Juan Abreu
En el expediente 8-9 ( enero-junio de 2005) de cacharro(s), presentamos un inédito de Juan Abreu, junto a un cuento y un fragmento de novela ya publicados, y cedidos en aquel entonces por su autor a nuestra revista. Reproducimos aquí los tres textos.
AmanteComandante
En el centro de la plaza adoquinada se halla la jaula. Recortándose contra el cielo. Cerca, del otro lado del muro carcomido, el mar. En avanzado estado de putrefacción. Una gruesa capa de grasa aplana las olas. El hedor. Islotes de espuma química. Un grupo de niños se divierte lanzando ratas muertas, diversas inmundicias a través de los barrotes.
La basura forma promontorios desarticulados, renqueantes. Basura arrastrada por la hirviente brisa. Latas herrumbosas. Máquinas destripadas. Esqueletos metálicos. Rastrojos al viento. Como banderas.
De la ciudad escapan sonidos apagados: eructos, pústulas maduras que estallan.
La degradación flota como neblina matinal.
Realidad Grotesca Categoría NZ378-SigloXX (Típica).
Guntaar está habituado a ella.
No necesita someterse a sesiones de aclimatamiento. Forma parte de la excitante realidad de AmanteComandante. La necesita para alcanzar el Climax de Entretenimiento Sexual Plus.
La idea de la jaula provenía de la novela de un escritor olvidado. Nadie en la isla sería capaz de recordar su nombre, o el título de una de sus obras desaparecidas con la lectura; sin embargo, la imagen del dictador encerrado en una jaula como epílogo a su derrocamiento, permaneció en el imaginario colectivo y cuando llegó el momento, afloró en medio de un discurso del nuevo Líder. Del nuevo Libertador.
AmanteComandante, mucho tiempo atrás, había sido el dictador de aquella isla. El Amo absoluto de vidas y haciendas. De destinos y futuros. Pero ya no era más que una especie de momia polvorienta enterrada entre barrotes, una curiosidad de la que pocos recordaban el papel que desempeñara en la historia del país, y a la que nadie daba importancia.
Salvo Guntaar.
Para este seguía teniendo una importancia fundamental. El camino hacia la Semejanza pasaba por un elevado nivel de Entretenimiento Sexual y de Entretenimiento Total General. Y AmanteComandante resultaba una excelente fuente de ambas cosas.
Guntaar lo encontró justo cuando comenzaron sus viajes al pasado, poco después de descubrir su afición sexual por los dictadores; en la lejana época de los Masturbadores Colectivos. Solía aparecer mientras el gobernante contemplaba el fusilamiento de uno de sus enemigos, o de algún infeliz que deseaba escapar de su control a bordo de una destartalada embarcación. Ejecuciones que ordenaba grabar para disfrutarlas con calma no exenta de pulsión erótica, en su mansión situada en las afueras de la depauperada capital. Centro neurálgico del país en ruinas.
Ahí está.
Instalado en un mullido butacón acaricia su precaria erección. Mano temblorosa, respiración agitada, llena de baches. Se abre la bata: piel muy blanca, ajada, manchas marrón, unos pocos pelos canosos en el pecho. Pezones perrunos, colgantes. Vello púbico gris. Moja el glande con saliva para facilitar la fricción. Uñas largas y cuidadas. Manos delicadas, de mujer. Se hace la paja con dos dedos como los niños. En la pantalla de la caja grotesca el hombre cae roto: humo en los agujeros del pecho, ruido como de charcos apedreados.
Ahí está.
A partir de entonces nació una relación muy especial entre el viajero del futuro y el hombre fuerte de la isla. Para el primero gratificación suprema, para el segundo martirio inenarrable. Sólo con el dictador Guntaar alcanzaba el Climax de Entretenimiento Sexual Total, y luego el CEST + PLUS. La sagrada: la satisfacción que lo aproximaba a la Semejanza. De ahí que regresara una y otra vez al pasado, a aquella islita insignificante y paupérrima. Condenada a desaparecer.
Con el propósito de enriquecer su disfrute, Guntaar se interesó por los acontecimientos remotos que habían llevado al anciano, cuando aquello un apuesto joven, al poder. Viajó por las diferentes etapas de su gobierno que duró casi un siglo. Y, cuando, por azar (que en aquellos tiempos existía y jugaba un papel trascendente en el destino de la especie), durante una de sus visitas el anciano murió de un infarto provocado por las embestidas de la enorme verga de Guntaar, este lo transportó al Futuro, sustituyó su deteriorado corazón por uno virtualcarnal e instaló en su organismo un nanoequipo médico que se encargara de mantenerlo en buen estado de salud. Concluida la resucitación lo devolvió a la isla, donde nadie se enteró de su fallecimiento.
Así Guntaar tuvo asegurado su CEST + PLUS por otro largo período y mantuvo su ritmo ascendente en la Escala de Consumo y en la Escala de Semejanza.
Guntaar podría haber trasladado al viejo al Futuro. O creado una reproducción virtualcarnal de este, que sería mucho mejor que el original, pero nunca quiso hacerlo. Había algo especial en la degradada antigua realidad de la que estaba hecho el anciano, en sus costumbres y su entorno, que lo excitaba especialmente.
Aquel horror era la fuente de su placer.
Las visitas de Guntaar cambiaron la conducta, y la vida del dictador. Pensó que sufría ataques de locura durante los cuales imaginaba que un hombre joven, que en su mente ostentaba una definición y una textura de una riqueza imposible, lo violaba repetidamente. Pero luego tuvo que admitir que se trataba de algo mucho más terrorífico e incomprensible que una pesadilla o un ataque de locura. Aquel hombre venía de otro mundo desde el cual era posible controlar su realidad y en cuanto aparecía él quedaba a merced de sus depravados apetitos. Reducido a inerme espectador de lo que hacían con su cuerpo. Incapaz de defenderse. Los primeros meses, el primer año, significaron una tortura que estuvo a punto de hacerle perder la razón. Pero, llegó el momento en que el Comandante, que jamás hizo a nadie partícipe de su secreto, porque nadie lo hubiera creído, pero sobre todo porque eso hubiera destruido la imagen de macho invencible en la que descansaba su poder, se resignó a su suerte y cooperaba con el misterioso violador para que sus visitas resultaran lo más breves posible.
Contra aquel ser todopoderoso nada podía, a pesar de ser el Amo del país, el hombre ante el cual todos se inclinaban despavoridos; pero sus súbditos pagaron por las humillaciones que padecía en silencio con mayores cotas de fanatismo, represión, planes enloquecidos que equivalían a mayores niveles de esclavitud, cárcel y paredones.
Con el paso del tiempo, las visitas de Guntaar se hicieron cada vez más frecuentes. Sus relaciones sexuales se limitaron exclusivamente a las que mantenía con AmanteComandante. Renunció a Franco, Pinochet, Stalin, Hitler, Lenin y a Hugo Chavez. Sentía una ternura extraña hacia aquel cuerpo huesudo, carcomido, aterrorizado por su presencia, permanentemente envuelto en un uniforme blindado.
Sin embargo, cuando una revuelta militar por fin desalojó del poder al Comandante, Guntaar no intervino. Hubiera sido fácil descabezar la conspiración. Pero se mantuvo al margen, en parte porque aquellas actividades no le hubieran proporcionado Entretenimiento alguno, y en parte porque lo sucedido no alteraba su acceso al objeto de sus atenciones eróticas. Que era cuanto le importaba. Mientras la vida de AmanteComandante no corriera peligro no tenía por qué intervenir.
Cuando el nuevo Amo y el pueblo se cansaron de celebrar la caída del régimen destrozando los pocos edificos que quedaban en pie, el Comandante fue encerrado en la jaula, y colocado en un parque cerca del mar. El castigo impuesto por el nuevo Dictador al antiguo Dictador, aquel pueblo envilecido no toleraba otra forma de gobierno, y aprobado a gritos por una muchedumbre entusiasta en la plaza pública, consistía, además del encarcelamiento perpetuo, en hacerle escuchar sus estúpidos discursos perennemente. Unos altavoces situados en las cuatro esquinas de la jaula voceaban las veinticuatro horas del día. El arsenal era prácticamente inagotable. AmanteComandante, en sus noventa años de gobierno habia pronunciado miles de discursos de diez, doce, quince horas de duración.
Si algo, al margen de su brutalidad y sanguinario carácter, distinguía al otrora Líder Inconstestable, era su incontinencia verbal.
Los discursos, que todos habían tenido que escuchar obligatoriamente y que jugaron un papel fundamental en el embrutecimiento y subhumanización colectivas, alejaron a las multitudes, que pronto se aburrieron de burlarse y humillar a quien antes adoraban como un dios. Por otra parte, el nuevo Dictador determinó cambiar la capital del país al extremo oriental de la isla. La antigua capital, ya en ruinas, cayó en el olvido y pasó a ser un lugar prácticamente deshabitado. Una especie de basurero descomunal.
Pavorosa ausencia de Entretenimiento y Consumo. Espeluznante ausencia de Dios Nuestro Señor. Vulgaridad y aburrimiento máximos que presagiaban el justo destino que aguardaba a la isla.
Al principio, Guntaar realizó sus visitas, durante las cuales sometía al anciano a toda suerte de excesos, durante la madrugada, cuando no había apenas espectadores o el parque estaba vacío. Pero más tarde comenzó a disfrutar de tener público, aunque fuese escaso. Por lo que se presentaba a cualquier hora del día.
Todos creyeron que se trataba de un sofisticado plan concebido por el Nuevo Dictador. Nuevas muchedumbres, enjambres de niños pandilleros, vagabundos, mendigos y la más variada escoria arribaron al parque atraídos por el espectáculo. A veces era tanta la cantidad de porquería arrojada dentro de la jaula, que sepultaba a AmanteComandante. En varias ocasiones estuvo a punto de asfixiarse. Los infantes, con especial saña, subían a la jaula y defecaban sobre él. Hacian apuestas. Triunfaba quien le acertara en la cabeza con sus cagarros. Pero pronto esto también pasó de moda y sólo un grupo de ancianos nostálgicos excompañeros del Comandante que soñaban con devolverlo al Poder, y alguna que otra banda de pequeños bandoleros que proliferaban por todo el país dedicándose al crimen y al pillaje, se acercaba al olvidado parque y al olvidado tirano.
Curiosamente, ninguna de las innumerables víctimas del Comandante se atrevía a ajusticiarlo y de esa manera vengar sus crímenes. El Nuevo Dictador había prohibido hacerlo.
Aquellas bestias definitivamente domesticadas, concluyó Guntaar, eran ya incapaces de cualquier acto de elemental decencia. Solo podían existir como esclavos obedientes.
Guntaar se encargaba de que AmanteComandante no muriera. Le proporcionaba alimentos, lo conservaba como a un bien preciado. Actualizaba y reforzaba, periódicamente, el equipo de nanomédicos. Pero no evitaba su deterioro físico y mental, salvo para que se mantuviera capaz de servir de Amante. La decadencia del cuerpo, su condición muriente, la vileza de la vejez funcionaban como acicate sexual. Exteriormente, el anciano daba muestras de una senilidad extrema. Encorvado. Frágil. La cabeza calva, averrugada, que se obstinaba en cubrir con una mugrienta gorra color verdeolivo, la piel escoriada, cuadriculada, transparente, plagada de ezcemas, psoriasis, diversos melanomas; las articulaciones rígidas, las piernas hinchadas y varicosas. Sin embargo, por dentro, su organismo se hallaba en bastante buen estado gracias a los cuidados del equipo nanomédico que, aunque trabajaba en una naturaleza inferior, obtenía excelentes resultados.
El aspecto del ExComandante resultaba repelente, pero esto excitaba cada vez en mayor medida a Guntaar. Y llevaba a cotas apoteósicas la riqueza y profundidad el Entretenimiento Sexual Total que alcanzaba.
Todo es juego, Entretenimiento, palabra de Dios.
Cuando Guntaar aparece dentro de la jaula, los chiquillos vitorean. Viejos desdentados hacen muecas entusiastas. Cuchichean. Raquíticos, ojerosos. Rotos. Harapos meneados por el viento. Rostros mugrientos. Pestilencias provenientes de la ciudad: vertedero habitado por ratas hombres y niños ratas.
El anciano está vestido con su característico uniforme militar. La triangular insignia negra y roja destaca en sus hombros. La canosa barba enmarca el enjuto rostro manchado. Todo es tan vulgar, tan tosco, parece estar tan a punto de desintegrarse, de terminar, que a Guntaar se le pone dura en un instante.
¿Por qué aquel ser repugnante, de nalgas fláccidas, espiritualmente sucio y primitivo lo hace alcanzar soberbios niveles de Entretenimiento? Misterio. Voluntad de Dios Nuestro Señor.
Santísimo sea, alabado sea.
Frente al parque, la ciudad en ruinas se sumerge en la oscuridad. Un pájaro maltrecho huye de sus hambrientos perseguidores. Nubes de alimañas se deslizan entre las sombras. Olas ácidas salpican el muro. El cielo casi verde, verde de Prusia. Pronto la isla sera convertida en basurero de Tierra Firme y sus habitantes exterminados según el Plan de Reorden Mundial aprobado durante las ya cercanas Guerras del Reorden.
Garbageland.
Guntaar hace que la cabeza de AmanteComandante apunte hacia el público. Las nalgas blancas como panza de un pez resaltan en la semioscuridad. El rostro contra los barrotes. La descomunal verga busca el agujero. Escarba. Mide cuarenta centímetros y es una maravilla virtualcarnal digna del mejor Entretenimiento. Su dueño, orgulloso, la muestra a los espectadores antes de comenzar. El hermoso, perfecto cuerpo del visitante provisto de una luz interior. Efectos secundarios de la superposición temporal, de la realidad futura controlando. Aplausos, chillidos, vitoreos. Agarrones y patadas. Relinchos. Berridos. El equipo nanomédico se concentra en el area listo para reparar los desgarros, las hemorragias internas y los traumas intestinales.
La experiencia le ha enseñado que meterla de golpe constituye una garantía de Entretenimiento Sexual Total. Eso hace. La maravillosa verga taladra, abriéndose paso en el sanguinolento interior de AmanteComandante. Se mantiene incontaminada gracias a su naturaleza virtualcarnal. El cuerpo del viejo uniformado va a derrumbarse pero Guntaar lo mantiene en la posición ideal. Máxima penetración. Máximo Entretenimiento. Máximo EntreteneDisfrute. Las destartaladas botas de combate del ExDictador golpean el suelo de la jaula produciendo un sonido rítmico, como de tambores de circo. Sus gritos cascados, sus mujidos, son coreados por el público hasta conseguir una especie de melodía paralela. La maravillosa verga entra y sale enrojecida provocando un goteo contínuo. El sonido de la pelvis de Guntaar contra los pellejos blancos se acopla a los ruidos acompañantes. La velocidad aumenta a medida que Guntaar se aproximaba al Climax de Entretenimiento Sexual + PLUS. El coro acelera a su vez. Los niños, aferrados a los barrotes chillan con los rostros transfigurados, poseídos por una especie de alegría devoradora. Todo desborda primitivez y zafiedad. Chocarrería y ordinariez. Insignificancia y ramplonería. Guntaar cierra los ojos para demorar un poco más el placer. La visión de la suciedad, el perfil podrido de la ciudad, los bestializados rostros de los niños, el clamor del público, la escoria danzante, lo llevaban irremisiblemente al estallido.
Su joven, bellísimo rostro se contrae, supura superioridad, Fe, Eternidad vencedora de la podredumbre.
¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!
Grita al conseguirlo.
Su voz es tan pura que ilumina la plaza, el mar, el cielo, las ruinas.
AmanteComandante
(Capítulo inédito de la novela El Masturbador)
En el centro de la plaza adoquinada se halla la jaula. Recortándose contra el cielo. Cerca, del otro lado del muro carcomido, el mar. En avanzado estado de putrefacción. Una gruesa capa de grasa aplana las olas. El hedor. Islotes de espuma química. Un grupo de niños se divierte lanzando ratas muertas, diversas inmundicias a través de los barrotes.
La basura forma promontorios desarticulados, renqueantes. Basura arrastrada por la hirviente brisa. Latas herrumbosas. Máquinas destripadas. Esqueletos metálicos. Rastrojos al viento. Como banderas.
De la ciudad escapan sonidos apagados: eructos, pústulas maduras que estallan.
La degradación flota como neblina matinal.
Realidad Grotesca Categoría NZ378-SigloXX (Típica).
Guntaar está habituado a ella.
No necesita someterse a sesiones de aclimatamiento. Forma parte de la excitante realidad de AmanteComandante. La necesita para alcanzar el Climax de Entretenimiento Sexual Plus.
La idea de la jaula provenía de la novela de un escritor olvidado. Nadie en la isla sería capaz de recordar su nombre, o el título de una de sus obras desaparecidas con la lectura; sin embargo, la imagen del dictador encerrado en una jaula como epílogo a su derrocamiento, permaneció en el imaginario colectivo y cuando llegó el momento, afloró en medio de un discurso del nuevo Líder. Del nuevo Libertador.
AmanteComandante, mucho tiempo atrás, había sido el dictador de aquella isla. El Amo absoluto de vidas y haciendas. De destinos y futuros. Pero ya no era más que una especie de momia polvorienta enterrada entre barrotes, una curiosidad de la que pocos recordaban el papel que desempeñara en la historia del país, y a la que nadie daba importancia.
Salvo Guntaar.
Para este seguía teniendo una importancia fundamental. El camino hacia la Semejanza pasaba por un elevado nivel de Entretenimiento Sexual y de Entretenimiento Total General. Y AmanteComandante resultaba una excelente fuente de ambas cosas.
