RECORDANDO CACHARRO(S): Michael Taussig, Maleficium: el fetichismo de Estado



Michael Taussig, antropólogo cultural. Entre sus títulos se encuentran: Shamanism, Colonialism and the Wild Man: A Study in Terror and Healing (1986) y Mimesis and Alterity (1996).

traducción de Todd Ramón Ochoa
publicado en Cacharro(s), 8-9, enero-junio de 2005

Pasábamos nuestro tiempo huyendo desde lo objetivo hacia lo subjetivo y desde lo subjetivo hacia la objetividad. Este juego de los escondidos concluirá solo cuando tengamos el coraje de ir hasta los límites de nosotros mismos en las dos direcciones a la vez. En el momento actual estamos obligados a sacar a la luz del día al sujeto, el culpable, el bicho monstruouso y desgraciado que podemos devenir en cualquier momento. Genet nos presenta el espejo: estamos obligados a mirarlo y vernos a nosotros mismos.

Jean Paul Sartre, Saint Genet

El Estado como fetiche

El fetichismo clarifica cierta cualidad de fantasma que tienen los objetos en el mundo moderno y también una cualidad efímera de fluctuación entre el estado de ser una cosa y de ser espíritu (“huyendo desde lo objetivo hacia lo subjetivo y desde lo subjetivo hacia la objetividad”—como dice Sartre en su obra sobre Genet). Pero no como Walter Benjamin y Teodoro Adorno, los célebres teóricos del fetichismo de la mercancía, yo prestaré atención a lo que llamo el fetichismo de Estado(1). Para los comentaristas esto se puede considerar como un elemento en la necesaria tarea de traer la teoría alemana a más íntima conexión con una corriente de radicalismo francés que surge con Bataille y Genet. Pero es también una búsqueda personal que se interesa en las bases místicas de la autoridad del Estado.

Es a la peculiar atracción sagrada y erótica, y hasta combinada con asco, que el Estado encaja para sus sujetos, que quiero llamar la atención en esbozar la figura del fetichismo de Estado. Y aquí haríamos bien en recordar que para Nietzsche, el bien y el mal, entretejidos en un doble helix de atracción y repulsión, son otras tantas representaciones acético-moralísticas de la estructura social de la fuerza. En la notable, de hecho masiva, fuerza del estado moderno encontramos la más fabulosa elaboración de tal representación. “No conozco nada sublime”, escribió el joven Edmund Burke en su indagación sobre nuestras ideas acerca de la belleza, “que no sea una modificación del poder” (2). Pero ¿cómo es posible invocar una abstracción y qué quiero decir con el fetichismo de Estado?

Con el fetichismo de estado quiero decir una cierta aura de poder como es figurado por el Leviathan o, de modo bien diferente, por la visión del Estado intrincadamente argumentado por Hegel como no una simple encarnación de la razón, de la Idea, sino también como una unidad sensitivamente orgánica, algo mucho más grande que sus partes(3). Tratamos de un tema obvio pero ignorado, con torpeza, sí articulado precisamente como la constitución cultural del Estado moderno —con E mayúscula— la cualidad fetichista de su holismo traído a nuestra autoconsciencia, señalando no solamente la manera habitual que tenemos de identificar “el Estado” como un ser, animado con una voluntad y una mente en sí mismo, sino también a través de señalar las no infrecuentes señas de exasperación provocadas por el aura de la E mayúscula —como con Shlomo Avineri, por ejemplo, escribiendo en la introducción de su libro La teoría del estado moderno de Hegel: “Una vez que uno escribe “Estado” en vez de “estado”, el Leviathan ya tira su enorme y opresiva sombra."(4)

Mientras el célebre antropólogo A.R. Radcliffe Brown (conocido en sus días de estudiante como “Anarquía” Brown), en el prefacio del clásico Sistemas políticos africanos (publicado por primera vez en 1940), también logra tocar la irrealidad palpable del fetichismo de estado cuando lo denuncia como ficción,(5) escribe, sin embargo, como si sólo las palabras, bien incluyendo las suyas, fueran armas que pudieran barrer hasta el encanto de su propia fechoría:

En la escritura sobre instituciones políticas hay mucha discusión sobre la naturaleza y el origen del Estado, que normalmente se presenta como una entidad más allá y por encima de los individuos que componen una sociedad, teniendo como uno de sus atributos algo llamado “soberanía”, y algo de que se habla como si tuviera una voluntad (la ley normalmente definida como la voluntad del Estado) o como si diera órdenes. El Estado en este sentido no existe en el mundo de los fenómenos; es una ficción de los filósofos(6).

