Paul Veyne, el último Foucault y su moral

Foucault acabó por demostrar una fascinación tan viva por la tradición grecolatina como la de su maestro Nietzsche. La admiración conlleva un candor y una asimetría que suele repugnar a los intelectuales, raza del resentimiento. Me hallé un día, pues, sorprendido de ver a Foucault abandonar su mesa de trabajo para decirme ingenuamente: "¿No encuentras que algunos autores tienen una abrumadora superioridad sobre los demás? Para mí, la .aparición de Edipo ciego, al final de la obra de Sófocles... “Nunca habíamos hablado de Edipo Rey, tampoco de literatura y esa falsa pregunta demostraba una brusca emoción que no requería respuesta. De igual manera, nuestros elogios a la gloria de René Char se limitaban, decentemente, a dos frases. Sin embargo, cuando tuvo que sumergirse en la literatura antigua para escribir sus dos últimos libros, experimentó un sensible placer, que hizo lo posible por conservar, y yo lo oigo aún comentar, con el laco-nismo de rigor, que las cartas de Séneca eran magníficas. Y, en .efecto, hay una cierta afinidad entre la elegancia del individuo Foucault y la que distingue a la civilización grecoromana. En suma, la elegancia antigua ha sido secretamente para Foucault, la imagen de un arte de vivir, de una moral posible; durante sus últimos años, en los que trabajó sobre los estoicos, reflexionó mucho sobre el suicidio: " ... pero, no diré más: si me matara, la gente lo vería bien". Su muerte, como veremos, fue más o menos el equivalente de ello.

Sólo que Foucault tenía de la moral una concepción tan particular, que se plantea el problema: ¿al interior de su filosofía, es posible una moral foucaultiana?

Evidentemente, su proyecto no se presta a renovar la moral estoica de los griegos. En la última entrevista que la vida le permitió, se expresó muy claramente: no se encontrará jamás la solución a un problema actual en un problema que, surgido en otra época, no es el mismo, más que por una semejanza falaz. Él nunca soñó ver, en la ética sexual de los griegos, una alternativa a la ética cristiana, todo lo contrario. No hay problemas análogos a través de los siglos, ni de naturaleza ni de razón; el eterno retorno es también una eterna partida (él amaba esta expresión de René Char) y no existen más que sucesivas valorizaciones. En un sempiterno new deal, el tiempo redistribuye sin cesar las cartas. La afinidad entre Foucault y la moral antigua se reduce a la reaparición moderna de una sola carta al interior de lo dado totalmente diferente; es la carta del trabajo de uno sobre uno mismo, de una estetización del sujeto a través de dos morales y dos sociedades muy diferentes entre sí.

Moral sin pretensión de universalidad. Foucault fue un guerrero, me dijo Jean Claude Passeron, un hombre de la segunda función; un guerrero es un hombre que puede prescindir de la verdad, que no conoce otra cosa que la toma de posición, la suya y la de su adversario, y que tiene la energía suficiente para batirse sin tener que ofrecer razones para tranquilizarse. "Toda respiración propone un reino", escribió también Char. El curso de la historia no implica problemas eternos, ni de esencia ni de dialéctica; no se encuentra, allí, más que valorizaciones que difieren de una cultura a otra tanto como de un individuo a otro; valorizaciones que no son, como él gustaba repetir, ni verdaderas ni falsas: ellas son, ésto es todo, y cada uno es el patriota de sus valores. Lo que es, poco más o menos, lo contrario del fatalismo colectivo tipo Spengler. El porvenir borrará nuestros valores, el pasado de su genealogía sin dinastía los ha rechazado ya, pero eso no im-porta: ellos son nuestra carne y nuestra sangre, así como son nuestra actualidad.

