ESPERO LA NOCHE PARA NO SOÑARTE, REVOLUCIÓN: Columnata: almacén de ociosos; (lunes de post-revolución)


Todos los lunes desde La Habana, Orlando Luis Pardo.


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Vivo en Fonts y Beales, Lawton: raras palabras para una esquina y un barrio de esta urbe inisecular. O no tan raras tal vez.

Porque esta ciudad es, hoy por hoy, territorio minado por excelencia para pugilatear con los límites y huecos negros de nuestro lenguaje. Porque los escritores cubanos de pronto hemos caído en un sensacional estado de liberatura. Porque, con un poco de suerte y muy poco de muerte, aquí y allá descubrimos que existen una patria Después de Castro (Cuba DC) y una capital Después de Fidel (La Habana DF). Y porque, para colmo, intuímos que ambas siempre existieron aquí y allá, al alcance de nuestras raras palabras: simplemente un Edipo-Rev monstruoso nos autobloqueaba el vocabulario mínimo para narrarlas.

Hoy, por fin (escribo esto una tardenoche de abril donde La Tierra rebota su luz a la luna y no al revés: ¿señal de presagio o de naufragio?), todo ese vocubalario nos hace implosión en plena cara. Definitivamente, abril sólo en un octosílabo es el mes más cruel. La vida no está en ninguna otra parte, sino que ahora, como siempre, sigue estando justo aquí y allá. Let it read.

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Salgo de Fonts y Beales, Lawton, poco antes de la medianoche. Espero, en una parada sin techo, ni bancos, ni señalización, el último servicio público puntual de Latinoamérica, tan pertinaz e impertinentemente puntual que escandalizaría al descubridor de "América Letrina".

Se trata del servicio de confrontas de la ruta 23 (Lawton-Vedado-Lawton), icono literario por antonomasia durante medio siglo de literatura cubana, desde La Habana para un Infante difunto (del referido descubridor, G. Caín) hasta El club de los ex-presidentes muertos: un anónimo que circula vía e-mail por la magra Intranet nacional (ya sabemos, nuestra net es amarga pero es nuestra red).

Me monto en la desierta Yutong (Made In China) conducida por el viejo Peralta. El ómnibus conserva un tufillo de aire acondicionado que a los técnicos del paradero de Lawton les da pena desactivar. Peralta conserva milagrosamente su licencia de conducción a punto de cumplir sus 80. Es medio chino o medio moro o medio mulato, y usa espejuelos. Yo soy medio blanco y uso espejuelos también. A mis 36 años y medio, si fuera a conservar algo intacto sería mi olfato pornopolítico para ficcionar, friccionar, fraccionar (entre otros verbos modelos de conjugación subversivamente irregular).

Después de él, el diluvio: fue el pronóstico meteorológico que me hizo un vecino del barrio, ojeando las Reflexiones de Fidel Castro en un periódico Granma. Después de mí, el delirio: aunque no me comprenda, yo le devuelvo ahora mi propio mapita del tiempo a él.

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A la altura del Capitolio Nacional y el Gran Teatro de La Habana, la 23 decuplica varias veces su decena de pasajeros (yo, el menos somnoliento de todos). Son travestis. Cien, mil o cien mil travestis: al efecto, da igual que sean 1970 o diez millones.

Chillan, hacen pantomimas. Son hermosos, son horrendos. Son mansos y agresivos. Conocen el nombre del chofer Peralta, y le imponen abrazos, y chistes sexuales de un viejo verde (en ocasiones, verde oliva), y una propina colectiva que calculo entre cincuenta y cien pesos cubanos (dos o tres dólares yanquis). Pronuncian en coro la palabra pinga desafinada y compulsivamente. Se mientan la madre y se dan bofetones de atrezo. Se suben en los respaldares de los disciplinarios asienticos chinos, y se cuelgan de las manillas y tubos, imitando acrobacias de stripper en un table-show rodante Made In Cuba.

Se respira el voraz vaho de la violencia, pero nadie sale herido de esta reyerta tan teatral. El obsoleto slogan de Peace, love & freedom en buen cub/ano se traduce ahora como Pinga, anfetas y libidibertad.

Me gustan. Me asustan un poco. Me respetan. Creo que yo les gusto a ellos un poco también. Algún día me atreveré a proponerles filmar in situ dentro de esa 23: la del turno de la medianoche. Sería una road-movie neo-PM, donde cada cual habitaría o al menos hablaría del futuro de una Habana insomne que, acaso de tanto venirse, ya nunca del todo vendrá.

Media hora después todos o todas o tod@s se suicidan en masa en la cascada del Hotel Nacional, donde la calle Infanta (esa otra difunta) desemboca precisamente en la avenida 23. Fin del viaje: ...and that´s all fucks!

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Me bajo en el hotel Habana Libre. En esa esquina azul (mi preferida: herencia de mi padre) está la última parada del viaje.

Camino. Abro disimuladamente los brazos, aunque asumo que nadie me ve. Respiro. El aire bate casi tan fuerte como en 17 y N (récord eólico extra-oficial), en los bajos del edificio Focsa: rascacielos enano del Período Republicámbrico (recientemente restaurado para alguna Misión Milagro). Tal como Friedrich Nietzsche más de un siglo atrás, a esta hora me siento der unabhängigste Mann in Europa: que en mal cubano (y sin narcisismos de retard-guard) se traduciría como el hombre más independiente de América.

