubrir en la Biblioteca Nacional, en La Habana, un libro de ensayos de T.S. Elliot gallardamente anticipado por la firma de José Lezama Lima e imaginar la escena de la rúbrica como tras el proyector de un cinematógrafo. Pavesas de lo fictivo que quizás algún diario de nuestros días haya captado.

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El Diario de Moscú de Walter Benjamin deviene texto cinematográfico, eso, digno de ser rodado, incluso en una de esas producciones hollywoodenses que tanto trastocan la Historia. Nada como ese final en el que Benjamin regresa a Berlín y se despide de Asia Lacis. Nada falta para completar el justo entarimado fílmico: habitación de hotel, trineo, lágrimas, nieve (estamos en febrero), llegada de la noche, beso furtivo únicamente sobre la mano de esa mujer deseada e imposible ―a los pies de una amada imperiosa, había acotado Rousseau―, y al fin trineo que se aleja:

Ella se quedó aún parada un largo rato, diciéndome adiós.


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Aquella mañana, a pesar de la notoriedad del personaje, la policía de Dresde no ocultó su sospecha de que el joven Oskar Kokoschka, profesor en la Academia de Artes y ya conocido pintor, había cometido un asesinato. En el jardín, el cuerpo de una mujer decapitada yacía inerte. Pero la autoridad policial esta vez se equivocaba. Tras una escabrosa historia de amor durante tres años con Alma Mahler (viuda del músico Gustav Mahler) y renuente a la idea de la separación, el pintor había mandado a hacer una muñeca de tamaño natural y rasgos similares a los de su amada, a la que había vestido, cuidado, llevado frenéticamente a sus propios lienzos, ¡alimentado!, hasta la fatídica noche en que al calor de una disputa de golpe terminó decapitándola y lanzándola por una de las ventanas.


Comoquiera que no puede sernos ajena esa obsesión nuestra hacia determinados objetos que nos rodean ―algunos libros (Benito Kozman, bibliómano perverso en Bucarest), una pluma de fuente, cierto ceremonial a la hora de la escritura, un butacón (Lezama Lima), una taza de té, un diario íntimo (¿acaso el de André Gide no clasifica como su único objeto de obsesión?), el cuerpo mismo— hay gestos que rozan los límites entre lo real y lo fictivo, allí donde el fetiche, visto desde afuera, será a la vez asombro, humorada y ontos ficcionado.

No podría dudarse de que la obsesión por los juguetes que Walter Benjamin deja en claro en su Diario de Moscú provoca nuestro desconcierto, cierto rictus de curiosidad burlona y por último la sensación de hallarnos ante una situación fictiva, un gesto de novela.

Volví a ver a los chinos que venden flores artificiales de papel como las que le compré a Stefan en Marsella. Aunque aquí parecen ser aún más frecuentes los animales de papel en forma de exóticos peces abisales. Hay también hombres con cestos llenos de juguetes de madera, de coches y de palas; los coches son amarillos y rojos; amarillos o rojas las palas infantiles. Otros van de un lado para otro llevando sobre los hombros haces de molinillos de colores.


13 de diciembre de 1926


Pero este furor benjaminiano por lo artesanal alcanza su paroxismo sobre la línea del recorrido que día a día emprende el escritor saciando su sed infantil de coleccionista y cuyo punto de culminación será el Museo del Juguete de Moscú. El 15 de diciembre, Walter Benjamin se lamenta de no haber podido adquirir unos jinetes de arcilla pintada en una juguetería; al día siguiente anota haber comprado una muñequita (stanka-wanka, tententieso o tentempié) a un vendedor callejero; el 19 describe su fatiga a causa de un incómodo paquete de tres casitas de papel de colores comprados por 30 kopeks cada una; el 21 termina extraviándose y no logra llegar al Museo del Juguete; el 23 visita el Museo de Artes Aplicadas y en él una sala destinada a juguetes en madera y cartón piedra; el 24 del mismo mes llega al ansiado museo, sitio que no dejará de frecuentar hasta su regreso a Berlín a inicios de febrero de 1927.

Entre desaires de Asia Lacis y dudas sobre su adhesión a la militancia comunista, discurre también el delirio jugueteril de Walter Benjamin. En este entuerto que el escritor entabla con la modernidad, la muñeca será por un lado objeto de arte, artesanía, y por el otro resultado de una producción industrial, masificada, en cadena..., obviamente ligada a los ya clásicos mitemas del pensamiento benjaminiano: la ciudad, el progreso, la economía y la génesis del capitalismo. Por ello el regocijo del coleccionista que el 17 de enero de 1927 adquiere los diez últimos ejemplares de unas muñecas fabricadas artesanalmente en la provincia y que seguramente no seguirían siendo surtidas en la gran ciudad. Teórico y coleccionista él mismo, más adelante, en uno de los fragmentos concebidos para el ambicioso Libro de los pasajes titulado Luis Felipe o el interior, Benjamin hará el paralelo entre Sísifo y el coleccionista en cuanto a la afanosa tarea de quitarle a las cosas, poseyéndolas, su carácter de mercancía.

