Jorge Enrique Lage: Pensar todo el tiempo en Lorenzo García Vega


Vive en La Habana. En Fogonero Emergente hemos presentado otros textos suyos. Participa en el staff del e-zine TREP (The Revolution Evening Post).

Más del autor.
Una entrevista de Rogelio Riverón
En Esquife

La semana próxima publicaremos otro relato inédito en la red.

Letras Cubanas publicó recientemente, El color de la sangre diluida.


Había una vez una actriz judía de 23 años que andaba por el mundo como por su casa en Long Island, llevando a todas partes sus fases magnéticas y su cuerpo de modelo para armar.

El mismo día que llegó a La Habana se empleó de cajera en un supermercado. No tuvo dificultades para que le dieran el papel ni para firmar el contrato. Por tratarse de ella, le correspondía un salario de varios millones. Pidió que fuera repartido entre las demás empleadas.

¿Qué hace usted exactamente en la organización FINCA [1]

—Les suministramos pequeños préstamos a mujeres del tercer mundo, con el fin de que puedan iniciar actividades de pequeñas empresas por cuenta propia. Dos tercios de la población mundial viven en la pobreza y en su mayoría se trata de mujeres y niños. Se está produciendo aquello que los sociólogos llaman «feminización de la pobreza».

(Entrevista con Carlo Bizio. Gatopardo No.56, abril 2005.)

De modo que ella estaba aquí y nadie me lo había dicho. Lo que V me dijo fue:

—Quiero empezar a escribir un libro antes de convertirme por completo en vampiro.

V: Vlad para los amigos, Vladimir Borges para los académicos y los agentes de policía. Solía inventar cosas y leer ciencia barata. Pulp science. Ahora se dedicaba a vender neurotrodos e implantes en el mercado negro. Una demanda cada vez mayor. Así cualquiera enloquece.

—¿En qué dices que te vas a convertir? —le pregunté.

Él me enseñó unas pastillas. Pensé que ya era demasiado tarde para razonar.

—Cada ocho horas. Te conviertes en vampiro en pocos días. He tomado dos.

Delante de mí se tomó la tercera. Le informé que aún no se veían los efectos.

—Pero ya yo los siento. Interiormente.

—¿Cómo es?

Dudó un momento. Dijo:

—Como un idioma nuevo. Como si estuvieras cambiando de lenguaje.

—Y de alguna manera eso te estaría matando, ¿no?

—De todas formas ya yo estaba medio muerto.

Tengo que decirlo: Yo también. A punto de irme por el tragante en una de esas malas rachas en las que piensas todo el tiempo que vives en un lugar llamado Wrong Island. Señálenlo en el mapa.

—¿Vienen con un mapa o algo? —Miré detenidamente las pastillas. Pensé en anticonceptivos—. ¿Sabes qué es lo que tienen?

—Lo único que sé es que es un producto secreto, muy fuerte, desarrollado a partir de hormonas femeninas.

—Ilegal, supongo.

V sonrió:

—Me gusta esa palabra. Ilegal. La chica que me las vendió tenía un aura de eso. Se parecía a la actriz de Closer. No Julia Roberts, la otra. La que hace de stripper.

—Vlad… —iba a decir otra cosa, lo juro— ¿dónde encontraste a esa chica?

Le había comprado las pastillas que lo convertirían en vampiro a una cajera de un supermercado. Él había ido al Star Wars a comprar otras cosas: cuadernos, lápices, una computadora con impresora y papel, porque ya estaba decido a escribir, aunque todavía ignoraba qué iba a escribir, y cuando llega a la caja ella le sonríe, lo mira a los ojos y, junto con las pastillas, le ofrece el tema de su libro. Un buen negocio.

—Voy a escribir sobre Lorenzo García Vega.

—Yo voy al supermercado.

—Que tengas suerte.

—Tú también.

Entré nervioso al Star Wars. La vi. Para pasar por su caja debía comprar algo, de modo que compré un teléfono móvil. El que tengo en mi casa es inmóvil.

