Lunes de post-revolución: UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ PLÁTANO, por Orlando Luis Pardo

Las fotos de la presente Necrónica, y de todos los textos publicados desde el 22 de marzo en la columnata Lunes de post-revolución, son de la autoría de Orlando Luis Pardo. Hacerlo constar en caso de reproducción.


Por la mañana: nubes, olor a lluvia y un viento recónditamente aciclonado. Al mediodía: un sol de manteca hirviendo en el cielo azul raso de miércoles, día atravesado. Por la tarde: ese insoportable vaho de flor o fruta podrida que exhalan los nichitos públicos del Cementerio Colón.


Peste a Plátano podrido.


Peste a cáscara resbalosa para desnucar un siglo XXI que rompe perversamente pragmático.


Peste a agua pasada (los mamíferos tenemos un 75% de agua); peste a carne pasada por insectos, bacterias y helmintos (el elocuente zumbido de las moscas, el frufrú luctuoso de las cucarachas y el derecho al pataleo de los gusanos); peste a historia pasada a secas (pasaron días de putrefacción doméstica antes de que la peste del Plátano avisara a vecinos y peritos, no así a los reporteros: la epilepsia del periodismo cubano ya ha trepanado el olfalto de sus "reposteros"); peste a cadáver exquisito de plátano micro-jet.


Hasta el aire olía mal en el Cementerio Colón. El asombro de los enterradores olía peor: habrán sospechado que se trataba de algún muerto de jerarquía, quién sabe si desvalijable...


Ah, morir en junio y con la lengua afuera, recordé los versos prehistóricos de Reinaldo Arenas: Si hace buen tiempo, serán mis funerales una fiesta. Este miércoles 18 de junio el clima en La Habana también fue de excelencia, como de alto horno de cremación: La Habanauschwitz reverberaba a las 3 de la tarde en el municipio Plaza de la Revolución.


El asfalto nos cocía vivos, como una planchuela de fritangas. Había que achinar al máximo los ojos para no quedar ciegos entre el mármol de lujo repusblicano y el concreto obrero del nicherío común. Bajo nuestros pies, El Plátano se freía en su propia grasa y desgracia.


Había muerto hacía un número indeterminable de días. La institución funeraria lo inhumó de emergencia, como corresponde cuando hay peligro de epidemia: el procedimiento incluye fumigación de la casa y quema de las pertenencias en riesgo de estar contaminadas. Higiene es salud.


Murió El Plátano en solitario, como se lo merecía, en la paz percudida de su casona cercana a la Terminal de Ómnibus. Si el viraje de la muerte es un viaje, como creían los antiguos, entonces El Plátano disfrutó al menos por esta vez de una guagua vacía, y pudo elegir incluso el asiento donde estirar sus pies (o estirar la pata). Y así descansó por fin del entrañable choteo que siempre fue un aura a su alrededor. Con un poco de suerte, porque eso sí no le merecía, El Plátano partió (y se partió) sin demasiado dolor. Su alma, como la de todo perdedor empedernido, estaba ya necesitada de luz y de sentido para sus pasos en una escenografía provinciana sin actores creíbles ni dirección.


Se nos fue convirtiendo en un perfecto desconocido: con un poco de suerte él siempre lo fue. Yo, que sólo le miré a los ojos en el dos mil algo (los años cero), vi con terrorífica placidez mi futuro silueteado en ellos. Y sentí entonces infinitas lástima y veneración: su mirada mansa fue un violento aleph fast-forward hacia ese otro Orlando Luis (El Plátano era mi Luis tocayo) que desde el 2045 me dobla en edad.


Una vez, observando al Plátano en una lectura-concierto en el Pabellón Cuba, descubrí que yo no podía citar ninguna canción de ninguna generación de la Trova: conocía muchas melodías pero las letras se me escapaban, como fotos mudas donde quedan rostros familiares sin identificar. Y pensé que algo de eso hay o debiera haber en la "obra" del Plátano (no pocos de sus negativos terminaron desfigurados como pasto fértil de hongos). Fue también mirándolo que pensé por primera vez la fotografía como un género de amabilis insania: el oficio afásico de los que nunca nada han protagonizado.


Este miércoles 18, en el cementerio, cundió en mí ese pánico tedioso de no tener mucho qué hacer, salvo saludar y seguir tirando foticos. Y eso mismo hizo la gran mayoría de los presentes-ausentes, excepto Frank Delgado, que entrevistó en video a quien tuviera algo "sentido" que añadir post-mortem o post-platanum: Eduardo del Llano, Bladimir Zamora, Fidel Díaz Castro, Ariel Díaz, entre otros que usaron el micrófono o no (Gerardo Alfonso, Santiago Feliú, Inti Santana y Marihué, el dúo Karma, Adrián Berazaín, Charly Salgado, Marta Campos, Andrés Mir, Sinesio Verdecia, entre otros artistas y funcionarios o ambos).


Los fotorreporteros de la web local hicieron su solemne zafra simbólica sobre la tumbanana. Intenté imitarlos con mi Samsung de 4,2 megapíxeles. Pero sólo se me ocurrían encuadres humorísticos que me hacían sentir miserable, aunque eso era preferible antes que el vacío. Igual yo no estaba allí, como tampoco lo estaba El Plátano, a pesar del olor: el hedor de un caballo muerto también es un testimonio de la primavera (retorna el "Leprosorio" de Reinaldo Arenas). En uno de mis vistazos encandilados por el rebote de luz, en lugar de "El Plátano vive" me pareció entender al pie de las coronas y de su retrato: "El Poeta no vive" (inscrito con tinta cómica, pues al segundo vistazo desapareció mi aberración óptica).