Guntaar lo encontró justo cuando comenzaron sus viajes al pasado, poco después de descubrir su afición sexual por los dictadores; en la lejana época de los Masturbadores Colectivos. Solía aparecer mientras el gobernante contemplaba el fusilamiento de uno de sus enemigos, o de algún infeliz que deseaba escapar de su control a bordo de una destartalada embarcación. Ejecuciones que ordenaba grabar para disfrutarlas con calma no exenta de pulsión erótica, en su mansión situada en las afueras de la depauperada capital. Centro neurálgico del país en ruinas.
Ahí está.
Instalado en un mullido butacón acaricia su precaria erección. Mano temblorosa, respiración agitada, llena de baches. Se abre la bata: piel muy blanca, ajada, manchas marrón, unos pocos pelos canosos en el pecho. Pezones perrunos, colgantes. Vello púbico gris. Moja el glande con saliva para facilitar la fricción. Uñas largas y cuidadas. Manos delicadas, de mujer. Se hace la paja con dos dedos como los niños. En la pantalla de la caja grotesca el hombre cae roto: humo en los agujeros del pecho, ruido como de charcos apedreados.
Ahí está.
A partir de entonces nació una relación muy especial entre el viajero del futuro y el hombre fuerte de la isla. Para el primero gratificación suprema, para el segundo martirio inenarrable. Sólo con el dictador Guntaar alcanzaba el Climax de Entretenimiento Sexual Total, y luego el CEST + PLUS. La sagrada: la satisfacción que lo aproximaba a la Semejanza. De ahí que regresara una y otra vez al pasado, a aquella islita insignificante y paupérrima. Condenada a desaparecer.
Con el propósito de enriquecer su disfrute, Guntaar se interesó por los acontecimientos remotos que habían llevado al anciano, cuando aquello un apuesto joven, al poder. Viajó por las diferentes etapas de su gobierno que duró casi un siglo. Y, cuando, por azar (que en aquellos tiempos existía y jugaba un papel trascendente en el destino de la especie), durante una de sus visitas el anciano murió de un infarto provocado por las embestidas de la enorme verga de Guntaar, este lo transportó al Futuro, sustituyó su deteriorado corazón por uno virtualcarnal e instaló en su organismo un nanoequipo médico que se encargara de mantenerlo en buen estado de salud. Concluida la resucitación lo devolvió a la isla, donde nadie se enteró de su fallecimiento.
Así Guntaar tuvo asegurado su CEST + PLUS por otro largo período y mantuvo su ritmo ascendente en la Escala de Consumo y en la Escala de Semejanza.
Guntaar podría haber trasladado al viejo al Futuro. O creado una reproducción virtualcarnal de este, que sería mucho mejor que el original, pero nunca quiso hacerlo. Había algo especial en la degradada antigua realidad de la que estaba hecho el anciano, en sus costumbres y su entorno, que lo excitaba especialmente.
Aquel horror era la fuente de su placer.
Las visitas de Guntaar cambiaron la conducta, y la vida del dictador. Pensó que sufría ataques de locura durante los cuales imaginaba que un hombre joven, que en su mente ostentaba una definición y una textura de una riqueza imposible, lo violaba repetidamente. Pero luego tuvo que admitir que se trataba de algo mucho más terrorífico e incomprensible que una pesadilla o un ataque de locura. Aquel hombre venía de otro mundo desde el cual era posible controlar su realidad y en cuanto aparecía él quedaba a merced de sus depravados apetitos. Reducido a inerme espectador de lo que hacían con su cuerpo. Incapaz de defenderse. Los primeros meses, el primer año, significaron una tortura que estuvo a punto de hacerle perder la razón. Pero, llegó el momento en que el Comandante, que jamás hizo a nadie partícipe de su secreto, porque nadie lo hubiera creído, pero sobre todo porque eso hubiera destruido la imagen de macho invencible en la que descansaba su poder, se resignó a su suerte y cooperaba con el misterioso violador para que sus visitas resultaran lo más breves posible.
Contra aquel ser todopoderoso nada podía, a pesar de ser el Amo del país, el hombre ante el cual todos se inclinaban despavoridos; pero sus súbditos pagaron por las humillaciones que padecía en silencio con mayores cotas de fanatismo, represión, planes enloquecidos que equivalían a mayores niveles de esclavitud, cárcel y paredones.
Con el paso del tiempo, las visitas de Guntaar se hicieron cada vez más frecuentes. Sus relaciones sexuales se limitaron exclusivamente a las que mantenía con AmanteComandante. Renunció a Franco, Pinochet, Stalin, Hitler, Lenin y a Hugo Chavez. Sentía una ternura extraña hacia aquel cuerpo huesudo, carcomido, aterrorizado por su presencia, permanentemente envuelto en un uniforme blindado.
Sin embargo, cuando una revuelta militar por fin desalojó del poder al Comandante, Guntaar no intervino. Hubiera sido fácil descabezar la conspiración. Pero se mantuvo al margen, en parte porque aquellas actividades no le hubieran proporcionado Entretenimiento alguno, y en parte porque lo sucedido no alteraba su acceso al objeto de sus atenciones eróticas. Que era cuanto le importaba. Mientras la vida de AmanteComandante no corriera peligro no tenía por qué intervenir.
Cuando el nuevo Amo y el pueblo se cansaron de celebrar la caída del régimen destrozando los pocos edificos que quedaban en pie, el Comandante fue encerrado en la jaula, y colocado en un parque cerca del mar. El castigo impuesto por el nuevo Dictador al antiguo Dictador, aquel pueblo envilecido no toleraba otra forma de gobierno, y aprobado a gritos por una muchedumbre entusiasta en la plaza pública, consistía, además del encarcelamiento perpetuo, en hacerle escuchar sus estúpidos discursos perennemente. Unos altavoces situados en las cuatro esquinas de la jaula voceaban las veinticuatro horas del día. El arsenal era prácticamente inagotable. AmanteComandante, en sus noventa años de gobierno habia pronunciado miles de discursos de diez, doce, quince horas de duración.
Si algo, al margen de su brutalidad y sanguinario carácter, distinguía al otrora Líder Inconstestable, era su incontinencia verbal.
Los discursos, que todos habían tenido que escuchar obligatoriamente y que jugaron un papel fundamental en el embrutecimiento y subhumanización colectivas, alejaron a las multitudes, que pronto se aburrieron de burlarse y humillar a quien antes adoraban como un dios. Por otra parte, el nuevo Dictador determinó cambiar la capital del país al extremo oriental de la isla. La antigua capital, ya en ruinas, cayó en el olvido y pasó a ser un lugar prácticamente deshabitado. Una especie de basurero descomunal.
Pavorosa ausencia de Entretenimiento y Consumo. Espeluznante ausencia de Dios Nuestro Señor. Vulgaridad y aburrimiento máximos que presagiaban el justo destino que aguardaba a la isla.
Al principio, Guntaar realizó sus visitas, durante las cuales sometía al anciano a toda suerte de excesos, durante la madrugada, cuando no había apenas espectadores o el parque estaba vacío. Pero más tarde comenzó a disfrutar de tener público, aunque fuese escaso. Por lo que se presentaba a cualquier hora del día.
Todos creyeron que se trataba de un sofisticado plan concebido por el Nuevo Dictador. Nuevas muchedumbres, enjambres de niños pandilleros, vagabundos, mendigos y la más variada escoria arribaron al parque atraídos por el espectáculo. A veces era tanta la cantidad de porquería arrojada dentro de la jaula, que sepultaba a AmanteComandante. En varias ocasiones estuvo a punto de asfixiarse. Los infantes, con especial saña, subían a la jaula y defecaban sobre él. Hacian apuestas. Triunfaba quien le acertara en la cabeza con sus cagarros. Pero pronto esto también pasó de moda y sólo un grupo de ancianos nostálgicos excompañeros del Comandante que soñaban con devolverlo al Poder, y alguna que otra banda de pequeños bandoleros que proliferaban por todo el país dedicándose al crimen y al pillaje, se acercaba al olvidado parque y al olvidado tirano.
Curiosamente, ninguna de las innumerables víctimas del Comandante se atrevía a ajusticiarlo y de esa manera vengar sus crímenes. El Nuevo Dictador había prohibido hacerlo.
Aquellas bestias definitivamente domesticadas, concluyó Guntaar, eran ya incapaces de cualquier acto de elemental decencia. Solo podían existir como esclavos obedientes.
Guntaar se encargaba de que AmanteComandante no muriera. Le proporcionaba alimentos, lo conservaba como a un bien preciado. Actualizaba y reforzaba, periódicamente, el equipo de nanomédicos. Pero no evitaba su deterioro físico y mental, salvo para que se mantuviera capaz de servir de Amante. La decadencia del cuerpo, su condición muriente, la vileza de la vejez funcionaban como acicate sexual. Exteriormente, el anciano daba muestras de una senilidad extrema. Encorvado. Frágil. La cabeza calva, averrugada, que se obstinaba en cubrir con una mugrienta gorra color verdeolivo, la piel escoriada, cuadriculada, transparente, plagada de ezcemas, psoriasis, diversos melanomas; las articulaciones rígidas, las piernas hinchadas y varicosas. Sin embargo, por dentro, su organismo se hallaba en bastante buen estado gracias a los cuidados del equipo nanomédico que, aunque trabajaba en una naturaleza inferior, obtenía excelentes resultados.
El aspecto del ExComandante resultaba repelente, pero esto excitaba cada vez en mayor medida a Guntaar. Y llevaba a cotas apoteósicas la riqueza y profundidad el Entretenimiento Sexual Total que alcanzaba.
Todo es juego, Entretenimiento, palabra de Dios.
Cuando Guntaar aparece dentro de la jaula, los chiquillos vitorean. Viejos desdentados hacen muecas entusiastas. Cuchichean. Raquíticos, ojerosos. Rotos. Harapos meneados por el viento. Rostros mugrientos. Pestilencias provenientes de la ciudad: vertedero habitado por ratas hombres y niños ratas.
El anciano está vestido con su característico uniforme militar. La triangular insignia negra y roja destaca en sus hombros. La canosa barba enmarca el enjuto rostro manchado. Todo es tan vulgar, tan tosco, parece estar tan a punto de desintegrarse, de terminar, que a Guntaar se le pone dura en un instante.
¿Por qué aquel ser repugnante, de nalgas fláccidas, espiritualmente sucio y primitivo lo hace alcanzar soberbios niveles de Entretenimiento? Misterio. Voluntad de Dios Nuestro Señor.
Santísimo sea, alabado sea.
Frente al parque, la ciudad en ruinas se sumerge en la oscuridad. Un pájaro maltrecho huye de sus hambrientos perseguidores. Nubes de alimañas se deslizan entre las sombras. Olas ácidas salpican el muro. El cielo casi verde, verde de Prusia. Pronto la isla sera convertida en basurero de Tierra Firme y sus habitantes exterminados según el Plan de Reorden Mundial aprobado durante las ya cercanas Guerras del Reorden.
Garbageland.
Guntaar hace que la cabeza de AmanteComandante apunte hacia el público. Las nalgas blancas como panza de un pez resaltan en la semioscuridad. El rostro contra los barrotes. La descomunal verga busca el agujero. Escarba. Mide cuarenta centímetros y es una maravilla virtualcarnal digna del mejor Entretenimiento. Su dueño, orgulloso, la muestra a los espectadores antes de comenzar. El hermoso, perfecto cuerpo del visitante provisto de una luz interior. Efectos secundarios de la superposición temporal, de la realidad futura controlando. Aplausos, chillidos, vitoreos. Agarrones y patadas. Relinchos. Berridos. El equipo nanomédico se concentra en el area listo para reparar los desgarros, las hemorragias internas y los traumas intestinales.
La experiencia le ha enseñado que meterla de golpe constituye una garantía de Entretenimiento Sexual Total. Eso hace. La maravillosa verga taladra, abriéndose paso en el sanguinolento interior de AmanteComandante. Se mantiene incontaminada gracias a su naturaleza virtualcarnal. El cuerpo del viejo uniformado va a derrumbarse pero Guntaar lo mantiene en la posición ideal. Máxima penetración. Máximo Entretenimiento. Máximo EntreteneDisfrute. Las destartaladas botas de combate del ExDictador golpean el suelo de la jaula produciendo un sonido rítmico, como de tambores de circo. Sus gritos cascados, sus mujidos, son coreados por el público hasta conseguir una especie de melodía paralela. La maravillosa verga entra y sale enrojecida provocando un goteo contínuo. El sonido de la pelvis de Guntaar contra los pellejos blancos se acopla a los ruidos acompañantes. La velocidad aumenta a medida que Guntaar se aproximaba al Climax de Entretenimiento Sexual + PLUS. El coro acelera a su vez. Los niños, aferrados a los barrotes chillan con los rostros transfigurados, poseídos por una especie de alegría devoradora. Todo desborda primitivez y zafiedad. Chocarrería y ordinariez. Insignificancia y ramplonería. Guntaar cierra los ojos para demorar un poco más el placer. La visión de la suciedad, el perfil podrido de la ciudad, los bestializados rostros de los niños, el clamor del público, la escoria danzante, lo llevaban irremisiblemente al estallido.
Su joven, bellísimo rostro se contrae, supura superioridad, Fe, Eternidad vencedora de la podredumbre.
¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!
Grita al conseguirlo.
Su voz es tan pura que ilumina la plaza, el mar, el cielo, las ruinas.
Cinco Cervezas
Y cuanto más intensamente se ha mirado algo,
tanto más se ha alejado uno, lógicamente.
Ver más significa huir más lejos.
Thomas Bernhard
tanto más se ha alejado uno, lógicamente.
Ver más significa huir más lejos.
Thomas Bernhard
Me llamo Gabriel Torres, tengo cuarenta y seis años, y mi cuerpo me avisa. Ignoro como sabe que ha llegado el momento de actuar. Pero lo sabe. Basta que me acerque a niveles intolerables de abyección para que reaccione y me sumerja en un océano de dolor, vómito, fiebre, diarrea, sangramientos. Desde mi más tierna infancia sucede. Mis desesperados padres. No es cierto, lo de la tierna infancia. De un hospital a otro. Es falso ese lugar común de que en la más tierna infancia uno es tierno, puro e inocente. El proceso de envilecimiento se acelera a medida que envejecemos; cierto. Pero no partimos de cero, ni al principio es diferente: se arranca ya del estiércol. De la basura.
Olor a enfermeras.
Es temprano ¿las diez de la mañana? Estoy sentado en mi PatriaBar de la Calle Mallorca, como todos los días, y no existe el mundo mágico de la infancia. El mundo mágico de la infancia es otra invención propiciada por el miedo. Por la endémica pusilanimidad humana. Por nuestra incapacidad para aceptar lo evidente. Eso del árbol de la infancia, la calle de la infancia, el hogar de la infancia, los amigos de la infancia: embustes alimentados por nuestra cobardía. Sin esa y otras invenciones tendríamos que suicidarnos en masa. Necesitamos la ilusión de algo superior (por eso hemos inventado las Historietas de los Dioses), de algo diferente a nosotros (lo que prueba que recónditamente sabemos que somos pura inmundicia), de otra manera enloqueceríamos.
Nos envenenaríamos en masa, nos lanzaríamos por el primer farallón a mano como los indígenas cubanos (los últimos cubanos decentes). Primero los niños, luego las mujeres y por último los guerreros. Como hicieron ellos.
A salvo tras el cristal de mi PatriaBar veo pasar las manadas. Pegatinas de American Express, Visa, Master Card. La Divina Trinidad. El día flota como una sábana recién lavada, condenada a ensuciarse. Olor a café, a leche. A perfumes mañaneros. La naturaleza despliega sus engaños. Sus dulces patrañas. Cambia el semáforo. Tosen los muros. Arenilla. Las palomas devoran un vómito reseco. Pausa. Cuando bebo el primer sorbo aparece.
En ocasiones, pasan largos períodos de tiempo entre uno y otro aviso de mi cuerpo. Otras veces se producen uno detrás de otro. Apremiantes. Están relacionados con el nivel de abyección de mi existencia.
Avisos sin sentido, pues el proceso es irreversible (¿qué consigue sino retrasar lo ineludible?) y al final nos convertimos en la misma mierda que todo el mundo; pero avisos al fin y al cabo. Salvavidas que me lanza mi cuerpo cuando ya estoy a punto de hundirme definitivamente. Cuando estoy a punto de desaparecer, tragado por la porquería.
Gracias.
Lo agradezco.
Cuando miro atrás compruebo que mi vida consiste en el típico y por lo demás normal proceso de envilecimiento continuo, creciente y aniquilador, proceso de renuncia (¿qué es una vida humana sino una impresionante colección de renuncias?); pero, eso sí, jalonado de esfuerzos por destacar, por tener éxito en el “mundo artístico”. Por ser un pintorzuelo o un escritorzuelo. No me conformaba con ser parte de la piara anónima, quería más.
Vive oculto, dijo Epicuro.
No le hice ningún caso.
Tampoco a mi padre: Búscate un trabajo de verdad. Deja la escribidera. No hay nada más deleznable que la lucidez.
Me parece escuchar su voz; llega desde la muerte como un encogimiento de hombros de la eternidad.
Avisos de mi cuerpo: agónicas sirenas de heridos navíos en turbios fondeaderos (como en la cursi pero para mí conmovedora canción interpretada por Pacho Alonso... turbios fondeaderos donde van a recalar... barcos que en el muelle para siempre han de quedar... sombras que se alargan en la noche del dolor... náufragos del mundo que han perdido la ilusión...), campanadas al borde de los precipicios de la miseria suma y de la suma extinción. Semáforo en rojo: ¡STOP COMEMIERDA QUE DE AHí NO SALES A PARTIR DE ESE NIVEL DE ABYECCION NO HAY RECUPERACIÓN POSIBLE! ¡TE AHOGARÁS SUMERGIDO EN LA MIERDA!
Actos de rebeldía, inútiles eso sí, de mi cuerpo, contra los abismos de la llamada normalidad que es siempre una enfermedad moral; un cáncer terminal.
