Damos inicio este fin de semana a la columnata de Orlando Luis (con pródromo, como él gusta llamarle, y primera entrega), que todos los lunes tendrá un espacio fijo en fogonero emergente
Almacén de ociosos. Almas zen ociosas. No las que disfrutan del ocio, sino las que lo sobrellevan como tortura y tedio. Disciplina del ocio, oficio del ocio, rutina del ocio, bodrio del ocio, tiranía del ocio social. Ocio odioso.
Al almacén de ociosos van a parar los que sobran, los remanentes, los restos, el debris. Piezas que no encajan porque se quedaron fuera del jueguito de un mapa. Sin escala, directo al almacén de andariveles y demás cacharrería menor. Poética del parche y arte del desastre. Incubadora pornográficamente política de un museíto posproletario que no tiene ya nada en exhibición. Ni tampoco nada que perder, excepto su absoluto Estado de Ociosidad.
Y todavía, en ese golpe de vacío, las muescas clínicas de una escritura: muecas del títere que tirita bajo el demasiado sol tropical.
Y todavía, desde esa campana muda de aburrimiento, el acto de resistir grafomaniacamente a nuestra insultante insulsez insular: ejercicio peripatético contra la desmemoria incivil-colectiva y el displacer anarco-privado.
Sombras de sobras de una debrolución almacenada sin taxidermia ni plusvalía ni la ilusión de una utopía tupida.
Ocio óseo de un oso fósil y fracturado, condenado a la siesta innombrable que es no-ser en este eterno verano.
Ocio de zoocialismo ontológico: el sitio en que tan peor se está.
Ocio de almacenaje: por una clíniteratura limítrofe que delira desde el delito de su deleite.
El almacén de ociosos como telonera imagen e imposibilidad.