Cartas a Leandro
Fragmentos de la novela homónima publicada por CubaNet, Coral Gables, Miami, 2001, y reproducidos en el expediente 3 de cacharro(s), noviembre-diciembre de 2003, recordando a Lino Novás Calvo.
otros fragmentos de la novela en fogonero emergente
Brujos
Querido hermano Leandro:
Para el fin de año, a modo de limpieza contra la guerra secreta entre vecinos que existe en mi edificio (brujería), he comprado velas y flores para defenderme. Es muy posible que aquí en el edificio tenga enemigos gratuitos. Pero aunque no los tenga, el tableteo de poderes maléficos es tan intenso en esta víspera de los Reyes Magos, que si me pongo a comer mierda, pudiera recibir alguna herida espiritual invisible, por carambola. Si no tuviera pruebas para tomar estas medidas significaría que en verdad me estoy volviendo loco. Pero esta mañana, al abrir la puerta de mi habitación, he hallado en la parte del pasillo que se corresponde con mi puerta, aunque más hacia la zona del ascensor, varios trozos de excremento. Además, la parte de la escalera estaba orinada.
Hace días que la mierda permanece allí. Los vientos del invierno la han secado y nadie la recoge. Si los vecinos están esperando a que yo la quite del camino, tendrá que venir (dentro de cien años) el nieto de Eusebio Leal y llevarse la mierda a un museo con el rótulo: documento histórico. Esos excrementos pudieran estar trabajados. Así que los recoja quien los cagó.
Si yo fuera poeta, le dedicaría una oda a la mierda que permanece frente a mi puerta. Esa mierda es un símbolo nacional, una metáfora cubana.
Hace días que la mierda permanece allí. Los vientos del invierno la han secado y nadie la recoge. Si los vecinos están esperando a que yo la quite del camino, tendrá que venir (dentro de cien años) el nieto de Eusebio Leal y llevarse la mierda a un museo con el rótulo: documento histórico. Esos excrementos pudieran estar trabajados. Así que los recoja quien los cagó.
Si yo fuera poeta, le dedicaría una oda a la mierda que permanece frente a mi puerta. Esa mierda es un símbolo nacional, una metáfora cubana.
Basco
Querido hermano Leandro:
El maestro Basco me dijo:
–Los estados depresivos son muertos que nuestros enemigos nos envían o que uno recoge en la calle.
Él, antes de acostarse, se desnuda ante el espejo y unta su cuerpo con cascarilla. Por la mañana, antes de salir a la calle, hace lo mismo: cascarilla de la cabeza a los pies. También me confió que hoy se consultó con el Babalao, quien le espantó 10 muertos. Y me afirmó que las enfermedades son muertos que se acomodan en el organismo. Ellos se establecen, se aferran al cuerpo y no hay ebbó que los haga salir. El Maestro Basco tiene 70 años y dice que los vecinos de la calle Villegas, colindante con su estudio, lo someten diariamente a un bombardeo ininterrumpido de brujerías. Dice que son "enviaciones" de muertos oscuros traídos de la parte del cementerio donde entierran a los asesinos que han sido fusilados en cautiverio.
Basco ya no permite que nadie entre en su estudio. Recibe a sus amigos y visitas en el portal, después que, temprano en la mañana lo ha baldeado con orina acumulada durante la madrugada. Una vez al mes prepara una mezcla de su orina con un trozo de sus heces fecales; mezcla que diluye y esparce por el portal y la acera de la calle. Dice que la mierda es un imán para atraer dinero. Es decir, para que los turistas vengan al estudio y le compren sus tallas en madera.
–Los estados depresivos son muertos que nuestros enemigos nos envían o que uno recoge en la calle.
Él, antes de acostarse, se desnuda ante el espejo y unta su cuerpo con cascarilla. Por la mañana, antes de salir a la calle, hace lo mismo: cascarilla de la cabeza a los pies. También me confió que hoy se consultó con el Babalao, quien le espantó 10 muertos. Y me afirmó que las enfermedades son muertos que se acomodan en el organismo. Ellos se establecen, se aferran al cuerpo y no hay ebbó que los haga salir. El Maestro Basco tiene 70 años y dice que los vecinos de la calle Villegas, colindante con su estudio, lo someten diariamente a un bombardeo ininterrumpido de brujerías. Dice que son "enviaciones" de muertos oscuros traídos de la parte del cementerio donde entierran a los asesinos que han sido fusilados en cautiverio.