“Lo que sí existe”, declama luego Brown, “es una organización, [i.e.] una colección de seres humanos individuales conectados a un complejo juego de relaciones.” Insiste que “no hay tal cosa como el poder del Estado; hay en realidad solamente poderes de individuos —reyes, primer ministros, magistrados, policías, jefes de partido, votantes”. Tomen en cuenta por favor el repetitivo énfasis en el Ser— en “lo que sí existe”, y los poderes allí contenidos. En primera instancia todo es tan posible y tan deseable también, esta seducción por la realidad real, policía real, reyes reales, y votantes reales. Y no crean que aquí estoy jugando. Puede que Jean Genet juegue con el pene del policía buscando lo realmente real. Pero nosotros, que podríamos aprender alguna lección de Anarquía Brown, y de la genealogía de la antropología representada por su presencia estatal, debemos pausar y pensar por qué él es tan hostil hacia lo que describe como la ficción del Estado —la E mayúscula. Porque a lo que nos remite la noción de fetichismo de Estado es a la existencia y realidad del poder político de esta ficción, a su poderosa insustanciablidad.

El Estado como máscara

Unos treinta años después del pronunciamiento de Radcliffe-Brown sobre la irrealidad de la E mayúscula, Philip Abrams en un análisis verdaderamente original, se refiere a esta ficción de una manera a la vez más clara y más compleja:

El estado no es la realidad que existe detrás de la máscara de la práctica política. Es en sí mismo la máscara que prohíbe que veamos la práctica política tal como es [y] nace como un constructo implícito; luego se reifica —como el res publica, la reificación pública, no menos— y adquiere una identidad simbólica, progresivamente divorciada de la práctica como una representación falsa de esta última(7).

Y hace un llamado a sociólogos para que atiendan a los sentidos en que no existe el estado. Como Avineri él ve la E mayúscula como una falsa representación —la ficción de Radcliffe-Brown— pero lo acredita, como Avineri, con una fuerza poderosa, no simplemente en la boca del Leviathan, sino más bien en las democracias regulares como la de Gran Bretaña, donde “ejércitos y cárceles, las fuerzas especiales y los documentos de deportación tanto como el proceso entero de extracción fiscal” dependen críticamente del fetichismo de estado. (8) Porque, argumenta Philip Abrams, es la asociación de estos instrumentos represivos “con la idea del estado y la invocación de esa idea que silencia la protesta, justifica a la fuerza y convence a los demás de que el destino de la víctima es justo y necesario." (9)

Ahora, la pregunta tiene que ser formulada: ¿qué se puede hacer a esta falsa representación a través de la cual una reificación adquiere el alarmante poder del fetiche? La sorprendente figura de Abrams, de máscara y realidad —el Estado no como la realidad detrás de la máscara de realidad política sino como la máscara que nos prohíbe ver la realidad política—, es una deslumbrante y problematizadora representación. No solamente porque implica al Estado en la construcción cultural de la realidad, sino porque hace resaltar que la realidad es inherentemente engañoza, real e irreal, una y la misma a la vez —dicho concisamente, un sistema sumamente nervioso.

El que sea chocante y apropiado, mágico, es la respuesta de Abrams al poder del efecto de realidad de esta máscara. “Mi sugerencia”, escribe, “es que debemos reconocer lo incuestionable de la idea del estado como un poder ideológico, y tratarlo, entonces, como un obligado objeto de análisis. Pero las mismas razones que nos exigen hacer esto también nos exigen no creer en la idea del estado, no ceder a considerar su existencia como un objeto-formal abstracto”. (10)

Y como un inspirado ejercicio Dadá, táctica-shock, él recomienda que debemos, a modo de experimento, intentar la sustitución de la palabra Dios por la palabra estado —que es exactamente lo que intento hacer porque el fetichismo del Estado pide exactamente tal excursus, dado que uno se siente capaz de enfrentar la profunda ambigüedad que, según una influyente corriente de análisis occidental, se dice que contiene lo sagrado.

