Versión para Cacharro(s) de Rebeca Duarte
Hay hombres que aman a las mujeres, otros el alcohol, la naturaleza o el deporte, otros a los niños o al trabajo, hay hombres que aman el dinero. Seguramente el hombre puede amar a más de uno de los anteriores, no obstante da preferencia a algo sobre lo demás.
Siendo suficientemente ambicioso, tiene la esperanza de alcanzar lo que verdaderamente anhela. Alois Burda amó el dinero y sometía a él todo lo demás. Bajo el pasado régimen fue administrador en un negocio de venta de auto, bajo el régimen nuevo abrió un negocio propio. En el régimen pasado manejó hábilmente ese pequeño número de autos que tenía para vender. Encontró pronto la manera que le aseguraba el soborno más alto. Después de la revolución, las comisiones por ley le dejaban aproximadamente las mismas ganancias que había tenido antes de la revolución. Alois Burda era entonces un hombre rico, ya en los años setenta se construyó una residencia familiar cuya superficie habitable según las leyes vigentes no alcanzaba ciento veinte metros cuadrados, sino que los superaba tres veces. En la residencia tenía un gimnasio, una piscina techada, tres garajes, y junto a la residencia una cancha de tenis, aunque él mismo no jugara al tenis. En Suiza tenía una cuenta secreta, puesto que los bancos suizos son avaros con los intereses, tenía una cuenta secreta más en Alemania. Sólo una vez se divorció, porque se dio cuenta de que el divorcio salía relativamente caro. Tenía dos hijos con la primera esposa, con la segunda tenía una hija. Se trataba con los hijos escasamente. Desde que alcanzaron la mayoría de edad no se veían más que una vez al año. También la segunda esposa le fastidió pronto, pero administraba bastante bien el hogar y no le molestaba demasiado, tampoco se preocupaba por cómo él pasaba su tiempo libre. Ella era deportista, esquiaba y montaba a caballo, jugaba al tenis, al golf y nadaba bien, aunque nada de aquello le interesaba a él en lo más mínimo. Se conseguía de vez en cuando una amante con quien dormía. Pero por la cual usualmente no sentía nada y de la cual tampoco exigía sentimiento alguno.
De vez en vez le preguntaba a su hija que había de nuevo en la escuela, pero al día siguiente olvidaba su respuesta y nunca estaba seguro del año que cursaba. Luego ella terminó la escuela y se casó. Como regalo de bodas recibió de su padre un nuevo auto, cuyo precio superaba el medio millón de coronas. Este regalo la sorprendió, así que estaba dispuesta a creer que era un regalo de amor, pero era más bien el regalo de una mala conciencia o un capricho efímero. De todas formas, una cantidad así no representaba nada para Burda.
Conocía a mucha gente, todo aquel que fuera su cliente, sin embargo no tenía amigos, a excepción de algunos compinches con los cuales alguna vez tomaba unos tragos o ideaba transacciones comerciales.
Cuando se acercaba a los sesenta, de repente empezó a sentir fatiga, perdió el apetito y paulatinamente fue adelgazando. Lo atribuyó al modo de vida demasiado acelerado que llevaba. Su mujer naturalmente notó la metamorfosis y lo mandó al médico, pero él por principio no obedecía los consejos de su mujer, además temía que le médico le pudiese detectar algún padecimiento más serio. Decidió que iba a descansar más, que se daría el lujo de hacer algún viaje al extranjero que no fuese por negocios, también visitó a un famoso curandero que le preparó un té especial y le recomendó comer a diario semillas de calabaza. Sin embargo, nada de esto le ayudó. Burda comenzó a sufrir dolores de estómago, en la noche despertaba sudado, sediento y abatido por una extraña angustia.
Finalmente decidió ir al médico. Este pertenecía a sus viejos clientes, había curado ya a su primera esposa. Ahora intentaba aparentar que todo estaba bien, y pasó un rato conversando sobre un nuevo modelo de Honda.
− ¿Es algo serio? -preguntó el vendedor de automóviles.
− ¿Quieres que sea completamente sincero?
El vendedor dudó, luego asintió con la cabeza.
− Tienes que operarte cuanto antes -dijo el médico.
− ¿Y luego?
− Ya veremos.
− ¡Anjá! -entendió Burda- esto me huele a muerte.
− Todos estamos aquí sólo por un instante -dijo el médico- pero no debemos perder la esperanza. Cuando te abran, sabremos más.
Aunque también sabía que alguna vez llegaría el momento en el que la muerte aparecería a sus espaldas, el vendedor de autos se encontraba inesperadamente sorprendido. Ya que todavía le faltaban casi diez años para llegar a la edad promedio de los hombres en nuestro país, además le parecía que la muerte llega con mayor frecuencia en forma de accidentes en la carretera. Y él era un excelente conductor.
− Tenemos medicamentos cada vez más eficientes -agregó el médico- así que no pierdas la esperanza.
− Con respecto a los medicamentos, me puedo permitir cualquiera, por mucho que cueste.
− Ya lo sé -dijo el médico- pero esto no es cuestión de dinero.
− ¿Es cuestión de qué?
El médico encogió los hombros.
− De tu resistencia. De la voluntad divina o del destino, como sea que le llamemos.
Convinieron la operación para la semana siguiente, hasta entonces tuvo que someterse a todos los exámenes necesarios.