Me puse en la cola. Cuando llegó mi turno ya estaba más calmado y no tenía dudas. Ella no se parecía a ella: era ella.

—Are you Natalie Hershlag, right?

—Natalie Portman. Puedes llamarme Natalie.

Hablaba sin acento. O hablaba con un acento fingido que nos hacía parecer iguales.

—Escucha, Natalie: Allá afuera hay una ciudad extraña. Se ven niñas programadas genéticamente para matar y dentaduras postizas que hablan solas. Se escuchan jergas autistas. Hay barrios donde el asfalto hace olas y playas donde el mar se retira. El calor derrite pájaros invisibles en el aire y éstos caen sobre tu cabeza y te puedes pasar varios días sin saber por qué la sensación de mareo. Yo he viajado poco por el mundo. He estado en otras islas, he visto Tokio y California y no he visto nada. Pero te puedo asegurar que La Habana del Había Una Vez se ha vuelto una urbe difícil de narrar. Si admites mi compañía una noche no estarías a salvo, porque yo tampoco sabría decirte a salvo de qué, pero quizás te sientas un poco más segura o un poco menos sola. Es probable que no tengamos nada de qué hablar. ¿Me aceptas una cita para averiguar si esa probabilidad es alta?

No dije nada de eso. Claro que no. Sólo mi nombre. Y que había visto todas sus películas. (Mentí. No me gusta la ciencia-ficción.) Le pregunté por dónde andaban sus guardaespaldas y ella se rió. Me dijo:

—A tus espaldas hay una cola esperando. ¿Te decides?

Miré la fila de gente que empezaba a protestar y después la seguí mirando a ella. ¿Decidirme a qué? Ella hizo un gesto de cejas en arco, urgiéndome. Creí entender:

—No, gracias. No quiero.

—¿Qué es lo que no quieres?

Acerqué mis labios a su oreja. Su cuello.

La gente empezó a murmurar a todo volumen.

—No quiero convertirme en vampiro.

Ella pestañeó.

—Creo que no entiendo.

De pronto yo tampoco entendía.

—Me lo explicas después, ¿quieres? Termino a las 10 pm. Nos vemos en el parqueo.

Le dije que allí estaría y me fui.

Los de la cola ya habían empezado a sacar carteles QUE SE VAYA.

Natalie Portman no le dio el tema de su libro. Eso sería lo último que le hubiera dado. Desde un cibercafé europeo, V me cuenta que llegó a Lorenzo García Vega como llega todo el mundo: leyendo.

Admito que resulta difícil de creer. No Vladimir Borges, lector de Lorenzo García Vega (que ya es bastante bizarro), sino Vladimir Borges, lector de lecturas literarias. Para que él llegara, por ejemplo, a la poesía, hubiera tenido que cruzar un puente de pulp poetry o algo similar. Eso pensaba yo.

O quizás fue eso mismo lo que ocurrió. Puentes.

Un ex niño prodigio comienza a diseñar gadgets a los 15 años, a los 17 tiene la última biotecnología debajo de la cama, a los 20 es un experto en simulaciones de realidad, a los 23 colecciona ambiciosos experimentos fallidos, a los 25 ya le ha vendido el alma al tráfico subterráneo, tiene un montón de dinero y un montón de hastío y se pone a leer escrituras de cualquier tipo, otros textos, de una relación salta a otra. Un día decide ponerse a escribir.

Al día siguiente es crítico literario.

El mismo Vlad que una vez me dijo:

—La literatura no es mi fuerte. Nunca me he llevado bien con la literatura.

A lo mejor todavía no se llevan bien, pienso. A lo mejor escribir ese libro fue como escribir otra cosa. Una confesión terrible que yo no he sabido leer. Una especie oblicua de memorias, de autobiografía alternativa. Quién sabe.

(Quién sabe leer.)