Consciente del pretendido empuje industrial, del auge de la máquina y el esplendor de la urbe, empeños todos del poder de los soviets, este rastreo y delirio jugueteril, entre almacenes, ferias y museos moscovitas, forma parte además del elogio romántico al tiempo pasado que Walter Benjamin siempre hizo suyo. La muñeca como daguerre, tiempo detenido; la muñeca como antípoda de la maquinaria, la electricidad, la cámara de cine. En el citado texto sobre las fantasmagorías del interior bajo el reinado de Luis Felipe, Benjamin remata:

El coleccionista sueña con un mundo lejano y pasado, que además es un mundo mejor en el que los hombres están tan desprovistos de lo que necesitan como en el de cada día, pero en cambio las cosas sí están libres en él de la servidumbre de ser útiles.


En un texto autobiográfico titulado Crónica de Berlín, Benjamin se detiene en el golpe del martillo con que su padre remataba las ventas de la subasta en la casa Lepke, tienda de objetos de arte; el sonido del cuchillo empuñado por su madre al untar mantequilla sobre los panecillos que su padre llevaba al trabajo cada mañana; y el dulce aroma a espliego [que] provenía de pequeñas bolitas de seda policromadas que colgaban en la pared interior de la puerta del armario de la habitación de sus padres en una casa de verano a sus siete u ocho años: picos fictivos dentro de la crónica misma, salivaciones de la memoria. ¿Acaso olvidamos sus lecturas proustianas?

A Benjamin le aturde la idea del devenir constante del tiempo; y su detención es uno de los motivos más recurrentes a lo largo de sus textos teóricos y autobiográficos. ¿Qué mejor lugar entonces para degustar el hechizo del tiempo detenido ―en contraste con lo acelerado, la industria y ese progreso que deviene catástrofe― que el espacio de un museo para juguetes? No se trata de jugueterías, lugares caracterizados por la variedad, el movimiento y las leyes que el mercado impone, sino de un sitio pleno de embrujos, ágora de misterios, como el cuarto de un niño muerto hace dos décadas, conservado por el cuidado entre pasional y aberrado de sus padres.

A Benjamin le obsesiona la miniatura, esa reducción de lo real a la mínima esfera. En las notas que presentan al lector cartas de figuras más y menos célebres del siglo XIX ―me refiero al libro Personajes alemanes, publicado en Suiza en 1936, ya huyendo del peligro nazi y bajo el pseudónimo de Detlef Holz―, al compilador le admira que una de las salas del Museo de Artes Decorativas haya sido destinada a la exposición de juguetes, especialmente casas de muñecas de la época romántica. Todo viene a ser el equivalente de las viviendas patricias de otro tiempo ―anota con ese afán de paridad entre el mundo real y ese otro, diminuto, mágico.

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Del vicio del coleccionista a la pasión por la miniatura, al escrutar sobre fenómenos más cercanos a la historia y a la política, Walter Benjamin no se echará encima la casaca del analista o del redactor de tratados (nada tan ajeno a él como una visión de sistema), sino que seguirá luciendo su mirada de sociólogo marginal que hurga en lo aparentemente más nimio, que penetra la historia política del capitalismo desde la literatura, la arquitectura o la disposición de los objetos dentro de la ciudad, escritor de fragmentos y hacedor de ficciones, allí donde todos no ven sino fierros, inmuebles y callejas. Por ello títulos entre poéticos y políticos como Fourier o los pasajes, Haussmann o las barricadas, Baudelaire o las calles de París. En uno de estos fragmentos que pretenden esbozar una historia económica del capitalismo desde una óptica menos ortodoxa, Benjamin retoma una guía ilustrada de París en donde los pasajes ―calles comerciales techadas con hierro y cristal, en apogeo hacia 1830― son avistados como una ciudad, un mundo en miniatura.

En busca de la muñeca, el juguete, el objeto utópico, además de posible militante lleno de dudas y amante desconsolado, si regularmente Walter Benjamin toma nota de sus devaneos al final de la noche, será porque durante el día no ha detenido su paso, su merodeo constante, exploración por entre la madeja asfaltada (y fría) de una ciudad desconocida. Pasión jugueteril a un lado, este ceremonial topográfico llegará a ser entonces el segundo momento en el Diario de Moscú en el que la ficción se desboca.

