Balserías, NELTON PÉREZ



Cuando regresó la calma, todavía podía sentirse en los oídos, como un eco o una canción muy larga, las embestidas del aire. Por un rato creímos estar cerca de un cayo porque respiramos olor a hojas, a tierra... el silencio duró muy poco. En la noche que clareaba comenzamos a divisar siluetas y embarcaciones, a escuchar voces, quejidos, ruegos, ruido de gentes que caían al agua y después chapoteaban desesperados. El temporal nos debió arrastrar a un mismo lugar. Estuvimos de guardia todos. Con los remos como arma evitamos cualquier asalto o cercanía de otra balsa. Vimos algunas vacías, otras semihundidas. Parecía un barrio flotante. Apenas se insinuó en el horizonte el sol comenzamos a remar en su dirección. El mar estaba llano y a los bordes de la balsa se aferraban los sargazos.

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Flotaba dentro de una recámara con el cuerpo sumergido hasta el pecho. Una gorra verde olivo y un sudario de los que daban a los estudiantes en las becas lo protegía del sol. No nos dijo, o nunca entendimos su nombre, aquel atardecer en que lo encontramos como una boya. Al principio lo creímos muerto o dormido, pero cuando escuchó las voces intentó remar con los brazos, avanzar a ciegas. Decidimos recogerlo. Alguien comentó que podía traernos suerte después que supimos que era de Regla. Lo alzamos del agua con miedo a que faltara alguna parte de su cuerpo. Una mancha pardusca de pecesillos voraces se alimentaba de su piel reblandecida por el agua desde hacía buen rato. Estaba rosado y sin epidermis, desnudas las piernas como muslos de pollo descuerado. Le dimos de beber y una aspirina. Vomitó antes de comenzar con esa tos que por instantes nos sacaba del sueño como una alarma. Después que subió a bordo recuperamos un poco la fe aunque nadie de nosotros sepa como invocar a la virgen de Regla.

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No sé quien se percató aquella tarde en el banco familiar del parque. Pero el que fue tenía razón. Los negros no se iban. El pueblo se vaciaba poco a poco, pero siempre los balseros eran blancos o al menos pasaban por serlo. Mi prima Tania, conocía una familia negra que el padre trabajaba en un tractor con carreta de una empresa forestal. El clan entero te arreglaba una salida con transporte, comida y casi todo lo necesario, sin incluir el bote o la balsa, porque astillero sí no tenían, todo por diez mil pesos si el grupo era inferior a cuatro. Si más, más dinero. Se sabían todos los vericuetos del monte, los caminos hechos por los leñadores de antiguas carboneras de inmigrantes, los días de mejor marea y luna... en fin, eran toda una agencia de viajes. Tenían todas las posibilidades, pero no se iban... estaban ayudando a negrear el batey. Las casas abandonadas eran selladas por el gobierno municipal, después de inventariadas se les entregaba a otras familias, en esto había favoritismo, sociolismo, pero muchas veces algunos se colaban y tomaban posesión en nombre de sus necesidades o de sus testículos.La familia, el palenque, la tribu –los llamaban de mil maneras– nunca fue sorprendida en la exportación de blancos a La Florida, algo muy curioso. Ya a finales de la ola migratoria, supe que también vendían botes y balsas. ¡Vaya, ahora sí están completos, con astillero y todo!, repuse. Mi prima Tania me aclaró que no construían embarcaciones. ¿Y...? Peinaban los manglares y la costa, esto lo habían aprendido cooperando en una redada del servicio de Guardafronteras destinada a recoger y descubrir escondites y puertos camuflados de balseros. También a la orilla de las playas a veces recalaban embarcaciones que habían rendido viaje. Acaparaban y revendían. Ahora sí eran una verdadera agencia de viaje con flota caribeña, incluida. Por eso cuando Nicholas se enroló en la tripulación, a parte de boquiabiertos nos alegramos, aunque desconfiamos un poco. No por él que es un negro retinto que aspiraba a casarse con una rubia germánica, lo queríamos y respetábamos desde la secundaria. Con él, dijo Tania, completamos la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, adulterada sólo por algunos blancos y una mujer.