El sagrado impuro

Lo que quiero considerar es la idea, curiosamente perdurable, que seguro ha de levantar polémicas, de que no sólo Dios, sino también el mal, es parte de la noción de lo sagrado —que lo malo no es sólo malo sino santo y además garante. Emile Durkheim en 1912 categorizó a este santo mal como “impuro sagrado” y lo ilustró en apenas siete páginas de su gran obra sobre la religión primitiva, a través de referencias a: el cadáver recién muerto; las fuerzas conjuradas por el brujo; y a la sangre emitida por el órgano genital de mujeres. Todo esto —insistía él refiriéndose a su evidencia etnográfica de la Australia central tanto como a la Religión de los semitas de W. Robertson Smith—, inspiraba miedo en los hombres, con frecuencia al punto del horror, pero que, a través de una simple modificación de la circunstancia externa, devenía en poderes santos y propiciadores de vida. Sin embargo, según esta formulación existe el más radical antagonismo entre el puro y el impuro sagrado, no obstante, hay una relación cercana entre los dos, que se muestra en el hecho de que el respeto hacia lo puro sagrado no existe sin su cuota de horror, y el miedo hacia lo impuro sagrado no existe sin su cuota de reverencia. Entonces, no sólo Genet el homosexual en una sociedad homofóbica, no sólo Genet el ladrón en un Estado construido sobre la base del derecho a la propiedad; sino también, Saint Genet.

Razón y violencia

Antes de usar la fuerza militar, uno deber usar la fuerza de la razón.
Mario Cuomo, Gobernador de Nueva York, en un discurso durante la violenta disputa en ese estado sobre los juegos de azar en la reserva de los indígenas Mohawk.

Esta confluencia del puro con el impuro sagrado es más relevante para el Estado moderno allí donde el asunto crucial de la legitimidad de la institución se topa con lo que Max Weber consideraba una parte primordial de la definición del estado —hablando claro, con su monopolio sobre el uso legítimo de la violencia dentro de un territorio dado. La otra parte de esa definición es, por supuesto, y al igual que la de Hegel, la encarnación de la razón en el Estado, así como en sus formas burocráticas.

Lo que requiere de enfásis aquí es cómo esta coyuntura de violencia y razón es tan obvia, pero a la vez negada, y entonces cuan importante es para un entendimiento agudo de la práctica cultural de la habilidad política apreciar la mera torpeza de esta evidencia, tal como cuando nos confundimos sobre el concepto de “crimenes de guerra” —siendo legal que los Estados Unidos bombardeen al enemigo Iraquí sin cesar pero que sea un crimen que el Estado Iraquí golpee a los pilotos que dejan caer las bombas. Tales sutilezas legales ofrecen testimonio de los auto-contradictorios y cada vez más absolutos intentos de racionalizar la violencia. Es por eso que hay algo atemorizante, creo yo, en simplemente decir que esta coyuntura de la razón y la violencia existe, no solo porque hace que la violencia sea atemorizante, como si estuviera imbuida en la más legitimizable de todas las fuerzas, la razón misma, y no solo porque hace que la razón sea atemorizante en el hecho de indicar que esta profundamente acomodada en la concavidad del terror, sino también porque necesitamos tan desesperadamente aferrarnos en la razón —tal como esta instituida— como salvaguarda contra la atemorizante ausencia de orden social y caos amenazando de todos lados. Tiene que haber razón, y tenemos que usar la razón. Pero otra parte de nosotros acoge el hecho de que la razón —tal como esta instituida— tiene la violencia a su disposición, porque pensamos que la ausencia de orden social y el caos no responderán a otra cosa. Y considérese como nos deslizamos del reconocimiento a la desautorización. Considérese esto como una práctica cultural Estatal. Nada podría ser más obvio que el Estado, con su E mayúscula amenazando, usando la palabra dulce de la razón y razonables reglas como guante de terciopelo sobre su puño de hierro. Esto es folklore. Es una manera de reaccionar instintivamente a la E mayúscula. Pero por otra parte esta conyuntura de razón y violencia rápidamente deviene confusa cuando intentamos frenarla y entenderla: ¿tanta razón versus tantas unidades de violencia? ¿La simple amenaza de la violencia revoloteando en el fondo de la cueva de Kafka? ¿Diferentes categorías de personas afectadas en distintos lugares y distintos momentos recibiendo una mezcla diferente? Y así. Weber mismo registra esta presencia latente pero vital de la violencia cuando nota en su famoso ensayo “La política como profesión”, presentado en Munich en 1918, que hasta la legitimidad de la dominación basada en reglas inventadas (que él define como “la dominación ejercida por el ‘servio moderno del estado’ y por todos los portadores de poder que a este respecto lo reseñan”), “tiene que estar entendido que, en realidad, la obediencia es determinada por contundentes motivos de miedo y esperanza." (11)