En las paredes hay fotos de Lenin, Kalinin, Rykov y otros. El culto con fotos de Lenin, en particular, llega aquí a extremos insospechados. En el Kusnetski-Most hay una tienda especializada en este artículo, siendo posible adquirirlo en todos los tamaños, posturas y material. En la sala de recreo del club, donde en ese momento podía escucharse un concierto radiofónico, hay un cuadro en relieve, muy expresivo, en el que aparece un orador en tamaño natural, hasta la cintura. Pero también en las cocinas, en los roperos, etc., de los centros públicos hay siempre alguna foto suya más modesta.


28 de diciembre de 1926


Al otro día realiza el retrato precursor de esos vendedores furtivos que a la salida del metro en cualquier gran ciudad expenden hoy día coloridos posters con los iconos de moda:

En la calle, sobre la nieve, hay mapas de la SSSR apilados por los vendedores callejeros, que los ofrecen al público. (...) Occidente aparece representado en él como un complicado sistema de pequeñas penínsulas rusas. Este mapa está también a punto de convertirse en otro centro de la nueva iconolatría rusa semejante a los retratos de Lenin.


Pero esta mirada de topógrafo no es exclusiva del diario moscovita. En su hermoso texto Crónica de Berlín, Benjamin confiesa haber albergado la idea de organizar biográficamente el espacio de la vida en un mapa: sobre un plano militar de la ciudad, mediante signos y colores serían punteados las casas de los amigos, los sitios de reuniones, la sede de las Juventudes Comunistas, las habitaciones de hoteles y burdeles que conocí durante una noche, el recorrido que lo llevaba a la escuela, ciertas tumbas en el cementerio, los cafés rutilantes que ya han desaparecido... En otro momento del mismo escrito, nuevamente reflexionando sobre los tics de la memoria a la hora de escriturar nuestra historia personal, el escritor retoma el día en que, mientras esperaba a alguien en un café, decidió esbozar en una hoja de papel el esquema gráfico de su vida; proyecto que nunca llegó a completar al extraviársele la hoja de marras y a partir del cual se sucederá todo una teoría benjaminiana sobre las interconexiones de la memoria, entradas en un laberinto que el autor llama contactos primitivos, segmentos de un recorrido ―esta vez no físico, sino mental―, plagado de sensaciones y raros entrecruzamientos.

Fuera de lo autobiográfico, esta mirada como a vista de pájaro será operada también en un texto crítico que no por aparentemente apegado a la letra de la literatura deja de ser un acerado análisis histórico, El París del Segundo Imperio en Baudelaire:

La estructura de su verso es equiparable al plano de una gran ciudad en la que nos movemos sin ser notados, encubiertos por bloques de casas, por pasos a través de puertas o patios. En ese plano se les designa a las palabras su sitio exacto, como a conjurados antes de que estalle una revuelta. Baudelaire conspira con el lenguaje mismo.

Viajante empedernido al fin, judío siempre en diáspora, de Berlín a Capri, de París a Ibiza, el recorrido que Walter Benjamin nos permite bosquejar (¿de bosque tupido?) estará plagado de flechas que se disparan, lugares de duda, como mapas extendidos sobre la acera, salpicados por la nieve y el polvo de una ciudad que nos es ajena. Como ajena le será a Benjamin a fin de cuentas la realidad soviética, a pesar de los mapas físicos con que se orienta de calle en calle, de feria en bazar, y los mapas mentales sobre los que trata de encauzar su existencia.

A las puertas del Kremlin, en mitad de una luz cegadora, se encuentra la guardia, cubierta con sus insolentes pieles de color ocre amarillo. Sobre ella destaca la luz roja que regula el tráfico de la entrada. Todos los colores de Moscú se disparan prismáticamente en este lugar, centro ruso del poder. El club de los soldados del Ejército Rojo da a este campo. (...) En la pared hay un relieve de madera: el mapa de Europa con un contorno esquematizado de manera simplista. Al girar una manivela que hay junto a él, van iluminándose, uno tras otro, y por orden cronológico, los lugares de Rusia y del resto de Europa donde vivió Lenin. Pero el aparato estaba estropeado y siempre se iluminaban varios lugares a la vez.


4 de enero de 1927


Igual que en las estaciones del metro en algunas grandes ciudades, en donde un mapa nos ayuda mediante teclas y bombillos de colores a definir la línea a tomar para llegar a nuestro destino, Moscú le propone a Walter Benjamin una mujer fantasmal, un plano de la ciudad, diferentes formas de un mismo icono y una manivela aparatosa que al fin no funciona. Cinco días después de aquella escena de la manivela que debe haberle recordado los juguetes mecanizados, las muñecas de cuerda y el auge de la maquinaria, Benjamin anota:


...ser comunista en un Estado bajo el dominio del proletariado supone renunciar completamente a la independencia personal. Uno, por así decirlo, delega en el Partido la tarea de organizar la propia vida.