En el parqueo nocturno del Star Wars quedaba una moto grande con glamour de heavy moto. Al lado me esperaba Natalie vestida de calle: botas altas de tacón, jeans apretados, etcétera hasta el pelo recogido en una coleta infantil.

Le pedí:

—Dime que esa moto no es tuya.

Entonces ella me contó:

—Hace unas noches, aquí mismo, me rodeó una pandilla de motoristas. Apenas unos chicos que vestían de cuero y fumaban Hollywood y decían obscenidades para sentirse duros. Uno de ellos, el líder, quiso tocarme.

(Las cursivas son mías.)

Dije:

—Era un vicioso.

—Estaba desesperado —dijo Natalie—. Yo hice lo que pude por ayudarlo. A él y a todos sus amigos. Esta moto es la suya. Me la regaló antes de irse. Me dijo que se llamaba Carlo.

—¿Él o la moto?

—Ven, monta.

Me encasquetó un casco: su casco. Monté detrás de ella. Pegado a su espalda. Me dijo que me aguantara y yo

PUSE MIS MANOS EN SU CINTURA

y luego salimos propulsados a chorro hacia la avenida húmeda. Natalie conducía como un motorista pandillero. En algún punto de velocidad yo debo haberme sentido igual que una asustada cajera de supermercado.

—¿Adónde vamos tan despacio?

—No te asustes. Cuéntame tu cuento de vampiros.

—Es un cuento de ciencia natural. Personajes: el marrón Desmodus rotundus, el de alas blancas Diaemus youngi y el de pelos largos Diphylla caudata. Las tres especies son americanas.

O:

—No te preocupes. Cuéntame tu cuento de vampiros.

—¿Sabías que en 15 minutos son capaces de chupar más volumen que el de su propio peso? Eso se debe a que la sangre, compuesta mayormente por agua, es escasa en nutrientes.

O:

—Ya verás. Cuéntame tu cuento de vampiros.

—También se alimentan de sombras de relatos científicos, de los viejos diseños posmodernos, de los residuos carcinógenos de las grandes revoluciones...

O:

—A un lugar donde puedas contarme tu cuento de vampiros.

—No es un cuento, Natalie. Un amigo me dijo que te compró unas pastillas que lo están convirtiendo en vampiro. No es que yo crea que se vaya a convertir en nada; el asunto es que esas pastillas lo están cambiando. Quiere ponerse a escribir un libro sobre…

—¿Cómo es tu amigo?

Describí a V.

—Lo recuerdo. Le vendí hormonas.

Recordé que Vlad había dicho un producto secreto, ilegal, desarrollado a partir de hormonas femeninas.

—No. Simplemente hormonas. Tu amigo me las pidió y yo se las vendí.

—Entonces lo que él está tomando son… —tragué un ruido de aire.

—Oye, no tiene nada de malo. Yo las tomo.

—¿Tú tomas hormonas femeninas? ¿Para qué?

—Me ayudan a pensar. Yo trato de pensar todo el tiempo. Es bueno para el cerebro, ¿sabes? Lo que hay es que aprender a hacerlo.

Ya no había cuento que contar cuando llegamos a un motel de las afueras, cercano al aeropuerto.

O:

Cuando llegamos al lugar donde ella me llevaba, el motel Star Wars del Aeropuerto José Martí, ya todo el cuento había sido contado.

(Empecemos otro.)

La última vez que vi a V cuando todavía conservaba algo humano en su organismo, cuando todavía era un organismo humano o simplemente un organismo con órganos, me dijo:

—Se llama Gerundio Cervical.

—¿Qué cosa?

—El libro que estoy escribiendo.

—Suena... prometedor —dije.

Esa última vez lo vi entretenido (quizás no sea la mejor palabra) con los libros de Lorenzo García Vega, subrayados todos y llenos de notas. Me leyó:

«Comics hechos con fábulas, y con juegos de palabras. Trabajar ahí. ¿Cómo construir estos comics?» [2],

y otras citas por el estilo. Me dijo que trabajar ahí, entre las líneas de una supuesta escritura LGV, era todavía difícil pero las pastillas lo estaban ayudando.