Mi cuerpo sabe que nuestra imagen de civilidad es un espejismo frágil presto a ser barrido por nuestra verdad: el horror.
En el barrio donde nací, barrio misérrimo en la periferia habanera, la gente no tenía alma. Sólo cuerpo. Gente auténtica como nunca he vuelto a encontrar. El alma es un invento del cuerpo. Cuerpo de casi viejo; no de viejo todavía, el mío. Aunque poco falta. El tufo en la piel llegará pronto, el aliento correoso, hediondo, llegará pronto. El cuerpo pudriéndose de adentro hacia fuera, que es como envejecen los cuerpos, llegará más temprano que tarde, para citar una diarrea epistolar del Che Guevara o de Salvador Allende. ¿Qué más da cuál de estos tarados escribió esa paparruchada?
Ya están aquí las manchas, eso sí. Los pelos amarillentos, las canas, las alteraciones gástricas, los agujeros negros en la memoria, las depresiones recurrentes, la peste en la boca, el dolor en las articulaciones, los divertículos, las gafas y ese deseo de parar, de salirme del flujo de las cosas que no es nuevo pero que se acrecienta día a día.
Detenerme.
¡Que todo siga su curso: la hierba creciendo, la lluvia cayendo, las mareas subiendo y bajando, las estaciones cambiando, el sol saliendo y ocultándose, las estrellas naciendo y estallando pero a mi déjenme al margen!
¡Sigan sin mí, no me jodan más!
Estoy solo. (Quiero decir que no me engaño pensando que es posible no estarlo). Eso es algo a mi favor. Una de las poquísimas cosas a mi favor; si descontamos que soy un borracho y un monologador cervecero. Siempre cervecero, lo del whisky es una forma de sumisión a Hollywood. Hollywood; la máquina estupidizante más formidable jamás creada por la humanidad. Estar solo (saberlo) es la única forma de sobrevivir, por un tiempo, sin hundirse en la inmundicia irreversible.
Hay un grupo de cangrejos confinados en un balde; luchan por trepar hasta el borde y escapar. ¿Cómo saber cual es, entre todos, el cangrejo cubano? Es el que, desde el fondo del recipiente, tira de las patas de los otros impidiéndoles llegar al borde y alcanzar la libertad. Es el cangrejo cómplice del dueño del balde.
Si existiera algún sitio al que escapar, y lo hay por supuesto y el mejor ejemplo es esta PatriaBar de la Calle Mallorca donde soy libre por primera vez, la cercanía de otros cubanos, conspiraría contra la fuga.
El envilecimiento es inevitable, pero solos, con mucho esfuerzo, con incontables sacrificios, ya que nuestra naturaleza está en contra, conseguimos no envilecernos totalmente enseguida. Permanecer humanos; lo que es muy ruin; pero al menos significa no descender a subhumanos.
(Que es lo mismo, y con toda seguridad preferible, estoy seguro, pero para mi cuerpo es una diferencia sustancial. De otra forma no me pondría al borde de la muerte para evitarlo; creo. Aunque... quién sabe lo que trama ese hijo de puta?).
A todo el mundo se le hace muy difícil entender ni siquiera se las plantean estas verdades tan simples. ¡Cómo se ofenden cuando las escuchan! O sí que las entienden. Pero tienen miedo. Por eso se dedican a ocultarlas, a interponer padres, madres, amores, coches, casas, amistades, hijos, profesiones, abuelas, ideologías, arte, tías, moral, patrias, modas, sobrinos, religiones, maridos, filosofías, televisores entre ellos y estas simples verdades. Para tener la ilusión de que no están solos, a la intemperie y en irreversible proceso de envilecimiento total.
Antídotos contra el suicidio. Sus ilusiones.
Ya no me hago ninguna ilusión. Concesión típica de domesticados. Antes sí, confieso; en mi etapa de artista muy prometedor y hasta brilliant, como afirmaba pasándome un brazo leproso por los hombros George el Dealer. Mi amigo en aquella etapa, famoso galerista de Miami. Hacerse ilusiones es asqueroso. Cobardía típica de domesticados y sumisos.
Me va mejor así. Sorbiendo la cerveza, reteniéndola un poco en la boca antes de tragar, disfrutando su picante amargura: orillado. Mientras observo a esa vieja hurgando en la basura.
Siempre aparece con el primer sorbo.
Todas las mañanas viene a meter el hocico en el tacho. Flaca y grasienta. Gran lagarto verdoso. Escamas. La miro a través de las fronteras de cristal de mi PatriaBar: agacharse, rascarse el culo trufado de costras, devorar restos de comida o cualquier otra bazofia. Ni siquiera es una mendiga, es un animal carroñero, peligroso y obstinado.
Sabe que estoy aquí, vuelve la mirada acuosa en mi dirección: como todos los días, levanto la copa y ella me enseña los dientes rotos. Tenemos una cita; de enamorados. Escupe. Pechos de cuero seco, rajado, cuelgan. Y ese gorro color sangre coagulada en la cabeza. Gorro frigio.
Es la misma vieja; la he visto en Bruselas, San Francisco, Atenas, New York, Miami, Sevilla, Los Angeles, Roma, Berlín, Guayaquil, Londres, Amsterdam, París, Venecia, Praga, Madrid. No me deja en paz la muy puta. No me abandona.
Y no hay paz hasta que todos nos han abandonado.
Las ilusiones.
Me va mucho mejor ahora, que cuando me las hacía. Me las hacía. Suena como si estuviera hablando de pajas. Pajas sí que me hago a cada rato. Pajas internáuticas, sobre todo. La Web es el reino absoluto de las pajas. Se ven imágenes divinas de lo que somos en la Web. Y eso que está en pañales, recién nacida. Y eso que no ha llegado lo virtual y toda la otra muy prometedora cochambre. Muchachitas singando con cerdos, chupándosela a perros y caballos; tipos haciéndosela a costa de su madre o sus hermanas. Tíos singándose a sus sobrinas. Fotos de bebes chupando pollas. Niñas sodomizadas por sus abuelos. Padres violando a sus hijos.
Somos lo que somos cuando no damos la cara: una verdad demostrada e indiscutible. La Web nos da la oportunidad de ser sin dar la cara. Somos felices. Probos. Gracias a la tecnología y al anonimato. De ahí su éxito. El futuro es promisorio. Eso se ve muy claro en la Web. Por ese lado soy un optimista. La ciencia nos traerá la verdadera libertad. Sin hipocresías de ningún tipo.
Es mejor hacerse pajas que ilusiones; repito siempre como una oración.
Rubia la cerveza, delicada como el sol de mayo. Cremosa como el cielo barcelonés. Otra de mis oraciones.
El cielo de Barcelona es el de mi destartalado Barrio.
Pajas sí pajas sí pajas sí pajas sí ilusiones no ilusiones no ilusiones no: rezo. Cierro los ojos y junto las manos sobre el pecho clásicamente.
Parezco una postal catolicona.
Ya el empleado, Ministro en mi PatriaBar, se ha acostumbrado y ni me mira. Delantal manchado, rostro de madera húmeda, manos esponjosas, voz de vaso agrietado. Granos. Pajas sí pajas sí pajas sí pajas sí ilusiones no ilusiones no ilusiones no. La oración flota entre los jamones colgantes, entre los chorizos, el fuet, las morcillas, los pinchos de tortilla, el pulpo a la vinagreta, los calamares a la romana, las gambas al ajillo y las alitas de pollo fritas alineadas bajo la cristalera. El mugido trenzado de los clientes. El ruido de la cafetera. No son ciudadanos de mi PatriaBar, están de paso. Turistas. Hablan de fútbol. En este país, me refiero a España no a mi PatriaBar, a los hombres lo único que les interesa es el fútbol. Por eso tantas mujeres siempre andan necesitadas de que alguien que se las singue.
Soy devoto del Dios de las Pajas. Que es uno de los pocos dioses que existen. También existen el Dios de las Fornicaciones y el Dios de las Fugas. El Dios de las Singuetas y el Dios del Desamparo. Y el Dios de la Inconsistencia. Y el Dios del Amor Perdido. Y el Dios del Exilio y el Dios de las Mamadas. Y el Dios del Miedo. Y el Dios de la Traición. Y el Dios de la Lejanía de los que Amamos. Y el Dios de lo Efímero. Y el Dios de los Libros. Y el Dios del Abandono. Y el Dios de la Renuncia. Y el Dios de los Nómadas. Y el Dios de la Podredumbre. Y la Santísima Virgen de la Mierda Perenne que es poderosísima.
Soy devoto de todos ellos.
¡Pajas sí pajas sí pajas sí pajas sí ilusiones no ilusiones no ilusiones no!
En ese país, allá afuera, los hombres no singan, ven el fútbol y se hacen pajas pensando en Raúl, en Ronaldo, en Roberto Carlos, en Figo, en Beckham.
¡Ahhhh, ahhhhh, ahhhhh! ¡qué piernas, qué velocidad, qué puntería... Raulito, Ronaldito... mi macho aaahhhhhhhh!
¡PAJA O MUERTE... NOS LA HAREMOS! Esa debía ser la consigna de mi expaís, de la isla pavorosa; les hubiese ido mejor a esa turba de tarados.
Me las hago (sorbiendo, poco a poco, mi propia leche; hay que parar en el momento adecuado y dejar brotar un chorrito, beber, esperar, reiniciar la frotación, otro chorrito, beber, esperar nuevamente... beber. Si no han tratado esto queridos lectores se lo recomiendo encarecidamente; es casi como follarnos a nosotros mismos que es lo que todos quisiéramos hacer dejémonos de hipocresía) a costa de los rostros angelicales de las niñitas de la Web, embarrados con los goterones de esperma de caballo. O de burro. O de perro.
No hay nada mejor para comprender a un ser humano que darle la oportunidad de actuar sin dar la cara. Fluye entonces naturalmente su puro, real emporcamiento.
O su belleza pura. Es lo mismo.
Lo limpio es sucio, lo sucio limpio. ¿No lo dijo el coro de brujas?
En Cuba les han dado esa oportunidad y la isla está cubierta de un extremo a otro de delatores, torturadores, carceleros, censores, cobardes e hijos de puta.
Bebo una cerveza fría en mi PatriaBar de horrible decorado, de campanita tras la puerta, en la Calle Mallorca. Todas las mañanas. El baño apesta. El Ministro apesta. Barcelona resuena afuera, culona (el culo de esta ciudad es fabuloso, duro, bellísimo, acogedor, profundo y tibio), peluda, tersa. Barcelona con el rostro maquillado, humoso. Las mejillas del cielo doradas, los pechos infantiles.
Abajo, en los túneles del metro, millones de lombrices. Oigo el trasiego de sus cuerpos embarrados.
Los árboles, no tan asustados como estarán después, cuando avance el día. Apenas tosen.
Las manadas pasan rumbo a las oficinas, las escuelas, las fábricas: centros de embrutecimiento colectivo.
Conversan, gesticulan, ríen, infectadas de ilusión.
El pelo de la vieja, que escapa por debajo del trapogorro empercudido que enmarca su jeta costrosa, es como un matojo requemado, como racimos de patas de araña. Movidos por la brisa. La vieja, portentosa araña hociqueante. Renquea. Brazos y piernas jalonadas de pústulas. Escoria. Ensenadas de pus, playas arrasadas. Barrios podridos. Territorios carcelarios, cancerígenos.
La cerveza es el curriculum. Una palabra terrible. Pero imprescindible para los habitantes del llamado ambiente artístico. Al que pertenecí en su momento. Engullo un buen trago. Ambiente que es muy comercial y nada artístico, como sabe cualquiera que haya pertenecido a ese ambiente. Y no me refiero exclusivamente al ambiente artístico de los horripilantes lugares de donde vengo (...yo vengo de todas partes... y hacia todas partes voy... el Apóstol asoma la calva).
Es lo mismo.
Cualquiera que afirme que el arte tiene hoy todo que ver con los BANCOS y el DINERO y nada que ver con el arte, lleva la razón. Es una persona sensata. Equilibrada. Justa. Que sabe de lo que habla. Cada cerveza conduciendo, permitiendo una parte de la historia: deshilvanándola. Pompas etílicas, versos etílicos. El hilo conductor, como suelen decir los escritorzuelos. Esa crápula que está siempre de moda. Cuyos infectos mamotretos el público devora. Todos los años publican religiosamente algún infecto mamotreto con presentación, nudo, desenlace y demás mierdas resignadas. Una cerveza, un fragmento. Otra cerveza, otro fragmento. ¿Es que hay algo más? No. Sólo fragmentos. Cervezas. Fragmentos. Cervezas. Fragmentos. Cervezas. Fragmentos. Cervezas. Fragmentos. Nada en la vida existe como continuidad; todo fragmentos. Lo de la continuidad es otro invento piadoso sin el cual no podríamos sobrevivir un instante los humanos engendros. Como el aire que respiramos necesitamos la fábula de la continuidad. Yo cada vez percibo menos la continuidad, me siento como lo que soy, pedazos inconexos y sin sentido que nada tienen que ver unos con los otros. Fragmentos fragmentos fragmentos. Cervezas cervezas cervezas.
Otro trago.
Soy cubano. Es insoslayable decirlo en este momento de desvaríos cerveceros, de monólogos con el mono, conmigo mismo; desvaríos con los que celebro ser parte otra vez, pertenecer a una nueva Patria. Sin una Patria no se puede vivir, hasta yo acepto eso.
Digo esto, pero odio a los patriotas y a las Patrias. Odiar a los patriotas y a las Patrias es un requisito fundamental para no ser un cretino. El concepto mismo de Patria es una aberración. Una pulsión cavernícola. Ningún nacionalismo es inocente. Todos los nacionalismos son asesinos y embrutecedores. ¡A matar, a matar! ¡Somos los mejores!; proclaman todos los himnos nacionales. En el fondo de todos los nacionalismos anida el racismo, la discriminación y el fanatismo. El culto a la estupidez y la barbarie. Al final siempre quieren obligarnos a aniquilar al otro porque no canta la misma cantaleta o no habla la misma jerigonza o no adora al mismo Dios que nosotros, o al mismo criminal hijo de puta salvador de la Patria que nosotros. El nacionalismo es el caldo de cultivo ideal de todas las monstruosidades humanas. El nacionalismo es un tumor maligno, una plaga siniestra. Cualquier gobierno sano debería fusilar sin demora a todo el que se declare nacionalista, no sólo por constituir un peligro en potencia para la paz social sino sobre todo por imbécil.
Sin embargo, esta mañana celebro no ser un apátrida. Todas las mañanas desde hace meses lo celebro. Día tras día. Tengo una nueva Patria. ¿Existe dicha comparable?
Soy cubano, dije, pero lo exacto sería decir "era" cubano, o, “soy excubano”. Antes de convertirme en feliz ciudadano de la RepúblicaBar de la Calle Mallorca se me consideraba ciudadano de la pavorosa isla. Isla que semeja un montón de mierda modelada por un escultor cubano... ¿Cárdenas? ¿Pero qué digo? La escultura cubana no existe. Copias de copias de copias de copias...
La RepúblicaBar de la Calle Mallorca es mi Patria. Patria que es PatriaBar, de ahí que sea habitable. De ser Patria a secas sería cárcel, campo de concentración.
En una PATRIA a secas los niños deberían recibir clases de Antipatriotismo; clases en las que cada niño aprendiese a insultar la PATRIA y conocer con lujo de detalles todos los horrores de la Historia que siempre es siniestra, canallesca, mentirosa, antiespiritual y degradante de su país, de su llamada PATRIA. En una PATRIA a secas los niños deberían cagar y mear la bandera en las escuelas a manera de ceremonia higiénica matutina.
Pero nada de eso es necesario en mi PatriBar de la Calle Mallorca.
Cuando llegué aquí, ser cubano significó una gran ventaja. Decir que era cubano. Muchas mujeres escuchaban la palabra cubano y empezaban a salivar y a abrirse de piernas. Sin sospechar la portentosa cantidad de porquería que acarrea esa palabra: cubano. ¡A empinar los culos se ha dicho! Culos. Aquí no se folla, como le dicen ellos a singar, por el culo. Ni por otras partes... ya saben; el fútbol. El culo se usa para cagar y punto: gran desperdicio.
Culos maravillosos abandonados y descuidados por los hombres de aquí que se pasan el tiempo ante los televisores o en los stadiums dando gritos como energúmenos; o van a la isla pavorosa de la que escapé aterrorizado en busca de culos iguales o peores que los que tienen ya.
Una locura, pero eso es lo que pasa.
Nunca he tenido problemas para encontrar con quien singar. Donde limpiar el fusil como decimos allá en la isla pavorosa. Pero esta situación resultaba nueva. (Inédita; dirían los escritorzuelos bilingües y biculturales del periodicucho Times de Miami).
Los cubanos (todos) son indignos de que una mujer les de el culo. Dar el culo es un acto de enorme pureza, un acto mágico, un acto de amor, de delicadeza y entrega extraordinaria que honra al que lo recibe.
Seres degradados, sin consistencia, de una abyección ilimitada: los cubanos. No merecen una entrega de tal naturaleza.
La vieja suplica una limosna a una pareja que pasa. Lloriquea agitando una mano tiznada. La mujer le da una moneda evitando tocarla. Hace bien, sabe Dios qué infección podría contraer. Cuando vuelven la espalda la vieja les hace una señal obscena con el dedo. Sonríe en mi dirección, enseñando los dientes rotos.
Reputa.
O no, pragmática.