En su primer curso en el año 1983 en el Colegio de Francia, Foucault opuso a una "filosofía analítica de la verdad en general", su propia preferencia "por un pensamiento crítico que tomara la forma de una ontología de nosotros mismos, de una ontología de la actualidad". Él llegó ese día a suscribir "esa forma de reflexión, de Hegel a la Escuela de Franckfurt, pasando por Nietzsche y Max Weber". Nos cuidaremos de llevar demasiado lejos esta analogía, más de circunstancia, sin embargo, retendremos dos cosas. Los libros de Foucault son, a la letra, libros de historiador, excepto a los ojos de quienes sostienen que no hay más historia que la interpretativa; pero Foucault no escribió todos los libros como historiador. Porque la historia, en cuanto interpretación, tiene como segundo programa ser un inventario completo. Ahora bien, Foucault no se hizo historiador más que en relación a los puntos donde el pasado encubría la genealogía de nuestra actualidad. En esta última palabra reside su fuerza. No hay relativismo tan pronto como dejamos de oponer la verdad al tiempo o de identificar el Ser con el tiempo: lo que se opone tanto al tiempo como a la eternidad, es nuestra actualidad valorizante. ¿Qué importancia tiene que el tiempo pase y que su frontera borre nuestras valorizaciones? Ningún guerrero se estremece en su patriotismo, por la idea de que, si hubiera nacido del otro lado de la frontera, su corazón latiría por el bando contrario.

La filosofía de Nietzsche, gustaba repetir Foucault, no es una filosofía de la verdad, sino de decir-verdad. Para un guerrero, las verdades son inútiles, más aún, son inaccesibles. Si ellas fuesen dictadas por la semejanza o la analogía de las cosas, podríamos desesperar de conseguirlas, como le sucedió a heidegger en su momento. No obstante, creyendo buscar la verdad de las cosas, los hombres no consiguen sino fijar las reglas según las cuales se tendrá por verdad o falsedad lo que se dice. En este sentido, el saber no está solamente asociado a los poderes, o armado de poder, o poder él mismo a la vez que saber: no es más que poder, radicalmente, porque no se puede decir verdad más que por la fuerza de las reglas impuestas, un día u otro, por una historia donde los individuos son a la vez actores y víctimas. Entendemos por verdades, por lo tanto, no las proposiciones verdaderas a descubrir o aceptar, sino el conjunto de reglas que permiten decir y reconocer las proposiciones tenidas por verdaderas.

Se convendrá que la filosofía del guerrero es más cercana a una filosofía del actor histórico que a una suerte de fatalismo. En 1977, Foucault, en una circunstancia que prefiero olvidar, escribió en Le Monde algo menos olvidable: que las libertades y los derechos del hombre se fundan ciertamente más en las acciones de los hombres y las mujeres decididos a usar el poder y a defenderlo, que en la afirmación doctrinal de la razón o del imperativo kantiano. Hay allí, bien entendido, una denuncia de la sobreestimación de la filosofía: Foucault apenas creía que la práctica discursiva de una época tuviese su lugar de elección en sus formas redobladas, en sus textos canónicos, o que la institución del terror atómico hubiese podido surgir de una proposición poco afortunada de Descartes. Más aún: estaba persuadido con razón de la futileza de las racionalizaciones y de los raciocinios, apenas confiaba en el supuesto, por todas partes autorizado, de la omnipotencia de la racionalidad y del raciocinio. Hace tres o cuatro años, en el departamento de Foucault, veíamos por televisión un reportaje sobré el conflicto palestino-israelí; en un momento, la palabra fue dada a un combatiente de uno de los dos bandos (es totalmente indiferente cuál de ellos). Pues bien, este hombre detentaba un discurso diferente de aquéllos que se oyen habitualmente en las discusiones políticas: "yo sólo sé una cosa" decía el guerrillero, "que debo reconquistar la tierra de mis ancestros. Lo deseo desde mi adolescencia; ignoro de dónde me viene esta pasión, pero el hecho está ahí" "Eso es", me dijo Foucault, "todo está dicho y no hay más qué decir".

Cada valorización de la voluntad de poder, o cada práctica discursiva (los más enterados habrán de precisar la relación entre Nietzsche y Foucault sobre este punto), es prisionera de sí misma y la historia universal no está tejida más que con esos hilos. La valorización griega del placer antes que del sexo hizo que los griegos no encontraran otro objeto que ese placer, el sexo de la pareja les resultaba indiferente. Se adivina cómo debió ser impopular esta filosofía, que privó a los hombres, como se dice, de su razón de luchar porque ella misma lucha representándose como razón. Ella no fue favorecida a causa de dos malentendidos: el desconocimiento del nivel trascendental de la crítica de Foucault, y la interpolación de una negatividad que permitiría hacer creer lo que se deseara y colocarse en el bando de los buenos.