En efecto, las hormonas femeninas estaban haciendo su trabajo: V lucía más esbelto, más pálido, con rápidas dislocaciones de intensidad en los movimientos. Los ojos ya le empezaban a brillar y, según él, sentía los colmillos como nunca antes.

—¿Cómo es? —le pregunté.

—Como si te estuvieras preparando para algo. (Para enfrentar asociaciones imposibles. Para nuevos trucos de desaparición. Para morderte a ti mismo. Para…)

—Vlad, te voy a dar mi número móvil. Manténme al tanto.

Saqué mi absurdo Nokia 6680 3G Imaging Smartphone. Él prometió que me llamaría en los mejores y en los peores momentos. No sé si cumplió su promesa.

No sé si se refería a sus momentos o a los míos.

Natalie Portman entró en una de sus fases magnéticas. Cuando me vengo a dar cuenta ya estoy pegado como un imán a la gloria y las oscuridades de su cuerpo.

La espero todas las noches en el supermercado, a la salida de sus incansables turnos dobles, triples, extras, trabajo real voluntario, y nos vamos juntos al motel.

Del Star Wars al Star Wars bajo las luces de neón. A dormir.

Dormimos en varias posiciones. Dormimos en la cama y en el suelo varias veces seguidas, entre migajas de Twinkies y latas de Diet Pepsi vacías. Dormimos desnudos y vestidos y a medio desnudar o vestir. Dormimos silenciosa y ruidosamente, rápidos y dilatados sueños.

Las mañanas siguientes de regreso al otro Star Wars.

Del supermotel al supermercado.

Science-fiction days.

Uno de esos días descubro que la moto de Natalie tiene propulsión a chorro de esperma. Quiero aprender a montarla. Natalie no quiere:

—No es tan sencillo como parece. En esta moto hay murciélago encerrado.

—En las pastillas también —le digo—. Él sí se está convirtiendo en vampiro. Sabes a quien me refiero. ¿Es posible que con las hormonas venga alguna otra sustancia?

—Es posible. No se me había ocurrido. Necesitamos un laboratorio donde analizarlas.

Pienso que ya no encontraremos un laboratorio lúcido en La Habana. Recuerdo el laboratorio de V en el garaje de su casa. Donde ahora él piensa a Lorenzo García Vega y escribe. Desde donde me llama un día y me dice:

—Me voy a Playa Albina.

—¿Playa qué?

—Allí es donde vive. Necesito hablar con él. Tengo que decirle lo del libro, hacerle algunas preguntas, conseguir plugs y microchips, pedirle cables, conexiones y cosas.

—¿Es cerca?

—Muy cerca. Pero muy lejos, también. Deséame suerte.

Suerte. Cuelgo y al otro día le deseo toda la suerte que no tendrá (o que sí tendrá) al ver su avión despegando del aeropuerto.

Natalie y yo miramos los aviones despegar o aterrizar y luego dormimos.

Natalie y yo miramos los aviones despegar o aterrizar mientras dormimos.

Natalie se desnuda, se mete en el baño a bañarse y yo meto mis manos en sus maletas nunca deshechas del todo, siempre listas para el viaje. Encuentro cosméticos y marcas, pero no el top-fashion que esperaba. Encuentro y hojeo revistas compradas en aeropuertos, a mitad de vuelo entre dos aviones. Un número reciente de Gatopardo, la de crónicas y reportajes, donde ella sale en portada con look a lo princesa Amidala, y uno de la Fotogramas española: las dos tienen entrevistas suyas.

Gatopardo tiene además un dossier extraño dedicado a la literatura cubana. Me entero de que ha muerto hace poco un escritor exiliado, enfermo de juegos de palabras y de tanta Habana fabulosa, de tanto habano y de tanto cine. Me pregunto si habrá alcanzado a ver alguna película con Natalie Portman.