Que los maridos no las satisfagan no es razón suficiente para semejante idolatría de los cubanos. Que los maridos corran a la isla pavorosa en busca de lo que tienen aquí en calidad y cantidad, proporcionales al menos (superiores en mi opinión), a lo que encuentran en la isla pavorosa, no es razón suficiente. Murmuraba al enfrentarme con la idolatría. Una idolatría completamente infundada que tiene como foco (a los cubanos, que apenas saben hablar, les encanta eso del foco: el foco de esto, el foco de aquello...) a los cubanos. Gente ridícula, gangosa y asqueante. Aunque lo oculten muy bien bajo el manto de la jocosidad, la bailadera “y la alegría y el sentido del humor de ese pueblo risueño...”; como repiten los periodistas y los cagalitrosos escritorzuelos cuando expelen sus paparruchadas ridículas e interesadas. Recién llegados de un viaje con todos los gastos pagados a la isla. Un viaje en el que se han vendido por una langosta.
Pero ¿para qué explicarles a las mujeres de aquí lo repugnante que realmente somos los cubanos? No hay nada que cambie de verdad, como se sabe, así que para qué perder el tiempo.
De nada habría servido explicar a las mujeres de aquí lo que no iban a entender porque estaban demasiado ansiosas, airadas e insatisfechas y cuando se está demasiado ansioso, airado e insatisfecho no se entiende nada.
Cuando se está calmado y satisfecho, tampoco se entiende nada.
Es lo mismo.
No hay nada que entender. Se atraviesa un paisaje por un tiempo, después, en algún punto uno revienta y el hecho carece de importancia.
Abro los ojos, lo veo. No sé si apareció ahora o estuvo ahí toda la noche. Es un cuento corpulento, de brazos largos y manos pequeñas y rosadas: fulgura en la penumbra. Cabeza hermosa, ojos brillantes. Viste unos jeans desteñidos, tenis sucios y una camisa arrugada. Por la portañuela abierta escapa un falo pequeño y unos testículos apretados.
¿Cómo logró meterse en el cuarto? Mide por lo menos tres metros de alto. El cielo es una mancha, murmura con una vocecita meliflua, incongruente. Lo miro, fijo, cómodamente instalado debajo de mis tres colchas (el aire acondicionado está a todo dar) para ver si desaparece. Con los cuentos a veces sucede eso. Uno los mira fijo un rato, como quien está absorto en algo que ocurre más allá de ellos. Y terminan por esfumarse. Si hay algo que no resisten es que los ignoren.
Con éste no tengo éxito. Continúa ahí con sus ojos relucientes, casi redondos, que parecen agitados por un hierbazal interior. El cielo es una mancha. Me levanto. Mientras me visto, orino, cepillo los dientes, lavo la cara y peino, puedo verlo reflejado en el espejo del baño. No me quita la vista de encima y sigue cuchicheando. Las palabras brotan de su boca, espumosas. Tarareo formado por huevos mínimos contenidos en una saliva reluciente. Mueve los brazos. Dentro de la ajustada tela las piernas semejan patas de un ortóptero descomunal. Tiene un cordón desatado. Pienso decírselo, pero me arrepiento. Mientras menos confianza se les dé, mejor.
Las frases -espuma o huevos- crujen, estallan produciendo un peculiar sonido, empiezan a pelear en el aire, se convierten en moscas, mosquitos, guasasas, hormigas, arañas y otra miríada de diminutos insectos voladores que no acierto a identificar. También pequeñas hadas de Walt Disney, pero con las tetas grandes y puntiagudas y los culos empinados.
Cuando salgo del baño zumban por el cuarto. Algunas terminan dentro de mi boca. No tengo otra alternativa que tragármelas. Todos los insectos, y las hadas que son también insectos, dicen exactamente lo mismo, la dichosa frase: El cielo es una mancha...
Continúan emergiendo de su boca en cantidades alarmantes. Apartando a manotazos los miles de bichos que se obstinan en pegarse a mi cara, me deslizo junto a la pared. Trato de alcanzar la puerta. En el camino recojo las llaves del automóvil de encima de la cómoda. Compruebo que me sigue.
Molesto, le digo:
–Si vas a venir detrás de mí, por lo menos abróchate la portañuela.
El cielo es una mancha. La frase se posa, se aferra con sus patas de mosca o de libélula o de garrapata o de chinche al parabrisas, y se disipa luego con un alarido. El asfalto comienza a despedir un vapor que envuelve el monótono y vulgar paisaje. Pequeños comercios. Anuncios lumínicos. Enormes carteles. Spanglish. Un plantón de cañas de azúcar crece dentro de una palangana, junto a la puerta de una cafetería. Si pateo una de esas fachadas caería como un decorado de papel. Pasaría lo mismo si le doy la patada a cualquiera de los que transitan por las aceras. Observo la porquería a ambos lados de la vía. Miro a esa pobre gente fingiendo que está allá, moviéndose como si estuvieran allá, riendo y viviendo como si estuvieran allá y no aquí. A veces, en una esquina, hay un político hablando estupideces y sacándole las monedas a los ancianos nostálgicos, o algún atracador bien trajeado vendiendo algo que no hace falta. Estercolero de sueños, cementerio alimentado por nuestra cobardía.
En esta ciudad se vive a merced de los automóviles. Se van metiendo en tu vida y en tu sangre y llega el momento en que sientes que tienes un timón en el centro del pecho y un tubo de escape saliéndote del culo.
Un tufo caliente entra por las ventanillas. Asqueroso. Subo los cristales y conecto el aire acondicionado. Sigue siendo hedor contaminado, pero al menos está frío. Enciendo la radio. El líder de La Grande, la más poderosa emisora de radio cubana, reporta un accidente: un tren de carga ha golpeado un carretón tirado por dos mulos en un cruce de vías en el interior de la isla. Los mulos y el conductor resultaron ilesos, pero el carretón quedó destruido. El tren no sufrió daños. La estrella radial, al que los cubanos adoran, narra los hechos como si el accidente fuera a provocar la caída inmediata del gobierno. Cambio de estación y escucho la voz de un ex cura borrachín que conduce un popular programa de entrevistas. Hoy suena más servil que nunca pues su invitado es un alto ejecutivo del poderoso diario local. El norteamericano se empeña en chapurrear algo, ininteligible, en español, y el ex cura beodo le ríe estrepitosamente la gracia. Apago.
Detenido en un semáforo a la altura de la Olga Guillot Avenue, lo veo avanzar entre los autos. Sortea los obstáculos como un gran avestruz gigante. Contra el cielo blanco, ya hirviente a pesar de que apenas son las nueve de la mañana. Su corpachón adquiere matices ocres de tierra. De campo humedecido. Con una gran zancada supera un ómnibus repleto de turistas que se aplastan contra los cristales y abren las bocas como peces ahogándose, en medio de una gran algarabía. Gritan, ríen. Probablemente piensan que es algo organizado por las autoridades locales para divertirlos.
Sobre el parabrisas continúan pateando ligeros los monstruos, las frases.
El edificio donde viven mis padres con el niño es un gallinero. Uno de esos proyectos auspiciados por el gobierno, controlados por amigos de los políticos, que se meten todo el dinero y terminan haciendo cuevas donde la gente pobre lucha para que no las devoren las cucarachas. Mi padre y el niño ya me esperan. Mi madre agoniza, como de costumbre, encerrada en su cuarto. Ahora tiene leucemia o algo por el estilo.
Mientras caminamos por el estacionamiento pienso que soy yo mismo en tres versiones y me aterra la idea de que seguiré muriendo aún después que esté muerto, y que moriré antes de morirme. Miro al viejo cuya cabeza destaca contra el muro verde, de arbustos recortados. Su pelo ralo y blanco ondea en la leve brisa que se ha levantado. El rostro, cubierto de manchas y protuberancias que deforman la nariz, exhibe una tristeza gruesa, que no tiene motivo específico.
Vuelvo la cabeza a tiempo para ver como por la esquina más próxima dobla el cuento: trota, bamboleante. Suda y la boca entreabierta deja escapar resoplidos de corredor agotado y una nube de bichos.
Pongo en marcha el motor y conecto el aire acondicionado.
La clínica está repleta, como siempre. En la ventanilla, una muchacha uniformada de labios carnosos, pintados de rojo, nos entrega un cartoncito con un número. Luego nos indica la escalera. En el pequeño salón de espera hay unas quince personas. La mayoría, viejos que conversan como si se conocieran de toda la vida. El niño está sentado junto a mí. Mi padre ha encontrado un lugar frente a nosotros y habla con un anciano encorvado, sin dientes. Aprovecho para observarlo, ahora que tengo la oportunidad de hacerlo sin temor a encontrarme con sus ojos. A través del deprimente cúmulo de deterioro asoma una semejanza intolerable con mi propio rostro. Cruzo las piernas y me doy cuenta de que las he colocado en la misma posición en que las tiene él. Bajo la pierna y retiro la mano del muslo, pues la mano de mi padre descansa sobre el suyo de idéntica forma, es decir, los dedos ligeramente doblados, apuntando la entrepierna. Hago una mueca, contraigo la mandíbula, tratando de escapar a la semejanza. A mi lado, el niño imita todos mis movimientos al tiempo que sonríe.
El médico resulta ser un joven un poco bizco que me dice, después de un breve reconocimiento, que mi padre está sordo de un oído y que el otro va por el mismo camino. Le receta antibióticos, pues, según él, todo es producto de una infección, y le da una cita para el mes próximo. Cuando salimos del consultorio veo la mancha de las frases del cuento arrastrarse y ronronear por las paredes. Grises sobre el azul pálido de la pintura. Los labios de la muchacha que da los turnos son una supuración. Los grupos de palabras se ordenan como si estuvieran en una página, formando párrafos que desaparecen al instante para dar paso a otros que también se deshacen. Palabras recién llegadas se tachan ellas mismas. Los adjetivos cambian a gran velocidad. Por instinto, respondiendo a un viejo hábito, busco en mis bolsillos un lápiz y un pedazo de papel. No encuentro nada. Decido pedirlos a alguien, pero ya mi padre y el niño me llaman impacientes desde la puerta del elevador.
Por un momento, la gente que nos rodea, las paredes y el mismo suelo del pasillo parecen borrarse, vagos, brumosos, faltos de consistencia. Como si fueran el producto de una descripción en progreso.
Consumo la tarde viendo pasar gente, sentado en un banco, dentro de Dadeland Mall. Los cuerpos transitan pausadamente, se detienen frente a las engalanadas vidrieras cuyas fauces siempre abiertas se aprestan a devorarlos. Disfruto estar así, al borde de la vida que pasa, cerca de los jóvenes que se desplazan inmediatos y exuberantes, disfrazados según la última moda. La calidad de la piel, la firmeza de la carne, la brillantez del pelo, los ágiles movimientos llenos de gracia y energía. A veces me aproximo lo suficiente y aspiro el aroma que despiden. El olor de la vida. ¿O es el olor de su fugacidad? Por un rato me sumerjo en ese ejercicio relajante. Luego entro en una de las tiendas.
Deambulo entre las perchas atiborradas.
–¿May I help you? -dice una voz a mi lado.
Piel muy blanca, edad indefinida. Podría tener 14 ó 20 años. Pelirroja, de dientes ligeramente saltones que dan al rostro un encanto particular. Las manos son transparentes y veo sus venas, verdes, moradas, correr formando intrincadas redes. Debe tener los pezones color naranja, el sexo rojo, dulce como una mandarina.
Toma un sorbo de una lata de cocacola, mientras me contempla con sus ojos color agua. Cuando va a beber, sus labios se acoplan al borde metálico, posesivamente. A través del cuello largo, esbelto, desciende aquel brebaje inmundo adentrándose en su cuerpo. Me muestra los dientes, natilla, y vuelve a preguntar: May I help you?... Respondo advirtiéndole que no debe tomar esas suciedades enlatadas, que hacen daño a la piel, corrompen el alma, y lo que es peor, pueden hacer cambiar el color de sus pelos allá abajo.... y le señalo con el dedo la región púbica.
Con gesto colérico, me da la espalda. Mientras se aleja contemplo sus nalgas pequeñas, empinadas.
Fuera de la mole cuadrangular del mall el atardecer finaliza. El gentío incansable entra y sale por las innumerables puertas, cargado de paquetes que embuten en los maleteros.
Una costra morada se desprende del cielo y cae sobre todas las cosas.
Cuando llego al automóvil, allí está él, apretujado en la parte trasera. Una gran masa amorfa que tiembla mordida por un ejército de palabras.
Entro y pongo el televisor. Devoro mi cantina aburridamente. Masas de puerco fritas, arroz y frijoles negros, plátanos hervidos. Es la hora de los noticieros. Un muchacho de catorce años llegó de la escuela y mató a balazos a sus padres, e hirió gravemente a la hermana menor. Otra turista alemana asaltada. Le robaron el bolso a punta de pistola y luego le pasaron con el automovil por encima. Cambio de canal: una abuela mató a su nieta, a la que los padres dejaron para que cuidara de ella, mientras iban al supermercado. La ahorcó con el cable del teléfono y luego la metió en la nevera. A continuación le toca el turno a la historia del joven padre que violó a su bebé de nueve meses de nacido. Los vecinos entrevistados lo describen como un buen vecino, apuesto, servicial, con una esposa adorable. Un tipo normal, dicen. Aprieto el botón otra vez: un reportaje especial sobre la pandilla de muchachos que dispararon con un rifle al profesor de música de la escuela secundaria a la que asistían. Odio la música, dice uno de ellos, que acaba de cumplir diecisiete años, sonriendo levemente, y mirando de frente la cámara. En la habitación del líder del grupo hallaron un plano de la escuela, explosivos, y un plan detallado para volarla el día de la fiesta de fin de curso. Se hacen llamar Lords of chaos.
De la cocina llega un ruido de cacharros. El piso de madera, cubierto por la alfombra gastada, retumba bajo sus pies enormes. ¿Qué estará haciendo? Ya en la casa no cabe un bicho más. La atmósfera es una nata correosa en la que los carapachos de las palabras refulgen con tonos macilentos.
Han cambiado. El dinamismo que las animaba ha disminuido. El cuento sale de la cocina avanza hasta el comedor cansadamente y me observa con la boca apretada. Hay algo implorante en su mirada húmeda. El rostro, ahora amarillento, enfermo, se ha cubierto de pústulas, de llagas que también expulsan palabras, pero más oscuras, aunque dicen lo mismo: El cielo es una mancha...
Las palabras brotan de su piel, de todo el cuerpo y reptan hacia el aire y se suman a la masa que flota y casi impide ya caminar. Miles de hadas e insectos y alimañas volantes yacen destripadas sobre la alfombra que se humedece: líquidos viscosos fluyen de sus entrañas. El cuento camina hasta el sofá y se recuesta como si se dispusiera a dormir. Resuella como un asmático. Pienso en Lezama Lima.
Es tarde. Apago el televisor. Me levanto y voy hacia el cuarto. Una enorme palabra verde se posa en mis labios. La aplasto de un manotazo. Sacudo la sobrecama que parece viva de tanto bicho que tiene encima.
Ya me estoy quedando dormido cuando suena el teléfono. Es mi madre. Sin darme tiempo a saludarla comienza la historia de su amiga la que se está muriendo. Todas sus amigas se están muriendo. Víctimas de enfermedades siniestras. Ella también se está muriendo.
Mijo, tu madre está matada... tengo un dolor en la cervical que me baja hasta la pierna, ¿tú crees que sea cáncer? -me pregunta.
Seguro es cáncer, ése es el síntoma, no me cabe la menor duda que es cáncer -le respondo.
Ahora estoy tomando el Restoril de 30 continúa sin escucharme descontinué el Prozac porque no me hacía nada, me dormía la lengua y me dormía... un cansancio, una cosa. ¡Estoy matá! No me asentaba. Hablé con mi amiga la que le explotó el lumbago y me dijo: ¡Estás loca!, cómo vas a tomar el Prozac, te deprime más todavía. ¡El médico que te mandó eso está loco! Así que ahora estoy tomando el Diazepán que es otra mierda, pero algo tengo que tomar. ¡Estoy desesperada, desesperada! Llevo treinta años así y nada me hace efecto. Nada. Yo lo he tomado todo. Me he hecho de todo, pero de TODO y sigo igual. Estoy jodida jodida. El otro día estaba al borde de la locura y arranqué para la clínica y me hicieron análisis de orine, de sangre, de esefecales, bioxias, electros, me revisaron hasta el fondillo y no me dió nada. Ahora me falta el aire. Ah, eso fue con el médico nuevo que tengo ahora. A Ortiz lo dejé porque era un comemierda. Este nuevo es un pollo. El otro día cuando fui a hacerme el chequeo por el dolor en el pecho me mandó a quitar la ropa. ¡Ay qué bello!... jovencito. Me dijo: ¡quítese la ropa! El ajustador y todo. Me tocó por aquí, por allá. No es un comemierda como Ortiz. ¡Qué manos tiene ese médico! Qué lindo Dios mío, de bigotes. Es una eminencia, una eminencia. Cuando acabó de reconocerme hice así y le besé las manos y le dije: ¡Gracias doctor, Dios le bendiga esas manos que Dios le ha dado para curar y hacer el bien! Se rió y me dijo que era verdad, que yo tenía razón, e hizo así con la cabeza para un lado. ¡Qué bello! Ahora estoy en cama con el dolor de la artritis. ¡Este codo!... ¿Tú crees que pueda ser leucemia?...
Seguro -le digo.
Estoy baldada, baldada, no me puedo mover de la cama. Hace un ratico, con mil angustias me comí un poco de arroz y carne con papas; y arrastrándome, hice un poco de tilo para tomarme las pastillas. Volví con la Levomepromicina.... ya el niño se quedó dormido... la Imipramina de a 100...
Mima, tengo que dormir, hasta mañana.
Cuelgo.
El cuento, como una gran podredumbre entra despacio y se echa a un lado de la cama. Susurra, sin cesar, su matraquilla sobre el cielo y la mancha. Respira a trompicones. Miles de bichos trepan sobre la sobrecama y vuelven a cubrirla.
La lluvia empieza a golpear la ventana.