“La Familia” receló de él, llegaron a sugerir que podía ser un soplón de la policía. Nicholas se reía, y los miraba con los mismos ojos que ellos a él. Uno de la familia, incluso, se quedó a ver si en verdad zarpaban. Nicholas no flaqueó un segundo, pero sí dejó bien claro que el mar no le gustaba. La playa se había hecho, según su concepto, para mirar jevas en bikini o en tanguitas desde la sombra. Nos agradaba su filosofía de la vida. El pagó la culpa cuando por un radiecito de pilas nos enteramos que estaban concentrando en la base naval de Guantánamo a los balseros cubanos interceptados en altamar. Nos vengaríamos de nuestra mala suerte entregándolo como un haitiano que habíamos recogido por caridad. Era una broma que nos divirtió de mala gana, con raíces históricas en el choteo insular. Ese temor de los negros a emigrar estaba salpicado por la historia del sur de Estados Unidos de América. Nicholas nos confesó que iría a vivir de inmediato a Nueva York. ¿Al Bronx... eh, niche? En Nueva York, no sé que lugar es, pero no es el Harlem ni el Bronx... este es el teléfono. Nos explicó, extendiendo una tarjeta plastificada como la mayoría de los documentos y direcciones que llevábamos y temíamos pudieran mojarse. Allí estaba escrito con letras doradas: Mr. José Francisco Nicholas. Profesor titular de la Universidad de N.Y. Center for Latin American Studies. Y abajo su teléfono, fax y e–mail.Este señor era el hermano gemelo de su abuelo, emigrado y radicado a inicios de la década del cincuenta. Este tío era su aché, nos dijo, Miami y todo el sur podíamos quedárnoslo. Él iba a ser un ciudadano del norte como su tío abuelo. Al menos su tío era real, ¡decano universitario! No como ese tío rey mago que todos decíamos tener en la Yuma, millonario, dueño de una cadena de hoteles, restaurantes o joyerías. Siempre una cadena de algo y a lo peor ni de un perro era dueño ese famoso tío. Ya estaba harto de nosotros; blanquitos de tercera, nos llamó y comenzó a reír con su amplia dentadura, igual que Bola de Nieve tras su piano. Nicholas había sido desde niño un negrito mamalón de dedo gordo. Tenía tanta razón y alegría, que para acobardarlo lo amenazamos con echarlo a los tiburones en cuanto apareciera alguno. Se le crispó el rostro y empezó a sudar copiosamente. Tanto sudó que parecía un paletica de chocolate derritiéndose al sol.
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Los mocos son saladitos y mejor alimentos que las uñas. Son como los ostiones de uno mismo. El amor de madre es único. Papa y Toñita mi hermana están ahí, tan moribundos como mamá, pero sólo la nariz de mamá sigue fabricándolos grandes y húmedos. Algunas manías íntimas que los otros censuran como cochinadas logran mantenerte vivo.
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Ni siquiera se lo dijo a Fernando que era el jefe porque había corrido con casi todos los gastos y preparativos del viaje. No llegó pidiendo que enrolaran a nadie más que a él y para esto aportaba una brújula y ciertos conocimientos de astrología aplicables a la navegación. La noche en que salimos fue de los primeros en llegar, traía una bolsa de saco con azúcar prieta y limones medio patisecos.
Ya se moría en alta mar cuando decidió contarnos que alguien de su familia le ocultó la insulina, creyendo que así lo haría desistir. Lo enterramos en un cayo donde no había piedras, ni sombra alguna donde cobijarse. Leímos por su Biblia un Padre Nuestro y nos apuramos en abandonar aquel arenal que a pesar del sol se conservaba fresco. Mejor para el diabético, dijo Fernando y los demás asentimos. Luego nos preguntábamos por qué.