En el darnos cuenta de la inclusión, pero el énfasis en la violencia como lo que define el Estado moderno, no podemos olvidar cuán decididamente plano, cuán instrumental, parece ser su noción de la violencia; cuán decidamente reificado está, como si la violencia fuera una sustancia, tentos ergios de poder espermático fluvial que el padre ejerce en la firmeza del santuario privado de la familia, con el permiso del Estado, y que el Estado ejerce sobre la sociedad civil, y a veces, sobre otros estados. Lo que falta aquí, y quiero que esto sea una crítica decisiva, son las intrínsicamente misteriosas, mistificantes, enrevesadas, simplemente atemorizantes, mitológicas, y esotéricas propiedades culturales, y el poder de la violencia hasta que la violencia sea un un fin en sí mismo —un signo, como lo propuso Benjamin, de la existencia de los dioses. (12)

Entonces, lo que quiero sugerir con considerable urgencia, es que lo políticamente importante en mi noción del fetichismo de estado no es simplemente que esta necesaria interpretación institucional de la interpenetración de razón y violencia disminuye los reclamos de la razón, adjudicándole ideología, máscara, y efecto de poder, sino también que es precisamente esta coyuntura de la razón con la violencia en el Estado la que produce, en un mundo secular y moderno, lo grande de la E mayúscula —y no simplemente en su aparente unidad y en las ficciones de voluntad y mente así inspiradas, sino que hasta la cuasi sagrada cualidad de esta misma inspiración, una cualidad que estamos más que dispuestos a atribuir a los Estados antiguos de China, Egipto y Perú, por ejemplo, o al absolutismo Europeo, pero no al Estado legal-racional que actualmente es la base de nuestro ser como ciudadanos del mundo.

1886, un momento surreal, el resurgimiento del sagrado: la tortura debe ceder ante el totemismo

Espero que los señores Black [editores de la Enciclopedia Británica] entienden que el totemismo es un sujeto de creciente importancia, mencionado diariamente en revistas y periódicos, pero del cual no hay una buena definición en ninguna parte —precisamente uno de esos casos donde tenemos la oportunidad de estar por delante de los demás y ganarnos un poco de reputación. No hay sección en el volumen por el cual estoy más soíícito. Con ella he pasado dificultades personales, guiando a [James George] Frazer en su tratamiento; y él a tomado unos siete meses de trabajo serio para que sea el artículo estandar sobre el sujeto. Tenemos que abrir un espacio para el artículo, no importa lo que haya que quitar. “Tortura”, aunque un buen artículo, no es nada necesario, porque la gente puede aprender sobre la tortura en otros lugares y el sujeto decae, pierde interés.


W. Robertson Smith, autor de La religión de los semitas, en una carta de 1886 a los editores de la Encyclopedia Britannica, de la cual él era compilador.