Basco ya no permite que nadie entre en su estudio. Recibe a sus amigos y visitas en el portal, después que, temprano en la mañana lo ha baldeado con orina acumulada durante la madrugada. Una vez al mes prepara una mezcla de su orina con un trozo de sus heces fecales; mezcla que diluye y esparce por el portal y la acera de la calle. Dice que la mierda es un imán para atraer dinero. Es decir, para que los turistas vengan al estudio y le compren sus tallas en madera.
La secta
Querido hermano Leandro:
De mi anterior misiva se desprende que en ésta continuaría el relato de cómo la Secta me contactó a través del pretexto de ocuparme postales de relajo. Pues también te había dicho que del mismo modo que las telenovelas van narrando una historia capítulo a capítulo, así también yo haría con mis cartas. Y es cierto. Pero el motivo de mi encuentro con la Secta sería incomprensible, si antes no te narro otros hechos que no por menos relevantes carecen de importancia.
Mucho antes de que los brujos me individualizaran, ya por falta de información, ya por culpa de mi naturaleza inclinada a la ingenuidad, tuve un amigo que me inició en el clandestino oficio de vender maní tostado en cucuruchos de a diez centavos. Vender maní, en el año 1976, no sólo era un desafío a la dictadura, sino un grito de libertad. Ese grito implicaba unos preparativos tan meticulosos y secretos que virtualmente podrían calificarse de una conspiración para tumbar al Gobierno.
En este proceso, el primer eslabón era el guajiro que en una parcela enmascarada de su terruño cultivaba (como si fuera marihuana) las matas de vaina. El segundo eslabón tenía que ser un personaje con justificación para viajar entre la ciudad y el campo: un camionero estatal que mezclaba los sacos de maní junto a las mercancías del Estado. El tercer eslabón era un lugar en la ciudad donde depositar la mercancía, y un lugar no debía repetirse hasta pasados varios meses.
Luego, desde esos lugares, la mercancía era trasladada en pequeños paquetes hasta ser depositada en una casa de vecindad conocida como solar. Esos solares tenían diversas salidas y entradas, y la policía nunca notaba el trapicheo. Además, eran lugares temidos cuando llegaba la noche. Después, esos paquetes caían en el patio de una vieja casona. Caían desde el cielo, en un nocturnal picheo desde las azoteas colindantes.
La casa rentada por el Chino era un laberinto. En ese lugar, dentro de las latas vacías de aceite de bodega, se tostaba el maní al carbón. En realidad, aquello era una fábrica clandestina. El Chino era respetado en el barrio por ser escritor de la Radio. Pero como el sueldo de la Radio no le alcanzaba para cubrir sus más elementales necesidades, siempre estaba violando la Ley Socialista.
El Chino tostaba los granos mientras hacía, a una velocidad vertiginosa, los cucuruchos. Luego, ese maní era introducido en los cucuruchos. Más tarde yo improvisé, en las habitaciones del Hotel Monserrate, una fábrica de maní. Confieso que hacer los cucuruchos era una verdadera agonía. Recuerdo que los habitantes de la casona eran unos revolucionarios ancianos. Recuerdo que uno de los viejos era el presidente del CDR de la cuadra. Y eran temidos. No obstante, los viejos también ayudaban al Chino haciendo los cucuruchos. Y nadie nunca sospechó que aquella casona fuera una fábrica clandestina. La vieja y el viejo eran los comecandela de la cuadra. Por eso, el primer día que llegué al lugar la vieja me miró de aquel modo. Sentí cómo las manos de sus viejos ojos escarbaban mi persona. Mi amigo y el Chino me lo advirtieron:
– ¡Nunca hables mal del Gobierno!
– ¿Y a favor?
Me respondieron a dúo.
¡Tampoco!
Semejante retorcimiento creo que también contribuyó, de modo decisivo, a que en la actualidad esté sospechando que mi comprensión del mundo es incorrecta.
Mucho antes de que los brujos me individualizaran, ya por falta de información, ya por culpa de mi naturaleza inclinada a la ingenuidad, tuve un amigo que me inició en el clandestino oficio de vender maní tostado en cucuruchos de a diez centavos. Vender maní, en el año 1976, no sólo era un desafío a la dictadura, sino un grito de libertad. Ese grito implicaba unos preparativos tan meticulosos y secretos que virtualmente podrían calificarse de una conspiración para tumbar al Gobierno.
