Antonio José Ponte sobre Accidente, de Juan Abreu

ARREGLOS DE MUERTE

Revista Encuentro

Un Pontiac de 1956 y una viandante septuagenaria son los personajes para el accidente del cual se ocupa este libro. La mujer, que perderá la vida, carga lo que en Miami llaman una libra de pan cubano. Lleva húmedo el pelo, recién salida de la ducha y del mercado. Es viuda y su familia se extiende hasta tres hijos cuarentones y dos nietos, más las nueras

Los tres hijos escriben novelas y dedican las reuniones familiares a leer en voz alta sus obras, a discutirlas, a fantasear acerca de ellas. De tanto en tanto, la madre abandona los enredos de Vidas tronchadas, telenovela cuya trama sigue, para meter baza. En alguna revista ha leído que los editores rechazaron la novela de Marcel Proust y tuvo él mismo que costearse una primera edición. (El dato, aún sin haber leído página de Proust, le sirve para jalear a sus muchachos).

Asiste en primera fila a la presentación de un libro de su primogénito y a la hora del brindis discurre sobre las excelencias de la obra y sobre la precocidad literaria de su autor. Recala con toda la familia en el restaurante Versailles donde, entre dos mordidas a su sandwich cubano, anuncia a sus hijos escritores: “Ustedes lo que necesitan es un Gran Tema”.

A ella va a tocarle dictaminar y cubrir esa necesidad, ya que en otra reunión de familia pedirá que, a su muerte, los tres se unan para escribir un libro que la tenga como protagonista. “No una cosa lloriqueante diciendo mentiras de lo buena que yo era y todo eso”, les advierte. “Tres hermanos escritores unidos en un libro sobre la pérdida de la madre. ¡Eso es un Gran Tema! ¡Nadie se atreverá a ignorarlos nunca más!”. (Los hermanos prometen cumplir tal deseo y libro semejante, si no ese mismo existe bajo el título Habanera fue, compuesto por los tres Abreu).

Testigo de las reuniones literarias de sus descendientes, la madre diagnostica en ellos la falta de un tema relevante y hará coincidir su desaparición futura con el tema buscado. (Nada más proustiano. Para colmo, alcanza su muerte en un episodio de revisitación obsesiva, muere como la Albertine de Proust). Lo mismo que el pelícano en la imaginación emblemática y alquímica, la figura materna de Accidente se abre el cuerpo a picotazos para dar de beber sangre suya a sus pichones.

La literatura cubana tiene, en materia de madres, un polo en la figura devoradora, capaz de denunciar políticamente a su propia descendencia encontraba en Reinaldo Arenas, y polo contrario en la paridora de vida y de sentido que escribiera varias veces José Lezama Lima. Más cercano en temperamento al primero de esos dos autores (_Accidente_ se abre con un epígrafe de Sófocles y otro de Arenas), Juan Abreu ha escrito una madre que podría aparejarse a la Doña Rialta o a la madre de Oppiano Licario en Paradiso. Aunque menos belcantista, la escrita por Abreu no deja de entonar aria de valor casandriano: por la madre canta el Destino.

Rialta a su hijo José Cemí en Paradiso: “No rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil. Hay el peligro que enfrentamos como una sustitución, hay también los peligros que intentan los enfermos, ese es el peligro que no engendra ningún nacimiento en nosotros, el peligro sin epifanía. Pero cuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro, aunque su existencia haya sido silenciosa, aunque la sucesión de su oleaje haya sido manso, sabe que ese día que le ha sido asignado para transfigurarse, verá, no los peces dentro del fluir, lunarejos en la movilidad, sino los peces en la canasta estelar de la eternidad”.

Luz, la madre de Accidente, al despedirse de uno de sus hijos: “Hijo (...) en la vida se puede ser cualquier cosa menos un mierda. Serán tres años duros, pero todo pasa; compórtese como una persona decente. No importa que todo el mundo a su alrededor actúe como un mierda. No hay nada malo en ser diferente. Usted limítese a no ser un mierda”.

El narrador lezamiano sobre las palabras de Rialta: ” Sé que esas son las palabras más hermosas que Cemí oyó en su vida, después de las que leyó en los evangelios…”.

Y quien narra Accidente: “cuando hablaban de filosofía, mencionaban siempre (como momento cúspide de la historia de esa disciplina) las palabras de Luz, enunciadas cuando Lucas tenía diecisiete años, en ocasión de la partida de éste al servicio Militar Obligatorio”.

Luz muere atropellada, la mujer al timón del Pontiac del 56 sale del juicio con sanciones muy leves, y uno de los hijos de la muerta considera que corresponde a él hacer justicia. Las dos secciones más extensas de este libro cuentan el camino a la muerte de Luz y la venganza perpetrada por su hijo: el secuestro de la conductora del Pontiac, su encierro en un sótano donde el vengador emprenderá en paralelo la mortificación de la mujer hasta la muerte y un retrato del cuerpo sometido a torturas. (Cuando hunde las manos en las heridas de la mujer encuentra los latidos de los órganos “y tiene casi la certeza de estar conectado, mediante aquel agujero, con un espacio inmenso, con otra geografía. A veces ese espacio resulta casi familiar. Digamos que es el patio de la casa de su niñez. O la calle del barrio, por la que corre junto a una manada de muchachos”. Hannibal Lecter diluye en tila la dulzura de una magdalena).

Si la muerte de la madre va a provocar un libro, el asesinato ritual de su asesina arrojará obra pictórica. Un epílogo noticia que luego de fallecido el pintor torturador, descubiertos en su sótano un cuadro y un esqueleto, el Museo de Arte Moderno de New York tuvo a bien adquirir aquella pintura, que tomaría el nombre de una inscripción hallada en la pared del sótano: “Accidente”

Accidente, el libro, habría sido obra muy cumplida si su autor se hubiese conformado con las dos secciones reseñadas hasta aquí. Lamentablemente, unas treinta páginas las anteceden para postergar la historia. “Un cuento”, “Cumpleaños” y “Tarde morada” son piezas que estarían bien dentro de una compilación de cuentos. Ubicadas al comienzo del libro, sería lamentable que lograran disuadir al lector a adentrarse la bien trabada historia que las sigue.

En Gimanasio. Emanaciones de una rutina (Poliedro, 2002), Juan Abreu narraba la espera por la muerte de un padre. Del gimnasio al sótano de torturas, aunque sin llegar a la altura de aquel libro, emprende aquí los trabajos de luto por una madre. Retratada alguna vez por el hijo pintor, el retrato de la madre pudo haberse atribuido (se nos dice) a Velázquez, a Goya, a Ingres o a Lucien Freud. Terminará, sin embargo, destruido por el propio autor, borrado por la aplicación de una gruesa capa de rojo. Uno estaría tentado a comparar sus brochazos aniquiladores con las piezas iniciales de Accidente. Pero, afortunadamente, estas no alcanzan a borrar la figura que Abreu ha conseguido, comparable a la del whistleriano Retrato de la madre del artista num. 2 de Arístides Fernández colgado en el Museo de Bellas Artes en La Habana.