Domingo. Amanece. Hoy es el día de ir a ver a María. También es el día de ver el mar. Ambas cosas se conectan, el mar que a veces cuando uno entra en él es semen azul, semen que al salir es el mar que llevamos dentro.
El cuento, cuando llegó, estaba repleto de agua. De algo líquido. Pero se ha ido secando rápidamente. La ropa ahora le queda holgada. Forma pliegues profundos en el sitio en que estaba su panza rolliza.
Anoche cayó un aguacero. Delante de la casa hay un gran charco. El tragante de la esquina suena como si alguien estuviera haciendo gárgaras. Aire empapado. La humedad penetra y llega a mis huesos cuando salgo. Hace que se hinchen mis articulaciones. Pongo en marcha el motor. Se apaga. Trato nuevamente. Dejo que se caliente un poco y luego cojo Celia Cruz Boulevard. Al final, donde entronca con la I-95, veo la torre del Banco Central, naranja y verde (los colores del equipo de football de la universidad local) todavía iluminada. La torre es tan alta que la luz pincha las nubes tiñéndolas levemente. En el cristal se arremolinan las palabras. Muevo la palanca y el limpiaparabrisas las tira al pavimento mojado.
No orino desde anoche y ya la vejiga me empieza a latir. Si no me apuro tendré que parar a orinar antes de llegar a Miami Beach. Aumento la velocidad, porque no quiero echarle a perder el orgasmo a María.
Por el espejo retrovisor veo al cuento correr detrás de mi con una energía de la que ya no lo creía capaz. Es evidente que hace un esfuerzo desesperado. A cada pisada deja un reguero de frases, de insectos que ruedan por el asfalto. Los escasos vehículos que transitan a esa hora, los aplastan. Dejo atrás el downtown, el edificio de la biblioteca que parece una cárcel, y el Museo de Arte, frente al cual, una horrenda escultura de Oldenberg que costó novecientos mil dólares se ha convertido en hogar de los numerosos vagabundos que pululan bajo los puentes. Paso junto al cajón todopoderoso del Miami Herald, el último baluarte de los anglosajones que se niegan a retroceder ante la avalancha de toda esa gente que habla español: nosotros. La bahía resplandece. Los cruceros se amontonan en los muelles. El cielo deja escapar un chirrido. Los pinos, a dos pasos del agua que rompe formando crestas blancas, se aferran a las piedras. Se encorvan vencidos por el viento que se levanta cuando entro en Miami Beach.
Subo las escaleras corriendo. Cinco pisos de un edificio rosado en Española Way. Al llegar respiro agitadamente. Ella abre la puerta, al final de un pasillo que huele a viejos. Tiene más de cuarenta años. Una de esas mujeres fuertes, gordas pero duras, de senos enormes y rostro redondo. Ríe nerviosa, como una adolescente. Me besa. A veces, en la cama, encaramado sobre ella, pienso que podría ser mi madre. Salvo que no habla constantemente de medicinas. Da saltos como una pelota por el pequeño y reluciente apartamento. La primera vez que la vi me pareció vieja, pero ahora me alegro de poder venir aquí los domingos. No se cansa de chupármela, sin lujuria, como si se tratara de un caramelo. En el minúsculo balcón el sol da unos golpes planos, amortiguados por las plantas alineadas en tiestos de barro. A cien metros el mar.
Me estoy orinando digo tenemos que apurarnos...
Ella ríe enseñando las encías. Resplandecen sus ojos.
Tiene el culo enorme, piel finísima. Se pone a cuatro patas dentro de la bañera. Me sitúo detrás y espero. Acomoda la cabeza en una toalla, y luego se abre las nalgas con ambas manos. La piel alrededor del ano se estira. Los pliegues se alargan y el orificio se amplía. Late. Espero. Mueve las manos produciendo un balanceo en las caderas, sin disminuir la tensión sobre las nalgas que enrojecen por la presión de los dedos. Mi vejiga está a punto de estallar, pero aguanto. Espero su orden; el contraste del rojo brillante de las uñas contra la piel transparente me gusta. El movimiento de sus manos se acentúa y entonces exclama: ¡Ahora! La voz brota ronca. Apunto. Con alivio profundo, dejo ir la orina acumulada. El chorro va a golpear su ano abierto. Lo mantengo en el orificio. La orina salpica la espalda, arrastra las palabras muertas que ya la cubrían, y moja su pelo, mis muslos. El acre olor nos envuelve. Todavía me queda bastante cuando empieza a gritar. Brama, muerde la toalla. Llora, suplica: ven, ven.... Me agacho. Entro. Inicia otra vez la gritería. Nuestras voces se mezclan, caen sobre las baldosas blancas.
Con el rabo del ojo veo al cuento asomado a la puerta del baño. Me contempla con ojos suplicantes. Una lágrima rueda por la mejilla huesuda, áspera.
-El cielo es una mancha...- dice.
Nos bañamos. Sus senos saltan mientras los frota. Todos los domingos nuestros cuerpos ejecutan los mismos movimientos. Me enjabona los testículos, los manipula como si se tratara de algo extremadamente frágil. Nos secamos con unas toallas inmensas.
Retozamos en la cama. Su sexo huele y sabe bien: pelos rubios. La vagina arde. No nos gusta usar condones, así que cuando no puedo aguantar más voy a su boca. La beso, el olor y el sabor del semen hacen más completo el placer.
Cuando terminamos siento un poco de asco. Su boca envejece, las arrugas se acentúan. La belleza del deseo la abandona. La mandíbula tiembla. Mi cabeza descansa sobre su estómago. Del ombligo empiezan a salir bichos-frases, bichos-palabras. Tantean la piel con las largas patas y luego se atascan en el sudor.
Me ducho otra vez.
Sobre la mesa cubierta con un mantel de hule floreado, se agolpan las fuentes. Odio la comida de cantina, así que este es un día especial. Frijoles colorados, arroz blanco, carne con papas. Ensalada de aguacate, lechuga, pepino y tomates. Los pájaros enjaulados, junto a la ventana, no dejan de saltar. No queda nada de la lluvia del amanecer. El cielo, azulísimo; el sol fustiga el mar, que podemos ver entre los flancos de dos horribles hoteles art-deco. El aguacate se deshace en mi boca.
–La semana que viene me voy a California. Mi hija me tiene conseguido un buen trabajo. Dice que no debo estar aquí limpiando pisos como si fuera una criada, si allá puedo hacer algo mejor y ganar más...
Sentimental.
–¿Hiciste tú misma el flan?- pregunto-. Está delicioso.
Los ojos se le humedecen. Duda un instante. Contempla los movimientos enloquecidos de las aves.
–Me voy a llevar las fotos que te hice... aquellas, desnudo... para masturbarme allá.
–Buena idea. Dame algunas tuyas, para hacer lo mismo. Podemos llamarnos por teléfono y hacerlo sincronizadamente.
Nos reímos.
–Estoy vieja...
–No digas eso... -miento.
Bajo por Española Way hacia el mar. Atravieso Collins Avenue eludiendo las bandadas de viejos que circulan en todas direcciones. Muchos judíos, algunos vestidos de negro. Entran y salen de las pequeñas tiendas picoteando el aire con nerviosos movimientos de cabeza, mientras hablan en yiddish. Los veo agitarse a dos pasos de la muerte, como reliquias de un tiempo remoto, removidos por la avalancha de cubanos, nicaragüenses, salvadoreños, ecuatorianos, mexicanos, peruanos, argentinos y todos los demás. Gente prieta, del sur, que se obstina en recalar cerca del mar mascullando sus respectivas jerigonzas.
Rojo, morado como una piel enferma, pus, supuración del fondo de la tierra: mar de la tarde.
Camino por la franja de arena entre los viejos hoteles repintados de Ocean Drive y el océano. Hay poca gente en la playa. Esporádicos grupos de turistas emergen de las sedosas dunas en cuyos lomos pueden distinguirse las huellas de los tractores que recogen la basura. A cada rato matan a uno para robarle la cartera, pero siguen viniendo. Cuatro mujeres de quién sabe dónde retozan alrededor de una radio a todo volumen. Una de ellas tiene las tetas al aire; brincan a cada movimiento.
Si comenzara a llover ahora, estoy seguro que sería como en un sueño que tuve. Caería mierda.
Recuerdo unos versos:
La misma pequeñez de la luz
adivina los más lejanos rostros.
La luz vendrá mansa y trenzando
el aire con el agua apenas recordada.
Aún el surtidor sin su espada ligera.
Brevedad de esta luz, delicadeza suma.
Versos que quiero olvidar. Porque cuando recuerdo cualquiera de estas frases siento algo parecido a la esperanza. Y la única forma de ser libre es no tener ni la más mínima esperanza.
El cielo es una mancha, repite muy bajo. Está parado frente a mí, en la nata del atardecer. Me acerco y le propino una bofetada cuyo estallido rebota en la arena húmeda dejando una estela sinuosa. Lo miro a los ojos. Tiene muy mal aspecto: apenas mide un metro; seco, encogido. Le queda poco pelo y debajo de los ojos hundidos hierven unas ojeras enormes como latigazos. Sin dejar de mirarlo, sin que un pestañeo siquiera denuncie mis propósitos le doy una patada en los huevos. Hace una mueca horrible. De sus pupilas brota un reguero de palabras oscurecidas, lentas, mezcladas con un líquido espeso.
Cae de rodillas, la cara descompuesta por el dolor; pero por entre los dientes de leche, flojos y anormalmente separados, continúan saliendo palabras que se organizan de inmediato para formar la frase: El cielo es una mancha... Le doy otra patada, esta vez en el costado. Algo cruje. Emite un rebuzno que brota como un gran eructo del fondo de su vientre consumido.
Me alejo del bulto que parece un animal pudriéndose en medio de una nube de moscas. Las turistas, que han contemplado la escena, se hacen las de la vista gorda y continúan con sus bailoteos. Agitan como poseídas las blancas nalgas.
Deben ser de uno de esos países en los que nunca sale el sol.
Deambulo por la playa hasta que cae completamente la noche. La noche es verde. Verde de prusia. Ahora que María se marcha pienso en las mujeres que he conocido. Fragmentos. Retazos. Los senos de una, el sexo de la otra, el sabor de una boca, el olor de una piel, una risa sonora. Todo se mezcla en mi interior y no sé qué perteneció a quién. Quizás le pongo las nalgas de Sara a Olguita. Las tetas de Lillian (grandes, macizas, que como acababa de tener un hijo, bastaba un leve apretón para que lanzaran chorros de leche), a Maritza. El culo negro, áspero, cubierto de pelos de Rosa, a la pálida y frágil Esther. Fragmentos. A veces lo que me queda de alguna es sólo un gesto, el espeso calor de la habitación sucia, alquilada, sin agua corriente, en la que hacíamos el amor en el asqueroso verano habanero. O un alarido. Aquellos gritos de Bertha cuando la enculaba: su carne compacta se estremecía al compás de unos berridos elementales, perfectos.
La arena se ha enfriado untada por la brisa que trota a lo largo de la orilla. Pronto María se irá fragmentando también, y algún que otro resto llegará a mí en medio de una marejada de recuerdos. Dentro de algunos años, ¿qué quedará? ¿El olor a orina, el gorgoteo en su agujero boqueante? ¿La rabanada de tristeza al despedirnos? ¿El regodeo con que saboreaba mi semen?
Camino en la oscuridad. Me quito los zapatos y meto los pies en la espuma que resplandece como un líquido infernal por el verde que cae del cielo. Verde de prusia. En el ambiente hay también algo infernal, pero sin el hipócrita sentido de culpabilidad de la Iglesia Católica. Infernal porque lo es, sin que uno se lo haya merecido o sea resultado de castigo alguno.
A unos pasos, cerca de una solitaria caseta de salvavidas, un pájaro enorme planea en la negrura del aire. Se posa, corre con las alas extendidas. Lo persigo. Parece que no conseguirá levantar el vuelo. Es casi del tamaño de una persona, de un muchacho, pero con los brazos larguísimos.
Al fin despega torpemente y pasa junto a mí rumbo al mar.
Cuando llego, contemplo la casa con recelo. Desde el automóvil, sin apearme. Olvidé dejar alguna luz encendida y está en tinieblas. Es tarde.Todos duermen.. Se acabó el weekend. Mañana hay que levantarse temprano a trabajar.
Las sumisas manadas, las domesticadas manadas: nosotros.
En la radio Bola de Nieve, con su voz desgarrada, canta una canción de amor. Como sólo él puede. Yo sé bien que estás herido, mil saetas al oído... que volaron y traidora, una fue la que te hirió... A esta hora se puede oír la radio. Todos los patriotas del exilio, todos los traficantes de influencias, todos los vendedores de algo, todos los analfabetos devenidos filósofos radiales se han retirado a sus relucientes casonas en los barrios exclusivos, luego de arengar al exilio a que se sacrifique un poco más pues ya estamos a un paso de la victoria.
La voz del Bola se eleva como un prístino quejido de amante desconsolado y la noche sobre mi cabeza, sobre el carcomido techo del viejo Toyota, se va humanizando, conducida por el Bola que agita su batuta y la dirige como a una orquesta. Que me libres solo quiero de este dardo traicionero, que mi vida soñadora sin piedad... envenenó...
Por fin me decido y salgo del auto. Atravieso el jardín mojado por el rocío. Abro los tres cerrojos que no han impedido que los ladrones vacíen la casa dos veces desde que vivo aquí. Entro. Enciendo la luz: todos están muertos. Forman una nata gorda que cubre los muebles, la alfombra, las paredes de la sala. Los aplasto mientras avanzo hacia la cocina. Bebo un vaso de agua. El resto de la casa está por el estilo. Todos los insectos, todas las palabras, las hadas tetonas: muertas o agonizantes. Crujen bajo mis zapatos. Voy al cuarto. Está en el mismo rincón en que lo vi por primera vez. Apenas lo reconozco. La calva le reluce, aceitada, la piel reseca, polvorienta, cuarteada como si miles de años hubieran pasado sobre ella. El rostro de huesos salientes. Los ojos afiebrados tienen aún una luz mortecina y opaca. Me asomo a ellos tratando de ver el fondo. No hay nada. De la boca entreabierta se escapa un hilo exiguo de palabras que agitan desacompasadamente las patas y gotean sobre la camisa. Le toco el pecho con cuidado y mis dedos se hunden empujando el esternón hacia dentro como si nada lo sostuviera. Se le escapa un ronquido borroso. Vuelvo a los ojos. Lo poco que queda en ellos de vida se apaga. Comprendo que está muerto. Me aparto.
Voy hasta el closet, saco la escoba y la aspiradora. Comienzo por la cocina. Sacudo los muebles para que los bichos, que se han resecado súbitamente, caigan al suelo y así sea más fácil recogerlos. Hay tantos que tengo que cambiar varias veces el depósito de la aspiradora. Abro el refrigerador otra vez, y tomo un poco de jugo de naranja directamente del envase.
Meto los cartuchos llenos de alimañas muertas dentro de bolsas plásticas de basura. Regreso al cuarto con una de las bolsas. El cuento se ha desmoronado en el rincón. Lo que queda es la ropa, pedazos de piel correosa enlazada a los huesos que asoman por entre la camisa podrida. Las tibias emergen de los tenis sucios. Le doy un golpe con la escoba y se deshace. La columna vertebral cloquea, esparciéndose como cuentas de un collar, el cráneo choca en el suelo con un ruido leve. Golpeo otra vez y los huesos se pulverizan. Abro la bolsa, y con la ayuda del recogedor, meto los restos dentro.
Afuera la noche se enfría al adentrarse en la madrugada. Cargo las bolsas plásticas que he llenado con los restos del cuento y las pongo junto al poste del tendido eléctrico. Ya otros vecinos han depositado su basura allí, y como todos los lunes, al amanecer, el camión con la grúa se las llevará. Alguien ha dejado un butacón roto, unas ramas, una silla desfondada. Las bolsas forman un confuso bulto que se diluye en la oscuridad. Cuando regreso a la casa me vuelvo y trato de distinguir la que contiene el cuento.
No lo consigo.
Olor a enfermeras.
Es temprano ¿las diez de la mañana? Estoy sentado en mi PatriaBar de la Calle Mallorca, como todos los días, y no existe el mundo mágico de la infancia. El mundo mágico de la infancia es otra invención propiciada por el miedo. Por la endémica pusilanimidad humana. Por nuestra incapacidad para aceptar lo evidente. Eso del árbol de la infancia, la calle de la infancia, el hogar de la infancia, los amigos de la infancia: embustes alimentados por nuestra cobardía. Sin esa y otras invenciones tendríamos que suicidarnos en masa. Necesitamos la ilusión de algo superior (por eso hemos inventado las Historietas de los Dioses), de algo diferente a nosotros (lo que prueba que recónditamente sabemos que somos pura inmundicia), de otra manera enloqueceríamos.
Nos envenenaríamos en masa, nos lanzaríamos por el primer farallón a mano como los indígenas cubanos (los últimos cubanos decentes). Primero los niños, luego las mujeres y por último los guerreros. Como hicieron ellos.
A salvo tras el cristal de mi PatriaBar veo pasar las manadas. Pegatinas de American Express, Visa, Master Card. La Divina Trinidad. El día flota como una sábana recién lavada, condenada a ensuciarse. Olor a café, a leche. A perfumes mañaneros. La naturaleza despliega sus engaños. Sus dulces patrañas. Cambia el semáforo. Tosen los muros. Arenilla. Las palomas devoran un vómito reseco. Pausa. Cuando bebo el primer sorbo aparece.
En ocasiones, pasan largos períodos de tiempo entre uno y otro aviso de mi cuerpo. Otras veces se producen uno detrás de otro. Apremiantes. Están relacionados con el nivel de abyección de mi existencia.