En este proceso, el primer eslabón era el guajiro que en una parcela enmascarada de su terruño cultivaba (como si fuera marihuana) las matas de vaina. El segundo eslabón tenía que ser un personaje con justificación para viajar entre la ciudad y el campo: un camionero estatal que mezclaba los sacos de maní junto a las mercancías del Estado. El tercer eslabón era un lugar en la ciudad donde depositar la mercancía, y un lugar no debía repetirse hasta pasados varios meses.
Luego, desde esos lugares, la mercancía era trasladada en pequeños paquetes hasta ser depositada en una casa de vecindad conocida como solar. Esos solares tenían diversas salidas y entradas, y la policía nunca notaba el trapicheo. Además, eran lugares temidos cuando llegaba la noche. Después, esos paquetes caían en el patio de una vieja casona. Caían desde el cielo, en un nocturnal picheo desde las azoteas colindantes.
La casa rentada por el Chino era un laberinto. En ese lugar, dentro de las latas vacías de aceite de bodega, se tostaba el maní al carbón. En realidad, aquello era una fábrica clandestina. El Chino era respetado en el barrio por ser escritor de la Radio. Pero como el sueldo de la Radio no le alcanzaba para cubrir sus más elementales necesidades, siempre estaba violando la Ley Socialista.
El Chino tostaba los granos mientras hacía, a una velocidad vertiginosa, los cucuruchos. Luego, ese maní era introducido en los cucuruchos. Más tarde yo improvisé, en las habitaciones del Hotel Monserrate, una fábrica de maní. Confieso que hacer los cucuruchos era una verdadera agonía. Recuerdo que los habitantes de la casona eran unos revolucionarios ancianos. Recuerdo que uno de los viejos era el presidente del CDR de la cuadra. Y eran temidos. No obstante, los viejos también ayudaban al Chino haciendo los cucuruchos. Y nadie nunca sospechó que aquella casona fuera una fábrica clandestina. La vieja y el viejo eran los comecandela de la cuadra. Por eso, el primer día que llegué al lugar la vieja me miró de aquel modo. Sentí cómo las manos de sus viejos ojos escarbaban mi persona. Mi amigo y el Chino me lo advirtieron:
– ¡Nunca hables mal del Gobierno!
– ¿Y a favor?
Me respondieron a dúo.
¡Tampoco!
Semejante retorcimiento creo que también contribuyó, de modo decisivo, a que en la actualidad esté sospechando que mi comprensión del mundo es incorrecta.
Gerania
Querido hermano Leandro:
Terminada mi cuota de azúcar, salí directo a pedirle un poco a la vieja Gerania. Toqué a su puerta y ella gritó desde adentro de su habitación para que los vecinos del edificio la oyeran:
– ¿Quién es y qué quieres?
A pocos centímetros de su puerta susurré.
–Necesito prestadas unas cucharadas de azúcar, doña Gerania.
Ella gritó, como si la estuvieran matando:
–Yo no puedo prestar azúcar si antes no me dice su nombre la persona que toca a mi puerta.
Entonces le dije, bien bajito, que era yo.
–No oigo bien.
–Soy yo, Ramón –insistí.
– ¡Más alto! –gritó ella.
– ¡Soy yo, COJONES! Si no quieres prestarme azúcar, dímelo. Pero no jodas más con esa mierda de hablar alto.
–Ahora sí te oí. Espera un momento. Enseguida te abro.
Me saludó con una sonrisa que significaba:
–La parte de los cojones no la escuché.
Los vecinos del edificio apagaron sus radios y televisores con la intención de escucharnos. Doña Gerania me indicó que pasara.
– ¡Yo he visto y oído cada cosas en este pasillo! ¡Yo sé de cada cosas en este edificio, que si yo hablara el mundo se derrumbaría!
–Yo no quiero saber nada, doña Gerania. No quiero que me cuente nada. Usted sabe que durante años he vivido en mis habitaciones sin meterme en la vida de nadie. Entro y salgo del edificio y no me interesa la vida de los demás.
–Dame el jarro para echarte el azúcar.
Le tendí el jarro.