Ella dice a Fotogramas: «Estoy bien en todas partes. A veces puedo ponerme un poco princess, pero últimamente mi vida consiste en andar, descubrir y tener tiempo para explorar.»[3]

Resisto a la certeza de que está punto de irse, a punto de terminar aquí su labor misionera o exploradora o lo que sea, entonces se irá a otra parte donde igual estará bien y cuando se vaya será como si nunca hubiera estado.

Saco mis manos de sus maletas y las saco con un cuchillo.

Pienso en una escena de asesinato.

Entro al baño, Natalie está en la ducha, descorro la cortina y la empiezo a apuñalear, ella grita, intenta protegerse, la sangre salpica, la sangre corre con el agua hacia el tragante y ella cae muerta.

Después me dice que le ha gustado mucho. Otro día lo repetimos.

Después ella quiere que sea yo el de la ducha. Descubre que así le gusta más.

Natalie me mata varias veces, en varias posiciones, rápidos y lentos asesinatos, y en una ocasión en medio de sus puñaladas y mis gritos (Natalie insiste en que grite como ella, como una actriz indefensa) suena el móvil. Es Vlad otra vez.

—Hola, seductor. ¿Cómo estás?

—Lleno de sangre

—Qué rico.

—¿Y tú?

—Acabado de llegar. No encontré a Lorenzo.

—No me digas que también se ha muerto.

—¿También? ¿Quién más se murió?

Examino mis heridas. Digo:

—Bueno, todos nos morimos, ¿no?

—No sé si Lorenzo está muerto. Llegué hasta el que yo pensaba que era él pero me dijo: Yo soy otro LGV. Nada más.

Le pregunto qué piensa hacer.

—Seguir escribiendo, por supuesto. Seguir comunicándome con él, sea quien sea él, por correo electrónico. Lo más importante es haber estado allí.

Le pregunto cómo es Playa Albina.

—Muy expresiva. Canales artificiales, gaviotas, carritos de helado, Discounts...

Le pregunto cómo es Playa Albina.

—Muy post post. Una suerte de lenguaje que no puedo expresar por teléfono pero que me va ser útil para el libro. Lo único que lamento es no haber podido quedarme más tiempo. Tuve que regresar por el problema del sol, tú sabes...

(—Sí, claro, el albinismo. Ausencia de un pigmento cutáneo llamado melanina. Una mutación genética recesiva que hace que la piel y los ojos sean muy sensibles a los rayos ultravioleta.)

—...he seguido consumiendo la sustancia y en aquella Playa de mierda soportaba cada vez menos la luz solar. Ahora ya no la resisto. Me mataría. Estás hablando con una criatura 100% nocturna.

Después de colgar, Natalie me extiende una toalla y una propuesta:

—¿Por qué no te vas conmigo?

No le respondo. No tan rápido.

Pensar de pronto en viajar por el mundo con una de las atracciones más famosas del mundo, candidata a los Oscar, luchadora humanitaria, imán de paparazzis y micrófonos incluso fuera de sus fases magnéticas.

Meter mis manos en su vida.

Vivir con ella en Long Island.

Pensarlo todo el tiempo mientras paseamos La Habana mirando los anuncios lumínicos que se han ido incorporando a la noche, mirando el simulacro de neón y electricidad de una de las más famosas ciudades fantasmas.

Seguir pensándolo mientras corremos fast heavy moto escupiendo un chorrazo de esperma que se evapora, venga de donde venga o signifique lo que signifique, se evapora antes de tocar el asfalto y sube a las nubes y llueve, y Natalie y yo nos mojamos en esta lluvia nocturna donde todo es falso y nada es lo que parece.

Es posible, Natalie, que quiera permanecer en Wrong Island.

¿Para qué? Por ejemplo, para seguir viendo pasar los ciclones.

¿Para qué más? Para seguir distrayendo las malas rachas de los ciclones gracias a efectos especiales como tú. Para esperar el fin de todos los ciclones. Ya sé que suena antológico pero no se me ocurre otra cosa. Lo siento.