Avisos sin sentido, pues el proceso es irreversible (¿qué consigue sino retrasar lo ineludible?) y al final nos convertimos en la misma mierda que todo el mundo; pero avisos al fin y al cabo. Salvavidas que me lanza mi cuerpo cuando ya estoy a punto de hundirme definitivamente. Cuando estoy a punto de desaparecer, tragado por la porquería.
Gracias.
Lo agradezco.
Cuando miro atrás compruebo que mi vida consiste en el típico y por lo demás normal proceso de envilecimiento continuo, creciente y aniquilador, proceso de renuncia (¿qué es una vida humana sino una impresionante colección de renuncias?); pero, eso sí, jalonado de esfuerzos por destacar, por tener éxito en el “mundo artístico”. Por ser un pintorzuelo o un escritorzuelo. No me conformaba con ser parte de la piara anónima, quería más.
Vive oculto, dijo Epicuro.
No le hice ningún caso.
Tampoco a mi padre: Búscate un trabajo de verdad. Deja la escribidera. No hay nada más deleznable que la lucidez.
Me parece escuchar su voz; llega desde la muerte como un encogimiento de hombros de la eternidad.
Avisos de mi cuerpo: agónicas sirenas de heridos navíos en turbios fondeaderos (como en la cursi pero para mí conmovedora canción interpretada por Pacho Alonso... turbios fondeaderos donde van a recalar... barcos que en el muelle para siempre han de quedar... sombras que se alargan en la noche del dolor... náufragos del mundo que han perdido la ilusión...), campanadas al borde de los precipicios de la miseria suma y de la suma extinción. Semáforo en rojo: ¡STOP COMEMIERDA QUE DE AHí NO SALES A PARTIR DE ESE NIVEL DE ABYECCION NO HAY RECUPERACIÓN POSIBLE! ¡TE AHOGARÁS SUMERGIDO EN LA MIERDA!
Actos de rebeldía, inútiles eso sí, de mi cuerpo, contra los abismos de la llamada normalidad que es siempre una enfermedad moral; un cáncer terminal.
Mi cuerpo sabe que nuestra imagen de civilidad es un espejismo frágil presto a ser barrido por nuestra verdad: el horror.
En el barrio donde nací, barrio misérrimo en la periferia habanera, la gente no tenía alma. Sólo cuerpo. Gente auténtica como nunca he vuelto a encontrar. El alma es un invento del cuerpo. Cuerpo de casi viejo; no de viejo todavía, el mío. Aunque poco falta. El tufo en la piel llegará pronto, el aliento correoso, hediondo, llegará pronto. El cuerpo pudriéndose de adentro hacia fuera, que es como envejecen los cuerpos, llegará más temprano que tarde, para citar una diarrea epistolar del Che Guevara o de Salvador Allende. ¿Qué más da cuál de estos tarados escribió esa paparruchada?
Ya están aquí las manchas, eso sí. Los pelos amarillentos, las canas, las alteraciones gástricas, los agujeros negros en la memoria, las depresiones recurrentes, la peste en la boca, el dolor en las articulaciones, los divertículos, las gafas y ese deseo de parar, de salirme del flujo de las cosas que no es nuevo pero que se acrecienta día a día.
Detenerme.
¡Que todo siga su curso: la hierba creciendo, la lluvia cayendo, las mareas subiendo y bajando, las estaciones cambiando, el sol saliendo y ocultándose, las estrellas naciendo y estallando pero a mi déjenme al margen!
¡Sigan sin mí, no me jodan más!
Estoy solo. (Quiero decir que no me engaño pensando que es posible no estarlo). Eso es algo a mi favor. Una de las poquísimas cosas a mi favor; si descontamos que soy un borracho y un monologador cervecero. Siempre cervecero, lo del whisky es una forma de sumisión a Hollywood. Hollywood; la máquina estupidizante más formidable jamás creada por la humanidad. Estar solo (saberlo) es la única forma de sobrevivir, por un tiempo, sin hundirse en la inmundicia irreversible.
Hay un grupo de cangrejos confinados en un balde; luchan por trepar hasta el borde y escapar. ¿Cómo saber cual es, entre todos, el cangrejo cubano? Es el que, desde el fondo del recipiente, tira de las patas de los otros impidiéndoles llegar al borde y alcanzar la libertad. Es el cangrejo cómplice del dueño del balde.
Si existiera algún sitio al que escapar, y lo hay por supuesto y el mejor ejemplo es esta PatriaBar de la Calle Mallorca donde soy libre por primera vez, la cercanía de otros cubanos, conspiraría contra la fuga.
El envilecimiento es inevitable, pero solos, con mucho esfuerzo, con incontables sacrificios, ya que nuestra naturaleza está en contra, conseguimos no envilecernos totalmente enseguida. Permanecer humanos; lo que es muy ruin; pero al menos significa no descender a subhumanos.
(Que es lo mismo, y con toda seguridad preferible, estoy seguro, pero para mi cuerpo es una diferencia sustancial. De otra forma no me pondría al borde de la muerte para evitarlo; creo. Aunque... quién sabe lo que trama ese hijo de puta?).
A todo el mundo se le hace muy difícil entender ni siquiera se las plantean estas verdades tan simples. ¡Cómo se ofenden cuando las escuchan! O sí que las entienden. Pero tienen miedo. Por eso se dedican a ocultarlas, a interponer padres, madres, amores, coches, casas, amistades, hijos, profesiones, abuelas, ideologías, arte, tías, moral, patrias, modas, sobrinos, religiones, maridos, filosofías, televisores entre ellos y estas simples verdades. Para tener la ilusión de que no están solos, a la intemperie y en irreversible proceso de envilecimiento total.
Antídotos contra el suicidio. Sus ilusiones.
Ya no me hago ninguna ilusión. Concesión típica de domesticados. Antes sí, confieso; en mi etapa de artista muy prometedor y hasta brilliant, como afirmaba pasándome un brazo leproso por los hombros George el Dealer. Mi amigo en aquella etapa, famoso galerista de Miami. Hacerse ilusiones es asqueroso. Cobardía típica de domesticados y sumisos.
Me va mejor así. Sorbiendo la cerveza, reteniéndola un poco en la boca antes de tragar, disfrutando su picante amargura: orillado. Mientras observo a esa vieja hurgando en la basura.
Siempre aparece con el primer sorbo.
Todas las mañanas viene a meter el hocico en el tacho. Flaca y grasienta. Gran lagarto verdoso. Escamas. La miro a través de las fronteras de cristal de mi PatriaBar: agacharse, rascarse el culo trufado de costras, devorar restos de comida o cualquier otra bazofia. Ni siquiera es una mendiga, es un animal carroñero, peligroso y obstinado.
Sabe que estoy aquí, vuelve la mirada acuosa en mi dirección: como todos los días, levanto la copa y ella me enseña los dientes rotos. Tenemos una cita; de enamorados. Escupe. Pechos de cuero seco, rajado, cuelgan. Y ese gorro color sangre coagulada en la cabeza. Gorro frigio.
Es la misma vieja; la he visto en Bruselas, San Francisco, Atenas, New York, Miami, Sevilla, Los Angeles, Roma, Berlín, Guayaquil, Londres, Amsterdam, París, Venecia, Praga, Madrid. No me deja en paz la muy puta. No me abandona.
Y no hay paz hasta que todos nos han abandonado.
Las ilusiones.
Me va mucho mejor ahora, que cuando me las hacía. Me las hacía. Suena como si estuviera hablando de pajas. Pajas sí que me hago a cada rato. Pajas internáuticas, sobre todo. La Web es el reino absoluto de las pajas. Se ven imágenes divinas de lo que somos en la Web. Y eso que está en pañales, recién nacida. Y eso que no ha llegado lo virtual y toda la otra muy prometedora cochambre. Muchachitas singando con cerdos, chupándosela a perros y caballos; tipos haciéndosela a costa de su madre o sus hermanas. Tíos singándose a sus sobrinas. Fotos de bebes chupando pollas. Niñas sodomizadas por sus abuelos. Padres violando a sus hijos.
Somos lo que somos cuando no damos la cara: una verdad demostrada e indiscutible. La Web nos da la oportunidad de ser sin dar la cara. Somos felices. Probos. Gracias a la tecnología y al anonimato. De ahí su éxito. El futuro es promisorio. Eso se ve muy claro en la Web. Por ese lado soy un optimista. La ciencia nos traerá la verdadera libertad. Sin hipocresías de ningún tipo.
Es mejor hacerse pajas que ilusiones; repito siempre como una oración.
Rubia la cerveza, delicada como el sol de mayo. Cremosa como el cielo barcelonés. Otra de mis oraciones.
El cielo de Barcelona es el de mi destartalado Barrio.
Pajas sí pajas sí pajas sí pajas sí ilusiones no ilusiones no ilusiones no: rezo. Cierro los ojos y junto las manos sobre el pecho clásicamente.
Parezco una postal catolicona.
Ya el empleado, Ministro en mi PatriaBar, se ha acostumbrado y ni me mira. Delantal manchado, rostro de madera húmeda, manos esponjosas, voz de vaso agrietado. Granos. Pajas sí pajas sí pajas sí pajas sí ilusiones no ilusiones no ilusiones no. La oración flota entre los jamones colgantes, entre los chorizos, el fuet, las morcillas, los pinchos de tortilla, el pulpo a la vinagreta, los calamares a la romana, las gambas al ajillo y las alitas de pollo fritas alineadas bajo la cristalera. El mugido trenzado de los clientes. El ruido de la cafetera. No son ciudadanos de mi PatriaBar, están de paso. Turistas. Hablan de fútbol. En este país, me refiero a España no a mi PatriaBar, a los hombres lo único que les interesa es el fútbol. Por eso tantas mujeres siempre andan necesitadas de que alguien que se las singue.
Soy devoto del Dios de las Pajas. Que es uno de los pocos dioses que existen. También existen el Dios de las Fornicaciones y el Dios de las Fugas. El Dios de las Singuetas y el Dios del Desamparo. Y el Dios de la Inconsistencia. Y el Dios del Amor Perdido. Y el Dios del Exilio y el Dios de las Mamadas. Y el Dios del Miedo. Y el Dios de la Traición. Y el Dios de la Lejanía de los que Amamos. Y el Dios de lo Efímero. Y el Dios de los Libros. Y el Dios del Abandono. Y el Dios de la Renuncia. Y el Dios de los Nómadas. Y el Dios de la Podredumbre. Y la Santísima Virgen de la Mierda Perenne que es poderosísima.
Soy devoto de todos ellos.
¡Pajas sí pajas sí pajas sí pajas sí ilusiones no ilusiones no ilusiones no!
En ese país, allá afuera, los hombres no singan, ven el fútbol y se hacen pajas pensando en Raúl, en Ronaldo, en Roberto Carlos, en Figo, en Beckham.
¡Ahhhh, ahhhhh, ahhhhh! ¡qué piernas, qué velocidad, qué puntería... Raulito, Ronaldito... mi macho aaahhhhhhhh!
¡PAJA O MUERTE... NOS LA HAREMOS! Esa debía ser la consigna de mi expaís, de la isla pavorosa; les hubiese ido mejor a esa turba de tarados.
Me las hago (sorbiendo, poco a poco, mi propia leche; hay que parar en el momento adecuado y dejar brotar un chorrito, beber, esperar, reiniciar la frotación, otro chorrito, beber, esperar nuevamente... beber. Si no han tratado esto queridos lectores se lo recomiendo encarecidamente; es casi como follarnos a nosotros mismos que es lo que todos quisiéramos hacer dejémonos de hipocresía) a costa de los rostros angelicales de las niñitas de la Web, embarrados con los goterones de esperma de caballo. O de burro. O de perro.
No hay nada mejor para comprender a un ser humano que darle la oportunidad de actuar sin dar la cara. Fluye entonces naturalmente su puro, real emporcamiento.
O su belleza pura. Es lo mismo.
Lo limpio es sucio, lo sucio limpio. ¿No lo dijo el coro de brujas?
En Cuba les han dado esa oportunidad y la isla está cubierta de un extremo a otro de delatores, torturadores, carceleros, censores, cobardes e hijos de puta.
Bebo una cerveza fría en mi PatriaBar de horrible decorado, de campanita tras la puerta, en la Calle Mallorca. Todas las mañanas. El baño apesta. El Ministro apesta. Barcelona resuena afuera, culona (el culo de esta ciudad es fabuloso, duro, bellísimo, acogedor, profundo y tibio), peluda, tersa. Barcelona con el rostro maquillado, humoso. Las mejillas del cielo doradas, los pechos infantiles.
Abajo, en los túneles del metro, millones de lombrices. Oigo el trasiego de sus cuerpos embarrados.
Los árboles, no tan asustados como estarán después, cuando avance el día. Apenas tosen.
Las manadas pasan rumbo a las oficinas, las escuelas, las fábricas: centros de embrutecimiento colectivo.
Conversan, gesticulan, ríen, infectadas de ilusión.
El pelo de la vieja, que escapa por debajo del trapogorro empercudido que enmarca su jeta costrosa, es como un matojo requemado, como racimos de patas de araña. Movidos por la brisa. La vieja, portentosa araña hociqueante. Renquea. Brazos y piernas jalonadas de pústulas. Escoria. Ensenadas de pus, playas arrasadas. Barrios podridos. Territorios carcelarios, cancerígenos.
La cerveza es el curriculum. Una palabra terrible. Pero imprescindible para los habitantes del llamado ambiente artístico. Al que pertenecí en su momento. Engullo un buen trago. Ambiente que es muy comercial y nada artístico, como sabe cualquiera que haya pertenecido a ese ambiente. Y no me refiero exclusivamente al ambiente artístico de los horripilantes lugares de donde vengo (...yo vengo de todas partes... y hacia todas partes voy... el Apóstol asoma la calva).
Es lo mismo.
Cualquiera que afirme que el arte tiene hoy todo que ver con los BANCOS y el DINERO y nada que ver con el arte, lleva la razón. Es una persona sensata. Equilibrada. Justa. Que sabe de lo que habla. Cada cerveza conduciendo, permitiendo una parte de la historia: deshilvanándola. Pompas etílicas, versos etílicos. El hilo conductor, como suelen decir los escritorzuelos. Esa crápula que está siempre de moda. Cuyos infectos mamotretos el público devora. Todos los años publican religiosamente algún infecto mamotreto con presentación, nudo, desenlace y demás mierdas resignadas. Una cerveza, un fragmento. Otra cerveza, otro fragmento. ¿Es que hay algo más? No. Sólo fragmentos. Cervezas. Fragmentos. Cervezas. Fragmentos. Cervezas. Fragmentos. Cervezas. Fragmentos. Nada en la vida existe como continuidad; todo fragmentos. Lo de la continuidad es otro invento piadoso sin el cual no podríamos sobrevivir un instante los humanos engendros. Como el aire que respiramos necesitamos la fábula de la continuidad. Yo cada vez percibo menos la continuidad, me siento como lo que soy, pedazos inconexos y sin sentido que nada tienen que ver unos con los otros. Fragmentos fragmentos fragmentos. Cervezas cervezas cervezas.
Otro trago.
Soy cubano. Es insoslayable decirlo en este momento de desvaríos cerveceros, de monólogos con el mono, conmigo mismo; desvaríos con los que celebro ser parte otra vez, pertenecer a una nueva Patria. Sin una Patria no se puede vivir, hasta yo acepto eso.
Digo esto, pero odio a los patriotas y a las Patrias. Odiar a los patriotas y a las Patrias es un requisito fundamental para no ser un cretino. El concepto mismo de Patria es una aberración. Una pulsión cavernícola. Ningún nacionalismo es inocente. Todos los nacionalismos son asesinos y embrutecedores. ¡A matar, a matar! ¡Somos los mejores!; proclaman todos los himnos nacionales. En el fondo de todos los nacionalismos anida el racismo, la discriminación y el fanatismo. El culto a la estupidez y la barbarie. Al final siempre quieren obligarnos a aniquilar al otro porque no canta la misma cantaleta o no habla la misma jerigonza o no adora al mismo Dios que nosotros, o al mismo criminal hijo de puta salvador de la Patria que nosotros. El nacionalismo es el caldo de cultivo ideal de todas las monstruosidades humanas. El nacionalismo es un tumor maligno, una plaga siniestra. Cualquier gobierno sano debería fusilar sin demora a todo el que se declare nacionalista, no sólo por constituir un peligro en potencia para la paz social sino sobre todo por imbécil.
Sin embargo, esta mañana celebro no ser un apátrida. Todas las mañanas desde hace meses lo celebro. Día tras día. Tengo una nueva Patria. ¿Existe dicha comparable?
Soy cubano, dije, pero lo exacto sería decir "era" cubano, o, “soy excubano”. Antes de convertirme en feliz ciudadano de la RepúblicaBar de la Calle Mallorca se me consideraba ciudadano de la pavorosa isla. Isla que semeja un montón de mierda modelada por un escultor cubano... ¿Cárdenas? ¿Pero qué digo? La escultura cubana no existe. Copias de copias de copias de copias...
La RepúblicaBar de la Calle Mallorca es mi Patria. Patria que es PatriaBar, de ahí que sea habitable. De ser Patria a secas sería cárcel, campo de concentración.
En una PATRIA a secas los niños deberían recibir clases de Antipatriotismo; clases en las que cada niño aprendiese a insultar la PATRIA y conocer con lujo de detalles todos los horrores de la Historia que siempre es siniestra, canallesca, mentirosa, antiespiritual y degradante de su país, de su llamada PATRIA. En una PATRIA a secas los niños deberían cagar y mear la bandera en las escuelas a manera de ceremonia higiénica matutina.
Pero nada de eso es necesario en mi PatriBar de la Calle Mallorca.
Cuando llegué aquí, ser cubano significó una gran ventaja. Decir que era cubano. Muchas mujeres escuchaban la palabra cubano y empezaban a salivar y a abrirse de piernas. Sin sospechar la portentosa cantidad de porquería que acarrea esa palabra: cubano. ¡A empinar los culos se ha dicho! Culos. Aquí no se folla, como le dicen ellos a singar, por el culo. Ni por otras partes... ya saben; el fútbol. El culo se usa para cagar y punto: gran desperdicio.