Cuando llegó Burda a casa y su mujer le preguntó qué había detectado el médico, contestó con una sola palabra: “Moriré”. Luego se fue a su alcoba, se sentó en el sillón y pensó en la extrañeza de que quizás pronto no estaría allí. El hombre siempre le había parecido similar a una máquina, máquina y hombre se desgastan tras un largo uso, pero la máquina esencialmente se puede mantener en marcha por un tiempo ilimitado si se reponen asiduamente sus partes. ¿Pero qué sucede con el hombre? Se le hizo cruelmente injusto que las partes humanas no fuesen en su mayoría renovables, mientras que una máquina muerta es en sí eterna, condenando entonces al hombre prematuramente a la destrucción. Luego le inquietó la pregunta: cómo procedería con su propiedad, qué haría con sus cuentas secretas. Cuando muriese, todo lo que tenía le pertenecería a su esposa e hijos. Se le hacía injusto, ya que ninguno de ellos había contribuido en manera alguna a lo que él había ganado. Además, recientemente le había regalado un auto a su hija y sus hijos no le hacían caso. La mujer lo cuidaba, puesto que le daba dinero con regularidad, hasta le daba dinero para ir a esquiar cada invierno y primavera en los Alpes, seguramente por ahí tuvo amantes, incluso supo de uno, porque accidentalmente encontró una carta en el bolso de su mujer, donde buscaba una cuenta. ¿Por qué ahora su esposa, tan sólo por haberse casado con él, debería recibir, además de todas sus propiedades y el dinero de la herencia, también el dinero del que ni siquiera sospechaba?
Luego reflexionó acerca de lo que el médico le dijo sobre la esperanza y la voluntad divina. Fiarse de la voluntad divina es ciertamente una tontería, igual que confiar en el destino. La voluntad divina es un engaño para los débiles y los pobres, mientras que el destino se comporta según se le pague. Hasta ese momento lo había estado sobornando exitosamente y ahora se resistía a la idea de que repentina e irremediablemente no se saliera con la suya.
Esa misma tarde se sentó en su Mercedes, tomó el pasaporte y las cosas imprescindibles para el viaje y se dirigió a la frontera.
La cuenta suiza contenía algo más de cien mil francos, en la alemana había más dinero. Ante el asombro de los cajeros solicitó el dinero en efectivo. Regresó con el dinero la noche siguiente, escondió los billetes en una caja fuerte pequeña, cuyo código sólo él sabía. Al día siguiente fue a hacerse los primeros exámenes.
Cuando se preparaba para ingresar al hospital, le sobrevino la interrogante de qué hacer con el dinero de la caja fuerte. El médico le había advertido que podía permanecer algunas semanas en el hospital, es verdad que no mencionó la posibilidad de no abandonar el hospital, pero el vendedor de autos sabía que ni siquiera esta se podía descartar. Incluso podría no salir con vida de la sala de operaciones.
No quería dejar el dinero en su casa, ¿pero llevarlo consigo al hospital?, ¿dónde lo escondería?, ¿qué haría con él en el momento en que estuviera inconsciente sobre la mesa de operaciones?
Finalmente decidió fraccionar los paquetes de cien mil en otros más ligeros, los metió en unas viejas pantuflas con hebillas y cubrió éstas con calcetines enrollados. Después, ante su mujer, empacó las pantuflas en una caja, la cerró con cinta adhesiva y le pidió se la llevase al hospital junto con algunos objetos más como otras pantuflas corrientes, una bolsa de viaje con artículos de tocador, dos números de una revista de automovilismo, y el monedero con unos cientos de coronas, cuando se lo pidiese.
Separó unos miles de marcos en un sobre para el cirujano. Sin embargo este, con una explicación poco clara de que era supersticioso y antes de la operación no quería oír hablar de dinero, rechazó el sobre.
Cuando abrieron a Burda en la mesa de operaciones vieron que el tumor no sólo había afectado el páncreas sino que también se había ramificado hacia otros órganos; una operación radical parecía tan inútil que lo cosieron. Tras dos días en la unidad de terapia intensiva, lo ubicaron en la recámara número ocho, la compartían con él sólo dos pacientes. El vecino a la izquierda era un campesino hablador, que se la pasaba contando historias insignificantes de su vida y temía por el destino de su granja, ahora a cargo de su abandonada mujer. El vecino a la derecha era un silencioso anciano, muriéndose quizá, que oportunamente, sea dormido o en estado de vigilia, despedía chillidos de fiera extrañamente inarticulados. Estos perturbaban al vendedor de automóviles más que las historias del campesino, que simplemente no escuchaba.
Los médicos le recetaron muchos medicamentos, y además una vez por día una enfermera traía a su cama un soporte, ponía una botella y luego clavaba una aguja en sus venas, y él podía observar cómo fluía la sangre o algún líquido incoloro por la manguerilla transparente hasta llegar a su cuerpo. A pesar de ello se sentía cada vez más miserable.
La mujer le trajo todas las cosas que él había preparado, agregó un ramo de flores y un frasco de conserva de frutas.
Las flores no le interesaron y había perdido totalmente el apetito. Cuando su mujer se fue, abrió la caja con las pantuflas, quitó los calcetines, divisó el paquete de billetes, volvió a meter los calcetines, cerró la caja y la escondió en la mesa de noche. Todavía podía caminar, pero de todas formas se levantaba de la cama sólo un poco, arrastrándose hasta la ventana o el pasillo, y en un momento regresaba nuevamente a su lecho metálico. Ahora prefería no abandonar su recámara en lo absoluto. No pensó concretamente en su muerte, pero tampoco pudo dejar de advertir cómo disminuían sus fuerzas. Cuando se le acaben completamente, cerrará los ojos y ya no será capaz ni de pensar, ni de hablar, menos de actuar. ¿Qué hará con ese dinero?
Su mujer lo visitaba dos veces por semana, a veces también aparecía su hija casada, incluso en una ocasión vino el mayor de sus hijos. Cada quien le traía alguna cosa que no le hacía falta, y sin interés la guardaba en su mesa de noche, donde se quedaba hasta que la visita se fuera y pudiese tirarla a la basura.