El Estado como sagrado: La reyuxtaposición de la mirada colonial

En otra parte —siempre en otra parte. Decadencia. Pero un buen artículo. Tal es el destino de la tortura, especialmente frente a la estrella naciente del totemismo. Hasta allí el descenso del sagrado. Es por eso que la restauración de lo sagrado como un objeto que merecía el estudio por parte del grupo del College de Sociologie, de Georges Bataille, en los últimos años de los ‘30, y precisamente su intento a un estudio de la presencia de lo sagrado en el Estado moderno, me parece una tarea sobresalientemente oportuna —una tarea que yo considero debe incluir un proyecto un poco más amplio, todavía no formulado —es decir, el de la reyuxtaposición de los términos de la indagación sobre el colonialismo, reciclando (y así transformando) la antropología que se desarrolló en Europa y América del Norte a través de un estudio de pueblos colonizados por estas mismas sociedades donde fue instituida, donde los términos y prácticas impuestas y apropiadas de las colonias, tales como fetiche, brujería (el maleficium) y taboo, pueden ser rescatadas y pueden vivir con nueva intensidad(13). Como será obvio hasta en este intento tan reducido, tal reyuxtaposición no es una práctica simple y seguramente requiere mucho más que solamente invertir la luz desde las zonas oscuras del imperio. Empezamos con el fetiche.

El fetiche: un geneología en producción

Bill Pietz nos ha presentado, con una genealogía del fetiche que basa esta sumamente extraña palabra en la praxis de hacer, con su raíz en las estratégicas relaciones sociales de comercio y religión, la trata de esclavos y la ciencia moderna(14). Hacia este fin él relata ciertas prácticas de comercio en la Roma antigua (la separación de productos naturales de productos facticios, los que eran artificialmente cultivados), en la temprana cristianidad romana (con dios haciendo al hombre a su imagen, pero el hombre negando, como consecuencia, un poder similar de hacer), el “mal hacer” del maleficium de la magía de la edad media, la noción del fetiche o fetisso en la lengua bozal portuguesa del comercio en las rutas de la trata de esclavos en el África Occidental y, finalmente, la representación positivista del fetichismo como un barniz o contraparte mística del virtual culto a la objetividad. Historia tremenda. El hecho de desarrollar y traer a nuestra conciencia una genealogía como esta me parece curiosamente análogo al fetiche mismo, en que tal práctica de geneaologizar presupone que el significado de la palabra lleve rasgos de historias epocales de comercio al borde del universo conocido, y que, aunque dichos rasgos le prestan a la palabra —como lo hubiera dicho Raymond Williams en su Keywords— una activa historia social que empuja hacia el presente y se activa por el presente, pero rasgos que son, sin embargo, casi o completamente desconocidos para la conciencia en la actualidad(15). Lo que queda, activa y poderosa, es la palabra misma —enigmáticamente incompleta. Sólo el significante, podríamos decir, de sus significados borrados, recogidos y disolutos por la neblina del comercio, la religión, la esclavitud y lo que ha devenido en lo que llamamos la ciencia —y esto es precisamente el mecanismo formal del fetichismo (como lo vemos señalado en Marx y Freud), donde el significante depende pero a la vez borra su significado.

Lo que Pietz hace con su geneologización es restaurar los rasgos y lo borrado para tejer un encantamiento alrededor de lo que está, hablando en términos sociales, en juego en el hacer. Esto no es menos que una historia europea formándose a través del hacer de objetos, y esto involucra una compulsión de mezcla, una vez más lo que hace con el hacer, con el objeto hecho, luchando inminentemente con lo que podríamos llamar el entendimiento de Vico, que también fue el de Marx: Dios hizo la naturaleza, pero el hombre hace la historia y por esto puede llegar a la comprensión de la historia si entiende su práctica del hacer. En breve, el fetiche nos lleva al reino de la praxis y el hecho de geneologizar el fetiche como lo hace Pietz es en efecto el hecho de problematizar la praxis —el sujeto haciéndose a sí mismo a través del hacer del objeto—, y en el mismo sentido nos lleva al reino de “la agencia”—el difícil problema de la determinación individual contra la determinación social. Ahora, en la genealogía del fetichismo según mis consideraciones, este asunto se puede traducir en una confrontación de brujería con sociología, la brujería que revela la palabra-fetiche en la época de la expansión Ibérica hacia el África y en la colonización del mundo nuevo, es decir, la brujería del maleficium, de un lado, y la sociología, tal como la del sucesor de Comte, Emile Durkheim, el sociólogo de los sociólogos, del otro lado. Es hacia la sociología como una forma de indagación animada por poderes fetichistas que ahora dirijo mi atención y, luego, con Genet, a la relevante epistemología del maleficium.

Sociología

Fue Durkheim y no el salvaje que hizo de la sociedad un dios.