–Si yo fuera a llevar las cuentas de las veces que te he llenado ese jarro ya serían unas cuantas libras las que me debes.
–Doña Gerania, yo estoy chao con usted –me defendí.
–No me hagas gritar.
–De acuerdo.
Entonces llenó el jarro de azúcar.
–Siéntate. Debo contarte algo.
Nos sentamos junto al balcón, en dos sillas. El balcón era el mejor lugar de la habitación para conversar sin que nadie nos escuchara. Y aunque la vieja Gerania podía ser mi abuela, no era correcto que se encerrara conmigo en su habitación.
–Hay un rumor dando vueltas por todo el edificio.
Cuando escuché la palabra rumor me estremecí. Por experiencia sabía que en los barrios pobres los rumores pueden resultar peligrosos.
–Esto que voy a decirte no lo puedes comentar con nadie.
–Doña Gerania, si usted quiere, no diga nada. A veces es mejor no saber.
–Te lo tengo que decir. Tiene que ver contigo –racalcó la vieja.
Sentí un vacío en el pecho. La sensación que recorrió mi cuerpo desde los pies hasta la cabeza se parecía al pánico. Además, conociendo a la vieja Gerania desde hacía más de 20 años, y sabiendo el número que calzaba, pensé que nada bueno podría venir de ella.
–Doña Gerania, yo insisto en mantener mi ignorancia.
–No seas cobarde. El rumor debes saberlo.
Hermano Leandro, desde hace años vivo rodeado del mayor número de precauciones para que nada ni nadie puedan hacerme daño. Pero allí estaba aquella bruja. Bajo el velo de la confidencia amiga sólo Dios sabía que quería meter dentro de mi pobre cabeza enferma.
– ¿Has visto a la niña que parió la vecina del quinto piso?
–Creo que sí.
–Los vecinos andan diciendo que es tuya.
– ¿Bromea? –pregunté, sintiendo que mi rostro palidecía.
Fue entonces que la vieja se percató de que había ido demasiado lejos.
–Sólo se trataba de una broma.
–No hay problema, doña Gerania –dije yo–; esta vida que llevamos es un poco aburrida y de vez en cuando hay que bromear.
–Por supuesto, Ramón. Y me alegro que lo comprendas.
Le di las gracias por la azúcar prestada y me retiré de la habitación. Días después he comenzado a desmenuzar el posible sentido oculto de la broma.
Hace años que vivo en celibato, y es absurdo que la vieja Gerania, siempre pendiente de la vida ajena, no lo sepa. ¿Por qué entonces, y precisamente ahora, ha bromeado conmigo utilizando un hecho de tal magnitud? Quizás la broma formé parte del plan para volverme loco. Te confieso, hermano, que días después le he dedicado horas de meditación al asunto. Incluso he llegado al imposible intento de recordar alguna pista que me permita descubrir que padezco de sonambulismo. Tal vez alguna noche he subido al quinto piso y he fornicado con la susodicha vecina. Mientras trataba de recordar mis supuestas andanzas en horas de la madrugada por los pasillos y escaleras del edificio he tenido la sensación de que ha sido cierto.
El verdadero rompecabezas de esta historia es que no se sabe quién es el padre de la niña. La madre nunca ha hablado con nadie del asunto. Un día coincidí con la madre y la niña en la escalera, y al saludarla con el mayor respeto se quedó mirándome y exclamó:
– ¡Apá!
Eso me preocupa. He llegado a pensar que los vecinos del edificio urden una trampa para apropiarse de una de mis habitaciones. Corren tiempos difíciles, hermano querido, y son muchas las personas que aspiran a vivir en soledad. No dudo que en los próximos meses la vecina del quinto declare que la paternidad de su hija me pertenece.
En ese complot que imagino, la vieja Gerania intervendría como testigo. Tampoco dudo que acudiendo a lo único que pudiera salvarme, la prueba del ADN, la misma sea falsificada. En este país no se conoce el Derecho. ¡Dios mío, protégeme!
Ya te habrás percatado, hermano, de los pequeños pero terribles percances que minan a diario mi salud mental. Y, ¿qué sería lo único que podría salvar mi estabilidad mental otorgándome el valor que necesito para distinguir dónde está la realidad y dónde las especulaciones sin fundamento? Entregarme a Jesucristo con toda mi alma. Ponerme en sus manos. Y que se cumpla su VOLUNTAD.