Había varias enfermeras que hacían turnos. Una era mayor, las demás apenas sobrepasaban la edad escolar, le parecía que una se asemejaba a la otra y las distinguía solamente según el color de su cabello. Lo trataban con cordialidad profesional, de vez en cuando hacían el intento por bromear o darle ánimos. Cuando clavaban la aguja en sus venas, se disculpaban porque le iba a doler un poco. Luego, aparentemente después de sus vacaciones, regresó todavía otra enfermera, no era mayor que las demás, pero le llamó la atención su voz, que le recordaba la remota y casi olvidada voz de su madre en la época de su niñez. La enfermera se llamaba Vera. Notó que siempre que se acercaba a él para ejecutar alguna de aquellas tareas rutinarias, añadía algunas frases. Y sorprendentemente esas frases no traían sólo las usuales palabras de compasión, sino que le transmitían algo del mundo de afuera, que hoy era un día caluroso, que los jazmines ya habían florecido, que ya estaban madurando las fresas en su balcón. La escuchaba, con frecuencia ni percibía el contenido de lo que le comunicaba, distinguía sólo el colorido de su voz, su extraño consuelo.
Una vez, cuando se sentía un poco mejor después de la transfusión, le pidió que se sentara a su lado.
− Pero señor Burda -se extrañó- ¿qué diría la primera enfermera si me agarrase descansando?
No obstante trajo una silla, se sentó junto a la silla de él, tomó su mano llena de incontables piquetes, y le acarició el dorso.
− Pues, ¿cómo vive usted, enfermera? -le preguntó.
− ¿Cómo vivo? -se sonrío- Como todos.
− ¿Vive con sus padres?
Asintió. Dijo que tenía una pequeña recámara en un complejo multifamiliar, en su recámara sólo había una cama, una silla, un pequeño librero, también, en un pilar de bambú, macetas con flores de la pasión, fucsias y coronas de Cristo. Le habló largamente de las flores. Las flores nunca le habían interesado, bajo sus nombres no surgía ningún color, ninguna forma, pero percibió la ternura en la voz de la mujer, sintió el tacto liviano de aquellos dedos en el dorso de la mano y notó que sus ojos eran cafés oscuros, aunque su cabello tenía un color claro natural. Prometió que le traería algunas flores de las que cultivaba en su balcón, y se levantó de la silla.
Al día siguiente realmente le trajo una azucena y de nuevo se sentó junto a él.
Burda le preguntó si no sufría la escasez de algo importante.
Ella no entendió el sentido de su pregunta.
Entonces le preguntó si tenía carro.
− ¿Coche? -se río de la pregunta.
− ¿Y lo quisiera?
− Pues usted los vendía -se dio cuenta.
Luego dijo que nunca pensaba que pudiese tener un coche. Vivía sólo con su madre y apenas tenía para comprarse una bolsa de tomates de vez en cuando. El año pasado había plantado unos arbustos en su balcón, pero se pudrieron, y no logró cosechar nada. Le preguntó si le gustaban los tomates. Lo preguntó de la misma manera en que él solía preguntar a la gente si le gustaba el caviar o si prefería las ostras. Le contestó que sí, aunque no recordaba que los hubiese comido alguna vez con gusto.
Le quería preguntar si no la deprimía su vida, pero lo invadió un repentino ataque de dolor y la enfermera salió corriendo por la médica, que le aplicó una inyección después de la cual se le enturbió la razón rápidamente.
Cuando de forma leve volvió en sí durante la noche, se dio cuenta con absoluta urgencia de que dentro de algunas jornadas probablemente moriría. No obstante encendió la pequeña lámpara encima de su cama, se inclinó sobre la mesa y sacó la caja con las pantuflas. Detrás de los calcetines arrugados permanecía la fortuna, con la cual se podrían comprar vagones enteros de tomates.
Puso todo en su estado anterior y regresó la caja a la mesa; la riqueza, que lo llenó generalmente de satisfacción, se hacía de repente una carga.
¿Debería heredarla a algún organismo de caridad? ¿O a este hospital? ¿Regalarla a los médicos, que de todas maneras no podían ayudarle? ¿A su mujer para que pudiese pagar a amantes aún más exigentes o ir a esquiar hasta allá por las montañas Rocallosas?
Luego se le apareció de repente la cara de aquella enfermera y escuchó su voz que se asemejaba a la de su madre. Tenía curiosidad por saber si mañana iba a estar de turno, y se dio cuenta de que deseaba que estuviese.
Al día siguiente efectivamente vino y le trajo un tomate. Era grande, jugoso, duro y tenía el color de la sangre fresca.
Le dio las gracias. Lo mordió y le dio varias vueltas en su boca, pero no logró tragarlo, sintió que lo vomitaría.
La enfermera colocó el soporte en su cama, puso la botella y anunció:
− Le vamos a alimentar un poco, señor Burda, si no se nos debilitará mucho.
Asintió con la cabeza.
− ¿Viene a verlo su familia? -preguntó la enfermera.
Debería responder que no tenía familia, que sólo una mujer y tres hijos, pero en lugar de eso contestó que desde hacía mucho nadie lo visitaba.
− Ellos vendrán, -dijo la enfermera- y enseguida se sentirá más alegre.
Cerró los ojos.
Ella tocó su frente con los dedos.
−Ya fluye -dijo- Dios puede hacer un milagro, sanar al enfermo igual que perdonar al pecador. Y recibir con amor a cada quien.
− ¿Por qué? -preguntó, refiriéndose a por qué se lo estaba diciendo, pero ella no entendió.
− Porque dios es el amor mismo.