—Oye, sobre el asunto de analizar las pastillas que le vendiste a...

—Oh, no, el vampirismo[4] otra vez —me interrumpe—. ¿Y sobre el asunto de irte conmigo? Llevas días pensándolo. Por fin, ¿quieres o no quieres?

Claro que también es posible, Natalie, que quiera irme contigo. De hecho, es la única posibilidad verosímil.

—Claro que sí. Pero necesito un tiempo. Mejor hacemos una cosa: tú te vas primero y yo me reúno contigo después.

Ella me mira muy seria un largo instante y luego sonríe:

—No, no es cierto. Nunca vas a ir.

—¿Por qué lo dices?

—Te voy a hacer un cuento. Mi abuelo se fue de Polonia en los años 30. Sus padres, mis bisabuelos, debían haberlo seguido un tiempo después para reunirse con él en Palestina pero fueron apresados y deportados a Auschwitz. Mi abuelo nunca más los volvió a ver.

(Es mejor que este diálogo no haya tenido lugar. No en este lugar. No en una habitación con vista al Aeropuerto José Martí, el cuarto de un motel que pertenece a una cadena norteamericana llamada Star Wars que también tiene supermercados y antologías.)

Su último día de trabajo, Natalie y yo nos quedamos después del cierre. Solos.

Natalie dice:

—Lleno de gente es un set de filmación. Ahora parece un teatro vacío.

Su último día de trabajo, cuando la estoy ayudando a organizar un número infinito de latas de comida en los estantes, recibo la última llamada.

—Tengo tremenda hambre —se queja V.

Natalie me da una mordida en el cuello.

Su uniforme de cajera corre por mis venas mortales.

—¿Cómo es? —le pregunto a V y pienso: Es otro V. Ya se ha matado a sí mismo.

—Como la muerte del postcyberpunk o del neobiopunk o cualquier otra muerte infantil o idiota y el nacimiento de la sed de aquello que va a correr por tus venas inmortales hasta el fin de…

Etcétera. Sólo que su respuesta no es ésa: no hay respuesta. En lugar de responder me pide ayuda. Me aclara que la primera vez no piensa tomar mucho, no quiere precipitarse, perder el control. Yo le digo cualquier cosa, que pensaré cómo ayudarle pero que no cuente conmigo, y cuelgo.

Natalie ha terminado de organizar. Coge mi mano y me conduce a un almacén. Allí abre una caja cerrada por alguna firma farmacéutica.

—Nuestras hormonas —dice—. Me llevo la mitad.

Se toma unas cuantas delante de mí. Se guarda otras.

Le pregunto qué ha querido decir con Nuestras.

—Quiero que te quedes con la otra mitad —me extiende la caja de regalo—. A lo mejor te embullas y... —sonríe—. ¿Te dije que a mí me ayudaban a pensar?

Cojo las pastillas. No se me ocurre qué decir y suelto:

—Pensar no es mi fuerte. No me llevo bien con mis pensamientos.

—Me he podido dar cuenta —dice ella. ¿Nos vamos?

Nos vamos. A dormir otra vez mi amor y a mirar los aviones.

Nada de sexo.

Buenas noches.

Cuando Natalie supo para lo que V me había pedido ayuda, ella misma se brindó para ayudarle. Pensé que le interesaba la idea, la escena posible, la piel del personaje.

De inmediato me asaltó la imagen de mi amigo Vladimir Borges clavando los colmillos en la piel de Natalie Portman.

Natalie Portman en éxtasis en su última contribución a la lucha contra el hambre en el tercer mundo.

No fue así. Ella tenía otra cosa en mente. Yo aún no lo sabía cuando la llevé al garaje de la casa de V. Allí, en un espacio atiborrado de cosmética nuclear y marcas ilegales, él la besó y le dijo:

—La traficante que parece una actriz de Hollywood.

Y ella le dijo:

—El vampiro con hormonas que escribe.