Culos maravillosos abandonados y descuidados por los hombres de aquí que se pasan el tiempo ante los televisores o en los stadiums dando gritos como energúmenos; o van a la isla pavorosa de la que escapé aterrorizado en busca de culos iguales o peores que los que tienen ya.
Una locura, pero eso es lo que pasa.
Nunca he tenido problemas para encontrar con quien singar. Donde limpiar el fusil como decimos allá en la isla pavorosa. Pero esta situación resultaba nueva. (Inédita; dirían los escritorzuelos bilingües y biculturales del periodicucho Times de Miami).
Los cubanos (todos) son indignos de que una mujer les de el culo. Dar el culo es un acto de enorme pureza, un acto mágico, un acto de amor, de delicadeza y entrega extraordinaria que honra al que lo recibe.
Seres degradados, sin consistencia, de una abyección ilimitada: los cubanos. No merecen una entrega de tal naturaleza.
La vieja suplica una limosna a una pareja que pasa. Lloriquea agitando una mano tiznada. La mujer le da una moneda evitando tocarla. Hace bien, sabe Dios qué infección podría contraer. Cuando vuelven la espalda la vieja les hace una señal obscena con el dedo. Sonríe en mi dirección, enseñando los dientes rotos.
Reputa.
O no, pragmática.
Que los maridos no las satisfagan no es razón suficiente para semejante idolatría de los cubanos. Que los maridos corran a la isla pavorosa en busca de lo que tienen aquí en calidad y cantidad, proporcionales al menos (superiores en mi opinión), a lo que encuentran en la isla pavorosa, no es razón suficiente. Murmuraba al enfrentarme con la idolatría. Una idolatría completamente infundada que tiene como foco (a los cubanos, que apenas saben hablar, les encanta eso del foco: el foco de esto, el foco de aquello...) a los cubanos. Gente ridícula, gangosa y asqueante. Aunque lo oculten muy bien bajo el manto de la jocosidad, la bailadera “y la alegría y el sentido del humor de ese pueblo risueño...”; como repiten los periodistas y los cagalitrosos escritorzuelos cuando expelen sus paparruchadas ridículas e interesadas. Recién llegados de un viaje con todos los gastos pagados a la isla. Un viaje en el que se han vendido por una langosta.
Pero ¿para qué explicarles a las mujeres de aquí lo repugnante que realmente somos los cubanos? No hay nada que cambie de verdad, como se sabe, así que para qué perder el tiempo.
De nada habría servido explicar a las mujeres de aquí lo que no iban a entender porque estaban demasiado ansiosas, airadas e insatisfechas y cuando se está demasiado ansioso, airado e insatisfecho no se entiende nada.
Cuando se está calmado y satisfecho, tampoco se entiende nada.
Es lo mismo.
No hay nada que entender. Se atraviesa un paisaje por un tiempo, después, en algún punto uno revienta y el hecho carece de importancia.
un cuento
Abro los ojos, lo veo. No sé si apareció ahora o estuvo ahí toda la noche. Es un cuento corpulento, de brazos largos y manos pequeñas y rosadas: fulgura en la penumbra. Cabeza hermosa, ojos brillantes. Viste unos jeans desteñidos, tenis sucios y una camisa arrugada. Por la portañuela abierta escapa un falo pequeño y unos testículos apretados.
¿Cómo logró meterse en el cuarto? Mide por lo menos tres metros de alto. El cielo es una mancha, murmura con una vocecita meliflua, incongruente. Lo miro, fijo, cómodamente instalado debajo de mis tres colchas (el aire acondicionado está a todo dar) para ver si desaparece. Con los cuentos a veces sucede eso. Uno los mira fijo un rato, como quien está absorto en algo que ocurre más allá de ellos. Y terminan por esfumarse. Si hay algo que no resisten es que los ignoren.
Con éste no tengo éxito. Continúa ahí con sus ojos relucientes, casi redondos, que parecen agitados por un hierbazal interior. El cielo es una mancha. Me levanto. Mientras me visto, orino, cepillo los dientes, lavo la cara y peino, puedo verlo reflejado en el espejo del baño. No me quita la vista de encima y sigue cuchicheando. Las palabras brotan de su boca, espumosas. Tarareo formado por huevos mínimos contenidos en una saliva reluciente. Mueve los brazos. Dentro de la ajustada tela las piernas semejan patas de un ortóptero descomunal. Tiene un cordón desatado. Pienso decírselo, pero me arrepiento. Mientras menos confianza se les dé, mejor.
Las frases -espuma o huevos- crujen, estallan produciendo un peculiar sonido, empiezan a pelear en el aire, se convierten en moscas, mosquitos, guasasas, hormigas, arañas y otra miríada de diminutos insectos voladores que no acierto a identificar. También pequeñas hadas de Walt Disney, pero con las tetas grandes y puntiagudas y los culos empinados.
Cuando salgo del baño zumban por el cuarto. Algunas terminan dentro de mi boca. No tengo otra alternativa que tragármelas. Todos los insectos, y las hadas que son también insectos, dicen exactamente lo mismo, la dichosa frase: El cielo es una mancha...
Continúan emergiendo de su boca en cantidades alarmantes. Apartando a manotazos los miles de bichos que se obstinan en pegarse a mi cara, me deslizo junto a la pared. Trato de alcanzar la puerta. En el camino recojo las llaves del automóvil de encima de la cómoda. Compruebo que me sigue.
Molesto, le digo:
–Si vas a venir detrás de mí, por lo menos abróchate la portañuela.
El cielo es una mancha. La frase se posa, se aferra con sus patas de mosca o de libélula o de garrapata o de chinche al parabrisas, y se disipa luego con un alarido. El asfalto comienza a despedir un vapor que envuelve el monótono y vulgar paisaje. Pequeños comercios. Anuncios lumínicos. Enormes carteles. Spanglish. Un plantón de cañas de azúcar crece dentro de una palangana, junto a la puerta de una cafetería. Si pateo una de esas fachadas caería como un decorado de papel. Pasaría lo mismo si le doy la patada a cualquiera de los que transitan por las aceras. Observo la porquería a ambos lados de la vía. Miro a esa pobre gente fingiendo que está allá, moviéndose como si estuvieran allá, riendo y viviendo como si estuvieran allá y no aquí. A veces, en una esquina, hay un político hablando estupideces y sacándole las monedas a los ancianos nostálgicos, o algún atracador bien trajeado vendiendo algo que no hace falta. Estercolero de sueños, cementerio alimentado por nuestra cobardía.
En esta ciudad se vive a merced de los automóviles. Se van metiendo en tu vida y en tu sangre y llega el momento en que sientes que tienes un timón en el centro del pecho y un tubo de escape saliéndote del culo.
Un tufo caliente entra por las ventanillas. Asqueroso. Subo los cristales y conecto el aire acondicionado. Sigue siendo hedor contaminado, pero al menos está frío. Enciendo la radio. El líder de La Grande, la más poderosa emisora de radio cubana, reporta un accidente: un tren de carga ha golpeado un carretón tirado por dos mulos en un cruce de vías en el interior de la isla. Los mulos y el conductor resultaron ilesos, pero el carretón quedó destruido. El tren no sufrió daños. La estrella radial, al que los cubanos adoran, narra los hechos como si el accidente fuera a provocar la caída inmediata del gobierno. Cambio de estación y escucho la voz de un ex cura borrachín que conduce un popular programa de entrevistas. Hoy suena más servil que nunca pues su invitado es un alto ejecutivo del poderoso diario local. El norteamericano se empeña en chapurrear algo, ininteligible, en español, y el ex cura beodo le ríe estrepitosamente la gracia. Apago.
Detenido en un semáforo a la altura de la Olga Guillot Avenue, lo veo avanzar entre los autos. Sortea los obstáculos como un gran avestruz gigante. Contra el cielo blanco, ya hirviente a pesar de que apenas son las nueve de la mañana. Su corpachón adquiere matices ocres de tierra. De campo humedecido. Con una gran zancada supera un ómnibus repleto de turistas que se aplastan contra los cristales y abren las bocas como peces ahogándose, en medio de una gran algarabía. Gritan, ríen. Probablemente piensan que es algo organizado por las autoridades locales para divertirlos.
Sobre el parabrisas continúan pateando ligeros los monstruos, las frases.
El edificio donde viven mis padres con el niño es un gallinero. Uno de esos proyectos auspiciados por el gobierno, controlados por amigos de los políticos, que se meten todo el dinero y terminan haciendo cuevas donde la gente pobre lucha para que no las devoren las cucarachas. Mi padre y el niño ya me esperan. Mi madre agoniza, como de costumbre, encerrada en su cuarto. Ahora tiene leucemia o algo por el estilo.
Mientras caminamos por el estacionamiento pienso que soy yo mismo en tres versiones y me aterra la idea de que seguiré muriendo aún después que esté muerto, y que moriré antes de morirme. Miro al viejo cuya cabeza destaca contra el muro verde, de arbustos recortados. Su pelo ralo y blanco ondea en la leve brisa que se ha levantado. El rostro, cubierto de manchas y protuberancias que deforman la nariz, exhibe una tristeza gruesa, que no tiene motivo específico.
Vuelvo la cabeza a tiempo para ver como por la esquina más próxima dobla el cuento: trota, bamboleante. Suda y la boca entreabierta deja escapar resoplidos de corredor agotado y una nube de bichos.
Pongo en marcha el motor y conecto el aire acondicionado.
La clínica está repleta, como siempre. En la ventanilla, una muchacha uniformada de labios carnosos, pintados de rojo, nos entrega un cartoncito con un número. Luego nos indica la escalera. En el pequeño salón de espera hay unas quince personas. La mayoría, viejos que conversan como si se conocieran de toda la vida. El niño está sentado junto a mí. Mi padre ha encontrado un lugar frente a nosotros y habla con un anciano encorvado, sin dientes. Aprovecho para observarlo, ahora que tengo la oportunidad de hacerlo sin temor a encontrarme con sus ojos. A través del deprimente cúmulo de deterioro asoma una semejanza intolerable con mi propio rostro. Cruzo las piernas y me doy cuenta de que las he colocado en la misma posición en que las tiene él. Bajo la pierna y retiro la mano del muslo, pues la mano de mi padre descansa sobre el suyo de idéntica forma, es decir, los dedos ligeramente doblados, apuntando la entrepierna. Hago una mueca, contraigo la mandíbula, tratando de escapar a la semejanza. A mi lado, el niño imita todos mis movimientos al tiempo que sonríe.
El médico resulta ser un joven un poco bizco que me dice, después de un breve reconocimiento, que mi padre está sordo de un oído y que el otro va por el mismo camino. Le receta antibióticos, pues, según él, todo es producto de una infección, y le da una cita para el mes próximo. Cuando salimos del consultorio veo la mancha de las frases del cuento arrastrarse y ronronear por las paredes. Grises sobre el azul pálido de la pintura. Los labios de la muchacha que da los turnos son una supuración. Los grupos de palabras se ordenan como si estuvieran en una página, formando párrafos que desaparecen al instante para dar paso a otros que también se deshacen. Palabras recién llegadas se tachan ellas mismas. Los adjetivos cambian a gran velocidad. Por instinto, respondiendo a un viejo hábito, busco en mis bolsillos un lápiz y un pedazo de papel. No encuentro nada. Decido pedirlos a alguien, pero ya mi padre y el niño me llaman impacientes desde la puerta del elevador.
Por un momento, la gente que nos rodea, las paredes y el mismo suelo del pasillo parecen borrarse, vagos, brumosos, faltos de consistencia. Como si fueran el producto de una descripción en progreso.
Consumo la tarde viendo pasar gente, sentado en un banco, dentro de Dadeland Mall. Los cuerpos transitan pausadamente, se detienen frente a las engalanadas vidrieras cuyas fauces siempre abiertas se aprestan a devorarlos. Disfruto estar así, al borde de la vida que pasa, cerca de los jóvenes que se desplazan inmediatos y exuberantes, disfrazados según la última moda. La calidad de la piel, la firmeza de la carne, la brillantez del pelo, los ágiles movimientos llenos de gracia y energía. A veces me aproximo lo suficiente y aspiro el aroma que despiden. El olor de la vida. ¿O es el olor de su fugacidad? Por un rato me sumerjo en ese ejercicio relajante. Luego entro en una de las tiendas.
Deambulo entre las perchas atiborradas.
–¿May I help you? -dice una voz a mi lado.
Piel muy blanca, edad indefinida. Podría tener 14 ó 20 años. Pelirroja, de dientes ligeramente saltones que dan al rostro un encanto particular. Las manos son transparentes y veo sus venas, verdes, moradas, correr formando intrincadas redes. Debe tener los pezones color naranja, el sexo rojo, dulce como una mandarina.
Toma un sorbo de una lata de cocacola, mientras me contempla con sus ojos color agua. Cuando va a beber, sus labios se acoplan al borde metálico, posesivamente. A través del cuello largo, esbelto, desciende aquel brebaje inmundo adentrándose en su cuerpo. Me muestra los dientes, natilla, y vuelve a preguntar: May I help you?... Respondo advirtiéndole que no debe tomar esas suciedades enlatadas, que hacen daño a la piel, corrompen el alma, y lo que es peor, pueden hacer cambiar el color de sus pelos allá abajo.... y le señalo con el dedo la región púbica.
Con gesto colérico, me da la espalda. Mientras se aleja contemplo sus nalgas pequeñas, empinadas.
Fuera de la mole cuadrangular del mall el atardecer finaliza. El gentío incansable entra y sale por las innumerables puertas, cargado de paquetes que embuten en los maleteros.
Una costra morada se desprende del cielo y cae sobre todas las cosas.
Cuando llego al automóvil, allí está él, apretujado en la parte trasera. Una gran masa amorfa que tiembla mordida por un ejército de palabras.
Entro y pongo el televisor. Devoro mi cantina aburridamente. Masas de puerco fritas, arroz y frijoles negros, plátanos hervidos. Es la hora de los noticieros. Un muchacho de catorce años llegó de la escuela y mató a balazos a sus padres, e hirió gravemente a la hermana menor. Otra turista alemana asaltada. Le robaron el bolso a punta de pistola y luego le pasaron con el automovil por encima. Cambio de canal: una abuela mató a su nieta, a la que los padres dejaron para que cuidara de ella, mientras iban al supermercado. La ahorcó con el cable del teléfono y luego la metió en la nevera. A continuación le toca el turno a la historia del joven padre que violó a su bebé de nueve meses de nacido. Los vecinos entrevistados lo describen como un buen vecino, apuesto, servicial, con una esposa adorable. Un tipo normal, dicen. Aprieto el botón otra vez: un reportaje especial sobre la pandilla de muchachos que dispararon con un rifle al profesor de música de la escuela secundaria a la que asistían. Odio la música, dice uno de ellos, que acaba de cumplir diecisiete años, sonriendo levemente, y mirando de frente la cámara. En la habitación del líder del grupo hallaron un plano de la escuela, explosivos, y un plan detallado para volarla el día de la fiesta de fin de curso. Se hacen llamar Lords of chaos.
De la cocina llega un ruido de cacharros. El piso de madera, cubierto por la alfombra gastada, retumba bajo sus pies enormes. ¿Qué estará haciendo? Ya en la casa no cabe un bicho más. La atmósfera es una nata correosa en la que los carapachos de las palabras refulgen con tonos macilentos.
Han cambiado. El dinamismo que las animaba ha disminuido. El cuento sale de la cocina avanza hasta el comedor cansadamente y me observa con la boca apretada. Hay algo implorante en su mirada húmeda. El rostro, ahora amarillento, enfermo, se ha cubierto de pústulas, de llagas que también expulsan palabras, pero más oscuras, aunque dicen lo mismo: El cielo es una mancha...
Las palabras brotan de su piel, de todo el cuerpo y reptan hacia el aire y se suman a la masa que flota y casi impide ya caminar. Miles de hadas e insectos y alimañas volantes yacen destripadas sobre la alfombra que se humedece: líquidos viscosos fluyen de sus entrañas. El cuento camina hasta el sofá y se recuesta como si se dispusiera a dormir. Resuella como un asmático. Pienso en Lezama Lima.
Es tarde. Apago el televisor. Me levanto y voy hacia el cuarto. Una enorme palabra verde se posa en mis labios. La aplasto de un manotazo. Sacudo la sobrecama que parece viva de tanto bicho que tiene encima.
Ya me estoy quedando dormido cuando suena el teléfono. Es mi madre. Sin darme tiempo a saludarla comienza la historia de su amiga la que se está muriendo. Todas sus amigas se están muriendo. Víctimas de enfermedades siniestras. Ella también se está muriendo.
Mijo, tu madre está matada... tengo un dolor en la cervical que me baja hasta la pierna, ¿tú crees que sea cáncer? -me pregunta.
Seguro es cáncer, ése es el síntoma, no me cabe la menor duda que es cáncer -le respondo.
