JORGE CARPIO, tres relatos breves








El rescate

Hay murmullo en las escaleras. Medio dormido salgo y encuentro a los vecinos discutiendo. Dicen que Elena, la vieja del último piso, debe estar muerta en su apartamento: hace una semana que no sale y hay mal olor en el edificio. Se dan cuenta de mi presencia y me preguntan. Opino que la única forma de saber es ir a buscarla.
Un policía, con acento oriental, me ordena solemne: “ejecute, compañero”. Cruje la puerta cuando le doy la primera patada. No se abre. La vuelvo a patear. Se astilla el marco, el pestillo salta y cae al suelo.
Sale el hedor. Un enjambre de moscas choca contra mi cuerpo. Las golpeo con furia. Siento cómo los bichos rebotan y caen al piso. El policía que estaba a mi lado ha desaparecido. Desde el fondo del pasillo me llega su voz autoritaria: “aléjese de ahí, compañero... Se lo ordeno.” No obedezco. Tampoco me da la gana de taparme la nariz. Entro. Prendo la luz y camino hasta el cuarto. Elena está muerta sobre la cama.
Tiene el cuerpo hinchado. Casi no se le distingue el rostro. Dos lágrimas de sangre le brotan desde donde tuvo los ojos y corren despacio por las mejillas abultadas. Por la boca abierta circulan los gusanos.
Voy hasta el refrigerador. Hay de todo: leche, dulces, carne... Elena tenía fama de buena cocinera. Cojo unas lascas de jamón, las saboreo como en los viejos tiempos, y trago hasta sentirme satisfecho. El resto me lo echo en los bolsillos. También pruebo dos o tres cucharadas de dulce de toronja y pellizco un pedazo de queso que me sabe a gloria.
Afuera siento a los vecinos que se preocupan por mí: “Boni está loco. Esa peste lo puede intoxicar”, dicen algunos. “Es un animal”, agrega Eva, la mulata jinetera que vive en el primer piso. “Un cochino es lo que es...”, añade Teresa. Pero yo no les hago caso. Voy a lo mío.
En una jaba echo la comida que encuentro en la despensa. Del baño recojo los jabones, el champú, papel higiénico y demás cosas que necesito. Con cuidado dejo caer el bulto en mi balcón. Al rato salgo. Informo del estado en que se encuentra Elena. Hay nuevos comentarios, cotilleo y especulaciones. Las mujeres rompen a llorar.
Han llegado más policías, el forense, los ayudantes y otros curiosos. No se deciden a entrar. “Es mucha la peste”, dicen. Me dan las instrucciones para el rescate. Después de escucharlos, pregunto por las bolsas de plástico donde echan los cadáveres de guerra. Explican que no hay, que no estamos en guerra.
Regreso al apartamento. Trato de colocar el cuerpo de Elena dentro de la caja pero está engarrotado y no cabe. Mis manos se hunden en su carne amoratada y la sangre putrefacta me corre entre los dedos. Algunos gusanos salen de su boca. Con dificultad logro acomodarla: he tenido que partirle las piernas. Termino agotado y hambriento.
Antes de presentarla a los vecinos voy otra vez al refrigerador y me empino un litro de leche. Acabo con lo que queda del dulce de toronja y engullo un pote de helado de chocolate que había en el congelador.
Abajo espera el carro fúnebre. Alguien dice que el cadáver no saldrá por las escaleras. “¿Y cómo la bajamos?”, pregunta la vieja Teresa. Todos me miran. “Por la rondana de la azotea”, propongo. Aparece una soga y amarran el ataúd. Lo izan.
La gente de la cuadra y algunos transeúntes miran desde la calle. Yo, desde la acera, doy las instrucciones: “aflojen, más despacio, ahí”. “¡Cuidado, coño!” Me da tiempo a correr y evito que la caja me aplaste. Se hace añicos. El cuerpo de Elena se estrella contra el pavimento y se separa en cabeza, tronco y extremidades. Hay murmullos y exclamaciones. Un coágulo de sangre salta y va a parar a la boca de la vieja jefa del Consejo de Vecinos. Río a carcajadas.
En la acera cae la cabeza, el tronco unos pasos más distante y los brazos y piernas casi en medio de la calle. La multitud sigue sorprendida; algunos se tapan la cara. Un perro callejero muerde una mano y sale corriendo con ella. Se forma el alboroto. Los policías se percatan, sacan las pistolas y, sin que nadie de la orden, lo persiguen y gritan: “!atájenlo, atájenlo!...” El perro se asusta y suelta la presa. Se da la vuelta. Ahora él corre detrás de los policías que se pierden por un callejón rumbo a un barrio distante.
Hago algunos gestos de desacuerdo y grito que no pueden suceder más eventualidades. A falta de policías coloco un cederista para que vigile los fragmentos de la difunta mientras yo termino el trabajo.
Enfadado recojo los restos de la vieja. Los echo en un saco de yute. Lo tiro dentro del carro fúnebre y doy una palmada en la lata del vehículo para indicarle que se vaya.
Otra vez siento hambre. Recuerdo que debo subir a mi apartamento y recoger la jaba que tiré en el balcón. Pero me doy cuenta de que estoy en medio de la calle rodeado por vecinos y transeúntes. Hacen comentarios: “Boni es un bárbaro, el mejor, un campeón”. De repente la multitud enardecida aplaude y grita a coro: “Boni, Boni, Boni...” Yo levanto las manos ensangrentadas como un pugilista después de la victoria. Saludo y, sin reparar en ninguno, sonrío al público.

Diatriba contra mi suegra
para Vivian

Rosa María mi esposa sale a buscar las medicinas de su madre. Desde el balcón la veo alejarse rumbo a la farmacia.