Aunque le daban medicamentos fuertes, no lograba conciliar el sueño en la noche. Pensó en aquella extraña realidad, que el mundo continuaría, saldría el sol, correrían los autos, serían inventados nuevos modelos de coches, se venderían en el negocio que su mujer seguramente venderá, se construirán nuevas autopistas y puentes, se abriría el túnel debajo del Petrín, pero él no se enteraría de nada de esto. Aquella realidad tenía una mano helada con la que le apretaba el cuello. Trató de escapar de ella, buscar la ayuda de alguien, pero no tenía en quien refugiarse. Luego se le apareció la cara de la enfermera que se sentó junto a su cama y le dijo que dios puede recibir a cualquiera con amor. Dios lo logra, mientras que él nunca lo ha logrado. Es que si existiera un dios, si existiera, debería reinar en el mundo por lo menos un poco de amor. Intentó recordar a quién y cuándo había amado, y quién y cuándo lo había amado a él, pero aparte de su mamá, que había estado muerta desde hacía tres décadas, no recordaba a nadie. Mañana le preguntará a aquella enfermera dónde nació su fe en Dios o siquiera en el amor. Finalmente logró dormirse. Al despertarse en mitad de la noche, se le ocurrió algo sin sentido. Le regalaría el dinero a esa enfermera. Por lo que le dijo de Dios y del amor. Por acariciarle la frente, aunque sabe que él morirá. Lo sabe igual que lo saben los demás, pero aquellos no le acariciaron la frente.
Luego se imaginó qué diría ella al recibir una fortuna inesperada. ¿Lo aceptaría? La experiencia le decía que la gente nunca rechaza el dinero. Aparentan resistirse, pero finalmente sucumben. Por supuesto que no le puede meter en el bolsillo unos millones; le pedirá que llame al notario, dictará su última voluntad y le heredará el dinero. ¿Qué hará ella con él? Ni sabe si tiene un amante o si vive sola.
A la mañana siguiente en lugar de indagar sobre su fe, le preguntó si vivía sólo con su madre o si salía con alguien.
Sorprendida, levantó su mirada, pero no le contestó. Su novio se llama Martín, es violinista, ayer fueron juntos al concierto, presentaron el concierto en Re Menor de Beethoven. ¿Lo conoce? ¿Le gusta?
No conocía a Beethoven, sin embargo debió haber escuchado ese nombre alguna vez. No le alcanzaba el tiempo para la música, aunque en la tienda comúnmente tocaban alguna música. Pero eran canciones de moda.
También le dijo que se iba a casar con Martín en otoño.
− ¿Irá a mi boda? -le preguntó.
− Si me invita.
El día siguiente la enfermera Vera tenía un día libre y él entonces pudo reflexionar si había considerado todo bien y si su decisión no era demasiado precipitada. ¿Qué pasaría si sanara por fin, cuando Dios hiciera aquel milagro o algún medicamento que le introdujeran en las venas le regresara la fuerza? ¿Por qué otra razón lo estaría invitando la enfermera a su boda? Con un moribundo no estaría bromeando así.
También la cantidad era exageradamente alta, al final con su regalo la pondría en sospecha de un acto deshonesto. Pero le podría regalar al menos una parte de aquel dinero, por lo menos un paquete ligero de billetes de mil francos.
Al otro día empeoró, pero percibió la proximidad de la enfermera Vera, que puso para él una flor fresca en la botella con agua, acercó el soporte y pinchó con la aguja una vena en su pierna izquierda.
− Se lo compensaré -dijo él con una voz baja.
− Me lo compensará al sentirse mejor -dijo. Luego abrió la ventana y preguntó.
− ¿Lo siente? Ya están floreciendo los tilos.
No sintió nada, sólo un gran cansancio. Debería decirle que llamase a un notario, pero en ese momento se le hizo que toda la idea era una tontería, simplemente tendría que introducirle en el bolsillo de la bata unos billetes. Hasta eso significaría para ella una gran fortuna.
La enfermera le acarició la frente y salió de la recámara.
La noche ulterior Alois Burda murió. Era justo el turno de la enfermera Vera y algunos minutos antes de que él respirase por última vez, se sentó a su lado y le sostuvo la mano, pero el moribundo seguramente ya no supo de ello.
Luego asignaron a la enfermera para sacar todas las cosas de la mesa del muerto y hacer una lista detallada. La enfermera lo hizo. La lista tenía dieciocho artículos, el número once decía: Un par de pantuflas con hebillas y calcetines dentro. Le sorprendió a la enfermera que las pantuflas parecieran demasiado pesadas, y se le ocurrió que podría sacar los calcetines, ponerlos aparte, y fijarse adentro de las pantuflas, pero no lo hizo, ya que se agregaría un artículo más; encontró inútil hurgar de cualquier manera en las cosas que aparentemente nadie nunca usaría.
Cuando llegó la mujer de Burda al hospital para levantar el acta de defunción, le entregaron la bolsa con las cosas del difunto y la lista de lo que en ella había. La mujer le echó una ojeada a la lista de objetos. En los últimos años le asqueaba su esposo, así que un par de sus miserables cosas le asqueaba aún más. El monedero con las trescientas coronas se lo dieron aparte. Tomó el saco con las cosas y lo guardó en el maletero de su coche. Cuando salía del hospital, notó que cerca de allí había un tiradero improvisado. Se detuvo mirando bien a su alrededor, luego abrió la cajuela y tiró la bolsa.
Aquella noche la enfermera Vera tuvo cita con su violinista.
− Aquel Burda, el que dormía en la ocho, murió; -le anunció- dicen que era tremendamente rico, uno de los hombres más ricos de Praga.
− ¿Y te dio algo? -le preguntó.
− No -dijo ella- traía en el monedero sólo trescientas coronas.
− Los ricos suelen ser gente extraña -dijo él- ¿quién lo heredará todo?