Eso que llamamos una cultura no tiene ciertamente ninguna unidad de estilo; es un batiburillo de prácticas discursivas rigurosamente interpretables, es un caos de la precisión. Pero todas esas prácticas tienen en común ser a la vez empíricas y trascendentales: empíricas, y por ende superables; trascendentales, y por ende, constitutivas durante todo el tiempo que no se hayan podido borrar (y el diablo sabe con qué poder se imponen esos "discursos"', porque son las condiciones de posibilidad de toda acción). Foucault no rehusaría decir que lo trascendental es histórico. Esas condiciones de posibilidad, inscriben toda realidad dentro de un polígono irregular, cuyos límites bizarros no poseen jamás el amplio drapeado de una realidad redonda; esos límites desconocidos pasan por ser la razón misma y parecen inscritos en la plenitud de cada razón, esencia o función. Falsamente, ya que constituir es siempre excluir; siempre hay un vacío alrededor, pero ¿qué vacío? Nada, una nada, una simple manera de evocar la posibilidad de polígonos recortados de otro modo en otros momentos históricos, una simple metáfora.

Así pues, cuando Foucault hablaba de ese gesto de recortar, o, como él decía. de rarefacción, o también del Gran Encierro bajo Luis XVI, las prisiones, etc., parecía hablar de la misma cosa, y de una cosa apasionante, que en efecto, apasionaba al individuo Foucault. Pero el nivel trascendental fue olvidado por muchos lectores; ahora bien, el objetivo del filósofo Foucault no era pretender que, por ejemplo, el Estado moderno se caracteriza por un gran gesto de separación, de exclusión antes que de integración lo que sería evidentemente palpitante para la discusión: su propósito fue mostrar que todo gesto sin excepción, estatal o no, no llena jamás el universalismo de una razón y deja siempre un vacío fuera, aun cuando ese gesto sea de inclusión y de integración. De igual manera, cuando Kant hablaba de la constitución trascendental del espacio y del tiempo, él no nos invitaba a proceder a ello, lo difícil era, sobre todo que, sin nosotros saberlo, no lo hiciéramos.

El otro falso sentido generoso se refiere al famoso vacío: nos imaginamos que la finitud de toda práctica discursiva no es más que empírica, el vacío metafórico se ha trocado para algunos en un espacio real, poblado de todos los excluidos, rechazados y leprosos y lleno de todas las palabras prohibidas o eliminadas. La tarea histórica sería entonces devolverles la palabra: una racionalidad de la negatividad de los contradictorios restablecería finalmente una filosofía alentadora que fundaría nuestros buenos sentimientos sobre la razón. Y sin embargo, si hay una cosa que ,distingue el pensamiento de Foucault de cualquier otro, es el firme propósito de no hacer doble juego, de no duplicar nuestras ilusiones, de no garantizar como verdadero, lo que cada uno desea creer, de no probar que lo que es o debería ser tiene toda la razón de ser. Cosa rarísima, he aquí una filosofía sin happy end; no por acabar mal: nada puede "acabar" porque no existe término ni origen. La originalidad de Foucault entre los grandes pensadores de este siglo ha sido la de no convertir nuestra finitud en fundamento de nuevas certidumbres.

Auténtica pintura de la historia universal, constante evidencia del tiempo que todo lo borra; no obstante, seguiremos sin ver y releyendo a Kant... La filosofía de Foucault es al mismo tiempo casi trivial y paradójica. Foucault se confiesa incapaz de justificar sus propias preferencias; no puede aceptar las ideas de una naturaleza humana, ni de una razón, ni un funcionalismo, ni de su esencia, ni de una adecuación a objeto. Podemos estar de acuerdo, sin duda, en ello, pero si ya no se pueden discutir los gustos y valorizaciones, ¿para qué escribir libros de historia, tal vez de moral y ciertamente de filosofía? Porque un saber es un poder: el saber se impone y se nos impone, se deriva de la naturaleza de las cosas; tiene, sin embargo, su límite: la actualidad.

Es el destino de la filosofía lo que se pone aquí en juego: ¿para qué sirve? ¿Para qué duplicar aquello de lo que los hombres están demasiado persuadidos? Sin embargo, a pesar de lo que afirman las filosofías justificadoras o aseguradoras, el espectáculo del pasado no deja ver otra razón en la historia que los combates de los hombres por aquello que no siendo ciertamente verdadero ni falso, se impone como verdad al pronunciarlo; si ello es así, una filosofía no tiene más que un uso posible: hacer la guerra. No la de ayer o anteayer: la guerra actual. Y, para ello, debe comenzar por probar genealógicamente que no existe otra verdad de la historia que ese combate. Sí a la guerra, no al lavado patriótico de cerebros.