– ¿Quién es y qué quieres?
A pocos centímetros de su puerta susurré.
–Necesito prestadas unas cucharadas de azúcar, doña Gerania.
Ella gritó, como si la estuvieran matando:
–Yo no puedo prestar azúcar si antes no me dice su nombre la persona que toca a mi puerta.
Entonces le dije, bien bajito, que era yo.
–No oigo bien.
–Soy yo, Ramón –insistí.
– ¡Más alto! –gritó ella.
– ¡Soy yo, COJONES! Si no quieres prestarme azúcar, dímelo. Pero no jodas más con esa mierda de hablar alto.
–Ahora sí te oí. Espera un momento. Enseguida te abro.
Me saludó con una sonrisa que significaba:
–La parte de los cojones no la escuché.
Los vecinos del edificio apagaron sus radios y televisores con la intención de escucharnos. Doña Gerania me indicó que pasara.
– ¡Yo he visto y oído cada cosas en este pasillo! ¡Yo sé de cada cosas en este edificio, que si yo hablara el mundo se derrumbaría!
–Yo no quiero saber nada, doña Gerania. No quiero que me cuente nada. Usted sabe que durante años he vivido en mis habitaciones sin meterme en la vida de nadie. Entro y salgo del edificio y no me interesa la vida de los demás.
–Dame el jarro para echarte el azúcar.
Le tendí el jarro.
–Si yo fuera a llevar las cuentas de las veces que te he llenado ese jarro ya serían unas cuantas libras las que me debes.
–Doña Gerania, yo estoy chao con usted –me defendí.
–No me hagas gritar.
–De acuerdo.
Entonces llenó el jarro de azúcar.
–Siéntate. Debo contarte algo.
Nos sentamos junto al balcón, en dos sillas. El balcón era el mejor lugar de la habitación para conversar sin que nadie nos escuchara. Y aunque la vieja Gerania podía ser mi abuela, no era correcto que se encerrara conmigo en su habitación.
–Hay un rumor dando vueltas por todo el edificio.
Cuando escuché la palabra rumor me estremecí. Por experiencia sabía que en los barrios pobres los rumores pueden resultar peligrosos.
–Esto que voy a decirte no lo puedes comentar con nadie.
–Doña Gerania, si usted quiere, no diga nada. A veces es mejor no saber.
–Te lo tengo que decir. Tiene que ver contigo –racalcó la vieja.
Sentí un vacío en el pecho. La sensación que recorrió mi cuerpo desde los pies hasta la cabeza se parecía al pánico. Además, conociendo a la vieja Gerania desde hacía más de 20 años, y sabiendo el número que calzaba, pensé que nada bueno podría venir de ella.
–Doña Gerania, yo insisto en mantener mi ignorancia.
–No seas cobarde. El rumor debes saberlo.
Hermano Leandro, desde hace años vivo rodeado del mayor número de precauciones para que nada ni nadie puedan hacerme daño. Pero allí estaba aquella bruja. Bajo el velo de la confidencia amiga sólo Dios sabía que quería meter dentro de mi pobre cabeza enferma.
– ¿Has visto a la niña que parió la vecina del quinto piso?
–Creo que sí.
–Los vecinos andan diciendo que es tuya.
– ¿Bromea? –pregunté, sintiendo que mi rostro palidecía.
Fue entonces que la vieja se percató de que había ido demasiado lejos.
–Sólo se trataba de una broma.
–No hay problema, doña Gerania –dije yo–; esta vida que llevamos es un poco aburrida y de vez en cuando hay que bromear.
–Por supuesto, Ramón. Y me alegro que lo comprendas.
Le di las gracias por la azúcar prestada y me retiré de la habitación. Días después he comenzado a desmenuzar el posible sentido oculto de la broma.
Hace años que vivo en celibato, y es absurdo que la vieja Gerania, siempre pendiente de la vida ajena, no lo sepa. ¿Por qué entonces, y precisamente ahora, ha bromeado conmigo utilizando un hecho de tal magnitud? Quizás la broma formé parte del plan para volverme loco. Te confieso, hermano, que días después le he dedicado horas de meditación al asunto. Incluso he llegado al imposible intento de recordar alguna pista que me permita descubrir que padezco de sonambulismo. Tal vez alguna noche he subido al quinto piso y he fornicado con la susodicha vecina. Mientras trataba de recordar mis supuestas andanzas en horas de la madrugada por los pasillos y escaleras del edificio he tenido la sensación de que ha sido cierto.
