Recuerdo vagamente la mofa de Nicolás Guillén, delicioso negro choteomunista que, en uno de sus peores momentos como poeta, y acaso prediciendo que sería también un negro el primer cosmonauta cubano, declamó socarronamente que, en efecto, allá arriba dios habitaba en su butacón, pero –¡ay!– ya era sólo un butacón vacío.
Hace unos días esta imagen ha vuelto a mí como un bofetón.
Ha vuelto en pleno inicio retardado de nuestro siglo XXI local.
Ha vuelto mientras caminaba huyuyo por las calles dominicales de una ciudad donde hasta el periódico Juventud Rebelde –subtitulado "el diario de la juventud cubana"– se atreve a publicar en primera plana el titular: Nuestra decisión "CUBA POSTCASTRO" (domingo 24 de febrero de 2008, Año 50 de la Revolución).
Ha vuelto mientras yo pienso que a mi generación no le alcanzó el tiempo ni el aliento para narrar la novela histórica de nuestra generación. Ni tuvo cojones estéticos para intentarlo tampoco.
En Centro Habana –léase, Contra Habana–, trastabillando por las callejas y cubiles del barrio marginal donde sigue (en)clavado nuestro Capitolio, republicana réplica que sobrepasó al de Washington DC por unos chovinistas centímetros, yo reparé en otro de esos butacones vacíos que ya no es necesario ubicar socarronamente en el espacio exterior.
La cosa es ahora y aquí.
Y ya no es necesario ubicarlo tan lejos porque ahora y aquí todos, poetas y lectores de poesía, negros y blancos y demás colores derretidos por los calores de este inviernito, choteomunistas y locosmonautas, revendedores y adictos al Juventud Rebelde dominical –tara genética que me legó mi padre–, ahora y aquí ya todos estamos sentados sobre una bomba de vacío terminal (que en chino popular se pronuncia boom-tá-kong).
Yo tenía conmigo ese día una camarita Samsung de 4.2 megapíxeles, reliquia de la paleohistoria digital de este planeta, y por pura inercia o energumia, decidí tomarle una foto al objeto. Mi hallazgo era, por supuesto, un butacón vacío, mueble cacharreramente NicolásGuilleniano y, por extensión, ArnaldoTamayista, que es el nombre del primer cubano que voló en el programa Interkosmos hasta el otro butacón de allá arriba: el deshabitado más que dioshabitado.
Chas. Disparé. Tomé una sola perspectiva frontal, tampoco necesitaba complicarme más. Así que apenas si acomodé en el fondo al exoesqueleto civil de aquel edificio hueco: crucigrama sin clave para rearmar la ubre inurbana de nuestra ciudad o cadáver o ciudáver.
Ya con el butacón centrohabanero –léase, contrahabanero– grabado en mi memoria risible de 128 MB, pasé el resto del día mucho más animado. A cada instante yo prendía la Samsung sólo para verificar que el archivo todavía estaba allí, imagen e imposibilidad del dinosaurio de Monterroso. O, mejor aún, del desastre de un Monterruso devenido Monterraso dos decadentes décadas atrás, cuando el mundo se quedó mudo por el derrumbe estilo dominó que sólo a Cuba dejó en pie, a pie: sin plumas, pero redactando.
Como ahora yo. Me niego a negarlo. No quiero.
Y la verdad es que me gustó narrar esa foto, incluidos su contexto y su simbolismo post-post. No sé qué pueda ser, pero hay algo ahí dentro que se me conecta enseguida con el imaginario del e-zine de escritura irregular The Revolution Evening Post, hecho por mí y por otros dos escritores queridos: Jorge Enrique Lage y Ahmel Echevarría Peré.
Y me gusta incluso narrar mi propia prosa de prisa, gaguerismo guerrillero antes que guilleniano, pura prestidigitación de tramoyista antes que de tamayista. Una prosita redacted al aire preso de La Cerrada Habana, mientras oigo en mi Walkman (disculpen el anacronismo) un cassette del grupo Habana Abierta: tal vez los primeros cubanos en describir clínicamente nuestro síndrome de la ilusión del cosmonauta...
En cualquier caso, ese último domingo de febrero, mientras Fidel exigía no ser llamado más Comandante de nada sino Compañero de todos, yo me sentía en mi patria como un foragido o un exiliado total. Y no era para menos, con aquella primera plana del periódico Juventud Rebelde bajo del brazo, oyendo en mis audífonos un divino guión en tiempo de rockasón con timba y, en mi tarjeta, aquel encuadre salvado como jpg de baja resolución o acaso en el formato de una revolución en baja, en sálvese quién pueda.
Finalmente, cogí la ruta 23 de las 8 PM hasta mi barrida barriada de Lawton. Era de marca Yutong, por supuesto Made In China Popular, como todos los ómnibus desde hace meses. A los pocos minutos, desembarqué en mi casona de tablas de inicios del siglo XX, galeón sin galones escorado en el número 125 de la calle Fonts, en la esquina donde muere la curva de Beales.
Como de costumbre, mi madre ya cabeceaba de cara al televisor ex-soviético: un Elektrón-216 que pesa como un fósil de mamut siberiano. Un bigotudo locutor narraba las buenas nuevas nacionales desde el noticiero estelar. La imagen de referencia era mil veces más elocuente que la obtenida por mi obsoleta Samsung. Así que bien podía ir borrando confiadamente mi paisajito lunar, pues la exclusiva de ese domingo 24 la tenían los cuatro canales de la televisión nacional.
Sentí como un bofetón en cada mejilla. No había nada que hacer. Sé que suena a consuelo, pero por lo menos no tuve que poner la otra mejilla. Sonreí, como tú sonríes ahora. Y es que ese ha sido mi fatum desde niño: sonreir como tú sonríes ahora al descubrir que otra vez he llegado literalmente tarde para narrar.
En efecto, aquel reportaje visualmente era un cubazo de agua fría mucho más punzante que mi solitaria fotofija. Dentro de la pantalla en blanco y negro, en la instancia más o menos equivalente a lo que sería nuestro Parlamento Nacional, las cámaras de la TVC se regodeaban en el asiento que siempre había ocupado el Comandante Fidel, durante las maratónicas sesiones de este alto órgano de gobierno. El puesto quedaba ahora unánimemente reservado en honor al Compañero Fidel, lo que en la práctica significaba que en aquel vacío nadie nunca se volvería a sentar: de pronto se me hacía casi tangible el eco hueco de tantos y tantos discursos, si no redactados por lo menos sí dictados allí.
Así que podía tragarme mi fotico. O, más patético aún: publicarla gratis en el peor blog.
Yo estaba bloqueado. En blanco.
En fin, sé que suena a consuelo, pero contemplar y contar los cabeceos cíclicos de mi madre sobre su sillón, por lo menos puso algo en marcha en mi cerebelo.
Pensé que mi narración, también, todavía estaba allí. Era sólo cuestión de violentar un poco la arqueología. Y para empezar pensé entonces, por supuesto, en la magnífica ironía de dios, acaso empeñado en reforestar a Cuba aquí abajo con un ejército de butacones deshabitados, que –¡ay!– serían sólo eso por los siglos de los siglos y hasta el fin de los tiempos: Butacones Vacíos, S.A. (iconos por excelencia de una sociedad cada vez más apócrifa).
Cubansummatum est.