El 21 del mismo mes, día del aniversario de la muerte de Lenin, Walter Benjamin escribe:

Cambié dinero y me dirigí al Museo del Juguete.

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Además de la pasión jugueteril de Walter Benjamin y de su manía topográfica, el tercer momento de explosión de lo fictivo ―ya fuera del Diario de Moscú― será el de su propia muerte.

Todavía es objeto de pesquisa la larga travesía que el escritor emprendió en septiembre de 1940 a pie por los Pirineos, camino a territorio español, desde donde pretendía alcanzar Lisboa, y de ahí cruzar el Atlántico hasta los Estados Unidos, tierra de exilio de sus amigos Max Horkheimer y Teodoro Adorno. Consigo, una cartera de cuero que contenía la papelería destinada al Libro de los pasajes, su obra magna, aún en jirones. Al llegar a la frontera y mostrar sus documentos, a los virtuales refugiados se les hace saber que no les sería permitido entrar en territorio español, se les anuncia la inminente devolución a las autoridades francesas y con ello la deportación a los campos de trabajo y de exterminio nazi. Cerrado definitivamente el camino, Walter Benjamin ingerirá una sobredosis de morfina en un hotelucho en las cercanías de Port Bou. Antes, escribirá estas líneas a su amiga Henny Gurland:

En una situación sin salida, no tengo otra opción que terminar. En este pequeño pueblo en los Pirineos donde nadie me conoce mi vida acabará. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y le explique la situación en la que me he encontrado. No me queda suficiente tiempo para escribir todas esas cartas que me hubiera gustado escribirle.

Se ha dicho incluso que el rechazo de la policía franquista en el puesto de la frontera no era más que una farsa, que detrás de todo se escondía la intención de cobrarles el acceso al país. Todo parecería indicar entonces que Benjamin no leyó entre líneas, que perdió el escalpelo con que había diseccionado ciertos engranajes de la sociedad pasada y del momento, que sucumbió al desespero.

Tan dado al tema de la muerte como lo era, al ilustrar su idea del héroe moderno y el ritmo avasallante de la ciudad en Baudelaire, ya antes Benjamin había teorizado sobre el tópico de la muerte voluntaria:

Lo moderno tiene que estar en el signo del suicidio, sello de una voluntad heroica que noconcede nada a la actitud que le es hostil. El suicidio no es renuncia, sino pasión heroica. Es la conquista de lo moderno en el ámbito de las pasiones. (...) El suicidio pudo muy bien por tanto aparecer a los ojos de Baudelaire como la única acción heroica que les quedaba en los tiempos de la reacción a las multitudes maladives de las ciudades.


Luego, aún sobre el hombre y los reclamos de la ciudad moderna, Benjamin termina citando unas líneas de Paris vécu, de Leon Daudet:

Las aglomeraciones de hombres son amenazadoras... El hombre necesita del trabajo, cierto, pero también tiene otras necesidades... Entre otras tiene la del suicidio, que se afinca en él y en la sociedad que le forma; y es más fuerte que su instinto de conservación.

Pero poco tiene que ver aquí el suicidio de Walter Benjamin con los reclamos sociales, la imponente ciudad y esta otra heroicidad que la modernidad demanda. Por mucho que lo pretenda cierta posteridad necesitada de nuevos iconos ―ídolos de repuesto: Cioran en su diario en febrero de 1969―, esta seguirá siendo una muerte romántica y novelable, con el telón de fondo de un estado totalitario y un camino que se cierra; una muerte a la que le sobrevivieron varias versiones del suceso, algunos compañeros de circunstancia que al día siguiente lograron pasar la frontera, la legitimación de su deceso con el eufemismo de hemorragia cerebral, según el acta de defunción asentada en la municipalidad de Port Bou, así como la descripción policial de las pertenencias encontradas en su habitación: un reloj de hombre, una pipa, fotos, un par de espejuelos, cartas, una radiografía, algo de dinero y la cartera de cuero en la que conservaba sus manuscritos.

Todo suicidio será ficcionable. La primera reacción de quien conoce de un suicidio cercano consiste en imaginar la escena, los detalles, el rictus del decidido medio minuto antes de acercar el arma o dejarse caer al vacío. Paul Celan se lanzó al Sena. El lunes pasado encontraron su cadáver ―anota Emil Cioran en su diario el 7 de mayo de 1970. Ficcionar será siempre nuestro primer gesto. Desconocemos, sin embargo, el margen nebuloso que separa al suicida de la última hoja de su diario.