El verdadero rompecabezas de esta historia es que no se sabe quién es el padre de la niña. La madre nunca ha hablado con nadie del asunto. Un día coincidí con la madre y la niña en la escalera, y al saludarla con el mayor respeto se quedó mirándome y exclamó:
– ¡Apá!
Eso me preocupa. He llegado a pensar que los vecinos del edificio urden una trampa para apropiarse de una de mis habitaciones. Corren tiempos difíciles, hermano querido, y son muchas las personas que aspiran a vivir en soledad. No dudo que en los próximos meses la vecina del quinto declare que la paternidad de su hija me pertenece.
En ese complot que imagino, la vieja Gerania intervendría como testigo. Tampoco dudo que acudiendo a lo único que pudiera salvarme, la prueba del ADN, la misma sea falsificada. En este país no se conoce el Derecho. ¡Dios mío, protégeme!
Ya te habrás percatado, hermano, de los pequeños pero terribles percances que minan a diario mi salud mental. Y, ¿qué sería lo único que podría salvar mi estabilidad mental otorgándome el valor que necesito para distinguir dónde está la realidad y dónde las especulaciones sin fundamento? Entregarme a Jesucristo con toda mi alma. Ponerme en sus manos. Y que se cumpla su VOLUNTAD.
El Jinete sin Cabeza
Querido hermano Leandro:
El primero de agosto, el Jinete sin Cabeza preparó por anticipado un parlamento antes de venir a verme. Cuando estuvo frente a mí, dentro de las cuatro paredes de mi habitación, empezó a hablar.
–Los hechos indican que gracias a tu trabajo, tarde o temprano, tu novela será publicada. Yo sé que una vez que esa novela se publique, comenzará a reportarte beneficios económicos. Y hoy, a título de la amistad que nos une, y por estas largas jornadas de mutua estimulación literaria que nos hemos prodigado, yo te pregunto: sabiendo tú que yo estoy escachao y también persigo el mismo fin, escribir, ¿con cuánto dinero estarías dispuesto a ayudarme?
El Jinete sin Cabeza, que probablemente esté tan loco como yo, supuso que por concepto de derechos de autor yo obtendría inicialmente una entrada de quince mil dólares. Sin pensar, le respondí:
–Te regalaría 100 dólares.
El Jinete sin Cabeza se ofendió. Protestó y dijo que 100 dólares le parecía poco.
–Si fuera al revés, yo te daría más.
Inicialmente, interpreté aquella conversación como la broma de un amigo que aparece de pronto, luego de unos días de ausencia. Pero en el transcurso del diálogo me percaté de que el Jinete sin Cabeza hablaba en serio. Entonces, le respondí que aquel planteamiento me parecía inmoral.
–Y que yo recuerde, Jinete, no tengo ninguna deuda contigo.
Finalmente, le dije que si la novela se publicaba y yo recibía algún dinero, no le daría ni un solo dólar. Minutos antes, me había percatado de que el Jinete, antes de aparecer en mi habitación, se había tomado unos tragos, y por lo mismo, todo lo que me decía expresaba su pensamiento.
Este incidente me recordó la vez que a Basco le compraron una escultura por 100 dólares. En esos momentos yo me estaba muriendo de hambre y me creí con derecho a que el Maestro me regalara un dólar. Entonces el Maestro, con todo su derecho, tuvo que defenderse y me dijo:
–Mi dinero yo sólo se lo regalo a las mujeres.
–Los hechos indican que gracias a tu trabajo, tarde o temprano, tu novela será publicada. Yo sé que una vez que esa novela se publique, comenzará a reportarte beneficios económicos. Y hoy, a título de la amistad que nos une, y por estas largas jornadas de mutua estimulación literaria que nos hemos prodigado, yo te pregunto: sabiendo tú que yo estoy escachao y también persigo el mismo fin, escribir, ¿con cuánto dinero estarías dispuesto a ayudarme?
El Jinete sin Cabeza, que probablemente esté tan loco como yo, supuso que por concepto de derechos de autor yo obtendría inicialmente una entrada de quince mil dólares. Sin pensar, le respondí:
–Te regalaría 100 dólares.