O le dijo:

—El vampiro que escribe con hormonas.

De cualquier forma Vlad replicó:

—No, el inventor especialista en LGV.

—¿Qué es eso? ¿Una tecnología secreta?

—Un escritor cubano —dijo él—. Escuchen. Un fragmento de un texto que se llama Un teatro vacío.

Lo habíamos encontrado trabajando. Para celebrar nuestra llegada inoportuna abrió una revista y nos leyó algo que contenía frases como:

«ornamentos convertidos en previsible trastería de sorpresas»,

«posible condición de mejunjes espectrales»,

«hálito de una atmósfera posible»,

y sin mayor piedad terminaba así:

«De una atmósfera hecha con el sabor estoico de lo que se sabe artificioso y fragmentario, pero que, por ser tal, también se anuncia con un nuevo encantamiento: el de poder ser analizado.»

Ni mi rostro ni el de Natalie registraron ninguna reacción, ningún encantamiento. Él decidió pasar al tema sanguíneo.

—Entonces tú me… Me vas a dejar que yo…

—No, yo no —le interrumpió Natalie—. Vamos a ver a una amiga.

Vlad me miró. Yo me encogí de hombros, no sé si aliviado, y me puse a hojear la revista mientras él pedía detalles: ¿Quién era la amiga?

La revista era un número viejo (septiembre-octubre, 1963) de Unión, publicado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. No tenía ninguna entrevista a Natalie Portman, ni fotos a color de Natalie Portman, entre otras cosas porque para entonces ella no pensaba nacer, pero en las páginas finales encontré una ruidosa declaración de la Unión de Escritores y Artistas en respaldo a las medidas tomadas por el gobierno tras el paso de un ciclón devastador[5].

Un rato después estábamos de vuelta a la noche.

Andamos otro buen rato por las calles hasta llegar a una zona de putas.

En una esquina iluminada conversaban varias putas bajo la mirada de dos policías parados como postes en otra esquina. Vlad empezó a dar señales de nerviosismo.

—Yo estoy fichado desde hace tiempo —confesó—. Mi nombre encabeza una lista.

Natalie, al parecer, no entendía de listas. Intentó calmarlo. Que no había nada que temer. Que no nos vamos a comer a nadie. Que los derechos humanos…

—Yo no soy humano.

—Ellos no lo saben.

—¿Y ellas? —pregunté yo, por decir algo. Pasamos sin contratiempo por delante de los policías y nos acercamos a las putas. Natalie me dijo al oído:

—Son Carlo y sus amigos, ¿recuerdas aquello que te conté en el parqueo? Sólo que ahora es mejor decir Carlo y sus amigas.

—¡Perra de las galaxias! —chilló una de ellas— ¿Cómo te ha ido con la moto?

—Pregúntale a él —respondió Natalie, señalándome, y a continuación nos presentó.

Carlo era una rubiezuela suavemente pintada, de bikini asesino y mirada feliz. Se puso una mano sobre el corazón (una teta cubierta de malla) y me dijo:

—¿Cómo es que la dejas caminar por una ciudad que no merece sus pies?

—Es que venimos con un amigo —explicó Natalie, y Vlad, que no paraba de mirar a la esquina de los policías, fue presentado a las putas como un escritor chupador de sangre.

Les encantó. Se volvieron locas. Natalie y Carlo se apartaron para hablar. Yo aparté a V de las afiladas uñas adolescentes, temiendo que perdiera el control de su escritura.

Me pregunté cómo Natalie se lo estaría diciendo: Anda, Carlo, ayúdalo, please, es su primera vez, recuerda lo que yo hice por ti, anda, ¿lo harás?

O quizás le estaba ofreciendo dinero. Un pequeño préstamo de millones.

Cuando terminaron de hablar, Carlo se paró cuan dulce era delante de V y le dijo que estaba dispuesta a hacerlo. A dejarse hacer.

—Pero no en el cuello. Ni en la muñeca. Ni en el pecho.