Mi suegra permanece tendida sobre la cama junto a un balón de oxígeno. Pienso que no vivirá mucho: tiene cáncer en los pulmones. Los médicos dicen que está en fase terminal.

Contemplo su cuerpo cadavérico y casi no la reconozco: se le marcan los huesos y tiene los ojos hundidos. La vieja me mira fijo. Intenta decir algo pero no puede hablar. Creo que será mejor para ella. Enfurecido le grito: “hija de puta, cabrona” y río como si gozara uno de esos filmes cómicos de la infancia. Gesticulo y sigo insultándola. Camino de un lado a otro del cuarto en busca de nuevas ideas.

Con ambas manos la agarro por la mandíbula. Aprieto hasta sentir que la prótesis dental se me quiere escapar de los dedos. “Me gusta que me miren de frente”, le digo al oído.

Trato de mantener la calma. Voy hasta la cocina y hago café. Le traigo una taza para que no piense que soy un egoísta. Bebo y pongo el de ella encima de la mesa de noche entre jeringuillas y sueros citostáticos. Prendo un cigarro. No le brindo porque el médico le prohibió fumar. Pero soy generoso y le soplo el humo en la nariz. Mi suegra tose.

Doy unas vueltas por la casa. Cuando regreso siento como si me clavara en el cuerpo sus ojos brillosos. “¡Qué cojones me miras!” le grito nuevamente. Amago darle una bofetada pero pronto me relajo. Opto por hacerle muecas con la lengua.

Se me ocurre revisar en qué estado se encuentran las partes más íntimas de su cuerpo. Cuando joven era bonita aunque no tanto como la hija. Le levanto la bata y hurgo con cuidado entre sus piernas. Siento un olor nauseabundo pero no desisto. Me quedo asombrado: todavía mantiene el pubis oscuro y suave como una adolescente. En cambio, tiene la piel amarilla y fláccida. Le acaricio los bellos y de vez en cuando se los jalo para recordarle que aún estoy a su lado. Ella no me mira pero hace intentos de quejarse.

Poco a poco me voy excitando. Me bajo el pantalón y le muestro el miembro. Lo sacudo hasta que el semen caliente se derrama sobre el piso. Mi suegra hace un gesto de asco. Le tiro besos, me viro y le pongo las nalgas cerca de la nariz. Sueno varios pedos que chocan contra su cara. Siento en el trasero la frialdad de su respiración entrecortada. Permanezco en esa posición hasta que me canso de estar inclinado.

Observo que ha cerrado los ojos. Le pellizco las tetas una y otra vez como si se tratara de un entretenimiento y ella mueve los labios. Busco música en la radio. Se escucha un bolero: “vida, vida consentida...” Le comento: “esa es de tu tiempo, vieja cabrona”. Bailo. Me hago el que la tengo entre los brazos. Murmuro su nombre y frases cariñosas.

En eso estoy cuando siento voces en la sala: es Rosa María que llega con su hermano. Vienen apurados hasta el cuarto. No me saludan. Miran a su madre que permanece inmóvil y se abrazan llorando. Pienso que son un par de tontos sentimentalistas. Me acerco a la vieja y le tomo el pulso. Muevo la cabeza una y otra vez para indicarles que está muerta. Solemne, pronuncio algunas frases de consuelo y cierro la llave de oxígeno.

Sobrino juega
para Guille.

Rafelito juega en la sala: destroza a martillazos el tren eléctrico que le compraron hace dos días. Boni lee sentado en un sillón. El ruido no le permite concentrarse y molesto abandona el libro. Sin hablar mira con desprecio a su sobrino.

Pone a todo volumen un disco de la Charanga Habanera. Trata de escuchar la música y hasta tararea alguna letra. Pero los golpes sobre el cacharro entran en sus oídos como disparados por un cañón. Desconecta el equipo.

Se decide por contemplar a Rafelito que se entretiene con el divertimento. En una mano tiene el martillo y en la otra los restos del juguete. Boni se pregunta si él fue así cuando pequeño.

Desde la cocina llegan los insultos de su hermana y los lamentos de la abuela. “Oye”, dice el niño, “mamá está de nuevo golpeando a la vieja”, y se ríe con tanta fuerza que a Boni le causa gracia el desenfado del sobrino. “Ojalá y la mate”, agrega Rafelito que sigue imperturbable en su faena.

Con el martillo se golpea una uña. Da un alarido que retumba en la casa. Insulta a la familia, a cada uno por su nombre. Se mete el dedo en la boca y chupa la sangre. Le tiemblan los labios y los ojos se le quieren salir de las órbitas. Tiene el pelo erizado igual que un gato al acecho.

Mira hacia todos lados y se levanta con rapidez. Toma impulso como si bateara una pelota y le da un martillazo al tío en los espejuelos. “Coje, cabrón”, grita. Boni cae al piso. Son tan agudos sus chillidos que se escuchan en el vecindario. Se cubre la cara: la sangre le corre por las manos.

La hermana y la abuela acuden a la sala. Boni se revuelca mientras el sobrino permanece a su lado. El niño sonríe y lo señala con el dedo. Murmura algunas palabras que los demás no logran entender. Aún empuña desafiante el martillo.

“¿Dónde está el cuchillo que voy a matar a mi tío?”, pregunta Rafelito enérgico. Las dos mujeres se miran y ríen a la vez. “Qué lindo, qué dispuesto a todo”, celebra la abuela. “Ahora no, nene, más tarde”, dice la madre que lo tiene entre los brazos. Trata de aplacarle el pelo con la mano.
Le da algunos besos en la mejilla y se sienta con él en el sillón. Lo arrulla.

Boni, todavía cubierto de sangre, lo vigila desde el piso.