− Sabrá Dios, -dijo ella- él quizá ni siquiera tenía a alguien. No vino nadie que por lo menos le tomase la mano en aquel momento.
Siendo suficientemente ambicioso, tiene la esperanza de alcanzar lo que verdaderamente anhela. Alois Burda amó el dinero y sometía a él todo lo demás. Bajo el pasado régimen fue administrador en un negocio de venta de auto, bajo el régimen nuevo abrió un negocio propio. En el régimen pasado manejó hábilmente ese pequeño número de autos que tenía para vender. Encontró pronto la manera que le aseguraba el soborno más alto. Después de la revolución, las comisiones por ley le dejaban aproximadamente las mismas ganancias que había tenido antes de la revolución. Alois Burda era entonces un hombre rico, ya en los años setenta se construyó una residencia familiar cuya superficie habitable según las leyes vigentes no alcanzaba ciento veinte metros cuadrados, sino que los superaba tres veces. En la residencia tenía un gimnasio, una piscina techada, tres garajes, y junto a la residencia una cancha de tenis, aunque él mismo no jugara al tenis. En Suiza tenía una cuenta secreta, puesto que los bancos suizos son avaros con los intereses, tenía una cuenta secreta más en Alemania. Sólo una vez se divorció, porque se dio cuenta de que el divorcio salía relativamente caro. Tenía dos hijos con la primera esposa, con la segunda tenía una hija. Se trataba con los hijos escasamente. Desde que alcanzaron la mayoría de edad no se veían más que una vez al año. También la segunda esposa le fastidió pronto, pero administraba bastante bien el hogar y no le molestaba demasiado, tampoco se preocupaba por cómo él pasaba su tiempo libre. Ella era deportista, esquiaba y montaba a caballo, jugaba al tenis, al golf y nadaba bien, aunque nada de aquello le interesaba a él en lo más mínimo. Se conseguía de vez en cuando una amante con quien dormía. Pero por la cual usualmente no sentía nada y de la cual tampoco exigía sentimiento alguno.
De vez en vez le preguntaba a su hija que había de nuevo en la escuela, pero al día siguiente olvidaba su respuesta y nunca estaba seguro del año que cursaba. Luego ella terminó la escuela y se casó. Como regalo de bodas recibió de su padre un nuevo auto, cuyo precio superaba el medio millón de coronas. Este regalo la sorprendió, así que estaba dispuesta a creer que era un regalo de amor, pero era más bien el regalo de una mala conciencia o un capricho efímero. De todas formas, una cantidad así no representaba nada para Burda.
Conocía a mucha gente, todo aquel que fuera su cliente, sin embargo no tenía amigos, a excepción de algunos compinches con los cuales alguna vez tomaba unos tragos o ideaba transacciones comerciales.
Cuando se acercaba a los sesenta, de repente empezó a sentir fatiga, perdió el apetito y paulatinamente fue adelgazando. Lo atribuyó al modo de vida demasiado acelerado que llevaba. Su mujer naturalmente notó la metamorfosis y lo mandó al médico, pero él por principio no obedecía los consejos de su mujer, además temía que le médico le pudiese detectar algún padecimiento más serio. Decidió que iba a descansar más, que se daría el lujo de hacer algún viaje al extranjero que no fuese por negocios, también visitó a un famoso curandero que le preparó un té especial y le recomendó comer a diario semillas de calabaza. Sin embargo, nada de esto le ayudó. Burda comenzó a sufrir dolores de estómago, en la noche despertaba sudado, sediento y abatido por una extraña angustia.
Finalmente decidió ir al médico. Este pertenecía a sus viejos clientes, había curado ya a su primera esposa. Ahora intentaba aparentar que todo estaba bien, y pasó un rato conversando sobre un nuevo modelo de Honda.
− ¿Es algo serio? -preguntó el vendedor de automóviles.
− ¿Quieres que sea completamente sincero?
El vendedor dudó, luego asintió con la cabeza.
− Tienes que operarte cuanto antes -dijo el médico.
− ¿Y luego?
− Ya veremos.
− ¡Anjá! -entendió Burda- esto me huele a muerte.
− Todos estamos aquí sólo por un instante -dijo el médico- pero no debemos perder la esperanza. Cuando te abran, sabremos más.
Aunque también sabía que alguna vez llegaría el momento en el que la muerte aparecería a sus espaldas, el vendedor de autos se encontraba inesperadamente sorprendido. Ya que todavía le faltaban casi diez años para llegar a la edad promedio de los hombres en nuestro país, además le parecía que la muerte llega con mayor frecuencia en forma de accidentes en la carretera. Y él era un excelente conductor.
− Tenemos medicamentos cada vez más eficientes -agregó el médico- así que no pierdas la esperanza.
− Con respecto a los medicamentos, me puedo permitir cualquiera, por mucho que cueste.
− Ya lo sé -dijo el médico- pero esto no es cuestión de dinero.
− ¿Es cuestión de qué?
El médico encogió los hombros.
− De tu resistencia. De la voluntad divina o del destino, como sea que le llamemos.
Convinieron la operación para la semana siguiente, hasta entonces tuvo que someterse a todos los exámenes necesarios.