Cruzo a la derecha en un continente cada vez más levógiro. Bajo hasta el muro del Malecón, también un icono literario, ahora ya sin el bautizo lumínico de la propaganda comercial (incluso de la más vulgar de los años noventa), pero siempre con esa fosforescencia espontánea capaz de reflejarse en la luna nueva de un lado y de contener a la noche absoluta del otro.

Me siento sobre la cinta de concreto sinuoso. Estoy al borde. Estamos al borde. Sin miedo a extraviarse en la alta madrugada, a mi alrededor se sienta un pueblo entero al borde de su ciudad.

Medio kilómetro al oeste parpadea la Oficina de Intereses yanqui, con su cintillo de noticias libres en letras rojas: menudo mensaje cromático para un país crónicamente uniformado de rojo. De todas formas, sus titulares son ilegibles (insubtitulables). Alguna institución de corte cultural los ha inutilizado al plantar enfrente el Monte de las Banderas, a veces negras y a veces cubanas: menuda alternancia luctuosa para un país que se supone paradisiaco antes que policiaco. Pobre Miami (es una cita cabrerainfántica): tan lejos de Cuba y tan cerca de La Habana. Y también, por supuesto: Pobre Habana (es una apropiación facilona que me llegó apócrifa vía e-mail.cu): tan cerca de Cuba y tan lejos de La Habana.

El resto es color local: no hace calor, pues sopla un airecito nórdico de consagración primaveral. El resto es habanidad de habanidades, donde muy pocos se comunican ya en hablanero, esa jerga privada e inimitable del autor de Vidas Para Leerlas, que en un solo heptagrámaton lo resumió: de hecho, nunca salí de La Habana. El resto es congratularme y cantarme a mí mismo porque ya ni siquiera Espero la noche para soñarte, Revolución (como Nivaria Tejera en su libro homónimo de mil novecientos algo, que hace apenas un quinquenio despegó de Miami, pero en La Habana aún no aterriza: casi da risa). Y el resto es pensar en el peso de la noche como símbolo y sintomatología de eso que los escritores cubanos hasta hoy no supimos del todo excribir.

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Saco mi camarita Samsung de 4.2 megapíxeles. Recorro las estatuas encabritadas de más de un mártir mambí (no los nombro para evitar trastocarlos de pedestal). Serán casi las 4:00 AM. El público se va diezmando. Era domingo, ya es lunes. Al parecer, hasta los travestis son working-class heroes aquí, y muchos se retiran a media madrugada, pues a la mañana siguiente se incorporarán retrovestidos a trabajar. Sólo quedamos despiertos los ociosos terminales.

La palabra ociosos me remite entonces a un periódico Granma de otro lunes de abril: a las reflexiones del ministro de la cultura local Abel Prieto que, en tanto vocero del Séptimo Congreso de la UNEAC, se hizo eco del "reclamo de ofrecer a nuestra gente sólidos referentes culturales frente a la invasiva mediocridad de la industria yanqui del ocio". Más que un ocioso terminal, me doy cuenta de que devenir un invasivo mediocre del ocio sería un gesto mucho más radical.

El juego de frases me fascina de pronto, y me despeja los primeros deseos de volver a mi cama en la rara esquina de Fonts y Beales, Lawton (desde el satélite de google-earth se distingue como una cruz curva). El servicio de confrontas incluye una puntual 23 a las 5:00 AM, y otra ruta un par de horas después: al borde mismo del amanecer. Celestino celoso antes del alba, yo esperaré esa última opción para soñarte desde mi post-lenguaje, revolución: yo esperaré hasta la última vuelta del viejo Peralta (Perrault partido de sueño sin nada más que contar) para soñarte desde mi lenguaje, post-revolución.

En las dos horas siguientes, el viento arrecia y el mar se va picando más de lo verosímil poéticamente en un octosílabo del mes de abril. Cuando por fin amanece, en el monolito art-decó de Casa de las Américas leo una propaganda discreta: Primer Festival Internacional de Jóvenes Narradores. Y en este punto se me escurre cualquier conato (cursi o cruel) de anagnórisis para esta crónica ya sin cranque.

Porque precisamente de eso se trata nuestra inopinada liberatura tardía: de un congreso o un festival al que no vale la pena asistir para narrar jovialmente una Brave-New-Habana post-urbana o una Mil-Novecientos-Ochenticuba post-nacional (poética del post digital). Porque justo entonces pasó un turista haciendo jogging entre las olas y le disparé con mi Samsung (ojalá esta penúltima línea no se lea con otro sentido que el de un tour de force editorial para incluir una imagen). Y porque, para deleite demoniaco de G. Caín, el viejo Peralta me ganó por knock-out en el último round: a los 36 años y medio de entrenar mi olfato pornopolítico, por primera vez en la Cuba DC y en La Habana DF mi 23 nunca pasó.

Vivo en Fonts y Beales, Lawton: raras palabras para una esquina y un barrio de esta urbe inisecular. O no tan raras tal vez.