—E.E. Evans-Pritchard en Neur Religion

Cuán extraña y múltiple deviene la noción de “la sociedad” cuando la empleamos en una cosa, como si esta misma acción hiciera que resbalara de nuestras manos. “Hechos sociales son cosas”, reiteró Durkheim vez tras vez en Las reglas del método sociológico (editado por primera vez en 1895), como si estuviera desesperado por sentar esta cualidad de cosa tan elusiva. ¿Cosas de dios o cosas hechas?, le podríamos preguntar a la vez, con un punzada de ansiedad, quizás, contemplando el lugar de cosas-hechas en el abismo creado dentro del lenguaje limitado de la brujería colombiana entre dios y el brujo. Y, en consecuencia con este discurso, ¿no deberíamos permitir que la terminología expresara su carácter sagrado más plenamente y en vez de decir que hechos sociales son cosas decir que hechos sociales son reificaciones, así entrando no solamente en el lenguaje sagrado del latín sino también en la sagrada oscuridad creada por la cosa Lukacsiana (tal como en “La reificación y la consciencia del proletario”)? Así Steven Lukes en su estudio sobre Durkheim señala certeramente el giro clave de res a deus, la inestabilidad en el corazón de la fetichización de “la sociedad” —de cosa a dios.

Pues, sobre todo, el habla [de Durkheim] de “la societé” como una “realidad” distinta al “individuo,” que lo llevó a reificar, y hasta deificar “la sociedad,” a tratarla como un deus ex machina, a atribuirle “poderes y cualidades tan misteriosas y confusas como cualquiera de las asignadas a los dioses por las religiones del mundo." (16)

La consternación expresada por los postulantes del sentido común anglo a lo que es considerado como el misticismo en la sociología de Durkheim es tan ubicua como contraproducente. De (por) ende los valiosos intentios (como los de Radcliffe-Brown y Evans Pritchard, por ejemplo) de extraer una facticidad social limpia de su penumbra mística. Tomen en cuenta este intento heroico de separar los gemelos Durkeimianos, el hecho social de la conciencia colectiva social en la introducción de la traducción al inglés de las Reglas:

El método de Durkheim, es bien sugestivo en sí mismo, pero involucra, por casualidad, el uso de la hipótesis de la consciencia colectiva; eso resulta en el intento deplorable de interpretar el fenómeno social en términos de esta supesta conciencia [y por ende] Durkheim no esta solo entre los hombres de la ciencia en el sentido de ser más valioso en los deshechos de su teoría que en su argumento principal. (17)

Y fue aquel genio errático, Georges Sorel, él mismo nada flojo cuando se trataba de usar y teorizar los poderes del misterio en la sociedad moderna (tal como en su Reflecciones sobre la violencia, 1915), que reclamaba que Durkheim había dicho que era innecesario introducir la noción de una mente social, pero que argumentaba como si él mismo lo estuviera introduciendo. (18)

En aquel formidablemente e importante libro La estructura de la acción social (1937), Talcott Parsons representa este giro de cosa a dios no como el fin inevitable del mismo concepto de “la sociedad” sino como un movimiento asentado en una forma más familiarmente aceptable, el de la narrativa —una aventura de ideas en que primero hubo el Durkheim de Las reglas y La división de la labor (el empírico positivista que entendía hechos sociales como si fueran cosas, exteriores y limitantes faits sociaux), y, luego, años más tarde, emergió un Durkheim nuevo, el idealista, comenzando con su deseo de identificar la cualidad primordial de la facticidad social como reglas legales y normativas que resultaron, finalmente, en su énfasis en el tejido de las obligaciones morales como la base constituyente de “la sociedad”. (19)

Tendremos necesidad de acordarnos de esta aventura de ideas desde res a deus viajando por varios tipos de reglas, de ley, de norma, y de moralidad —cuando nos damos cuenta de cierta cualidad sexual de la ley y del violar de la ley, la belleza y libidinosidad de la trasgresión, el lugar del sagrado en lo profano de la vida moderna, especialmente en versiones francesas de esa vida, desde el college de sociología (no-parsoniana) de Bataille a finales de los años 30, hasta el periódo de post-guerra de Jean Genet. Es suficiente decir que ese intento noble de inventar para el padre fundador de la sociología una narrativa del concepto de “la sociedad”, primero, y después de dios, es la consecuencia de la inhabilidad de apreciar que el concepto puede ser las dos cosas a la vez y que, en cualquier caso, el carácter de fetiche del “hecho social” como cosa pura y como cosa moral es entonces sorprendentemente comunicado. Lo que nos trae a los totems, a su poder sagrado y al dominio de hombres viejos.