El Jinete sin Cabeza se ofendió. Protestó y dijo que 100 dólares le parecía poco.
–Si fuera al revés, yo te daría más.
Inicialmente, interpreté aquella conversación como la broma de un amigo que aparece de pronto, luego de unos días de ausencia. Pero en el transcurso del diálogo me percaté de que el Jinete sin Cabeza hablaba en serio. Entonces, le respondí que aquel planteamiento me parecía inmoral.
–Y que yo recuerde, Jinete, no tengo ninguna deuda contigo.
Finalmente, le dije que si la novela se publicaba y yo recibía algún dinero, no le daría ni un solo dólar. Minutos antes, me había percatado de que el Jinete, antes de aparecer en mi habitación, se había tomado unos tragos, y por lo mismo, todo lo que me decía expresaba su pensamiento.
Este incidente me recordó la vez que a Basco le compraron una escultura por 100 dólares. En esos momentos yo me estaba muriendo de hambre y me creí con derecho a que el Maestro me regalara un dólar. Entonces el Maestro, con todo su derecho, tuvo que defenderse y me dijo:
–Mi dinero yo sólo se lo regalo a las mujeres.
Después de un baño
Querido hermano Leandro:
Calenté agua en una olla. La vertí como de costumbre en el cubo plástico añadiéndole agua fría. Utilicé para echarme agua sobre el cuerpo, el mismo jarro de aluminio que uso para pedirle azúcar prestada a doña Gerania. Después del baño, me senté en mi butaca de madera y bebí el té de la taza que previamente me había preparado. Encendí la pipa y observé, como en las películas, las volutas de humo chocando delicadamente contra el cielo raso de la barbacoa. Inserté en mi radiograbadora un casete con un concierto para violín de Mozart, y comencé a leer el libro de turno: Diario de la CIA. En mi otra habitación, que es donde está la cocina de gas, la olla de presión silbaba, y el aroma de los chícharos se esparcía por las dos habitaciones. La puerta del patio, entreabierta, dejaba penetrar los vientos del otoño. En mi edificio podía disfrutarse de un silencio conventual gracias a que aún no había terminado la hora escolar. Me sentí plácidamente equilibrado. Esa paz espiritual, que me gustaría disfrutar todos los días de mi vida, embargaba mi ser. Pero era cierto que antes de tomar el baño de agua tibia había ingerido una pastilla de Diazepán.
En semejante estado hubo un momento en que apreté el libro y me dejé llevar por algo que podría calificar de desdoblamiento del tiempo mental. Me recordé a mí mismo, en esta misma habitación, veinte años atrás. Imaginé que desde el fondo de aquel tiempo Ramón miraba a un Ramón más viejo. Y le dije:
–Aunque te parezca absurdo ahora soy más feliz que tú, al menos en algunas cosas fundamentales. A pesar de que en términos generales, lo reconozco, las cosas no han cambiado mucho.
En semejante estado hubo un momento en que apreté el libro y me dejé llevar por algo que podría calificar de desdoblamiento del tiempo mental. Me recordé a mí mismo, en esta misma habitación, veinte años atrás. Imaginé que desde el fondo de aquel tiempo Ramón miraba a un Ramón más viejo. Y le dije:
–Aunque te parezca absurdo ahora soy más feliz que tú, al menos en algunas cosas fundamentales. A pesar de que en términos generales, lo reconozco, las cosas no han cambiado mucho.
El doctor Popus
Querido hermano Leandro:
Las cosas que me ocurren, las cosas que pienso, me hacen sospechar que me estoy volviendo loco o existe un plan para hacérmelo creer. Por ejemplo, mi asistencia permanente a las películas que exhiben en el cine Actualidades me permite recibir el mensaje de cosas que luego ocurren. Es como si el nombre Actualidades realmente le fuera merecido a ese cine. Muchas películas de las que pasan por su pantalla me transmiten anticipaciones de lo que ocurrirá en la realidad, mañana, pasado mañana o el mes que viene. Es posible que esté desarrollando la facultad de la precognición, y como no estoy acostumbrado, piense que estoy loco. Anoche mismo, cuando salí del cine, me toqué una protuberancia que me ha salido debajo de la clavícula izquierda. Me detuve en la esquina de Monserrate y Neptuno pensando en el doctor Popus, amigo de la vieja Aselina. Pensé lo bueno que sería encontrarme con él. Y cuando crucé la calle hacia una de la esquinas de la Manzana de Gómez, me di de narices con el doctor Popus. De inmediato, le expliqué el asunto y allí mismo, bajo la potente luz de una shoping, me desabotoné la camisa y le mostré la protuberancia.