Raúl Verdecia cantó in situ (a Carlos Varela tal vez le pareció de mal gusto interpretar algo suyo tan poco comercial como "En blanco y negro"). Lourdes Suárez dramatizó una "prosa poética" entre lágrimas y flashes de relleno. Y el propio Ariel Díaz leyó su "Insuficiente adiós al Plátano", despedida de duelo puesta a circular antes vía e-mail. El olvido es la peste de nuestros tiempos, dijo (realmente olía muy mal allí el olvido), y pidió un aplauso para quien se entregó como un devoto, acaso como quien grita un evangelio en medio de la sordera nacional.


Yo también aplaudí, por mera emoción política, aún siendo el mismo Ariel Díaz que, en otros speeches, estigmatiza a la "neo-derecha cubana" a golpe de "luz martiana y revolucionaria". En mi cabeza martillada por el sol cenital rompía, en oleadas fragmentarias, el retintín rabioso de Reinaldo Arenas, ante cuya tumba ojalá no se fotografíe-entreviste-cante-dramatice-lea-aplauda-estigmatice nada en ningún cementerio del mundo:


Ah, estallar. Morir en junio y con la lengua afuera.


Dar un golpe, un grito, un aullido único, breve, pero tuyo.


El hombre nuevo está perdiendo el habla, la memoria, ya no ve.


La lengua maniobrando en el paisaje. La lengua ensanchándose en el tiempo. La lengua ganando proporciones. La lengua cubriendo el horizonte. La lengua supurando contra el cielo.


La lengua trepándose ya al marco. La lengua cruzando esos umbrales. La lengua azotando ministerios. La lengua inspeccionando los discursos. La lengua recorriendo necrocomios. La lengua señalando las lombrices. La lengua maldiciendo las retretas. La lengua augurando más estafas. La lengua embriagándose de escarnios.


Olfateamos... Callamos...


Y, en efecto, olfateamos y callamos, si no con las botas al menos sí con las gafas oscuras puestas, entre las exhumaciones matinales y el siguiente cortejo fúnebre vespertino, que ya nos presionaba para despejar el área de enterramiento, antes de que "fuera a volverse a nublar". En ese momento las guitarras, enfundadas en las espaldas de muchos allí, fueron un perfecto anacronismo. Imposible simular más aquel homenaje con la muerte pisándonos literalmente los talones.


Olfatear y callar a la espera de la necrológica del siguiente día en el periódico Granma.


Olí la tinta fresca sobre el papel gaceta. No serían ni las nueve de la mañana, pero el jueves se caldeaba desde muy temprano. Hacía un sopor insoportable. Las planas del 19 olían como la tarde pútrida del 18: a flor, a fruta o cáscara corrompida por los respiraderos de las galerías subterráneas, a escasos metros del miércoles de ciudad.


Puse el tema "En blanco y negro" en mi doblecasetera (volví a ver a Carlos Varela apareciendo entre las tumbas y un poco al margen del vulgo) y, por inercia o parodia, teclée entonces para El Plátano esta otra oración pública (asumo que ahora surgirán, por escritura automática, miles similares en internet):




Platanónimo nuestro que estás en el cieno,


con tu zoom de Zenith inventado por el que la OCPI no te concederá patente,


tirando orwellianos rollitos ORWO ya vencidos pero igual rescatados de la basura,


arrastrando el LCD de tu moderna cámara regalada como si fuera un cepo de la new era digital,


garrapateando poemas en TXT o pinturas en JPG o jeroglíficos de tu submemoria leída sólo por los microbios (aún si alguien logra salvarlas del operativo PNR-MINSAP, y se publican, también serán leídas sólo por los microbios),


promotor espontáneo entre las siglas despóticas de un medio siglo donde fuiste uno de los pocos seres libres de medio planeta (o, para compensar la demagogia ritual: donde fuiste otro exiliado o suicida de los muchos seres presos de medio planeta),


comiendo mal,


bebiendo peor (nuestro vino de plátano, sea amargo o dulzón),


soportando canciones que te atraparon en su pentagrama y no al revés (de tu pared sólo colgaba el desastre: lo demás es poesía imposible de paladear),


sin familia biológica recordable (en el CIREN, expertos cubanos en neurociencia aseguran que las señales sinápticas del dolor son las más recordables, mientras que la serotonina, abundante en el plátano, estimula el estado de bienestar),


noblesaurio fósil de sesenta y tantos millones de años (como ciertos personajillos de Carver o Bukowski o Salinger), todavía a la espera de que un arqueólogo amoroso repare del todo en ti,


tonto no tanto de la colina como del alcolifán,


fans número cero a la par que icono descalzo en el altar de arena de nuestro leprosorio,


Caballero San Plázaro de París,


Platanónimo nuestro de los conciertos cada vez más rosa y cada vez menos espina:


¿quién se acordará de ti en la próxima caricatura, cuando, dentro de una bienal burocráticamente exacta, toque el turno al performance colectivo de tu exhumación?


Améen.