(1)Mi propia introducción al estudio cultural del Estado moderno y el entendimiento de esto como un problema que vale la pena considerar vino de Philip Corrigan y Derek Sayer, eds., The Great Arch: English State Formation and Cultural Revolution (Oxford: Basil Blackwell, 1985), a través de las reflexiones y ánimo del profesor Bernard Cohn de la Universidad de Chicago.

(2)Edmund Burke, A Philosophical Inquiry into the Origin of Our Idea of the sublime and the Beautiful, introducción de Adam Phillips (New York: Oxford University Press, 1990), p. 59.

(3)Thomas Hobbes, Leviathan, or The Matter, Forme, and Power of a Commonwealth Eclesiasticall and Civil (New York: Macmillan, 1962), p. 132.

[4] Shlomo Avineri, Hegel’s Theory of the Modern State (Cambridge: Cambridge University Press, 1972), p. ix.

[5] A.R. Radcliffe-Brown, Prefacio a African Political Systems, ed. Meyer Fortes y E.E. Evans-Pritchard (1940; New York: Oxford University Press, 1970), p. xxiii.

[6] Ibid., el énfasis en mío.

[7] Philip Abrams, “Notes on the Difficulty of Studying the State,” Journal of Historical Sociology 1, no. 1 (1988): 58.

[8] Ibid,. 77.

[9] Ibid,. 79.

[10] Ibid,. 79.

[11] Max Weber, “Politics as a Vocation,” en From Max Weber: Essays in Sociology, Trans. Hans Gerth and C.Wright Mills (London: Routledge and Kegan Paul, 1940), 79.

[12] Estoy endeudado a Adam Ashforth por haberme llamado la atención a esta observación de Benjamin.

[13] En su prólogo a la exhaustiva colección de de ensayos y charlas preparadas por el grupo alrededor de Bataille, Roger Caillois y Michel Leiris (para nombrar los más conocidos) Denis Hollier llama la antención a la compleja relación de dependencia que tenían con Durkheim y su escuela, especialmente en relación al lugar que ocupa “lo primitivo” y “lo sagrado” en la sociedad occidental Europea y moderna. Denuis Hollier, ed., The College of Sociology, 1937-39 (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1988). Aunque muchos de los conceptos claves de Durkheim serían, casi por [default] los de ellos, habían también diferencias profundas, empezando con la pregunta que formaba la base de su proyecto—es decir [namely] el lugar que ocupa lo sagrado en la modernidad. Otra diferencia resaltante es la noción del college del sagrado no solamente como una fuerza en servicio de una solidaridad social Durkheimiana, pero también como su opuesto, el sagrado como un exeso [exess], “un brote,” [outburst], como lo diría Caillois en 1938, “de violaciones de las reglas de vida”, que es, por supuesto, absolutamente [thoroughly] consistente con la fascinación de Bataille con el taboo y la transgresión—un reformulación “post-Durkheimiana” de la problematica liberal de la razón y la violencia.

[14] William Pietz, “The Problem of the Fetish,” part 1, Res 9 (Spring 1985): 5-17.

[15] Raymond Williams, Keywords: A vocabulary of Culture and Society (New York: Oxford University Press, 1976).

[16] Steven Lukes, Emile Durkheim: His Life and Work (Harmondsworth, Eng.: Penguin Books, 1973), 34-35.

[17] George Catlin, “intorduction to the Translation,” en Emile Durkhiem, The Rules of Sociological Method, trans. Sarah A. Solovay y John H. Mueller (New York: Free Press, 1964), xiv.

[18] Lukes, Durkheim, 12.

[19] Talcott Parsons, The Structure of Social Action: A Sudy in Social Theory with Special Reference to a Group of Recent European Writers (New York: Free Press, 1937).