Aquí aparece un carácter poco señalado de la obra de Foucault, una elegancia filosóficamente fundada, que era sensible en su conversación privada, de la cual la cólera no se hallaba ausente ni tampoco la indignación. Foucault jamás escribió: "Mis preferencias políticas o sociales son verdaderas y las buenas" (es la misma cosa, lo sabemos gracias a Heidegger); ni ha escrito tampoco: "Las preferencias de mis adversarios son falsas"; todos sus libros, por el contrario implican: "Las razones por las cuales mis adversarios pretenden que sus preferencias son verdaderas no reposan genealógicamente en nada"; Foucault no atacó las elecciones ajenas, sino las racionalizaciones que los otros asociaban a la elección de él. Una crítica genealógica no dice: "Yo tengo razón y los demás se equivocan", sino solamente: "Los otros yerran al pretender que tienen razón". Un verdadero guerrero conoce, si no la indignación, sí la cólera, el thumos; Foucault no se preocupaba por fundamentar sus convicciones, le bastaba con quererlas, pues racionalizarlas habría sido rebajarse, sin beneficio para la causa.

Los hombres no pueden dejar de valorizar como de respirar y se baten por sus valores. Foucault intenta, pues, imponer una de sus preferencias, renovada de los griegos porque le pareció ser de actualidad; sin pretender tener o no razón, pero tratando de ganar y esperando ser actual. Ahora bien, la actualidad limita las preferencias posibles. Max Weber, otro nietzscheano, escribió bien: "Puesto que no hay verdad en los valores y el cielo se ha venido abajo, que cada quien combata por sus dioses y, cual nuevo Lutero, peque con convicción": las posiciones enemigas no son tan reversibles como quisiera Weber; la actualidad no es nunca cualquiera. Ser filósofo es hacer el diagnóstico de las posibilidades actuales y levantar la carta estratégica, con secreta esperanza de influir en la elección de los combatientes. Encerrado en su finitud, en su tiempo, el hombre no puede pensar no importa qué, no importa cuándo: ya sea exigir de los Romanos la abolición de la esclavitud o pensar en un equilibrio internacional. Un recuerdo que data de 1979 me viene a la mente: en ese año, Foucault comienza un curso aproximadamente en estos términos: "Voy a describir ciertos aspectos del mundo contemporáneo y de su gobierno; esté curso no les dirá lo que deberán hacer o contra qué combatir, pero les proporcionará un diagrama. Les indicará: si quieren atacar en tal o cual dirección, ahí hay un nudo de resistencia, y allá, un paso posible". Foucault agregó algo más, aunque ignoro el sentido exacto: "En lo que a mí concierne, yo no veo, al menos por el momento, qué criterios permitirán decidir contra qué se debe combatir, excepto tal vez, criterios estéticos". No debe abusarse de estas últimas palabras que pueden no ser más que ignorancia confesada o distancia tomada respecto a las convicciones de la mayoría del auditorio. A lo más, hay aquí, tal vez, un vago presentimiento del que será su tema preferido el año de su muerte: no los criterios estéticos, sino la idea de un estilo de existencia.

En el uso de los placeres y en la Preocupación por sí mismo, el diagnóstico de la actualidad es aproximadamente el siguiente- en el mundo moderno, parece imposible fundar una moral. No existe ya naturaleza ni razón sobre las cuales edificarla, ni origen con el cual establecer una relación auténtica (el caso de la poesía, yo diría, es aparte); la tradición o la coerción no son más que estados de hecho. No llamemos la atención sobre la crisis o la decadencia; las aporías de la duplicación filosófica no han conmovido jamás al común de los mortales. En definitiva, el común de los mortales está compuesto de sujetos, de seres desdoblados que tiene una relación de conciencia o de conocimiento de sí con ellos mismos. Foucault jugará con esas ideas.