Cuando llegó Burda a casa y su mujer le preguntó qué había detectado el médico, contestó con una sola palabra: “Moriré”. Luego se fue a su alcoba, se sentó en el sillón y pensó en la extrañeza de que quizás pronto no estaría allí. El hombre siempre le había parecido similar a una máquina, máquina y hombre se desgastan tras un largo uso, pero la máquina esencialmente se puede mantener en marcha por un tiempo ilimitado si se reponen asiduamente sus partes. ¿Pero qué sucede con el hombre? Se le hizo cruelmente injusto que las partes humanas no fuesen en su mayoría renovables, mientras que una máquina muerta es en sí eterna, condenando entonces al hombre prematuramente a la destrucción. Luego le inquietó la pregunta: cómo procedería con su propiedad, qué haría con sus cuentas secretas. Cuando muriese, todo lo que tenía le pertenecería a su esposa e hijos. Se le hacía injusto, ya que ninguno de ellos había contribuido en manera alguna a lo que él había ganado. Además, recientemente le había regalado un auto a su hija y sus hijos no le hacían caso. La mujer lo cuidaba, puesto que le daba dinero con regularidad, hasta le daba dinero para ir a esquiar cada invierno y primavera en los Alpes, seguramente por ahí tuvo amantes, incluso supo de uno, porque accidentalmente encontró una carta en el bolso de su mujer, donde buscaba una cuenta. ¿Por qué ahora su esposa, tan sólo por haberse casado con él, debería recibir, además de todas sus propiedades y el dinero de la herencia, también el dinero del que ni siquiera sospechaba?
Luego reflexionó acerca de lo que el médico le dijo sobre la esperanza y la voluntad divina. Fiarse de la voluntad divina es ciertamente una tontería, igual que confiar en el destino. La voluntad divina es un engaño para los débiles y los pobres, mientras que el destino se comporta según se le pague. Hasta ese momento lo había estado sobornando exitosamente y ahora se resistía a la idea de que repentina e irremediablemente no se saliera con la suya.
Esa misma tarde se sentó en su Mercedes, tomó el pasaporte y las cosas imprescindibles para el viaje y se dirigió a la frontera.
La cuenta suiza contenía algo más de cien mil francos, en la alemana había más dinero. Ante el asombro de los cajeros solicitó el dinero en efectivo. Regresó con el dinero la noche siguiente, escondió los billetes en una caja fuerte pequeña, cuyo código sólo él sabía. Al día siguiente fue a hacerse los primeros exámenes.
Cuando se preparaba para ingresar al hospital, le sobrevino la interrogante de qué hacer con el dinero de la caja fuerte. El médico le había advertido que podía permanecer algunas semanas en el hospital, es verdad que no mencionó la posibilidad de no abandonar el hospital, pero el vendedor de autos sabía que ni siquiera esta se podía descartar. Incluso podría no salir con vida de la sala de operaciones.
No quería dejar el dinero en su casa, ¿pero llevarlo consigo al hospital?, ¿dónde lo escondería?, ¿qué haría con él en el momento en que estuviera inconsciente sobre la mesa de operaciones?
Finalmente decidió fraccionar los paquetes de cien mil en otros más ligeros, los metió en unas viejas pantuflas con hebillas y cubrió éstas con calcetines enrollados. Después, ante su mujer, empacó las pantuflas en una caja, la cerró con cinta adhesiva y le pidió se la llevase al hospital junto con algunos objetos más como otras pantuflas corrientes, una bolsa de viaje con artículos de tocador, dos números de una revista de automovilismo, y el monedero con unos cientos de coronas, cuando se lo pidiese.
Separó unos miles de marcos en un sobre para el cirujano. Sin embargo este, con una explicación poco clara de que era supersticioso y antes de la operación no quería oír hablar de dinero, rechazó el sobre.
Cuando abrieron a Burda en la mesa de operaciones vieron que el tumor no sólo había afectado el páncreas sino que también se había ramificado hacia otros órganos; una operación radical parecía tan inútil que lo cosieron. Tras dos días en la unidad de terapia intensiva, lo ubicaron en la recámara número ocho, la compartían con él sólo dos pacientes. El vecino a la izquierda era un campesino hablador, que se la pasaba contando historias insignificantes de su vida y temía por el destino de su granja, ahora a cargo de su abandonada mujer. El vecino a la derecha era un silencioso anciano, muriéndose quizá, que oportunamente, sea dormido o en estado de vigilia, despedía chillidos de fiera extrañamente inarticulados. Estos perturbaban al vendedor de automóviles más que las historias del campesino, que simplemente no escuchaba.
Los médicos le recetaron muchos medicamentos, y además una vez por día una enfermera traía a su cama un soporte, ponía una botella y luego clavaba una aguja en sus venas, y él podía observar cómo fluía la sangre o algún líquido incoloro por la manguerilla transparente hasta llegar a su cuerpo. A pesar de ello se sentía cada vez más miserable.
La mujer le trajo todas las cosas que él había preparado, agregó un ramo de flores y un frasco de conserva de frutas.
Las flores no le interesaron y había perdido totalmente el apetito. Cuando su mujer se fue, abrió la caja con las pantuflas, quitó los calcetines, divisó el paquete de billetes, volvió a meter los calcetines, cerró la caja y la escondió en la mesa de noche. Todavía podía caminar, pero de todas formas se levantaba de la cama sólo un poco, arrastrándose hasta la ventana o el pasillo, y en un momento regresaba nuevamente a su lecho metálico. Ahora prefería no abandonar su recámara en lo absoluto. No pensó concretamente en su muerte, pero tampoco pudo dejar de advertir cómo disminuían sus fuerzas. Cuando se le acaben completamente, cerrará los ojos y ya no será capaz ni de pensar, ni de hablar, menos de actuar. ¿Qué hará con ese dinero?
Su mujer lo visitaba dos veces por semana, a veces también aparecía su hija casada, incluso en una ocasión vino el mayor de sus hijos. Cada quien le traía alguna cosa que no le hacía falta, y sin interés la guardaba en su mesa de noche, donde se quedaba hasta que la visita se fuera y pudiese tirarla a la basura.