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No hubo gallego más ocurrente en todas Minas Blancas que el gallego Bellón. Se consideraba socialista pero luego del Triunfo de la Revolución se instauró a sí mismo partido de oposición. Nunca hizo familia, pensando en volver cuando Franco cayera. Envejeció, y nunca pudo regresar. Los adultos reían por lo bajo sus andanzas y a los niños se nos prohibía hacerle caso a sus cuentos. Está medio loco, nos decían. En las mañanas pasaba por el parque con las manos en los bolsillos y su estatura de niño grande, burlándose de todos los que compraban el periódico. ¡Pero qué buen pichón ya eres, niño, tú mismo te embutes! Otra vez se paraba delante del busto de José Martí y le decía: ¡Sacúdete, Pepe, que te quieren echar la culpa de esto!; y si no leía en voz alta la frase del apóstol de que Los hombres van en dos bandos: Los que aman y fundan; los que odian y deshacen. Entonces agregaba él, ¡y estos cabrones van en el segundo, coño! Lo peor que podía pasarle era no poder comer su fabada de garbanzos los domingos. Iba al parque y haciendo bocina con las manos, gritaba: ¡me cago en la madre de Lenin! En la estación de policía negaba todo, diciendo que no podía haberle mentado la madre a un señor que no conoció. Que todos en el pueblo tenían los oídos sucios debido a la campaña agrícola de la malanga. Él, se refería a los hijos de puta funcionarios del INIT que no sabía dónde escondían la comida. Cuentan que hubo un policía, cuyo trabajo consistía en meterlo preso a diario o advertirle. Un día murió el gallego Bellón y Minas Blancas quedó sin opositor abierto y declarado. Las cosas empeoraron. Hoy muchos jóvenes nos vamos en balsas y en vuelos regulares, igual que un día lo hiciera Bellón en un vapor, hace ya más de medio siglo. A veces trato de imaginar el rostro de aquel doctor al que fue a ver al hospital porque quería, si era posible, le injertara un estómago de caballo, para hartarse de hierba.
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La luna de esa noche inolvidable brillaba alta. Estaban ya en los bancos de arena luego de cruzar el canal viejo de Las Bahamas. Incluso se habían atrevido a nadar y hacerse el amor en el agua. Todo estaba en calma. Planearon a dúo una piscina, una bella piscina en la casa que los esperaba en Miami, que les recordase siempre esta noche. ¡Qué sabían los viejos cuando les advirtieron del Mar Caribe si jamás estuvieron en un crucero! Él recogió un poco de sargazos que las olas del mediodía subieron a cubierta, improvisó una corona y una saya para bromearle una danza tahitiana con elementos de strip–tease. Ella rió hasta que unas sombras enormes, que no eran reflejadas por la lona del techo como creyó al principio, se deslizaron a ras del agua. Una de ellas se impactó con la balsa. Fue un golpe ligeramente desestabilizador que le arrancó un grito a ella y a su amante le deformó la sonrisa. De él sólo pudo alcanzar, antes que cayera, unos cuantos sargazos que le colgaban de la cintura. Días después, en la enfermería, todavía los tenía en una mano y no dejaba de mirarlos con unos ojos que por la mucha vigilia parecían haber perdido los párpados.

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Uno sabía que estaba amaneciendo por las explosiones. Al principio todo el mundo se levantaba, se sentaba en los catres y pedía a Dios y la virgen con todas las legiones de ángeles y santos que nos libraran de esa locura. Algunos se asomaban a las cercas, para tratar de ver a través de la malla metálica lo que quedaba de los rajados que pisaban una mina o para ver las ambulancias cubanas que venían a recoger los muertos y los que gritaban auxilio. Una vez miré y a lo lejos reconocí a un muchacho santiaguero que llegó con la novia el mismo día, pero en barcos diferentes. Recordé su encuentro de telenovela al verlo, rígido como un espantapájaros bajo el sol, afónico. Me estremecí al intuir que la detonación había sido por la muchacha que él no se atrevía ya a nombrar, ni a localizar con la vista. Después de una semana las explosiones resultaban tan cotidianas como el cantío de un gallo a lo lejos. Lo más que podía pasar era que nos diésemos vuelta en el catre para seguir durmiendo.