La idea de estilo de existencia ha jugado un gran papel en las conversaciones y, sin duda en la vida interior de Foucault, durante los últimos meses de una vida que sólo él sabía amenazada. "Estilo" no quiere decir distinción; la palabra está tomada en el sentido de los griegos para quienes un artista era, ante todo, un artesano y una obra de arte, una obra simplemente. La moral griega está bien muerta actualmente y Foucault estimaba tan poco deseable como imposible resucitarla. Pero, un detalle de esa moral, a saber la idea de un trabajo de sí sobre sí, le pareció susceptible de retomar un sentido actual, a la manera de una de esas columnas de los templos paganos que se ven a veces por ahí reutilizadas en edificios recientes. Se cree adivinar ciertos rasgos de este diagnóstico: el yo, al tomarse a sí mismo como obra a realizar, podrá fincar una moral que ni la tradición ni la razón respaldarán ya como artista de sí mismo, el yo gozará de esta autonomía de la que no puede ya prescindir la modernidad. "Todo ha desaparecido", decía Medea, "pero algo me queda: yo". En fin, si el yo nos libera de la idea de que entre la moral y la sociedad (o entre lo que así llamamos) hay un vínculo analítico o necesario, ya no tendremos que esperar la Revolución para comenzar a actualizarnos: el yo es la nueva posibilidad estratégica.

Foucault, que tenía una amplia visión de las cosas, no intentó construir una moral armada de pies a cabeza; esas proezas académicas le parecían muertas junto con la filosofía antigua. Pero él sugería una salida. El resto de su estrategia se lo llevó consigo.

En cualquier caso, nunca pretendió dar una solución verdadera ni definitiva; como la humanidad se mueve sin cesar, toda solución actual revelará bien pronto sus peligros, mostrará sus fallas y siempre será así. Un filósofo es aquel que, a cada nueva actualidad, diagnostica el nuevo peligro y muestra una nueva salida. Con esta concepción tan novedosa de la filosofía, la verdad clásica desaparece, aun cuando de la confusión historicista moderna, se derive la idea de la actualidad.

Foucault no tenía miedo a la muerte; así lo decía a sus ami-gos cuando la conversación recaía en el suicidio, y los hechos han confirmado, de una u otra manera, que no era jactancia. La sabiduría antigua se le volvió personal también en otro sentido; durante los ocho últimos meses de su vida, la redacción de sus dos libros jugó para él el papel que el escrito filosófico y el diario íntimo jugaban en la filosofía antigua: el de un trabajo de sí sobre sí mismo, de una auto-estilización (él mismo publicó en ese momento, en el número 5 de Corps écrit, un penetrante estudio sobre esta cuestión).

Durante esos ocho meses, lo vimos trabajar tenazmente escri-biendo y reescribiendo sus dos libros, liquidando esa enorme deuda consigo mismo; me hablaba sin cesar de sus libros o me hacía verificar las traducciones. Al mismo tiempo se quejaba de una fiebre ligera pero incesante y de una tos tenaz que lo hacían ir lento; cortésmente me hacía pedir consejo a mí mujer, que es médico y que no podía curarlo... Pero él sabía.

"Debieras darte un respiro", le decía yo, "tus estudios de griego y latín te han agotado". "Sí, después", respondía él, "tengo que acabar de una buena vez con estos dos tomos".

Retrospectivamente, su actitud quita el aliento. ¿Acaso no era otra tradición entre los filósofos de la antigüedad ser ejemplos vivientes? Todo aquello acabó por aclarárseme en una alucinación visual, el mismo día de la muerte de Foucault, justo unos minutos antes del telefonazo de Maurice Pinguet que me informaba de lo acaecido en Tokio, donde también la radio japonesa acababa de anunciar la noticia.

El hombre es un ser que da sentido y que estetiza también algunas veces. Un año antes de su muerte, Foucault tuvo un día oportunidad de hablar del ritual de la muerte solemne, tal como se practicaba en la Edad Media y aún en el siglo XVII; el moribundo, rodeado de sus deudos, los aleccionaba desde su lecho de muerte. El historiador Philippe Aries lamentaba que en nuestra época ese gran ritual de integración social hubiera caído en desuso: Foucault, que no lamentaba nada, escribió lo siguiente: "Prefiero la dulce tristeza de la desaparición a ese tipo de ceremonial. Tendría algo de quimérico el querer actualizar, en un impulso nostálgico, prácticas que ya no tienen el menor sentido. Tratemos, más bien, de dar sentido y belleza a la muerte desaparición"
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