–Eso es un músculo del trapecio. Con un relajante volverá a la normalidad.
Pero el doctor Popus también tenía su problema. Me explicó que sólo unos minutos antes había asistido a unos urinarios públicos inaugurados en la calle del Obispo. Me dijo que estuvo orinando, y cuando terminó, fue a cerrar el zíper del pantalón, pero éste se salió de su carril dentado, y ahora andaba por la calle con el zíper abierto. Se sentía desesperado ante la idea de que los transeúntes se percataran del asunto. Debo reconocer que no soy experto en zípers ajenos, pero recordé cómo cierta vez yo también estaba cerrando el zíper de mi pantalón y una zona de la piel de mi pene quedó atrapada entre los dientes plásticos de la cremallera. Bajara o subiera el cabezal, aquel pedazo de carne no se libraba del dolor. Aquello me sucedió en un sitio público, pero como era de noche, arreglé el asunto sin daño para la salud de mi fálica piel. Así que el planteamiento del doctor Popus me sorprendió, y me hizo sospechar ligeramente que, aprovechándose de un hecho real, el galeno me insinuaba aventuras homosexuales. Llegué a pensar que simplemente por el hecho de convivir en una ciudad que poco a poco ha ido enloqueciendo, el doctor Popus sacaría el pene de su cartuchera, y mostrándomelo en plena vía pública me planteaba el asunto como si el médico fuera yo. Rápidamente elaboré una respuesta de emergencia, por si acaso. En eso estábamos cuando se acercó a nosotros un negro borracho y bembón, vociferando:
– ¡En Mazorra están los locos! ¡En Mazorra están los locos!
Cuando escuché la palabra Mazorra me espanté. ¿Cómo era posible, pensé, que un desconocido se acercara y precisamente hablara de lo que más me preocupa?
–Eso es un músculo del trapecio. Con un relajante volverá a la normalidad.
Pero el doctor Popus también tenía su problema. Me explicó que sólo unos minutos antes había asistido a unos urinarios públicos inaugurados en la calle del Obispo. Me dijo que estuvo orinando, y cuando terminó, fue a cerrar el zíper del pantalón, pero éste se salió de su carril dentado, y ahora andaba por la calle con el zíper abierto. Se sentía desesperado ante la idea de que los transeúntes se percataran del asunto. Debo reconocer que no soy experto en zípers ajenos, pero recordé cómo cierta vez yo también estaba cerrando el zíper de mi pantalón y una zona de la piel de mi pene quedó atrapada entre los dientes plásticos de la cremallera. Bajara o subiera el cabezal, aquel pedazo de carne no se libraba del dolor. Aquello me sucedió en un sitio público, pero como era de noche, arreglé el asunto sin daño para la salud de mi fálica piel. Así que el planteamiento del doctor Popus me sorprendió, y me hizo sospechar ligeramente que, aprovechándose de un hecho real, el galeno me insinuaba aventuras homosexuales. Llegué a pensar que simplemente por el hecho de convivir en una ciudad que poco a poco ha ido enloqueciendo, el doctor Popus sacaría el pene de su cartuchera, y mostrándomelo en plena vía pública me planteaba el asunto como si el médico fuera yo. Rápidamente elaboré una respuesta de emergencia, por si acaso. En eso estábamos cuando se acercó a nosotros un negro borracho y bembón, vociferando:
– ¡En Mazorra están los locos! ¡En Mazorra están los locos!
Cuando escuché la palabra Mazorra me espanté. ¿Cómo era posible, pensé, que un desconocido se acercara y precisamente hablara de lo que más me preocupa?
Literatura
Querido hermano Leandro:
Nuestra literatura adolece de mojigatería. Siempre ha temido tocar notas prohibidas que otras literaturas han tocado. Ello es el fruto de una mente nacional colonizada, unas veces por la economía, y otras, como en esta época, por la política. Pero yo, por sentirme ciudadano del mundo, escribiré lo que más me plazca.