Ahora estoy tomando el Restoril de 30 continúa sin escucharme descontinué el Prozac porque no me hacía nada, me dormía la lengua y me dormía... un cansancio, una cosa. ¡Estoy matá! No me asentaba. Hablé con mi amiga la que le explotó el lumbago y me dijo: ¡Estás loca!, cómo vas a tomar el Prozac, te deprime más todavía. ¡El médico que te mandó eso está loco! Así que ahora estoy tomando el Diazepán que es otra mierda, pero algo tengo que tomar. ¡Estoy desesperada, desesperada! Llevo treinta años así y nada me hace efecto. Nada. Yo lo he tomado todo. Me he hecho de todo, pero de TODO y sigo igual. Estoy jodida jodida. El otro día estaba al borde de la locura y arranqué para la clínica y me hicieron análisis de orine, de sangre, de esefecales, bioxias, electros, me revisaron hasta el fondillo y no me dió nada. Ahora me falta el aire. Ah, eso fue con el médico nuevo que tengo ahora. A Ortiz lo dejé porque era un comemierda. Este nuevo es un pollo. El otro día cuando fui a hacerme el chequeo por el dolor en el pecho me mandó a quitar la ropa. ¡Ay qué bello!... jovencito. Me dijo: ¡quítese la ropa! El ajustador y todo. Me tocó por aquí, por allá. No es un comemierda como Ortiz. ¡Qué manos tiene ese médico! Qué lindo Dios mío, de bigotes. Es una eminencia, una eminencia. Cuando acabó de reconocerme hice así y le besé las manos y le dije: ¡Gracias doctor, Dios le bendiga esas manos que Dios le ha dado para curar y hacer el bien! Se rió y me dijo que era verdad, que yo tenía razón, e hizo así con la cabeza para un lado. ¡Qué bello! Ahora estoy en cama con el dolor de la artritis. ¡Este codo!... ¿Tú crees que pueda ser leucemia?...
Seguro -le digo.
Estoy baldada, baldada, no me puedo mover de la cama. Hace un ratico, con mil angustias me comí un poco de arroz y carne con papas; y arrastrándome, hice un poco de tilo para tomarme las pastillas. Volví con la Levomepromicina.... ya el niño se quedó dormido... la Imipramina de a 100...
Mima, tengo que dormir, hasta mañana.
Cuelgo.
El cuento, como una gran podredumbre entra despacio y se echa a un lado de la cama. Susurra, sin cesar, su matraquilla sobre el cielo y la mancha. Respira a trompicones. Miles de bichos trepan sobre la sobrecama y vuelven a cubrirla.
La lluvia empieza a golpear la ventana.
Domingo. Amanece. Hoy es el día de ir a ver a María. También es el día de ver el mar. Ambas cosas se conectan, el mar que a veces cuando uno entra en él es semen azul, semen que al salir es el mar que llevamos dentro.
El cuento, cuando llegó, estaba repleto de agua. De algo líquido. Pero se ha ido secando rápidamente. La ropa ahora le queda holgada. Forma pliegues profundos en el sitio en que estaba su panza rolliza.
Anoche cayó un aguacero. Delante de la casa hay un gran charco. El tragante de la esquina suena como si alguien estuviera haciendo gárgaras. Aire empapado. La humedad penetra y llega a mis huesos cuando salgo. Hace que se hinchen mis articulaciones. Pongo en marcha el motor. Se apaga. Trato nuevamente. Dejo que se caliente un poco y luego cojo Celia Cruz Boulevard. Al final, donde entronca con la I-95, veo la torre del Banco Central, naranja y verde (los colores del equipo de football de la universidad local) todavía iluminada. La torre es tan alta que la luz pincha las nubes tiñéndolas levemente. En el cristal se arremolinan las palabras. Muevo la palanca y el limpiaparabrisas las tira al pavimento mojado.
No orino desde anoche y ya la vejiga me empieza a latir. Si no me apuro tendré que parar a orinar antes de llegar a Miami Beach. Aumento la velocidad, porque no quiero echarle a perder el orgasmo a María.
Por el espejo retrovisor veo al cuento correr detrás de mi con una energía de la que ya no lo creía capaz. Es evidente que hace un esfuerzo desesperado. A cada pisada deja un reguero de frases, de insectos que ruedan por el asfalto. Los escasos vehículos que transitan a esa hora, los aplastan. Dejo atrás el downtown, el edificio de la biblioteca que parece una cárcel, y el Museo de Arte, frente al cual, una horrenda escultura de Oldenberg que costó novecientos mil dólares se ha convertido en hogar de los numerosos vagabundos que pululan bajo los puentes. Paso junto al cajón todopoderoso del Miami Herald, el último baluarte de los anglosajones que se niegan a retroceder ante la avalancha de toda esa gente que habla español: nosotros. La bahía resplandece. Los cruceros se amontonan en los muelles. El cielo deja escapar un chirrido. Los pinos, a dos pasos del agua que rompe formando crestas blancas, se aferran a las piedras. Se encorvan vencidos por el viento que se levanta cuando entro en Miami Beach.
Subo las escaleras corriendo. Cinco pisos de un edificio rosado en Española Way. Al llegar respiro agitadamente. Ella abre la puerta, al final de un pasillo que huele a viejos. Tiene más de cuarenta años. Una de esas mujeres fuertes, gordas pero duras, de senos enormes y rostro redondo. Ríe nerviosa, como una adolescente. Me besa. A veces, en la cama, encaramado sobre ella, pienso que podría ser mi madre. Salvo que no habla constantemente de medicinas. Da saltos como una pelota por el pequeño y reluciente apartamento. La primera vez que la vi me pareció vieja, pero ahora me alegro de poder venir aquí los domingos. No se cansa de chupármela, sin lujuria, como si se tratara de un caramelo. En el minúsculo balcón el sol da unos golpes planos, amortiguados por las plantas alineadas en tiestos de barro. A cien metros el mar.
Me estoy orinando digo tenemos que apurarnos...
Ella ríe enseñando las encías. Resplandecen sus ojos.
Tiene el culo enorme, piel finísima. Se pone a cuatro patas dentro de la bañera. Me sitúo detrás y espero. Acomoda la cabeza en una toalla, y luego se abre las nalgas con ambas manos. La piel alrededor del ano se estira. Los pliegues se alargan y el orificio se amplía. Late. Espero. Mueve las manos produciendo un balanceo en las caderas, sin disminuir la tensión sobre las nalgas que enrojecen por la presión de los dedos. Mi vejiga está a punto de estallar, pero aguanto. Espero su orden; el contraste del rojo brillante de las uñas contra la piel transparente me gusta. El movimiento de sus manos se acentúa y entonces exclama: ¡Ahora! La voz brota ronca. Apunto. Con alivio profundo, dejo ir la orina acumulada. El chorro va a golpear su ano abierto. Lo mantengo en el orificio. La orina salpica la espalda, arrastra las palabras muertas que ya la cubrían, y moja su pelo, mis muslos. El acre olor nos envuelve. Todavía me queda bastante cuando empieza a gritar. Brama, muerde la toalla. Llora, suplica: ven, ven.... Me agacho. Entro. Inicia otra vez la gritería. Nuestras voces se mezclan, caen sobre las baldosas blancas.
Con el rabo del ojo veo al cuento asomado a la puerta del baño. Me contempla con ojos suplicantes. Una lágrima rueda por la mejilla huesuda, áspera.
-El cielo es una mancha...- dice.
Nos bañamos. Sus senos saltan mientras los frota. Todos los domingos nuestros cuerpos ejecutan los mismos movimientos. Me enjabona los testículos, los manipula como si se tratara de algo extremadamente frágil. Nos secamos con unas toallas inmensas.
Retozamos en la cama. Su sexo huele y sabe bien: pelos rubios. La vagina arde. No nos gusta usar condones, así que cuando no puedo aguantar más voy a su boca. La beso, el olor y el sabor del semen hacen más completo el placer.
Cuando terminamos siento un poco de asco. Su boca envejece, las arrugas se acentúan. La belleza del deseo la abandona. La mandíbula tiembla. Mi cabeza descansa sobre su estómago. Del ombligo empiezan a salir bichos-frases, bichos-palabras. Tantean la piel con las largas patas y luego se atascan en el sudor.
Me ducho otra vez.
Sobre la mesa cubierta con un mantel de hule floreado, se agolpan las fuentes. Odio la comida de cantina, así que este es un día especial. Frijoles colorados, arroz blanco, carne con papas. Ensalada de aguacate, lechuga, pepino y tomates. Los pájaros enjaulados, junto a la ventana, no dejan de saltar. No queda nada de la lluvia del amanecer. El cielo, azulísimo; el sol fustiga el mar, que podemos ver entre los flancos de dos horribles hoteles art-deco. El aguacate se deshace en mi boca.
–La semana que viene me voy a California. Mi hija me tiene conseguido un buen trabajo. Dice que no debo estar aquí limpiando pisos como si fuera una criada, si allá puedo hacer algo mejor y ganar más...
Sentimental.
–¿Hiciste tú misma el flan?- pregunto-. Está delicioso.
Los ojos se le humedecen. Duda un instante. Contempla los movimientos enloquecidos de las aves.
–Me voy a llevar las fotos que te hice... aquellas, desnudo... para masturbarme allá.
–Buena idea. Dame algunas tuyas, para hacer lo mismo. Podemos llamarnos por teléfono y hacerlo sincronizadamente.
Nos reímos.
–Estoy vieja...
–No digas eso... -miento.
Bajo por Española Way hacia el mar. Atravieso Collins Avenue eludiendo las bandadas de viejos que circulan en todas direcciones. Muchos judíos, algunos vestidos de negro. Entran y salen de las pequeñas tiendas picoteando el aire con nerviosos movimientos de cabeza, mientras hablan en yiddish. Los veo agitarse a dos pasos de la muerte, como reliquias de un tiempo remoto, removidos por la avalancha de cubanos, nicaragüenses, salvadoreños, ecuatorianos, mexicanos, peruanos, argentinos y todos los demás. Gente prieta, del sur, que se obstina en recalar cerca del mar mascullando sus respectivas jerigonzas.
Rojo, morado como una piel enferma, pus, supuración del fondo de la tierra: mar de la tarde.
Camino por la franja de arena entre los viejos hoteles repintados de Ocean Drive y el océano. Hay poca gente en la playa. Esporádicos grupos de turistas emergen de las sedosas dunas en cuyos lomos pueden distinguirse las huellas de los tractores que recogen la basura. A cada rato matan a uno para robarle la cartera, pero siguen viniendo. Cuatro mujeres de quién sabe dónde retozan alrededor de una radio a todo volumen. Una de ellas tiene las tetas al aire; brincan a cada movimiento.
Si comenzara a llover ahora, estoy seguro que sería como en un sueño que tuve. Caería mierda.
Recuerdo unos versos:
La misma pequeñez de la luz
adivina los más lejanos rostros.
La luz vendrá mansa y trenzando
el aire con el agua apenas recordada.
Aún el surtidor sin su espada ligera.
Brevedad de esta luz, delicadeza suma.
Versos que quiero olvidar. Porque cuando recuerdo cualquiera de estas frases siento algo parecido a la esperanza. Y la única forma de ser libre es no tener ni la más mínima esperanza.
El cielo es una mancha, repite muy bajo. Está parado frente a mí, en la nata del atardecer. Me acerco y le propino una bofetada cuyo estallido rebota en la arena húmeda dejando una estela sinuosa. Lo miro a los ojos. Tiene muy mal aspecto: apenas mide un metro; seco, encogido. Le queda poco pelo y debajo de los ojos hundidos hierven unas ojeras enormes como latigazos. Sin dejar de mirarlo, sin que un pestañeo siquiera denuncie mis propósitos le doy una patada en los huevos. Hace una mueca horrible. De sus pupilas brota un reguero de palabras oscurecidas, lentas, mezcladas con un líquido espeso.
Cae de rodillas, la cara descompuesta por el dolor; pero por entre los dientes de leche, flojos y anormalmente separados, continúan saliendo palabras que se organizan de inmediato para formar la frase: El cielo es una mancha... Le doy otra patada, esta vez en el costado. Algo cruje. Emite un rebuzno que brota como un gran eructo del fondo de su vientre consumido.
Me alejo del bulto que parece un animal pudriéndose en medio de una nube de moscas. Las turistas, que han contemplado la escena, se hacen las de la vista gorda y continúan con sus bailoteos. Agitan como poseídas las blancas nalgas.
Deben ser de uno de esos países en los que nunca sale el sol.
Deambulo por la playa hasta que cae completamente la noche. La noche es verde. Verde de prusia. Ahora que María se marcha pienso en las mujeres que he conocido. Fragmentos. Retazos. Los senos de una, el sexo de la otra, el sabor de una boca, el olor de una piel, una risa sonora. Todo se mezcla en mi interior y no sé qué perteneció a quién. Quizás le pongo las nalgas de Sara a Olguita. Las tetas de Lillian (grandes, macizas, que como acababa de tener un hijo, bastaba un leve apretón para que lanzaran chorros de leche), a Maritza. El culo negro, áspero, cubierto de pelos de Rosa, a la pálida y frágil Esther. Fragmentos. A veces lo que me queda de alguna es sólo un gesto, el espeso calor de la habitación sucia, alquilada, sin agua corriente, en la que hacíamos el amor en el asqueroso verano habanero. O un alarido. Aquellos gritos de Bertha cuando la enculaba: su carne compacta se estremecía al compás de unos berridos elementales, perfectos.
La arena se ha enfriado untada por la brisa que trota a lo largo de la orilla. Pronto María se irá fragmentando también, y algún que otro resto llegará a mí en medio de una marejada de recuerdos. Dentro de algunos años, ¿qué quedará? ¿El olor a orina, el gorgoteo en su agujero boqueante? ¿La rabanada de tristeza al despedirnos? ¿El regodeo con que saboreaba mi semen?
Camino en la oscuridad. Me quito los zapatos y meto los pies en la espuma que resplandece como un líquido infernal por el verde que cae del cielo. Verde de prusia. En el ambiente hay también algo infernal, pero sin el hipócrita sentido de culpabilidad de la Iglesia Católica. Infernal porque lo es, sin que uno se lo haya merecido o sea resultado de castigo alguno.
A unos pasos, cerca de una solitaria caseta de salvavidas, un pájaro enorme planea en la negrura del aire. Se posa, corre con las alas extendidas. Lo persigo. Parece que no conseguirá levantar el vuelo. Es casi del tamaño de una persona, de un muchacho, pero con los brazos larguísimos.
Al fin despega torpemente y pasa junto a mí rumbo al mar.
Cuando llego, contemplo la casa con recelo. Desde el automóvil, sin apearme. Olvidé dejar alguna luz encendida y está en tinieblas. Es tarde.Todos duermen.. Se acabó el weekend. Mañana hay que levantarse temprano a trabajar.
Las sumisas manadas, las domesticadas manadas: nosotros.
En la radio Bola de Nieve, con su voz desgarrada, canta una canción de amor. Como sólo él puede. Yo sé bien que estás herido, mil saetas al oído... que volaron y traidora, una fue la que te hirió... A esta hora se puede oír la radio. Todos los patriotas del exilio, todos los traficantes de influencias, todos los vendedores de algo, todos los analfabetos devenidos filósofos radiales se han retirado a sus relucientes casonas en los barrios exclusivos, luego de arengar al exilio a que se sacrifique un poco más pues ya estamos a un paso de la victoria.
La voz del Bola se eleva como un prístino quejido de amante desconsolado y la noche sobre mi cabeza, sobre el carcomido techo del viejo Toyota, se va humanizando, conducida por el Bola que agita su batuta y la dirige como a una orquesta. Que me libres solo quiero de este dardo traicionero, que mi vida soñadora sin piedad... envenenó...
Por fin me decido y salgo del auto. Atravieso el jardín mojado por el rocío. Abro los tres cerrojos que no han impedido que los ladrones vacíen la casa dos veces desde que vivo aquí. Entro. Enciendo la luz: todos están muertos. Forman una nata gorda que cubre los muebles, la alfombra, las paredes de la sala. Los aplasto mientras avanzo hacia la cocina. Bebo un vaso de agua. El resto de la casa está por el estilo. Todos los insectos, todas las palabras, las hadas tetonas: muertas o agonizantes. Crujen bajo mis zapatos. Voy al cuarto. Está en el mismo rincón en que lo vi por primera vez. Apenas lo reconozco. La calva le reluce, aceitada, la piel reseca, polvorienta, cuarteada como si miles de años hubieran pasado sobre ella. El rostro de huesos salientes. Los ojos afiebrados tienen aún una luz mortecina y opaca. Me asomo a ellos tratando de ver el fondo. No hay nada. De la boca entreabierta se escapa un hilo exiguo de palabras que agitan desacompasadamente las patas y gotean sobre la camisa. Le toco el pecho con cuidado y mis dedos se hunden empujando el esternón hacia dentro como si nada lo sostuviera. Se le escapa un ronquido borroso. Vuelvo a los ojos. Lo poco que queda en ellos de vida se apaga. Comprendo que está muerto. Me aparto.
Voy hasta el closet, saco la escoba y la aspiradora. Comienzo por la cocina. Sacudo los muebles para que los bichos, que se han resecado súbitamente, caigan al suelo y así sea más fácil recogerlos. Hay tantos que tengo que cambiar varias veces el depósito de la aspiradora. Abro el refrigerador otra vez, y tomo un poco de jugo de naranja directamente del envase.
Meto los cartuchos llenos de alimañas muertas dentro de bolsas plásticas de basura. Regreso al cuarto con una de las bolsas. El cuento se ha desmoronado en el rincón. Lo que queda es la ropa, pedazos de piel correosa enlazada a los huesos que asoman por entre la camisa podrida. Las tibias emergen de los tenis sucios. Le doy un golpe con la escoba y se deshace. La columna vertebral cloquea, esparciéndose como cuentas de un collar, el cráneo choca en el suelo con un ruido leve. Golpeo otra vez y los huesos se pulverizan. Abro la bolsa, y con la ayuda del recogedor, meto los restos dentro.
Afuera la noche se enfría al adentrarse en la madrugada. Cargo las bolsas plásticas que he llenado con los restos del cuento y las pongo junto al poste del tendido eléctrico. Ya otros vecinos han depositado su basura allí, y como todos los lunes, al amanecer, el camión con la grúa se las llevará. Alguien ha dejado un butacón roto, unas ramas, una silla desfondada. Las bolsas forman un confuso bulto que se diluye en la oscuridad. Cuando regreso a la casa me vuelvo y trato de distinguir la que contiene el cuento.
No lo consigo.