—En el pecho no —le susurré a V. Él miró a Natalie y dijo:

—Me da igual donde sea, chicas. Acabemos esto ya. Antes que amanezca.

Carlo se descalzó un tacón aguja y le ordenó a Vlad que se pusiera de rodillas. Vlad se arrodilló delante de ella y tomó el piececito que ella le extendía. Lo llevó a su boca. Vi los colmillos impacientes. Vi una erección en el rostro de Carlo y una sombra en los ojos de Natalie. Volví la cabeza a la otra esquina.

Los dos policías caminaban hacia nosotros.

—Usted es una artista, pero también una mujer de acción. ¿Es posible combinar ambas cualidades?

—En el judaísmo lo que cuenta son los actos y no las intenciones. Es el hacer lo que cambia a las personas. Si, por ejemplo, me encuentro cara a cara con gente desesperada, que no tiene nada en la vida, y logro infundirle una pizca de esperanza, le brindo una ayuda real, entonces existe allí la posibilidad de crear un cambio...

(Entrevista con Carlo Bizio. Gatopardo No.56, abril 2005.)

Se fueron los dos juntos.

Ahora V anda como un nómada sin teléfono por Europa del Este. Desde allí me escribió contándome que al fin pudo terminar y publicar el libro (un ejemplar autografiado de Gerundio Cervical vino por correo: leí algunas notas al pie) y que está dando conferencias nocturnas sobre Lorenzo García Vega (para intercalar, sobre sí mismo: Experimentos y Confesiones) en universidades remotas, de nombre impronunciable, ante un público de eslavos enloquecidos que ofrecen de beber lo que tú quieras y te escuchan hasta que el sol está por salir.

El libro triunfó de verdad, como si de verdad existiera algún LGV en alguna Playa, como si V Borges hubiera patentado un invento de lectura. Gerundio Cervical recibió decenas de críticas elogiosas dentro y fuera de Cuba. Al menos eso dicen. Yo sólo leí una, de pasada, en la revista Unión (que todavía existe), firmada por un tal Oscar Hurtado.

Yo, mientras tanto, sigo aquí. No sé qué vaya a pasar conmigo. Una cosa es segura: nunca volveré a ver el cuerpo de Natalie Portman fuera de la fase bidimensional de las pantallas y las revistas. Acabo de recibir una postal suya desde Jerusalén. Dice que al fin pudo concluir y publicar el análisis:

«Negativo. Ni una sola molécula extraña. Hormonas femeninas de elevada calidad y efecto garantizado. Nada más. Hoy salgo rumbo a África por el desierto en compañía de unos turcos voladores[6]. Cuídate mucho. Un beso. N.»

Otra cosa también segura: más tarde o más temprano empezaré a tomar las pastillas. Ahora mismo tengo un frasco delante de mí. Si no me voy por el tragante de una sobredosis, puede que termine convirtiéndome en algo. Todavía no sé en qué.

[1] Foundation for International Community Assistance. La presidenta de esta organización es la reina de Jordania, Rania Al Abdulláh.

[2] Taller del desmontaje (Homenaje a Joseph Cornell). Editorial Letras Cubanas. La Habana, 2105.

[3] Durante un tiempo la entrevista pudo consultarse vía Internet en: www.fotogramas.wanadoo.es

[4] Otras mutaciones genéticas son las responsables de varios tipos de porfiria, una rara enfermedad que resulta de un déficit de hemoglobina en la sangre y cuyas manifestaciones clínicas pueden haber dado origen, forma o crédito, a las leyendas de vampiros.

[5] Allí puede leerse que «Nos parece justo y necesario el aumento de precio que se propone a la cerveza, el cigarro, a la carne de res y el ave. Entendemos que es correcto limitar el consumo de azúcar, y nos sumamos a la idea de que el límite de ese consumo sea de cuatro libras al mes por persona.»

[6] Caligrafía apresurada. Habrá querido decir: violadores.