Había varias enfermeras que hacían turnos. Una era mayor, las demás apenas sobrepasaban la edad escolar, le parecía que una se asemejaba a la otra y las distinguía solamente según el color de su cabello. Lo trataban con cordialidad profesional, de vez en cuando hacían el intento por bromear o darle ánimos. Cuando clavaban la aguja en sus venas, se disculpaban porque le iba a doler un poco. Luego, aparentemente después de sus vacaciones, regresó todavía otra enfermera, no era mayor que las demás, pero le llamó la atención su voz, que le recordaba la remota y casi olvidada voz de su madre en la época de su niñez. La enfermera se llamaba Vera. Notó que siempre que se acercaba a él para ejecutar alguna de aquellas tareas rutinarias, añadía algunas frases. Y sorprendentemente esas frases no traían sólo las usuales palabras de compasión, sino que le transmitían algo del mundo de afuera, que hoy era un día caluroso, que los jazmines ya habían florecido, que ya estaban madurando las fresas en su balcón. La escuchaba, con frecuencia ni percibía el contenido de lo que le comunicaba, distinguía sólo el colorido de su voz, su extraño consuelo.
Una vez, cuando se sentía un poco mejor después de la transfusión, le pidió que se sentara a su lado.
− Pero señor Burda -se extrañó- ¿qué diría la primera enfermera si me agarrase descansando?
No obstante trajo una silla, se sentó junto a la silla de él, tomó su mano llena de incontables piquetes, y le acarició el dorso.
− Pues, ¿cómo vive usted, enfermera? -le preguntó.
− ¿Cómo vivo? -se sonrío- Como todos.
− ¿Vive con sus padres?
Asintió. Dijo que tenía una pequeña recámara en un complejo multifamiliar, en su recámara sólo había una cama, una silla, un pequeño librero, también, en un pilar de bambú, macetas con flores de la pasión, fucsias y coronas de Cristo. Le habló largamente de las flores. Las flores nunca le habían interesado, bajo sus nombres no surgía ningún color, ninguna forma, pero percibió la ternura en la voz de la mujer, sintió el tacto liviano de aquellos dedos en el dorso de la mano y notó que sus ojos eran cafés oscuros, aunque su cabello tenía un color claro natural. Prometió que le traería algunas flores de las que cultivaba en su balcón, y se levantó de la silla.
Al día siguiente realmente le trajo una azucena y de nuevo se sentó junto a él.
Burda le preguntó si no sufría la escasez de algo importante.
Ella no entendió el sentido de su pregunta.
Entonces le preguntó si tenía carro.
− ¿Coche? -se río de la pregunta.
− ¿Y lo quisiera?
− Pues usted los vendía -se dio cuenta.
Luego dijo que nunca pensaba que pudiese tener un coche. Vivía sólo con su madre y apenas tenía para comprarse una bolsa de tomates de vez en cuando. El año pasado había plantado unos arbustos en su balcón, pero se pudrieron, y no logró cosechar nada. Le preguntó si le gustaban los tomates. Lo preguntó de la misma manera en que él solía preguntar a la gente si le gustaba el caviar o si prefería las ostras. Le contestó que sí, aunque no recordaba que los hubiese comido alguna vez con gusto.
Le quería preguntar si no la deprimía su vida, pero lo invadió un repentino ataque de dolor y la enfermera salió corriendo por la médica, que le aplicó una inyección después de la cual se le enturbió la razón rápidamente.
Cuando de forma leve volvió en sí durante la noche, se dio cuenta con absoluta urgencia de que dentro de algunas jornadas probablemente moriría. No obstante encendió la pequeña lámpara encima de su cama, se inclinó sobre la mesa y sacó la caja con las pantuflas. Detrás de los calcetines arrugados permanecía la fortuna, con la cual se podrían comprar vagones enteros de tomates.
Puso todo en su estado anterior y regresó la caja a la mesa; la riqueza, que lo llenó generalmente de satisfacción, se hacía de repente una carga.
¿Debería heredarla a algún organismo de caridad? ¿O a este hospital? ¿Regalarla a los médicos, que de todas maneras no podían ayudarle? ¿A su mujer para que pudiese pagar a amantes aún más exigentes o ir a esquiar hasta allá por las montañas Rocallosas?
Luego se le apareció de repente la cara de aquella enfermera y escuchó su voz que se asemejaba a la de su madre. Tenía curiosidad por saber si mañana iba a estar de turno, y se dio cuenta de que deseaba que estuviese.
Al día siguiente efectivamente vino y le trajo un tomate. Era grande, jugoso, duro y tenía el color de la sangre fresca.
Le dio las gracias. Lo mordió y le dio varias vueltas en su boca, pero no logró tragarlo, sintió que lo vomitaría.
La enfermera colocó el soporte en su cama, puso la botella y anunció:
− Le vamos a alimentar un poco, señor Burda, si no se nos debilitará mucho.
Asintió con la cabeza.
− ¿Viene a verlo su familia? -preguntó la enfermera.
Debería responder que no tenía familia, que sólo una mujer y tres hijos, pero en lugar de eso contestó que desde hacía mucho nadie lo visitaba.
− Ellos vendrán, -dijo la enfermera- y enseguida se sentirá más alegre.
Cerró los ojos.
Ella tocó su frente con los dedos.
−Ya fluye -dijo- Dios puede hacer un milagro, sanar al enfermo igual que perdonar al pecador. Y recibir con amor a cada quien.
− ¿Por qué? -preguntó, refiriéndose a por qué se lo estaba diciendo, pero ella no entendió.
− Porque dios es el amor mismo.
Aunque le daban medicamentos fuertes, no lograba conciliar el sueño en la noche. Pensó en aquella extraña realidad, que el mundo continuaría, saldría el sol, correrían los autos, serían inventados nuevos modelos de coches, se venderían en el negocio que su mujer seguramente venderá, se construirán nuevas autopistas y puentes, se abriría el túnel debajo del Petrín, pero él no se enteraría de nada de esto. Aquella realidad tenía una mano helada con la que le apretaba el cuello. Trató de escapar de ella, buscar la ayuda de alguien, pero no tenía en quien refugiarse. Luego se le apareció la cara de la enfermera que se sentó junto a su cama y le dijo que dios puede recibir a cualquiera con amor. Dios lo logra, mientras que él nunca lo ha logrado. Es que si existiera un dios, si existiera, debería reinar en el mundo por lo menos un poco de amor. Intentó recordar a quién y cuándo había amado, y quién y cuándo lo había amado a él, pero aparte de su mamá, que había estado muerta desde hacía tres décadas, no recordaba a nadie. Mañana le preguntará a aquella enfermera dónde nació su fe en Dios o siquiera en el amor. Finalmente logró dormirse. Al despertarse en mitad de la noche, se le ocurrió algo sin sentido. Le regalaría el dinero a esa enfermera. Por lo que le dijo de Dios y del amor. Por acariciarle la frente, aunque sabe que él morirá. Lo sabe igual que lo saben los demás, pero aquellos no le acariciaron la frente.
Luego se imaginó qué diría ella al recibir una fortuna inesperada. ¿Lo aceptaría? La experiencia le decía que la gente nunca rechaza el dinero. Aparentan resistirse, pero finalmente sucumben. Por supuesto que no le puede meter en el bolsillo unos millones; le pedirá que llame al notario, dictará su última voluntad y le heredará el dinero. ¿Qué hará ella con él? Ni sabe si tiene un amante o si vive sola.
A la mañana siguiente en lugar de indagar sobre su fe, le preguntó si vivía sólo con su madre o si salía con alguien.
Sorprendida, levantó su mirada, pero no le contestó. Su novio se llama Martín, es violinista, ayer fueron juntos al concierto, presentaron el concierto en Re Menor de Beethoven. ¿Lo conoce? ¿Le gusta?
No conocía a Beethoven, sin embargo debió haber escuchado ese nombre alguna vez. No le alcanzaba el tiempo para la música, aunque en la tienda comúnmente tocaban alguna música. Pero eran canciones de moda.
También le dijo que se iba a casar con Martín en otoño.
− ¿Irá a mi boda? -le preguntó.
− Si me invita.
El día siguiente la enfermera Vera tenía un día libre y él entonces pudo reflexionar si había considerado todo bien y si su decisión no era demasiado precipitada. ¿Qué pasaría si sanara por fin, cuando Dios hiciera aquel milagro o algún medicamento que le introdujeran en las venas le regresara la fuerza? ¿Por qué otra razón lo estaría invitando la enfermera a su boda? Con un moribundo no estaría bromeando así.
También la cantidad era exageradamente alta, al final con su regalo la pondría en sospecha de un acto deshonesto. Pero le podría regalar al menos una parte de aquel dinero, por lo menos un paquete ligero de billetes de mil francos.
Al otro día empeoró, pero percibió la proximidad de la enfermera Vera, que puso para él una flor fresca en la botella con agua, acercó el soporte y pinchó con la aguja una vena en su pierna izquierda.
− Se lo compensaré -dijo él con una voz baja.
− Me lo compensará al sentirse mejor -dijo. Luego abrió la ventana y preguntó.
− ¿Lo siente? Ya están floreciendo los tilos.
No sintió nada, sólo un gran cansancio. Debería decirle que llamase a un notario, pero en ese momento se le hizo que toda la idea era una tontería, simplemente tendría que introducirle en el bolsillo de la bata unos billetes. Hasta eso significaría para ella una gran fortuna.
La enfermera le acarició la frente y salió de la recámara.
La noche ulterior Alois Burda murió. Era justo el turno de la enfermera Vera y algunos minutos antes de que él respirase por última vez, se sentó a su lado y le sostuvo la mano, pero el moribundo seguramente ya no supo de ello.
Luego asignaron a la enfermera para sacar todas las cosas de la mesa del muerto y hacer una lista detallada. La enfermera lo hizo. La lista tenía dieciocho artículos, el número once decía: Un par de pantuflas con hebillas y calcetines dentro. Le sorprendió a la enfermera que las pantuflas parecieran demasiado pesadas, y se le ocurrió que podría sacar los calcetines, ponerlos aparte, y fijarse adentro de las pantuflas, pero no lo hizo, ya que se agregaría un artículo más; encontró inútil hurgar de cualquier manera en las cosas que aparentemente nadie nunca usaría.
Cuando llegó la mujer de Burda al hospital para levantar el acta de defunción, le entregaron la bolsa con las cosas del difunto y la lista de lo que en ella había. La mujer le echó una ojeada a la lista de objetos. En los últimos años le asqueaba su esposo, así que un par de sus miserables cosas le asqueaba aún más. El monedero con las trescientas coronas se lo dieron aparte. Tomó el saco con las cosas y lo guardó en el maletero de su coche. Cuando salía del hospital, notó que cerca de allí había un tiradero improvisado. Se detuvo mirando bien a su alrededor, luego abrió la cajuela y tiró la bolsa.
Aquella noche la enfermera Vera tuvo cita con su violinista.
− Aquel Burda, el que dormía en la ocho, murió; -le anunció- dicen que era tremendamente rico, uno de los hombres más ricos de Praga.
− ¿Y te dio algo? -le preguntó.
− No -dijo ella- traía en el monedero sólo trescientas coronas.
− Los ricos suelen ser gente extraña -dijo él- ¿quién lo heredará todo?
− Sabrá Dios, -dijo ella- él quizá ni siquiera tenía a alguien. No vino nadie que por lo menos le tomase la mano en aquel momento.